Era muy crío, debía tener algo como doce años, ¿trece?, (¿catorce?), lo cual en mi caso, y para un niño de mi generación, era ser muy crío. Estaba en la primera fase de la masturbación, era de lo poco excitante de mi edad (o así pensaba entonces), de mi momento vital. La imaginación trabajaba a tiempo completo (al menos en cuanto a eso), con una intensidad que difícilmente deben haber conocido los “niños digitales” de generaciones posteriores. Era la única historia emocionante, que volvía a tu mente una y otra vez de forma cada vez distinta, y siempre sencilla y excitante, siempre relacionada con tetas y culos. Viéndolo con perspectiva, creo que esto era así porque los adultos y las instituciones atenuaban gravemente muchas otras formas de evasión, descubrimiento y conocimiento; pero no podían evitar que te hicieras una paja. Y tampoco hacerte perder la motivación al respecto: gracias a Dios no había ninguna clase en el colegio sobre las pajas; no llegabas ninguna tarde a casa con la obligación de pajearte haciendo el pino o con el deber de grabarte y enseñar tu estilo al día siguiente ante el profesor. Tus pajas no estaban academizadas, no puntuaban, no eran sinónimo de potenciales malas notas o un futuro infernal. Las pajas eran sinónimo escueto y momentáneo de la libertad: te enseñaban más sobre la vida que la mayoría de maestros, por el simple procedimiento de que ellas sí te hacían sentir vivo.
En verano la situación se “agravaba”; ya se sabe… El calor reducía alarmantemente la medida de las prendas femeninas, y las idas y venidas de la playa y la piscina eran marca de la casa de esa etapa del año. Los bikinis eran una brecha en la percepción habitual por la que poder ver a las chicas en ropa interior sin tener que espiarlas por ventana alguna. Básicamente: tías en sujetador y bragas por todas partes desde que Louis Réard inventara la prenda creando la mayor oda posible a la Alegría (y contra la hipocresía). No era ser un mirón, bastaba con estar; no era estar salido, sino vivo, simplemente estabas en la playa o la piscina, inocentemente con tu familia o tus amigos: tu única misión era la de disimular una posible erección. Hasta podías ser más descarado si te ponías gafas de sol. Grababas en tu mente los toples; y si querías algún fotograma de una entrepierna, bastaba con la casualidad de estar detrás de alguna chica que tomara el sol (nada raro), a la espera de que se reajustara la parte de abajo del bikini. Un flash de un pubis al natural llegaba en un momento u otro; poblado o depilado, arreglado o al natural. Todo era alimento. Al contrario que en la rutina habitual establecida, en los llamados periodos vacacionales, tus sentidos, tu mente, tu cuerpo, tenían la oportunidad real de ser una esponja, y el entorno, al no estar (tú) enclaustrado, estaba henchido de experiencia aprovechable. Tus ojos como locos, tu corazón en ristre, tu entrepierna en carne viva a todos los niveles, tú ser activo. No era solo el sexo y salpicar por todos lados, como podría pensar fácilmente el lector adocenado, era el placer como catalizador del aprendizaje y la sabiduría que estaban ahí fuera, esperando para posarse sobre los que fueran aún lo suficientemente receptivos.
En este caso, la piscina era el lugar de reunión. Era un pueblo de interior, muy de interior, y por tanto la playa se salía del circuito vacacional, al menos durante las tres semanas (mínimo) de “exploración” rural. Mis padres tenían un casa allí, el lugar donde crecieron, donde lo hicieron todo por primera vez y donde (sospechaba yo) querían hacerlo la última. La oferta de ocio era sencilla y (supuestamente) eficiente. Salir, beber, rondar, tontear, salir, beber, rondar… y así durante más o menos todo el verano, cosa que se acentuaba en los cuatro días de fiesta mayor, en los que ese salir, beber, etc., se podía multiplicar por diez, de igual modo que la población se multiplicaba por tres. No era el estilo vacacional que se lleva ahora. No se trataba de resultar in, sino de intentar pasarlo bien; era un estilo más… humilde, por así decirlo: ese saber estar que parece estar extinguiéndose, relacionado con la idea de que lo que haces y te pasa es auténtico aunque luego no lo sepan quinientas o mil personas más. Era ser feliz aunque luego tu felicidad no se pudiera buscar en Google. Sonreías aunque tu sonrisa sólo fuera producto de tu bienestar, y no un rasgo más de tu currículum para demostrar lo bien que te lo estabas montando. La clase de cosas que hoy en día ya casi se consideran ingenuas. Vivir por el mero placer de hacerlo.
No es que sea sorprendente que eso esté pasando. La evolución personal parece consistir ya en una forma de simulación; ante las escasas posibilidades de vivir con la conciencia de lo extraordinario que es estar vivo, la gente produce (con ayuda de las redes sociales, entre otras resacas) una imagen que asegura a los demás que lo está haciendo, sea verdad o no; del mismo modo que un tío busca un ángulo concreto para parecer más atractivo en la foto, o una tía se muestra desde un plano picado para que sus tetas parezcan más grandes. Al final, no es tan importante el que los demás se lo traguen como el que te lo tragues tú.
Ella (una de ellas) era pelirroja, aunque de hecho no usaba bikini, sino un bañador de cuerpo entero, lo cual la convertía allí en una especie de unicornio con el que te volvías zoofílico al segundo. Piensa en un chico en plena etapa de masturbación compulsiva en ese contexto, era como poner a Frodo delante de Galadriel y pretender que actuara con relajada normalidad. Obviamente ese bañador no te volvía más frío, recordemos que el porno aún era cosa de las revistas, esa prenda sólo era más comida en extremo apetitosa para la imaginación. Era motivo sobrado para otro puñado de pajas de las que difícilmente lograrías limpiar luego todo el estropicio.
Como sea, yo estaba aterrado, las chicas me gustaban al mismo nivel que me daban una pereza abrumadora. No por ellas, obviamente, sino por la idea de tener que actuar de un modo concreto para responder a las expectativas que yo pensaba que ellas podían tener. El discurso que dice “sé tú mismo” siempre me ha parecido una de esas filosofías recurrentes poco viables para la vida real. Nadie haría nada siendo él mismo de verdad; casi nadie (vale, casi) podría vivir bajo techo, comer y vestirse si realmente fueran Ellos Mismos. El consejo te dice: sé tú mismo; pero la realidad vigente (e interesada) te grita: ¡no se te ocurra semejante gilipollez! Lo cual, con el tiempo, creo que explica muchas cosas en relación con la actitud de mucha gente en cuanto a evitar de forma “inconsciente” ser demasiado pasionales o románticos con nada. Si estás más o menos vacío, te importa todo más o menos un pimiento, y eso suele ser lo que trae un poquitín de pasta a fin de mes (entre otras cosas). Lo que mucha gente llama madurar, es lo mismo que hace que nadie quiera contratar potenciales embarazadas; ni tan siquiera el concepto más naturalmente obvio que existe pasa El Filtro.
De modo que lo tenía crudo, porque no se me daba bien interpretar papel genérico alguno, y comenzó a correr el rumor de que el unicornio estaba interesado en mí. Esto se traducía en el sencillo análisis que aducía a una alarmante falta de opciones “románticas” para una chica aún soñadora en un pueblo de menos de mil habitantes durante casi todo el año.
Era de mi misma edad, fuera cual fuese (sospecho que trece años, aunque no sé si es porque estoy bastante seguro de que no eran doce, y catorce me suena a mayor de lo que me sentía). Lo que sí sé es que ella tenía curvas; recientes quizá, pero curvas (puede que sí fueran catorce). Tenía una hermana mayor a la que yo veía ya como una mujer en todo su esplendor (tenía diecisiete años, como mucho), también pelirroja (parecía un color más apagado), pero con novio (lo cual parecía una relación de lo más sólida, que –según supe– se esfumó con el verano y una ensalada de tópicos pringosos sobre los amores de ídem que aún hoy día hacen que me den ganas de morir soltero y solo bajo un puente)…
Cuando el rumor llegó a mis oídos, cada vez que volvía a la piscina (esto era: cada día, cada tarde, sin falta, si no ibas todos creían que habías enfermado o fallecido trágicamente a tu temprana edad), sentía ese cubo de nervios en el estómago relacionado con las chicas del que luego todos los adultos hablan tantas maravillas. Estás jodido pero ¿no es maravilloso? No lo era, era un dolor de cabeza abstracto que no te dejaba en paz. Luego sí podían (si la historia avanzaba) llegar cosas buenas al respecto, pero cada “fase” era muy distinta…
Primero pensé: es un rumor, no hagas caso, báñate, sal, luego báñate otra vez, luego juega al fútbol con tus amigos en el polideportivo, luego… huye. Y así fue durante cuatro o cinco días. Cabe decir que no fue sencillo, porque de repente noté que ella me miraba (ella sabía que yo sabía…); luego yo evitaba mirar, pero seguía notando las miradas en la nuca. Yo era muy previsible en eso, si una chica se interesaba en mí, automáticamente yo me interesaba en ella, en su bienestar… (en serio); pensaba que ella tenía que buscarse a alguien mejor, o al menos predispuesto…, era capaz de masturbarme pensando en ella, evitarla, y a la vez compadecerla por estar invirtiendo emociones en el foráneo novedoso equivocado.
Ella era un cuerpo celeste pelirrojo, y sus amigas los satélites, más bien auténticos drones militares. Entonces aún se jugaba a los Sims en la vida real, y eso era lo que se hacía cuando había una pareja potencial a la vista o alguien se sentía atraído por alguien o alguien quería pegarle una paliza a alguien: los jugadores se reunían alrededor de la historia e intentaban manejar a los personajes.
Hacia el quinto o sexto día de murmullos cada vez que pasaba junto a un grupito de mi edad, por la tarde estaba como siempre en mi toalla, entre baños, junto a tres toallas más de mis amigos de allí, cuando llegaron dos chicas, una mayor (¿16 años?), y otra de mi edad, y literalmente comenzaron a interrogarme. Primero me interrogaron, no recuerdo las preguntas, pero básicamente eran los entremeses antes del plato fuerte. Luego comenzaron a hablar de su amiga de forma muy insistente, pronunciaban su nombre una y otra vez, era como una campaña de promoción, me vendían la carne, poco disimuladamente, un sinfín de posibilidades de lo más placenteras, mañanas y tardes y noches, el unicornio y yo, todo el mes de agosto, zoofilia salvaje que seguro nunca sería llevada a cabo…, era esa época en la que si una niña así perdía el himen, lo siguiente que oías era la historia sobre su padre dando vueltas por el pueblo con una escopeta. La época de los besos. (Al menos así era entonces, supongo que ahora ya follan como conejos y se esnifan cocaína de los genitales…).
Yo asentía…, nadie me ganaba en eso (aunque no pasara de ahí…). En el pueblo te acostumbrabas a adaptarte un mínimo para sobrevivir, tenías que saludar y mostrarte lo suficientemente sociable con seres a los que veías una vez al año: extraños que resultaba que eran familiares tuyos, gente mayor, personas de las que no recordabas bien el nombre de cada una, o las confundías. De modo que asentías, sonreías, te revolvías sobre ti mismo en una vorágine de protocolos forzados. No es que no tuvieses práctica, la mayor parte del tiempo durante todo el año se te exigía, como ya decía más arriba, cualquier cosa menos tu reacción natural ante cada situación. Si alguien como tu tío desconocido y mayor le clavaba un cuchillo a un cerdo delante de ti e incluso te salpicaba un poco de sangre en la cara…, si los gritos del animal te estaban dejando sordo…, si luego en las fiestas veías a gente lanzarle dardos de fabricación casera a un toro…, si oías a tu familia discutir por la herencia de un muerto…, si escuchabas los susurros de tu madre en la otra habitación y te enterabas de que había tenido tres abortos de joven…, si tu tía te plantaba el tercer plato de lo que fuera y no le querías hacer el feo y acababas vomitando…, si veías a tu padre peleándose un día en el bar con un borracho…, si se te ponía dura delante de tus dos primas mayores y ellas se daban cuenta…, si veías morir a un hombre en la plaza portátil con un cuerno atravesándole el estómago y asomando por la espalda entre sus vértebras… En fin, respirabas hondo… y hacías como que no estabas tan impresionado o avergonzado, sólo lo justo. Imitabas a los demás, nada te indignaba o dolía, todo venía a cuento… Se trataba de un gesto adusto, procurabas que pasara el momento… Por eso, esas niñas me miraban como si yo fuera a moverme de mi toalla. Creían que estaba predispuesto a lo que fuera que querían de mí. Tras largar como cotorras sobre la brillante crin del unicornio, me dijeron dando mil rodeos que querían presentármela.
Que nadie se alarme, esto no se convertirá exactamente en una de esas diatribas sobre el paso de la niñez a la pubertad, o de la “exultante juventud” a la “tristeza decepcionante por un vislumbre de la edad adulta” (preceptos siempre más lamentablemente prefabricados que a la fuerza reales); fases vitales siempre descritas de una forma exageradamente lírica, etiquetada, hiperbólicamente idealizada o dramatizada. Seguro que hay casos para cada ejemplo, pero no siempre cabe ponerse poéticamente babosos al respecto; la sequedad (la más habitual, de hecho) también tiene su encanto constructivo, como el ridículo o el aburrimiento atroz, o ciertos momentos de tensión desagradable sin más quizá no demasiado interesantes en principio para la literatura habitual sobre el tema. La gente de cierta edad parece reírse o “enternecerse” constantemente con cosas que –si tienes una brizna de empatía– ni tienen necesariamente puñetera gracia ni son para situarse en un altar sentimental de la experiencia: esa gente que actúa como si jamás hubiesen sido más pequeños, como si siempre hubiesen podido hacer gala de esa pátina de “adultez” capaz de poner nombre a los sentimientos, clasificar las emociones, y luego la vida en etapas marcadas a fuego.
Esto pretende (en parte) ser una enumeración de hechos inevitablemente algo adornada para compensar lagunas de la memoria. Una historia sobre personas encerradas en un momento y sistema concretos; y que lo siguen estando. Esto es Yo tropezando con una piedra que dicen siempre es la misma; e insisten de manera estentórea con eso; porque, para todos, aceptar la terrible posibilidad de estar mal-simplificando demasiado el curso de una vida, es demasiado grave para reconocerlo. Llamar persona a alguien de trece años sigue fuera de lugar. Cumplía ordenes de “mis superiores”, era servicial, iba a los sitios a los que “tenía que ir”; vale que suspendía los exámenes, pero seguía igualmente dentro del redil. La persona estaba arrinconada, por eso yo no era alguien vital realmente: solo era –como todos– lo que llaman un adolescente. Esto les facilitaba las cosas; mi sufrimiento era anecdótico, mis quejas eran superfluas, mis acciones vacías, mis ideas innecesarias, mis proposiciones estaban fuera de lugar, mi mirada: guiada, mi personalidad en fase de alarmante (y, adecuada, según todos) remisión. Yo era un proyecto, y era tratado según ese principio; yo era el adulto futuro que volcaría su adecuada salsa formativa automática sobre la siguiente hornada generacional económicamente viable, ya habiendo aprendido que los niños son nada más que apéndices de los mayores, y que cuatro o cinco palabras podían definir la complejidad y el caos de la existencia. Mi carácter tenía que acabar bien provisto de cierta amargura sistémica productiva, pero yo, aun inconscientemente, no estaba por la labor… Ni de lejos.
Como sea, lo quisiera o no, yo vivía hundiéndome, pataleando en el océano habitual común: La casi segura muerte de la creatividad personal, el amedrentamiento sin tregua de la curiosidad. Con TODO lo que eso conlleva.
En aquella época, de todas formas, aún no pensaba casi nunca, sólo me protegía. O bien: fue entonces cuando pude comenzar a pensar en cierta manera. Estas chicas creían que yo hablaba el mismo idioma que ellas, pero cuando me soltaron el plato fuerte me enroqué (aunque sólo hasta cierto punto), y les dije que si el unicornio quería verme, solo tenía que venir ella misma. Por algún motivo, eso era inconcebible. Tenía que ser yo el que hiciera el gesto de llegarme hasta ella, que en ese momento estaba fuera de las instalaciones de la piscina, donde de todas formas podría haber entrado cuando quisiera como socia que era. Todos lo éramos. Podíamos salir y entrar cuanto quisiéramos. No solo era así, además las muchachas que actuaban como filtro oficial conocían a todo el mundo, todos los nombres, quién era tu familia, cuánto tiempo llevabas en el pueblo y cuándo te irías. Desde mi punto de vista, había sido extraordinariamente receptivo; había dejado una puerta abierta, cosa que de principio no tenía ningunas ganas de hacer. La posibilidad de hablar en confianza con una chica allí, me provocaba auténtico vértigo. No tenía la más remota idea de qué coño le podía contar que le interesara, y si comenzaba a decir la verdad sobre mí (esto era: no quiero ligues de verano, ni siquiera vengo al pueblo con muchas ganas, he suspendido todo este año menos gimnasia, lo único que me interesaría sería meterte mano, no creo que tengamos nada en común, no juegas al fútbol, no tengo ganas de pasear al atardecer, prefiero una paja sin más que el dolor de huevos después de los morreos, no soporto que todos cuchicheen sobre esto, no quiero despedidas dramáticas, no quiero relaciones estúpidas por teléfono, no me interesa ser otro payaso en ese circo de los novios-niño al sol, etc.), obviamente nada iba a funcionar, porque allí y en esas edades, no tenía cabida la posibilidad de gustar por pura extrañeza o desconcierto. La realidad era que lo que me veía venir era un puñado de lengüetazos sin añadidos a un lado de la balanza, y un montón de paripés, memeces y dramas encantadoramente odiosos en el otro. No veía cómo podían equilibrarse tales perspectivas.
Aun así, dije de verdad que no tenía problema en que me presentaran a esa chica si ella quería venir, volver al césped de la piscina (donde de hecho yo sabía que había pasado la tarde). Puede que lo dijera inconscientemente adrede a mi favor, porque resultaba atonal en ese momento; de repente era como hacerle tragar su orgullo de alguna manera al unicornio, que había dado el paso de enviarme a dos emisarias para hacerme saber “sutilmente” que yo era de su interés. Era mucho más de lo que yo jamás habría hecho por chica alguna allí.
Era guapa y, a su manera, valiente. Yo era un producto de manufactura social al uso de autoestima atrofiada, pero no me alargaré con eso, puede que ya lo haya hecho, o que el motivo se desprenda por sí solo de toda la historia.
La cosa se puso tensa. Las chicas comenzaron a bromear, a tironear de mí. Primero fue la mayor, me cogía del brazo y me intentaba obligar a levantarme. Rogaban que me fuera con ellas, decían que no me costaba nada, que solo era para saludar al unicornio, darle dos besos, intercambiar timbres de voz, puede que alguna mueca amable… Yo creía firmemente que ella querría citarse conmigo para otra ocasión. Era una situación terriblemente comprometida. Tenía que luchar por mis princi… por mi… tenía que fijarme al suelo de algún modo, mi trozo de césped era sagrado, era mi espacio de esparcimiento y relajación, no podía abandonarlo, no, nanay, no era una posibilidad. Llegó un punto en que las dos chicas me agarraron una por cada brazo, y llegaron a arrastrarme unos metros. Intentaban que por mera dignidad yo cediera, me pusiera en pie y me fuera con ellas: no sabían que yo bailaba muy mal la danza de la dignidad, y mi umbral de la humillación no era fácil de rebasar. Pero aun así no quería que me arrastraran, de modo que, patéticamente, llegué a murmurar que tenía novia… Esto era doble o hasta triplemente patético, porque por un lado era mentira, por otro era muy poco probable que un chaval a esa edad tuviese algo parecido a una novia, y además ese tema no había salido en crudo, solo se contemplaba el escenario en que yo accedía a ver a una niña que quería hablar conmigo.
Acabaron rindiéndose. No recuerdo si dijeron algo significativo al irse.
Pasé un rato más en la piscina. No les dije nada a mis amigos, que en ese momento estaban esparcidos por las instalaciones. Las chicas habían venido a por mí en un momento en que estaba solo. Aunque en realidad había estado Todo el Mundo mirando…
Al irme –como siempre fingiendo estar tranquilo y nada turbado por la inevitable aventura cutre de ser Yo–, noté miradas y murmullos. Para salir de las instalaciones de la piscina descubierta, había que atravesar un edificio, un corredor interior, pasar por delante de recepción y las dos chicas que “trabajaban” allí, y luego salir al exterior, doblar a la derecha y tomar rumbo cuesta arriba dirección a casa. Pasabas por delante de las alambradas que rodeaban el campo de fútbol (futbito, más bien) que a la vez era dos canchas de baloncesto y una cancha de tenis.
Antes de llegar a esas alambradas, había un espacio a modo de callejuela entre el edificio de la piscina y el polideportivo, y mientras caminaba junto a un colega que vivía cerca de mi casa, vi un corrillo de chicas; el unicornio y los drones militares alrededor de él, el personaje Sim chica y todas las jugadoras graznando. O eso pensé. No nos detuvimos. La imagen que me llegó fue la de Ella llorando en el hombro de una de sus dos amigas, mientras las otras lanzaban frases de ánimo y consuelo. ¿Qué clase de drama era aquel? ¡Ni tan siquiera me conocía! La cabeza me comenzó a dar vueltas alrededor de ideas y teorías. Lo primero que pensé tras mi estupefacción, fue: qué pereza, ¿y mañana qué? (de buen agrado me quedaría en casa…). Lo segundo: pobrecilla. Lo tercero: no me conoce pero cree que pienso algo terrible sobre ella (recordemos que era una cría), como que es fea o jamás la tocaría, o que me parece tan fea e intocable que ni tan siquiera me apetece saludarla…
Me comencé a sentir fatal, y a la vez seguía en mis trece de que no haría nada. No quería pasar un mes de agosto preocupado por una chica de la que me tendría que despedir aparatosamente cuando me fuera. No quería iniciar algo que no iba a ningún lado; por el amor de Dios, tenía doce años, o trece, (o catorce…), no quería tener novia, ni relación alguna, me daba urticaria cuando oía a chicos mayores que yo hablando de esos temas. Quería jugar al fútbol, masturbarme y pasar desapercibido. Definitivamente, no quería líos, a ningún nivel.
No sabía que ya estaba en uno, o lo sabía pero me lo negaba.
Había sido por el rumor, y había sido por la escenita, que no hizo sino hacer que el rumor se volviera casi palpable, le crecieran brazos y piernas, y alcanzara el tamaño suficiente como para llevarme en una mano de un lado a otro como a un pelele. Eso pensé. En ese momento era el foráneo exótico, centro de la diana del unicornio del pueblo, no habría llamado más la atención si hubiese sido rubio, extremadamente guapo y simpático. Hasta hacía no mucho, la única forma de ver una pelirroja en ese lugar debía ser pillar a medias alguna película con Rita Hayworth. No es fácil de explicar, pero era todo en extremo… rústico, cualquier salida de tono, “ética” o estética, era motivo de gozo y diversión. Los niños estaban aún lejos de tener consola. Tirar piedras a una lata aún se consideraba como actividad a tener en cuenta para alcanzar un nivel de entretenimiento óptimo.
Todo el mundo lo (me) vio en la piscina, quizá treinta o cuarenta personas, lo cual en un pueblo es todo el pueblo a poco que pase media hora. Todos sabían quién era yo, quiénes eran mis padres; joder, hasta mi madre supo de lo de la pelirroja antes de que yo me enterara de rumor alguno. Discreción no era nada más que una de las palabras que nadie usaba allí.
La noche tras aquella tarde horrible, fue aún más horrible. No se me iba de la mente la imagen de la cría llorando. Era como haber hecho llorar a un dibujo animado que no conociera la maldad o indiferencia del mundo real. Pero yo no era más fuerte; puede que no llorara fácilmente, pero mis padres siempre decían que hablaba en sueños, que a veces tenía noches de lo más agitadas. No era como esos sonámbulos que se levantan y se disponen a pegar a un trago a la botella de lejía, pero estoy convencido de que muchos miedos se manifestaban mientras no estaba consciente. Era como si mi capacidad de negación hiciera que a mi cuerpo no le quedara otro remedio. Es mejor llorar despierto que gritar según qué cosas mientras duermes. Eso es seguro…
El día siguiente amaneció y sinceramente no sé qué día era. Uno más; tampoco es que importara. Era otro día de rondar por ahí con otros críos por la mañana, comer a mediodía las exquisitas grasas que te ofrecía el lugar, andar de puntillas mientras mis padres echaban la siesta, y luego… Luego llegaba el momento de ir otra vez a la piscina. El momento comunitario. Ojos por todas partes, y no ojos cualesquiera: ojos que cuando veían a alguien sabían perfectamente qué hacía, cómo le iba, si se follaba a alguien o si estaba triste, feliz, amargado, pre-suicida o permanentemente borracho. Cada cual tenía una reputación y una lista de méritos y deméritos para todos; si la misma coincidía o no con la realidad, no importaba: la versión que corría por las calles era la que iba a misa, a veces literalmente. Mis padres, nada creyentes, iban los domingos a escuchar el sermón básicamente para no quedarse fuera de ciertos mentideros. Si estabas dentro, rajabas, si estabas fuera, te rajaban, si estabas dentro y te callabas, rajaban de ti mediante cuchicheos, asegurándose de que te dieras cuenta aunque no supieras qué estaban diciendo.
O jugabas o te partían el tablero en la cabeza. Y yo era muy duro de mollera…
Cuando llegó el momento de volver a la piscina, y mientras bajaba toda la cuesta en que estaba asentado el pueblo, me convencía a mí mismo de lo tranquilo que estaba. Notaba cómo la arteria carótida me palpitaba, era como tener el corazón en el cuello. Lo bueno de esperarte un marrón, lo bueno de imaginarte lo peor quieras o no, es que luego no suele ser para tanto. Me vi entrando por el corredor del edificio, saludando monótonamente a las “recepcionistas” (y algunos drones, siempre allí de tertulia), y sabía que todos sabían. Sabía que todos habían mencionado de alguna forma el numerito del día anterior, aunque solo fuera con una broma fugaz. La piscina y su ambiente siempre contaban con su propio desarrollo narrativo; si eras listo, sólo acababas siendo un figurante, pero si no te lo montabas bien o cometías una torpeza, te convertías en parte del reparto principal. La verdad es que, cuando comencé a caminar por el césped con mi toalla y mi bañador verde (aún lo tengo), aun sabiendo que algunos ojos se volvían hacia mí, pensé: bueno, no es para tanto. No será para tanto, me dije. En todo caso, mi integridad física no correrá peligro. Cuando aún era tan joven, tenía la sensación de que, a la vez que nadie te tiene en cuenta de verdad, tampoco les parecen graves o a tener en cuenta tus acciones. Resultan, como mucho, llamativas. Has de hacer algo claramente delictivo para que comiencen a no reírse de ti de un modo u otro. Esto yo me lo tomaba a bien entonces, ya que solo quería que me dejaran en paz; pero creo que también es el motivo de fondo por el que algunos chicos se arman hasta los dientes un día para ir al instituto. Ahora tengo claro que es algo negativo catalogar como completamente intrascendente a alguien en base a su edad sin más; pero aquel día, en la piscina, creo que fue en parte por eso por lo que no pasó nada destacable. Creo que yo les hacía cierta gracia a todos, como un animal exótico. No hablaba si no me acorralaban, iba a lo mío, y mi relación con mis colegas era básicamente futbolística. No es que no dijéramos chorradas, pero nunca me sentía muy cómodo cuando largaban sobre las tías, sobre lo «buenas» o «ricas» que estaban o dejaban de estar. (Aun sabiendo que algunas de ellas hablaban en los mismos términos sobre chicos.) No me gustaban esas dobles caras de todos, bromistas y estúpidos a espaldas de ellas, pero enseguida tiernos y protectores si tenían algo con una chica. El que dijeran tantas gilipolleces cuando solo podíamos escuchar los amigos, hacía que luego me parecieran falsos con ellas cerca. No tenía que ser necesariamente así, a veces un chaval dice tonterías y luego tiene buen fondo; pero aquel doble juego era tan insistente, que a largo plazo me daba la sensación de que el chico de turno no era sincero ni con ellas ni para con nosotros, sino simplemente un aprovechado intentando manejarlos a todos a su antojo. Esto es algo que se acentuaría en subsiguientes años, cuando los líos con chicas ya fuesen algo descaradamente habitual entre los de mi edad.
Me instalé con mi tolla junto a las toallas conocidas. Allí la gente simplemente dejaba las toallas y sus cosas y luego iban de estación en estación, se sentaban con otros grupos, salían al polideportivo, entraban, volvían a irse, se bañaban… Nadie contemplaba el que te pudieran robar, y de todas formas no podían hacerlo sin que nadie les viera. La tendencia de la gente a querer saberlo todo y contarlo todo (en cuanto a chismes), podía llegar a jugar a tu favor.
Vi que el unicornio estaba por allí. El único cambio tuvo que ver con su frialdad óptica, por llamarla así; y no porque me mirara mal, sino porque ya no miraba en absoluto. Era un témpano pelirrojo.
(Recuerdo que en años posteriores se lió con un chico que a mí me parecía un peñazo insufrible; no por intratable o mala persona, sino por aburrido y neutro como jamás haya conocido a nadie. A veces tenía la sensación de que –entre unas cosas y otras– algo había muerto gradualmente dentro del unicornio con el tiempo –tampoco era raro que la esencia de alguien muriera a los trece o catorce años…–, y ya lo único que acabó quedando de él fue la inevitable y eléctrica cabellera. El pelo de un cadáver no sigue creciendo sólo cuando éste está dentro de un ataúd…)
Con los días, entró en juego otra chica. Yo ya no esperaba calma durante ese mes. Otra niña que era como una botella de champán a la que agitaran todo el tiempo con mucha energía, y que aún no había sido destapada… Era morena, casi violentamente morena, pelo liso, y sus ojos eran algo rasgados. Me hablaron sobre ella. Sin tapujos. Mis amigos de allí ya sabían qué rollo llevaba yo, que era el de intentar no llevar ningún rollo, y me advirtieron.
Es del pueblo, también.
Es peligrosa.
Te pillará desprevenido.
Odia al Unicornio.
Ahora sonríe con facilidad.
Todo sin aparente motivo.
Tanto el odio como la sonrisa.
Trama algo.
No salgas solo por la noche.
¿No la has visto en la piscina?
Tiene tu edad, sea la que sea.
Está muy buena.
Tú mismo.
Ya tenía que estar pendiente de dos… Y se hablaba de una tercera (pero nunca se confirmó). Lo importante no era yo, sino lo que se desataba alrededor, me gustaría que esto quedara muy claro, esta es mi verdad: yo era perfectamente intercambiable. Después de mi frialdad para con el unicornio, ahora ya no se trataba del proceso potencial de una nueva pareja: yo me había convertido en un nuevo Reto. Al parecer yo no era el primer caso allí de aparente indiferencia hacia las chicas; había habido un chaval hacía un par o tres de años, uno algo mayor que yo. El chico, me contaron, acabó sucumbiendo en los lavabos de la “discoteca” del pueblo, el último día antes de irse, a manos de una chica a la que allí se consideraba una especie de leyenda, una muchacha que debía tener ya unos dieciocho años, una criatura a la que llamaban: Tebas.
Aquel chico sí tenía novia en la ciudad. Si es verdad lo que me contaron, luego continuó con ella (con su novia). Al parecer, esa urbanita era la única persona del entorno del chaval que no sabía lo de Tebas, y así pasaron los años…
Los tiempos sin Internet.
Me contaron todo esto porque esa morena peligrosa era, al parecer, la más digna heredera al trono de Tebas. Una chica que prometía conseguir literalmente lo que le diera la gana.
Yo había visto a Tebas antes de saber que era Tebas.
Vaya si la había visto…
Una tarde del verano anterior, había salido antes de lo habitual de la piscina, no recuerdo por qué. Subía solo la cuesta. Era el último o penúltimo día antes de volver a la ciudad. Me quedé un rato tras una alambrada, que separaba la pendiente de hierbajos que llegaba hasta la alambrada del polideportivo, de la calle en que estaba yo. Había pequeños árboles, y un par de bancos de cara a la calle, separados por unos dos metros y medio. Había dos equipos de mayores jugando un partido abajo. Uno muy movido. Incluso dos chicos se habían enzarzado; uno continuó jugando aun sangrando por la nariz. Apoyé un pie en uno de los bancos, quería quedarme unos minutos viendo el juego.
No debió pasar mucho hasta que noté que no estaba solo. De pie frente al otro banco, también en apariencia atraída por el partido, apareció como de la nada una chica. Era algo mayor que yo, y evidentemente llamativa. Intercambiamos un saludo algo extraño; aunque no tanto si se considera que estar cerca de alguien en el pueblo, aunque nunca hayas hablado con esa persona, casi te obliga a decir algo, a mostrarte mínimamente… humano. La chica llevaba el pelo corto y rubio, le caía sin llegar hasta los hombros, el viento removía su flequillo; ojos verdes, no muy grandes, pero de un verde intenso, casi radiactivo (el sol le daba de cara). Cara redonda, algunas pecas, cuello visible y poco cargada de hombros; tenía las tetas apresadas, apretadas bajo un top que no podía disimular el tamaño pectoral. Llevaba unos vaqueros ajustados, recortados de tal forma que asomaba la tela de los bolsillos. Era todo curvas, ese tipo de belleza más “aguerrida” que la culturalmente asociada a la chica joven y mona de los anuncios. Una guitarra, sana y exultante; no necesitaba decir nada para que estuvieras al instante boqueando en sus redes; y, según sé, cuando decía algo más allá del saludo, ya estabas vendido.
Yo estaba abrumado, obviamente. Estábamos en una atalaya visible para todos (creo que nunca he sabido calcular bien la importancia de esto…). Yo nunca me había cruzado con ella, no sé si había estado unos días fuera del pueblo; o quizá era por mi costumbre de caminar mirando al suelo… La cuestión era que ella lucía de lo más natural; no parecía sentir que hubiese invadido el espacio personal de nadie. No es que lo hubiera hecho, técnicamente…, estaba a unos tres metros, se sentó en el otro banco, oprimiendo su teta izquierda contra el respaldo, pasando su pantorrilla izquierda bajo la pierna derecha, de cara al partido.
Yo pensé que no podía irme sin más, me pareció que no era adecuado. Aguanté unos minutos. No sé si ella tenía curiosidad respecto a mí, no sé si ya sabía quién era yo o si me detectó como desconocido y decidió jugar a ponerme nervioso. Pero no parecía el perfil previsible habitual, no se comportaba de manera que pudieras intuir de alguna forma sus intenciones. De hecho (y esto la hacía más atractiva), no parecía tener intenciones concretas. Solo compartir ese espacio, sin necesidad de decir nada. Esas personas existen; es lo que yo creo que es el carisma. Y, al contrario de lo que parece ser la creencia popular moderna, no es algo que se pueda planear ni prefabricar. Cuando habían pasado tres o cuatro minutos, y estaba a punto de hacer el ademán de irme, casi había comenzado a sentirme cómodo allí, a esa poca distancia de ella, con los gritos de fondo del partido. Era agradable, y también agradablemente inquietante.
Di un paso y di dos, en la dirección contraria; el que ella, digámoslo a las claras, me atrajese o me hubiese embriagado de alguna forma que no entiendo del todo, no significaba que yo me fuese a dejar llevar de algún modo, o que supiese gestionar lo que estaba pasando. Justo cuando me volvía para continuar subiendo hacia casa (o quizá ya me había dado la vuelta), ella dijo algo. No recuerdo el qué, fue algo a modo de despedida. Lo importante es el significado subyacente; creo (o quiero creer) que quiso dejar algo claro con ese gesto sonoro y sencillo. O bien que se había sentido cómoda en mi silenciosa compañía, o bien simplemente que habíamos compartido ese momento (algo que, a pesar de ser yo bastante capullo, me tenía que quedar claro). Sonrió, un poco, sin fingimiento calculador. Yo dije también algo, algún monosílabo, y luego una nube que yo imaginaba amarilla por mis atracones de Dragon Ball, me llevó flotando hasta casa.
Aquí viene al máximo justificada la sobada frase: Nunca la volví a ver.
Creo que ya he mencionado la discoteca del pueblo. Que era, más bien, el lugar al que llamaban discoteca. Yo diría que había sido un corral al aire libre sobre el que volcaron dos hormigoneras y aplanaron el suelo. Seguía siendo abierto, encajonaron una barra y había un DJ residente, o más bien alguien pinchaba discos, quien quisiera…
Allí entraba quien le venía en gana, también había niños. Era lo que se llama una discoteca familiar, era… nada parecido a una discoteca, ni siquiera tenía mucho éxito, pero sí es cierto que, al no ser un lugar muy transitado, allí iban las parejas a morrearse. Mientras alguna mamá bailaba con su hija de siete años en la “pista”, en las sombras alguien le comía la boca a alguien. Si mirabas hacia arriba podías ver las estrellas (y de verdad podías). Era el lugar indefinido por excelencia del pueblo. Cada vez que alguien lo mencionaba, comenzaba el festival del levantamiento de cejas. Pero seguía existiendo. No sé a qué venía aquello, por qué estaba allí, quién lo regentaba. Creo recordar que cobraban entrada, muy barata, pero que si eras menor entrabas gratis. Algo así. No tenía puñetero sentido. Era la época de Whigfield y Sopa de Caracol; así que la música tampoco ayudaba. Como emplazamiento para el sinsentido, era un lugar coherente, supongo.
Una noche fuimos allí. Fue pocos días antes de preparar las maletas. Fui con tres o cuatro amigos. Nunca había entrado; había oído hablar del sitio, claro. La iluminación ya lo decía todo, y era un discurso que no se parecía al de un líder latinoamericano, creo que había dos focos, no estoy seguro de que ambos en movimiento. Y había bombillas, varias bombillas esparcidas, eran de ubicación imprevisible, si te descuidabas podías acabar con una rota y clavada en el culo. Había una suerte de bancos de obra para sentarse, estoy bastante seguro de que ya estaban allí cuando el lugar estaba destinado a caballos o burros.
Recuerdo haberme sentado allí, oteando a mi alrededor. Aun después del mes que pasé, comenzaba a darme pena tener que irme del pueblo en dos o tres días. Ese año no estaría para las fiestas, que de todas formas cada vez eran menos de mi agrado. Casi todo basculaba alrededor de los toros. Ni tan siquiera había encierros, cosa que sí se estilaba en otros pueblos. Allí se limitaban a soltar a los animales en medio de la plaza del ayuntamiento (vaquillas por la mañana –siempre indultadas–, y toros por la tarde), en cuyo centro había una fuente. A pesar de haberme criado en parte en ese entorno, cada vez me llegaba menos el jolgorio del asunto, y más la crueldad evidente del mismo. Por las noches era distinto, las copaban las denominadas peñas, con sus propias camisetas identificativas (“Los colgaos”, “Los gamberros”, “Las Mininas”…), y cada peña tenía su guarida, normalmente garajes o patios interiores, alguna barra improvisada y abundancia en alcohol. El ritual consistía en reunirte con tu peña, y luego salir de ruta para visitar las otras. Ser menor no era un problema: entonces muchas menos cosas eran un problema… Pero la gente era lo suficientemente responsable al respecto, o eso creo. Ese año no llegaría a formar parte de ninguna peña, y mi culo no se congestionaría contra los tablones de la plaza portátil de toros.
Sentado en aquel corral reconvertido en sala indefinida de baile, ya me había olvidado en parte de las chicas y las incomodidades de la piscina. Habían pasado los días y todos parecían haber captado el mensaje: el que decía que yo, por lo que fuese, no estaba para ciertas gaitas.
Pero entonces entraron en la “discoteca” unas cinco chicas y un par de chavales, venían en grupo. Eran de distintas edades. Comprobé con horror que una de ellas era la hermana del unicornio, y otra la potencial heredera al trono de Tebas. Las demás eran drones ya conocidos. Sin comerlo ni beberlo, estaba acorralado. Pensé en levantarme y salir de allí sin más. Pero enseguida se habían percatado de mi presencia. Uno de mis colegas estaba en la barra. La hermana del unicornio iba a lo suyo; me vio, pero no tenía intención alguna de decirme nada. Había llegado a pensar que si me la cruzaba podía llegar a amonestarme por cómo traté (o más bien: no traté) a su hermana pequeña. Y puede que se le llegara a pasar por la cabeza días atrás. Pero ya habían pasado dos semanas, y quizá su reacción inicial se había enfriado. O quizá le importaba un carajo… El horror se hizo aún más presente cuando vi que la heredera comenzó a hablar con uno de mis colegas en la barra; todo mientras me lanzaba miradas de lo más claras y significativas. Miradas de intensa curiosidad; gestos que daban a entender que no tenía problema alguno en acercarse y decirme lo que se le pasara por la cabeza. En cierto momento, mi colega levantó las manos al modo “yo ni entro ni salgo”, y ella sencillamente caminó hacia a mí.
Se detuvo delante de mis rodillas. Dijo:
–Hola, tú eres –dijo mi nombre–, ¿verdad?
… y se sentó a mi izquierda en el banco de obra.
No pude evitar sonreír, como si estuviese demasiado agotado emocionalmente después de todo el mes para mostrarme aún indiferente o impertérrito. Inmediatamente, aumentó el aforo del lugar. Quiero pensar que no fue por la presencia de la heredera; me he convencido de que nadie me preparó una encerrona. Pero no puedo asegurar qué es lo que pasó de verdad. Sí sé que allí no iban grupos de chicas, los jóvenes acudían en pareja o no acudían. Aquello era para familias foráneas despistadas y chavales que iban a pegarse el lote porque sabían que sus amigos no aparecerían por allí.
Dije:
–Sí. Hola.
Ella me dijo su nombre, se presentó. Tenía la esperanza de que la hermana del unicornio hubiese visto que había sido ella quien se había acercado a mí, y no al contrario. Cuando intenté comprobarlo, la vi abrazada a su novio (estaban a pocos días de romper) y ajena a todo lo demás. Cuando me veo en una situación incómoda, lo siguiente en lo que pienso es en cómo podría empeorar aún más. Pero por suerte el unicornio no hizo acto de presencia. Dios aprieta pero…
No me quedaba más remedio que conversar, y conversé. Que me maten si recuerdo de qué hablamos. Recuerdo que ella iba maquillada, y que llevaba un vestido blanco bastante ajustado, la falda con cierto vuelo, las piernas morenas y los pies enfundados en unos zapatos planos, puede que unas bailarinas o algo parecido. Era una niña con cuerpo de mujer; sus caderas ya muy formadas, sus tetas sin sujetador bajo el vestido. Su cara se encendía al sonreír. Su peinado era sospechosamente parecido al que Tebas lucía el año anterior, llevaba el pelo sólo un poco más largo, y el mismo era oscuro como la pulsera de mi reloj Casio. Éramos un niño con una mujer sentada al lado, esa impresión debía dar. Yo debía llevar una camisa y unos tejanos, algo así como mi uniforme para salir por las noches. Neutro y perezoso. La ropa solo tenía una utilidad crucial: comodidad para jugar al fútbol; y por las noches no había partido. Ella se arrimaba cada vez más. Hasta el punto de que ya sólo podía oler su colonia. Pero se acercaba tanto que daba la sensación de que era ella la que olía así, y no las gotas de lo que fuera que se hubiese echado en el cuello. Cuando quise darme cuenta, había pasado sus rodillas por encima de mis piernas. Luego recuerdo que su mano de uñas pintadas se posó en mi camisa cerca del cuello. Se me abalanzaba y sonreía, y su sonrisa decía: yo llevo las riendas, y no eres para tanto: tu fama es gratuita. Sus labios atacaron y pronto sentí su lengua. Fue bastante fácil acompasarse, más de lo que yo había pensado millones de veces. Era instintivo, y ella ya tenía algo de experiencia. Entonces ya no supe quién miraba o dejaba de mirarnos. Mi mano izquierda se fue sola a sus piernas. No sé cuánto tiempo estuvimos así, creo que se mezclaba su pintalabios (no era precisamente de alta tecnología) con su saliva. Ella había ganado. Más allá de lo físico, no sentí lo que había sentido a tres metros de Tebas el año anterior, pero nadie podía quitarme ya el dolor de huevos. No fue a más. Una amiga suya le dio un toque en el hombro. El beso se extinguió. Ella se puso de pie. Los drones soltaban risitas. El grupo salió de allí. La hermana del unicornio me echó una última mirada. Sonrió como diciendo: No pasa nada, chico.
Ahora estoy bastante seguro de que todo esto sucedió a mis quince años. Como mínimo.
En los dos días que quedaban, todo se reducía a un ritual de despedidas. Volvías ver a esos familiares a los que apenas conocías. También te despedías de algunos amigos, incluidos sus padres. No vi más ese año a la heredera (ella ya había conseguido lo que quería). Y tampoco al unicornio. Por mí ya estaba bien.
Salíamos camino a la ciudad (un viaje de diez horas), siempre de madrugada para evitar ciertos atascos. Era bonito, era deprimente. Nunca quería ir allí y nunca quería irme de allí. Mi padre ponía la radio, la radio estaba siempre presente durante el viaje. Yo me quedaba embobado mirando la Luna. La Luna nos seguía. Las estrellas. La carretera serpenteaba unos diez minutos hasta llegar a una ruta más estable. Yo quería menguar, convertirme en nitrógeno, volverme invisible. Me colocaba el Walkman en medio del aquel estercolero perfumado de los noventa. Subía el volumen de las guitarras densas de Oasis. Lo que un amigo mío llamaba: rock bola. Fantaseaba por igual con Vivir y con bastos bosques oscuros y plagados de cepos.
