Metidos en madre

Creo que lo que pasaba en el fondo es que mi amigo echaba de menos (por decirlo sutilmente) a su madre, fallecida hacía un año y pocos meses. La “recordaba” sin parar. Pero quién sabe. Una vez le vi intentar poner una sevillana sobre la tele de pantalla plana de su piso (hizo tres intentos). Hablaba en presente de Ella, más de una vez alguien le llamó al móvil y, antes de descolgar, murmuró:
–Creo que es mi madre.
Decoró su piso barato de soltero con mobiliario de segunda mano, pesado, barroco, puso figuritas de adorno de bailarinas y orfebrería barata. Escribía un diario (lo dijo) donde la “destinataria” de los textos siempre era Ella. Se cambió la tele, consiguió una de segunda mano de las de antes, con tubo, un muerto de piso antiguo sobre el que por fin pudo poner la sevillana.
Tenía varios espejos de aspecto gótico. Un día comenzó a afeitarse a diario (antes lucía siempre barba), pero también a depilarse las piernas y las cejas. No tenía ningún motivo aparente, no era deportista, no se lo exigía crema o pomada alguna para el cuerpo, y alguna vez le habíamos oído ponerse sarcástico con los tíos que se depilan las cejas. Simplemente comenzó a hacer todo eso. Los que éramos sus amigos, aún pasábamos por alto todos estos detalles, en fin, nos decíamos, no es bueno darle más importancia de la que puedan tener. Entonces nuestro colega aún (supongo) de bizarro luto, comenzó a dar extraños discursos en los que la Madre (como concepto o figura social de vital importancia) siempre era el motivo central. Las madres eran el motor de la humanidad. No es que no estuviéramos de acuerdo, pero empezábamos a captar algún tipo de exceso, un estancamiento en él, es complicado describirlo. Dudamos sobre si hablar con su padre, pero luego supimos que estaban distanciados. No habían hablado casi desde que murió la que, a parecer, llevaba las riendas de la cordura familiar. Nada, nos dijimos, qué vamos a hacer, y decidimos silenciarnos a nosotros mismos. Cuando salíamos los viernes y los sábados, él a veces hablaba con las chicas, pero no tonteaba, sino que les hacía comentarios sobre lo «frescas» que iban, sobre que no se liaran con ningún «cualquiera» y que, en todo caso, tomaran precauciones. Comenzó a pedir zumos para beber, o a veces solo agua. En navidad, durante la cena entre amigos, aseguró que solo quería licor de melocotón; al dar un trago, dijo «Yo poquito, nenes, que no me gusta el alcohol». Nos regaló una bufanda y una cartera a cada uno, lo cual fue doblemente desconcertante, porque no teníamos costumbre de hacernos regalos fuera del núcleo familiar. Su pelo, desde siempre largo y muy del estilo de un heavy, sufrió ciertos cambios. Se lo cortó y le dio volumen, y se lo tiñó… Era como un mapache rojo sobre su cabeza. Se presentó así en el cumpleaños de una amiga. Había ganado al menos unos veinte kilos y dijo que le parecía «fatal» que ninguna de las chicas que había presentes fueran madres aún, que estaban en una edad fértil y no era bueno esperar a hacerse muy mayores.
No se nos daba bien capear la situación (¿quién demonios podía?), así que nos limitábamos a decir:
–Vale, tío…
Era nuestro colega y eso, qué le vas a hacer, aunque algunas chicas que conocíamos se resistían a normalizar el asunto. Tengo que reconocer que quizá lo de hacer como si no pasara nada era demasiado hacer esta vez. Teníamos un buen entrenamiento en dicha materia, pero hay cosas que simplemente se salen de madre, aunque esta vez la expresión no sea la más adecuada. ¿Se meten en madre?…
Es travesti, les decíamos nosotros –tan modernos y sofisticados–, aceptamos a nuestro amigo travesti; él puede vestirse y peinarse como quiera. No sé cuándo fue, pero él en ese momento estaba en la cocina lavando platos con la hermana de alguien, intercambiaban consejos para el cuidado de las uñas. Se ha liberado, dijo un colega mío, dejadle en paz. Huele bien, dije yo, y tampoco ha cambiado tanto, no seamos superficiales… Nos lo creíamos todo, o bien: no queríamos hablar más del tema.
Era cada vez más raro volver a verle, pero aun así seguíamos quedando, no queríamos distanciarnos. Pensamos que era una fase, y que se le pasaría algún día. Tampoco estaba haciendo nada técnicamente nocivo, y no tenía una actitud sombría, más bien todo lo contrario. Solo era un poco irritante cuando al encontrarnos nos ponía bien el cuello de la camisa y demás (una vez intentó peinar con su propia saliva a uno de nosotros, enseguida vio que se estaba extralimitando). En la cafetería habitual no entendían nada. Eramos cinco o seis personas y un chaval travestido de… señora. Una de nuestras amigas decía que eso es lo que era: una madre; que si no lo veíamos es que estábamos ciegos. Un travesti no parece una madre, decía, en todo caso parece un putón; no intenta colocarte bien la ropa, sino quitártela y quizá cobrarte 50 euros después. Uno de nosotros llegó a decir: No entiendes a nuestro amigo travelo, él tiene estilo. Manteníamos seriedad total al decir cosas así. De hecho íbamos todos cada vez más arreglados, cuidábamos más nuestra higiene y nos afeitábamos con regularidad casi diaria. Todo para contentar a nuestro amigo-madre. Ese chico va a acabar derrumbado y lloroso, o suicidado, ¿es que no os dais cuenta de que se le ha ido la olla?, nos decía cualquier chica que nos viera.
–Hum… –contestábamos, y buscábamos dónde reflejarnos para arreglarnos el cuello de la camisa o el peinado.
–Estáis mal de la cabeza –nos decían.
–Hum…
–Tenéis que ayudarle, no seguirle el juego.
–Hum.
Entonces llegó el día de la madre.
No nos dimos cuenta, no sabíamos qué podía pasar. Algunos hicimos regalos a nuestras madres y otros no, cada familia es una historia distinta y las tradiciones se llevan menos a rajatabla de lo que parece. Pero en lo relacionado con nuestro colega, llegó la fecha y no supimos qué demonios hacer. Alguna vez ya había mostrado celos respecto a nuestras madres biológicas; no le hacía ninguna gracia que las mencionáramos, ni de pasada; pasaron a no existir en nuestro ambiente de colegas + madre. Se podía (y se debía) hablar de las madres, pero no de nuestras madres.
Las chicas nos dijeron:
–¿Y hora qué?, ¿le vais a comprar un ramo a mamá?
–Hum…
–¿No iréis a dejarla sin regalo en su día?
–A él… ella… a él no le gustan los regalos, nunca le han gustado –dije yo, me lancé a la piscina; todos mis amigos tíos asintieron, hacían que sí con la cabeza suscribiéndose a mi comentario:
–Hum…
–Hum, sí –decían ellas–, qué nos apostamos a que le da un ataque cuando vea que vosotros, que técnicamente sois sus hijos…
–¡Eh!
–… pasáis de vuestra madre-colega y no le demostráis lo agradecidos que le estáis por sus cuidados.
–Ella… él no nos ha cuidado, salimos con él y eso, y ya está –dijo alguien.
–Hum –asintieron todos mis colegas.
–El día se va a estrellar en vuestra cara –nos dijeron –, eso no se le hace a una madre.
–¡Pero es que no es nuestra madre! –dijimos.
–Sí sí, que tengáis suerte… –dijeron ellas.

Habíamos quedado para cenar, pero no vino ninguna chica. Nos dejaron con el marrón a nosotros; y entendimos que, efectivamente, era un marrón. La cena la había organizado él, ella, nuestro… Pero lo había hecho con días de antelación, y no pensamos que el día de la madre estaba tan cerca. Se puso sus mejores galas. Fue a la peluquería esa tarde, se arregló poco menos que para parecer la madre del novio, y mientras íbamos camino hacia el restaurante lucía una mirada confiada, ilusionada y claramente con expectativas.
No habíamos comprado nada. Ni un ramo, ni colonia. Nada. Una cosa era aceptar su nueva condición de chico-madre veinteañera sesentona, y otra muy distinta encarar rituales que nos parecían algo incómodos incluso con una chica o nuestras propias madres reales. Salió nuestro orgullo, vino a cenar con nosotros, no le pusimos una silla de milagro.
Durante la cena nos comenzó a preguntar sobre novias a los que no teníamos; nos dijo que no esperáramos mucho, que buscáramos una buena chica y nos la tomáramos en serio. Que ahora los jóvenes no nos tomábamos nada en serio.
–Vale, tío… –dijimos.
–Nada de tío, dijo «ella». –A esas alturas ya hablaba con voz de pito, llevaba bolso, hacía gestos para atusarse el peinado y llevaba los labios y los ojos maquillados. A veces hacía:
–!Uuuhhh!
… si alguno de nosotros decía un taco o decía alguna memez al ver pasar a una chica.
Se estaba entrando todo demasiado en madre, digamos. La guinda del pastel llegó cuando dijo (sonriendo, bromeando, carcajeándose, pero en el fondo en serio):
–Bueno, y cuándo me vais a hacer abuela…
–…
–¿Eh?
–Tío… –dijimos.
–De tío nada, que yo quiero nietos, que mira cuántos sois y ni uno está por la labor.
Comenzó a preguntar por los que tenían novia, alguna de las cuales no llegaba ni a los veinte años.
Nos limitamos a decir:
–Hum…
Asentíamos.
A veces otros comensales pasaban cerca de nuestra mesa, alguno se atrevió a bromear, quizá pensando que era una despedida de soltero. En una ocasión nuestro colega llamó sinvergüenza a un tío y le atizó con el bolso. Hacía no mucho que estaba comenzando a coleccionar bolsos.
–¡A ver si respetas a la gente mayor que tú! –le gritó.
No solo se creía una madre, además adoptaba absolutamente todos los clichés de la madre anticuada y entrometida. Uno de mis colegas, Raúl, cuando la… lo vio tan nervioso, intentó hacer algo.
–Mamá –dijo.
Se nos pusieron los ojos como platos.
–No les hagas caso, mamá, son idiotas.
–Claro… –dijimos el resto.
Y luego:
–Hum.
Llegaba el momento delicado, los postres. Intentábamos cambiar de tema, hablábamos de música, conciertos a los que habíamos ido, qué había para ver en el cine, y él/ella se mantenía al margen de la conversación, aun habiendo podido perfectamente intervenir, ya que conocía muchas de las referencias y anécdotas. Se atusaba el pelo, sacó un espejito del bolso y se repasó el maquillaje. Su gesto se fue volviendo cada vez más distante a medida que los postres se acababan, y sobre todo cuando el camarero llegó con los cafés.
En cierto momento, aprovechando un punto de inflexión en la conversación, dijo:
–Vuestro padre no ha querido venir hoy.
Fue un comentario seco y triste. No sabíamos cómo se podía continuar con aquello, ni qué ficción había que desarrollar, así que dijimos:
–Hum.
Y de forma drástica cambiamos de tema. Nuestra madre por convicción propia mostraba un semblante cada vez más sombrío. Y sabíamos perfectamente por qué: Ya sabía que nadie le iba a regalar nada. Sus preocupaciones de madre por nosotros habían caído en saco roto. Era una madre sin Día de la Madre. Una madre chapada a la antigua de la que sus hijos pasaban como de la mierda, porque la distancia generacional era insalvable, nosotros eramos casi de otra raza, jóvenes de ciudad, insolentes, despreocupados, tecnológicos, de nuestro siglo. No teníamos ninguna necesidad de consideración para con nuestra progenitora, que al fin y al cabo estaba ahí para eso, nadie le había mandando tenernos, nadie le había empujado a tener sexo con papá; no era obligatorio tener hijos, y además a nosotros las tradiciones nos parecían una chorrada. Bastante habíamos hecho con salir a cenar con una sesentona acabada cuyos años restantes se iban a reducir a una línea recta sin variaciones y rutinaria hasta la muerte. Su vida iba a carecer de aventuras o nuevos intereses. Iba ser solo comparsa de nuestros jóvenes y exultantes años de juventud. Ya había pasado su tiempo, y lo mejor era que se percatara de ello. Era nuestro turno, y nosotros íbamos a tomar las decisiones: el futuro era nuestro y no de ella. La vida nos sonreía, así como ella ya era invisible para la vida.
O todo eso debió pensar, al menos.
Pedimos la cuenta y conseguimos que no pagara “ella” toda la cena. Al despedirnos nos dijo que la llamáramos y la fuéramos a ver, aunque su tono era claramente de decepción.

Al cabo de los días, desapareció. No parecía muy probable, pero incluso cuando nos atrevimos a llamarle al teléfono, no contestó.
Una tarde, tres meses después, íbamos camino al cine, éramos tres, y de repente le vimos. Iba solo, no había cambiado su atuendo. Parecía mirar a un lado y a otro, como si guardara un secreto, como si se dirigiera a algún lugar comprometido. Aún quedaba un buen rato para que comenzara la peli que teníamos pensada, así que decidimos seguirle a una distancia que creímos prudente.
Comenzó a callejear, a veces miraba hacia atrás y teníamos que ponernos detrás de algún grupo o meternos en un portal. No entiendo cómo no nos vio en algún momento. O no lo hizo o fingió no hacerlo, y no sé cuál de las dos cosas es más preocupante.
Al final se detuvo frente a un portal en concreto. Miró en torno suyo como haría un espía (aunque con menos disimulo) y llamó a un timbre. Nos arrimamos a la pared, nos mezclamos con la gente. Nos fuimos acercando. La puerta del portal era de las que se detiene algunos segundos antes de cerrarse definitivamente. Raúl consiguió poner la mano antes de que lo hiciera, y nuestro colega-madre ya estaba subiendo las escaleras hacia el primer piso. No se percató (o no quiso hacerlo) de que alguien había evitado que se cerrara la puerta. Esperamos un poco, pero nos dimos cuenta de que si no comenzábamos a subir no teníamos posibilidades de saber a qué piso iría. Raúl, de un modo hábilmente silencioso, comenzó a subir a zancadas las escaleras. Nos susurró que le esperáramos abajo.
Pasaron unos cinco minutos, y volvió con nosotros, con un gesto extrañamente compungido.
–Está con un idiota… Ni siquiera han cerrado la puerta, al cabrón le pone cachondo tenerla abierta, hasta lo ha dicho…
No entendíamos nada, tampoco su reacción. Le dijimos que nos llevara hasta el piso.
–Yo no voy, id vosotros…
Nos dijo qué piso era, estaba en el tercero. Intentamos no hacer ruido subiendo. Cuando llegamos, efectivamente la puerta estaba entornada pero no cerrada, y oíamos suspiros y un golpeteo de carne conocido. Nos fuimos acercando, hasta que tuvimos un ángulo claro de visión. Un tío bastante grueso y con bigote embestía desde atrás a nuestro colega-madre en el suelo. Toqué sin querer la puerta con el pie y esta chirrió como si estuviéramos en un maldito castillo.
–¡Eh! –dijo alguien. Creo que fue el tipo con bigote. Nos quedamos paralizados, solo dimos un par de pasos hacia atrás. Oímos cómo la escena cambiaba, y luego se abrió la puerta del todo y ahí los vimos a los dos. El tío debía tener unos cincuenta y cinco años.
–¿Qué coño hacéis aquí? –nos gritó.
–Déjalos… –dijo “mamá”–, ay, qué vergüenza, qué vergüenza, qué verg…
–¡Largaos de aquí!
Nos empezamos a mover.
–¡No! –dijo nuestro colega sesentón–, son…
–¿Quién coño son?
–Son mis hijos…
–¿Que son qué…?
–Me voy a morir de la vergüenza…
Nuestra madre-colega comenzó a llorar, se apoyaba contra la pared teatralmente.
–Hijos… Vuestro padre ya no… Vuestro padre y yo…
–¿Es que estáis tarados? ¿Es una puta broma o qué?
Miramos al tipo y murmuramos:
–Hum…
–¡Fuera de aquí de una puta vez!
Cerró de un portazo. Esperamos como un minuto, petrificados. Justo en ese momento volvimos a escuchar el golpeteo sexual al otro lado.
Bajamos en silencio las escaleras. No sabíamos qué comentar. Al llegar a abajo vimos a Raúl hecho un ovillo dentro del portal. Lloraba desconsolado como un crío de teta, intentábamos hacerle preguntas y levantarle del suelo. Pensé que alguien acabaría llamando a la policía. Ya no llegábamos para la sesión de tarde. Le acabamos diciendo que espabilara y que saliéramos de allí. En algún momento le gritamos:
–¡Qué coño te pasa!
A lo que contestó:
–¡¡No quiero que papá y mamá se divorcien!!…
Mi otro colega me miró abriendo mucho los ojos y salió a la calle desentendiéndose de Raúl. Este seguía en el suelo y lloraba, y lloraba, y gemía.
Para cuando vi que no había solución, al menos para la siguiente hora, salí a la calle. Estaba muy transitada. Ni rastro de mi colega. Pensé en llamar a una ambulancia. También pensé en la policía. ¿Se podía llamar a un psiquiátrico? ¿Algún servicio de dos tíos fornidos que trajeran dos o tres camisas de fuerza?, (¿quizá alguna para mí?). Supuse que los bomberos no venían a cuento. Pensé incluso en llamar a mi madre, a la de verdad, aunque no sé bien para qué. Pasó una chica conocida, no recordaba de qué me sonaba. Luego estuve casi seguro de que la había visto el pasado día de la madre. Iba con un chaval; al verme él, me dijo:
–¡Cómo está la señora!
Yo sonreí como un estúpido, asentí y dije:
–Hum.

amist

7 comentarios en “Metidos en madre

  1. Jordim, gracias por tu visita…He leído tu post, me ha parecido muy interesante y psicológico, quizá un tanto lento en el ritmo del relato…Pero, me hizo pensar, que cuando queremos a alguien demasiado, se produce una simbiosis y un cambio interior, que nos afecta a nosotros y al mundo que nos rodea.
    Mi felicitación y mi abrazo por tu amor a las letras.
    M.Jesús

  2. Hay personas que no aceptan que la Muerte se haya llevado a un familiar muy querido y el duelo se convierte en patológico, como en tu relato.

    Muchas gracias, por tu visita y comentario en casa Jordm bienvenido d e nuevo.

    Un abrazo

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