Cinco intentos de terror (5 de 5) – Normalidad primermundista

No voy a ser específico, es imposible. Contaré lo que recuerdo, pero no voy a entrar en detalles. Quiero dejar claro que me has obligado a escribir (otra vez), y que me has dicho que podía escribir sobre lo que yo quisiera. No sé si podré seguir la regla de “hacerlo como si le hablara a alguien que no conoce las vicisitudes sociales o ha estado aislado o al margen de la sociedad”, pero haré lo que pueda. (Y prometo intentar no insultarte en el escrito esta vez, reconozco que no viene a cuento, y menos a sabiendas de que eres el único que va a leer esto.)
Quiero contar la historia de mi amigo Alfredo. Alfredo estuvo infectado cuando lo de la infección masiva que asoló a un tercio del planeta. Él estuvo, como dicen algunos sociólogos ahora, “en el otro lado”. Creo que es importante decir que él era una persona inquieta y, ¿cómo decirlo?, ¿artística? Era alguien peculiar, con un gran sentido del humor, con sólidas opiniones propias (aunque no cerrado a otras), imperfecto como cualquiera, pero creo que en esencia alguien fiable, inteligente, crítico y divertido. Lo que sea, todo eso, no me voy a extender, no soy gay ni él me gustaba ni estoy dentro de ningún armario. Básicamente era un tío que me caía bien; quiero decir, entonces. Sí estaba dotado de cierta dosis de hipocresía, pero creo que nadie se libra de eso. Lo que quiero decir es que cuando él hablaba no era uno de esos talibanes de la racionalidad que sonríen con suficiencia e insisten sobre qué tiene base científica y qué no, qué opinión es aceptable y cuál es aquella de la que hay que reírse, etc.
Le mordieron no mucho después de que comenzara esa cosa zombi en el norte de África y algún buen samaritano la trajera en avión al resto del mundo. No era de los agresivos, más bien se quedaba catatónico la mayor parte del tiempo, aunque a veces le daban accesos de rabia y… sí, mordió al menos a una decena de personas, pero muchas menos de las habituales.
La cuestión es que a partir de aquí la historia se complica, porque no sé si crees en los vampiros o has visto a alguno de verdad (o si crees pero lo niegas, o lo has visto pero te lo guardas). De modo que lo que haré será hablar de ello sin más. Por aquel entonces tenía unos días libres y estuve en Noruega. No fui con ningún afán de conocer el país ni de empaparme de su sistema educativo ni de ampliar mis horizontes ni ninguna de esas hostias. Fui porque un amigo (aún no Alfredo) estaba viviendo allí, y yo había pasado mucho tiempo chateando con su hermana de 19 años y, bueno, no quiero suavizarlo, quería follar con ella; pero quiero que quede claro que hice el viaje porque ella me había dado a entender que quería follar conmigo. La versión oficial era que yo iba a ver a mi amigo, mi amigo del alma que ni tan siquiera me caía ya muy bien. Pero ella…, más de una y más de dos veces he tenido que limpiar a conciencia la pantalla del ordenador, y eso no me había pasado antes con ninguna otra. ¿Será amor, doctor?… Perdón, ya sé que no le gustan los sarcasmos (doctorcito licenciado que mira por encima del hombro a los demás y les llama locos con los títulos enmarcados en la pared…)
Mi amigo vivía con su hermana y me recibió con toda la amabilidad del primer mundo real, la cual no era inherente a él, sino más bien un disfraz, y me indicó cuál era mi habitación (la habitación de invitados), y la primera noche me levanté de madrugada y vi a su hermana en bragas y camiseta de tirantes bebiendo algo rojo de una botella de cristal frente a la nevera. Aún no la había visto en persona porque estaba fuera en algún tipo de viaje juvenil para (follar) aprender idiomas y empaparse de alguna otra cultura que financiaba algún tipo de beca primermundista, etc. Llegó aquella misma noche, tarde.
Se vino a mi habitación. Todo iba muy bien; estaba tan salido y a tono y fuera de mí mismo (lo cual en mi caso supongo que es positivo), que su aliento cargado no me provocó repulsa alguna. Al día siguiente me quedé solo una media hora en casa. Ella se había ido a gestionar algún rollo vikingo moderno a su universidad, y mi presunto colega había salido a por algo para el desayuno. No es mi estilo, pero aproveché para fisgar. Era una casa de dos pisos, pero también tenía un sótano. Bajé y allí fue donde encontré cinco garrafas llenas de sangre (sinceramente no sé si humana o no). Era mi primer contacto con ese mundo; pero reconozco que no mucho tiempo atrás, un amigo me había contado que conocía a un vampiro, y que había visto cómo bebía sangre (y vomitaba la comida), y que tenía fotos propias fiables de épocas imposibles, y supongo que me lo contó a mí porque mi fama le tranquilizaba, y debió suponer que aunque yo me chivara de toda esa historia que me estaba contando (hasta lloró –creo que de miedo o estupor– mientras me la contaba) nadie me creería.
Lo que sea. El caso es que, como hago con todo, lo normalicé. Era algo que ya había hecho con los zombis, y también antes de los zombis con todo lo demás. Es algo que se me da bien, la huida hacia delante; dialogar, o en su defecto permanecer en el ostracismo, o, en última instancia, largarme.
No tenía intención de decirle nada a mi amigo, pero, no sé si por el rollo de este normalizar sin tregua mío, me acabó saliendo de forma natural. Al día siguiente, mientras él y yo desayunábamos tardíamente y su hermana (que yo ya sospechaba seguramente no lo era), le dije:
–¿Y lo de las garrafas en el sótano?
Reconozco que debería haber dado algún rodeo más, pero mi amigo entrecomillado, en su papel de amigo real, se me quedó mirando, y su cabeza debía ir a mil por hora, buscaba en su lista de contestaciones para “quitar hierro” alguna que fuese factible. No lo consiguió; me dijo que ya hablaríamos de eso en otro momento. Se fue a su ordenador (trabajaba en casa) y me apuntó unos cuantos sitios de interés turístico (señaló con una cruz los lugares en los que potencialmente podía haber zombis, porque aunque fuese Noruega, donde todo era la leche de cool, sofisticado, cristalino y primermundista, la cosa zombi había conseguido llegar un poquito hasta allí).
Pocos días después fuimos a un pub tan elegante que me sentía completamente fuera de lugar. Pagué alguna cifra como para caerse redondo al suelo de la indignación por un cóctel, y conocí a muchos que se estaban abriendo camino en el centro intelectual rubio del mundo. Todo el tiempo hacía un frío increíble, joder. Era como vivir en la nevera de algún gigante que comiese humanos como si fuesen emanems. Puto frío. Cuando entrábamos en algún garito necesitaba cinco minutos para sentirme realmente vivo otra vez. En aquel sitio de los cócteles tan caros como una mamada en muchos burdeles del mundo, conocí a Alfredo. Iba con su novia. Me contaron durante unos diez minutos de qué trabajaba ella; no entendí nada. Cuando eso pasa decido que la persona que sea está “prosperando”. Sin embargo el tipo (caricaturista, guionista y no sé cuántas cosas más) me cayó genial, así como la novia me pareció un muermo, tanto que ni siquiera suscitaba en mí el más mínimo pensamiento sexual, ni tan solo los que suelen surgir por defecto por el mero hecho de estar cerca de alguien con vagina (al margen de que desaparezcan rápido o tengan continuidad).
Otra vez me estoy alargando, lo cual me hace sentir estúpido, porque estoy seguro de que lees estas diatribas mías en vertical y tomas como mucho un par de notas con las que rellenar la siguiente sesión (a mí no me la pegas, comecocos).
No recuerdo cómo se desarrolló todo (y si es que sí, te jodes), pero una noche más adelante salimos todos, mi “amigo”, su hermana, Alfredo, su novia y yo. En determinado momento la hermana de mi “amigo” fue al lavabo. Dos minutos después fue Alfredo. Y, al menos para mí, saltaron todas las alarmas; más que nada porque yo ya había hecho eso. Conocía esos tránsitos, y los había llevado a cabo no pocas veces. La hermana de mi colega de postín le daba a todo, lo cual me parece estupendo, pero al parecer si el chico le empezaba a gustar de verdad, no podía evitar lanzar una dentelladita tarde o temprano. Esto daba para dos conclusiones: la primera era que yo era nada más que un polvo moribundo para ella, y la segunda es que Alfredo llevaba tiempo siendo un objetivo, si no quizá directamente un amante. La novia no se enteraba de nada, estaba tan centrada en ser lánguida y previsible que todo lo demás era inocuo para ella; tanto era así, que ni estar en posesión de unos ojos bonitos, un culo muy presentable y unas tetas nada desdeñables, la convertían en nada parecido a un objeto sexual o una persona con apariencia de tener cositas físicas o abstractas dentro. El novio llegó con el cuello de la camisa subido, y ella como si tal cosa. La chica volvió al cabo de dos minutos limpiándose los labios en la manga, y nada, aquí no ha pasado nada. Mi “colega” me miró de reojo y yo me fui a la barra a pagar por otra mamada decepcionante. Yo no quiero saber nada, pensaba, que la gente se beban los unos a los otros o se zombifiquen, que se titulen en gestión y administración de empresas si quieren, yo no quiero tener cuentas con todo ese asunto, lo mío es girar alrededor del Sol y Normalizar. Calma. Calma, por favor. Calma chicha…

Estaba convencido de que ella le habría mordido, por cierto, pero al parecer no era así. Lo cierto es que esperó al peor momento posible. Alfredo y yo nos hicimos muy colegas, y a no mucho tardar le dije que se viniera conmigo, que saliera de Noruega y visitara climas más cálidos. Yo vivía con una lesbiana y un oficinista sobre el cual había prácticamente apuestas en firme sobre cuándo se suicidaría. Metí a Alfredo como invitado en el piso, un poco con calzador. Había una habitación libre. La lesbiana aceptó a regañadientes y el oficinista actuó como si el asunto no fuera de su incumbencia. La novia de Alfredo se quedó en Noruega, hipnotizada por su propia languidez y oficio. Solo iban a ser diez días. Pero resultó que la “hermana” de mi “colega” estaba también en la ciudad y no en Noruega, seguía en su vorágine de viajes (sexuales) culturales, y estaba alojada en casa de una amiga suya que vivía a tiro de piedra de mi piso crepuscular. Por eso, coincidimos en una cafetería, y enseguida se nos enchufó con su amiga y tardó cero coma en hacer el numerito del lavabo; al salir Alfredo, tenía otra vez el cuello de su camisa subido. La amiga de la “hermana” de mi colega estaba ausente. Aunque decir ausente es como un eufemismo.
Solo llevaba Alfredo tres días en la ciudad, cuando una noche salimos, y esa vez no hizo el numerito del lavabo con quien ya sabes, sino con la amiga ausente. La amiga ausente… que quiere decir que no hablaba, miraba siempre a través de ti, y había sido mordida por un zombi hacía poco más de un mes. Aun así, había hecho vida normal, digamos; vomitaba sangre de vez en cuando y había dejado de comer comida al uso; pero las vomitonas solo se oían, y no hacía tanto que había echado su primer polvo, así que supongo que nadie lo vio venir, no había tanta diferencia entre una zombi y determinadas de chicas de 17 años. Se supone que algunas noches llegaba tarde a casa con alguna salpicadura de sangre. Al parecer vivía solo con su madre, sus padres estaban divorciados; dicha progenitora andaba metida en un bucle de lloros y procesos depresivos, hasta tal punto andaba jodida que no sabía que su propia hija era una infectada. Muchas cosas las supe después, claro, pero empecé a sospechar cuando Alfredo salió del lavabo (visiblemente tenso) y esta vez el cuello subido sí tapaba algo.
¿Se me está entendiendo?
Quizá sirva para abreviar el que la loca con la que yo chateaba en tiempos, tenía curiosidad por saber una cosa. ¿Qué pasaría si ella, en su condición de vampira (¿he dicho que tenía 167 años? Los tenía), le daba un mordisquito a un zombi? Esta curiosidad fue in crescendo. Y ahora el chico que le gustaba se había convertido. El carismático Alfredo se fue volviendo poco sociable, más bien callado, sin brillo en los ojos; de repente ya no dibujaba, ya no escribía, ya no atendía al teléfono, y salía por las noches con una potente necesidad de saciarse.
No sabes cómo se pusieron la lesbiana y el oficinista, comecocos, hasta parecía que el oficinista tuviese algún tipo de interés por sobrevivir cuarenta años más. Alfredo no estaba por la labor de volverse al primer mundo real. Aquí tenía una habitación y gente a la que comerse por las noches. Los zombis son como son, pero no se puede negar que tienen gustos sencillos.
La vampira llevaba una máscara, la realidad es que era tanto o más suicida que el oficinista. Sabía que morder a un zombi era más bien peligroso; ahora sé que un vampiro puede beber sangre de muchos tipos, pero, ¿qué mierda (literalmente) hay en las venas de un zombi? Porque dudo mucho que acaben siendo aceptados como donantes de sangre… La novia de Alfredo llamaba y llamaba (aunque espaciada y lánguidamente), pero Alfredo no contestaba, y al resto nos importaba un carajo si ella sufría o no; te lo digo así de claro, comecocos; además, si la desgracia ajena nos importa un pepino cuando le toca a un negrito, ¿qué diferencia ha de haber si le toca a una rubia lánguida noruega? ¿O me vas a decir que te despiertas cada día agitado por la miseria que hay en el mundo, comecocos?
La vampira me acorraló un día y me dijo que ya no podía aguantarlo más, no tenía nada que perder, no había nada en juego; ya lo había probado todo; todo lo bueno y todo lo malo. No tenía más reservas de paciencia y filosofía. Conocía todos los trucos sucios de la gente para ir tirando, para no sentirse culpables nunca, para no sentirse responsables de nada. Decía que con el tiempo sentía una pequeña punzada de alegría cuando algunos morían. Estaba harta de la maldad, sí, pero sobre todo harta de las supuestas buenas personas y sus discursos, sus excusas elaboradas, sus eufemismos, su retórica justificativa.
Me veía reflejado en todo lo que me decía, o al menos en casi todo. De hecho no sentí nada al ver saber que Alfredo se había convertido, pero sabía perfectamente fingir que sí. Cero emociones trascendentes, ni cuando le veía llegar alguna noche de madrugada con la barbilla y el pecho pringados de rojo. Viene de comer, pensaba. Así estaban las cosas, comecocos. Viene de comer; y lástima, me dije a mí mismo, que no esté aquí su novia lánguida, que por cierto dejó de llamar en no mucho tiempo. No supe nunca nada de sus padres, o de si los tenía, y sé que conocía a un montón de gente, pero nadie que se preocupara por él lo más mínimo, ni siquiera de esa forma en que sientes una mezcla de preocupación y pereza. Nada. Alfredo pedía a gritos que alguien acabara con él.
No era ninguna novedad, ni siquiera algo exclusivo de los zombis (u ocasionalmente de los vampiros), pero era una representación demasiado gráfica: no había lugar en él para el autoengaño, ni tampoco para empeñarse en ver el vaso medio lleno; era como un vegetal que se alimentaba de cuellos, torsos, tripas y cerebros.
Cada día salían noticias, por cierto, de cadáveres que se encontraban en ciertas zonas, casi siempre calles estrechas o barrios exentos de primeras citas o turistas. Uno podía ver llegar a Alfredo con restos de tripas en la camiseta, y si esperabas lo suficiente podías ver un avance informativo en la tele de lo que había estado haciendo esa noche.
Era selectivo, eso sí. Estos nuevos ciudadanos hambrientos no solían atacar a nadie a quien conocieran, era el único atisbo de mecanismo interno que albergaban.
La vampira me dijo que saliéramos los tres. Vale, dije normalizando. Ella quería hacerlo esa noche, en esa cita a tres, quería morder, provocar la brecha en el cuello y sorber. Todo lo que sigue podría ser muy deprimente, comecocos, y más para alguien como tú, que realmente cree que está centrado, o que existe semejante cosa en este mundo que no pueda ser sostenida por un talento inusitado para la hipocresía y la negación de masas. Pero precisamente por eso, seguramente (y suponiendo que hayas leído hasta aquí, lo cual es mucho suponer) crees que todo es ficción, de modo que no me cortaré un pelo. Así es como puede acabar una historia de dos que se conocen chateando (saca alguna conclusión de esa frase si quieres, toda tuya, sé que te pirran los clavos ardiendo).
Salimos, pues, y acabamos en un habitáculo, una luz verde y tenue, yo sujetando a Alfredo, sentado en la taza del váter, y la vampira oliendo su cuello, estudiando a su presa. Alfredo no se resistía, solo respiraba pesadamente. No hubiéramos podido hacer nada si hubiera sido como esos infectados que corren a toda leche y se agitan como gatos. Pero teníamos al zombi perfecto, y, para qué negarlo, yo también tenía curiosidad. Les había dicho al oficinista y la lesbiana que esa noche se largaba mi colega; por fin ellos podrían seguir siendo una amargada de diseño y un suicida de boquilla respectivamente; ya nadie turbaría sus sistemas de valores incluidos en el manual.
La vampira mordió el cuello zombi, superficialmente parecía alguna clase de cartón elástico. Su sangre era espesa. Estaba como cuajada, apenas chorreaba, y parecía más petróleo que sangre. La vampira sorbió y sorbió. Estuvo bastante rato, y por momentos yo incluso me estaba aburriendo.
Finalmente soltó a su presa. Tenía los labios y los dientes negros. No le dio tiempo a poder ver cómo reaccionaría Alfredo, aunque normalmente siempre hay un lapso del mismo en el que sigue sin cambiar nada. Pero no; comenzó a sujetarse el cuello, como si se estuviera ahogando, los ojos se le ponían en blanco; alargó su mano izquierda hacia mí; creo que quería que la sujetase; creo que no quería sentirse sola en ese momento. No lo hice; dejé que su mano cayera a peso. 167 años y yo fui lo último que vio. ¿Qué le parece, comecocos?
Lo cierto es que si quiere saber qué pasó con Alfredo, solo tiene que mirarse al espejo.
No murió ni volvió en sí, ni se hizo vampiro, o vampiro zombi, solo comenzó a verbalizar necesidades; pero por lo demás cambió radicalmente (y creo que a la novia lánguida le hubiese gustado dicho cambio). Más adelante, cuando se pudo comenzar a “curar” a los infectados, pudimos saber por los análisis de sangre que la misma seguía básicamente podrida a la vista e irrecuperable, pero al menos operativa. Alfredo dejó de dibujar y de escribir (muchos dirían que maduró…). Alfredo estudió alguna clase de curso de administración y acabó en una oficina, en la que conoció a una buena chica, aburrida y previsible (esto no cambió). Dos años después se casaron, vivían en un piso que nos enseñaron a todos (incluidos todos aquellos que nunca le llamaron mientras estaba “ligeramente ido”). Alfredo pasó a funcionar con frases hechas, las conocía todas y tenía una para cada ocasión. Alfredo le caía fenomenal a su suegra y jugaba a las cartas con su suegro. Alfredo tuvo un hijo de sangre espesa: ahora hinca codos, el niño obtiene resultados brillantes en la primaria. Y eso que algunos dicen que Alfredo excreta semen negro… Alfredo ejerce indefectiblemente su derecho a voto. Alfredo no es inmortal, y sin embargo siempre sonríe y dice: Ahora mismo, señor.

gente

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