Pretecnotimes. P. no sabía gran cosa de ellos. Una empresa, sí, tecnología, anuncios por la tele, patrocinios, el emblema aquí y allá. Como cualquier otra marca con maquinaría publicitaria constante e inextinguible. Un rollo de la cultura pop, por decirlo así, de igual forma que no puedes olvidar sintonías o fanfarrias de la tele de cuando eras crío. Cosas que tu cabeza almacena, que no sirven para nada. Casi nunca.
Era una islita cerca de Sonora, un emplazamiento de postal aún no muy intoxicado de turismo. Un oasis, si quieres; palmeras, algunas playas habitables, chiringuitos, negocios familiares de los que no avasallan ni arruinan el mundo, sino que cubren algunas necesidades y caprichos. Podían vivir allí algunos cientos de personas, como mucho. El resto estaban de paso. Oye, se dijo P. (tan solo a sí mismo), es un buen sitio para la mentira. Un hueco perfecto para acomodar el adulterio.
También allí se veían algunas lanchas con delirante prestancia, incluso con “capotas” metálicas que podías activar si empezaba a llover, o si te habías cansado del sol directo. Embarcaciones bizarras casi mono-plaza con aire acondicionado y toda clase de cachivaches. Visiones cada vez menos recientes. Inventos que no representaban un paso hacia delante, sino más bien un saltito infantil hacia un lado.
A veces, trampas potenciales.
En la versión oficial, estaba de viaje por trabajo. Eso le había dicho a su mujer. No era la primera vez que lo hacía. Ni tan siquiera sabía muy bien por qué lo hacía; a no ser la sencilla razón de que hacía mucho que su mujer no le sugería más que otra de las cosas que tenía que ver casi a diario. No la odiaba, no la quería, no quería que muriese, no le suscitaba nada que continuase viva…
Simplemente, pensaba P. (como casi todos), hay dos tipos de personas. Las que se conforman y las que intentan cambiar su vida cuando se vuelve más muerta que viva.
Aunque se creía de los segundos, él solía ser de los terceros; de hecho de los que más había, que eran los que definían la sociedad mientras negaban ese tercer estatus. Este tercer tipo tenía más de una variante, pero la esencia de su naturaleza tenía que ver con que ni se conformaban ni cambiaban su vida. Solían quedarse atravesados –de buena o mala fe– en medio del camino de los que sí querían hacer algo. Solían quejarse, la valentía era sólo algo que veían en las películas, creían ser perfectamente coherentes porque el sistema les decía que lo eran, y sabían perfeccionar cierta clase de infelicidad, hasta el punto de hacerla pasar por algo parecido a… a algo que hacer pasar por Zona de Confort. Eran la gente que, más o menos listos, más o menos academizados, creían que todo era como les habían dicho, y que intentar hacer algo que de verdad quisiesen hacer con sus vidas, era, sencilla y llanamente: una pésima idea.
En ocasiones, los hijos (o el plan de tenerlos, aunque la superpoblación ya fuese prohibitiva) eran la excusa (inconsciente o no) favorita. Nadie podía discutirles eso; hay que reconocerlo, era una buena jugada (no necesariamente para los críos…).
Era la gente que creía que apostaba por la seguridad. Sin saber que esa seguridad era más bien un mito, y sin aceptar del todo que se iban a morir: que de verdad se iban a morir. No creían que el tiempo fuese algo que se pudiese desperdiciar fuera de lo que ellos pensaban que significaba desperdiciarlo. Eran los que mejor empujaban la rueda, la cual activaba cada día el mecanismo que les tenía en la jaula de hámster humana en que estaba mutando la Tierra. Los poquitos que les habían convertido en eso, eran exactamente iguales que ellos, pero con dinero, prácticamente todo el dinero.
Y existían también en el apartado sentimental y sexual, con o sin pasta.
P. tenía pasta, su mujer también la tenía. Ambos eran hijos de ancianos ya decrépitos que seguían en activo haciendo funcionar negocios a gran escala, acumulando capital. De hecho el padre de su mujer era uno de los principales accionistas de Pretecnotimes.
P. y L. tenían un hijo, últimamente siempre de viaje, a un año de acabar la universidad. A diferencia de casi todos, estudiaba por imagen, por mero ánimo de quedar arriba en la “jerarquía del respeto”. El resto también lo hacían por eso, por supuesto, pero además porque creían que la meritocracia les iba a facilitar el tener algo de dinero. Ninguna de las dos cosas tenía que ver con las ideas o la inteligencia propias (mucho menos con la humanidad o descubrir qué quieres), porque en ninguno de los dos casos eso era parte del objetivo. Lo que querían era demostrar que harían lo que hiciese falta para encajar en determinado tipo de Sentido Común, o por ende en la Sociedad de Consumo, el sistema o como queramos llamarlo. Si éste es una farsa interesada que complace a las instituciones mantener o no, es una conversación que no se puede sacar en la mesa fácilmente; y la mesa está por todas partes: TODO es mesa.
Eran personas teóricas donde la teoría cada vez estaba menos sustentada por la realidad. Vivían amparadas en un discurso (o carencia del mismo) supuestamente templado o no demagogo; o cobijados bajo alguna clase de paraguas positivista.
Si te conformabas, tenías todos los boletos para tener que acostumbrarte a vivir jodido; si intentabas cambiar dentro de un marco de posibilidades “realistas”, muy probablemente también. Y una tercera opción, que era la curiosidad sobre quién narices era uno y qué quería de verdad, era algo que quizá te habían amputado bienintencionadamente en un aula a los trece años.
P. era un producto flamante de ese modus operandi global. Lo había hecho todo tal cual exigía el molde, y ahora, como les pasa a muchos, su vida (ni aun podrido de dinero) no le gustaba. A su vez, le parecía muy incómodo dejarla; a nivel procedimental, suponía un follón administrativo y de agenda, aparte de un buen puñado de conversaciones violentas. Su rutina “oficial” era muy aburrida, extrañamente vacía, pero cómoda, mas sus escarceos la volvían soportable e incluso emocionante. Era un escenario que creía perfecto para una mínima estabilidad emocional. Era como estar con un pie fuera del compromiso a cualquier nivel, gozando de “lo mejor de ambos mundos”; el sentimiento de culpa puntual no podía competir con eso. Este panorama era parecido a TODO; era tu plato de macarrones a la hora de comer mientras ves pobreza en la tele. Era patético, pero era tu presente; la motivación potencial era que todo jugaba en tu contra por sistema (en contra de un YO real), y más si encima habías quebrantado alguna de sus normas “de oficina” o culturales.
Claro está que el caso de P. le eximía de los problemas de la vertiente económica, pero de sobras estaba probado que, el dinero, lejos de hacerte mejor persona, más consciente y más predispuesto a echar una mano, te solía volver más cerrado, más ambicioso, más miedoso, tacaño, vulgar, mezquino e hijo de mala madre. Quizá por eso mucha gente de pocos medios tendía a ser más fiable, amable y altruista (algo les tenía que hacer ser), y sin embargo la mayoría de los ricos estaban tan al margen, que ser unos cabrones de alma corrupta no era nada más que otra factura que podían pagar sin problema.
Lo único que hacían la Justicia y coherencia reinantes, era poner una etiqueta con el precio debajo de casi todo. Y eso era más que suficiente para la mentalidad predominante.
Todo este rollo, “amigo mío”, es lo que algunos llaman nihilismo, dijo alguien. Porque siempre hay una etiqueta que alarga su brazo salvador para eximirte de reflexión, convencerte de que no te vas a despeñar, o de que al menos lo harán allá a los lejos los de siempre.
Puedes jugar con las palabras, si te sabes algunas.
El descreimiento de P. estaba cada vez más cerca de tener forma de pene. Un pene quizá no muy destacable, pero con extras. Entradas gratis, accesos VIP, la mesa con mejores vistas, algún que otro regalo tasado en el sueldo mensual de casi cualquier fulano, etcétera.
Había chateado con una mujer. Se encontrarían en la isla tras largas sesiones de skype. Ella creía que él no estaba casado, que no existía ningún hijo. Él sólo había sacado a relucir su dinero, de una forma u otra. P. no se destacaba por su físico, jugaba la única carta que tenía, y lo hacía con sorprendente naturalidad. Lo bueno era que su única carta era en esencia la única que contaba, de modo que no le preocupaba mucho el resto.
Al llegar, pasaron una buena tarde entre terrazas y paseos. Ella era bastante callada, más que hablando en línea. Tenía una cicatriz en la que P. no se había fijado antes. Qué más daba, probablemente no la volvería a ver, y era mejor estar con ella que estar solo (o acompañado sintiéndose solo).
Por la noche, tenían habitación en una de las casas que se dedicaban a alquilarlas. Casas que actuaban como hoteles más o menos improvisados. Gente que alquilaba estancias de su residencia. La habitación no era muy grande, pero las vistas al mar eran espectaculares, era un tercer piso y la familia residente se quedaba en el primero. Allí tan solo tendrían el techo y la cama, y para comer tendrían que salir fuera. Era austero, pero también, de alguna manera, un alivio. De repente no tenías que gestionar un montón de supuestas ventajas y servicios, cosa que, aunque suene raro, a P. le arrancaba una sonrisa del mismo modo que le sosegaba.
Habían cenado en un sitio minúsculo de bocadillos, más parecido a una caravana ambulante que a un local en sí. Comida rica y grasienta. Ella, juzgó P., tenía curvas que le eran familiares, de las que le gustaba agarrar, como si dijéramos, para coger impulso. En un mundo cada vez más metálico y paradójicamente obstruso en lo tecnológico y las modas que ponían cortapisas a la belleza variada, una mujer con curvas de verdad era como beber agua cristalina de un río. P. se sentía vivo, y no era tan solo por el engaño, no era simplemente por estar portándose de adulto todo lo mal que no se había portado durante décadas. Era porque, aun sabiéndose hasta cierto punto un cerdo, el núcleo de su acción estaba cebado de un componente indiscutiblemente sincero. Así lo sentía. Era sinceridad pura para consigo mismo, pero, o eso pensaba, también, en cierto modo, para con la naturaleza. Y la misma no podía evitar que usase condón.
Cuando ella se desnudó, había puesta tan solo una de esas lámparas modernas inteligentes de Pretecnotimes, que aumentaban o disminuían la intensidad de la luz según si te detectaban más cerca o más lejos. Como aparatos que se pusieran celosos de alguna manera, y sospechasen que les querías poner los cuernos con alguna linterna. La programaron en un modo fijo, con una luz tenue. Las tetas de la mujer, naturales y agradablemente caídas, con pezones grandes y rosados de un tono claro, le aceleraron la erección a P.
Estando encima de ella, se puso a tono como siempre en esas lides, a sabiendas de que aquello no era lo que se dice estrictamente necesario; sólo lo hacía por mero placer. Pero follarse a Otra podía ser una especie de venganza natural. P. podía justificarse de mil maneras; mas la cuestión no era esa; la cuestión era un clásico, y es que sabía que sin la mentira de por medio, no lograba determinado nivel de excitación. Su erección más vigorosa tenía una lista de exigencias, y muchas de ellas contravenían la monogamia. P. podía ser un hipócrita, pero el ser humano recto al uso, acostumbrado a creer que podía ordenar y mantener todo bajo su mando, seguía extrañándose de encontrarse lava en el salón después de haber construido su casa en las faldas de un volcán.
P. culeaba sobre ella, procurando no correrse antes de tiempo y convertirlo todo en una fiesta de un solo invitado. Ella apenas gemía o suspiraba.
Algo iba mal. No habían pasado ni cuarenta segundos de penetración cuando P. lo supo. No sabía bien cómo, pero aun habiéndola regulado él mismo, la lámpara aumentó la intensidad de su luz; en ese momento semejaba arbitraria y cruel. Los dos cuerpos expuestos al cien por cien. P. dijo algo, a modo de extrañeza; la mujer no reaccionaba. No estaba acompasada con él, ahora lo sabía. Sólo había estado esperando. Ella se llevó la mano derecha al cuello, y con los dedos tiró hacia arriba de lo que parecía su piel, dejando libre un interior que al principio P. leyó como mugre roja y tendones. P. se incorporó dando un grito, aunque sin separarse de ella. La mano continuó tirando, deformando la cara.
Una mujer de catálogo.
Una bombilla se encendió en la cabeza de P. mientras la otra seguía operando con furia. Una cara debajo de la otra. La cara de L. surgía desde la realidad para interrumpir su sueño, el enésimo sueño adúltero secreto. Todo por un prototipo de suplantación de personalidad. Pretecnotimes lo estaba perfeccionando de cara a la venta para ciertas agencias internacionales de espionaje. Lo peor es que L. había oído hablar de ello.
–Sácamela, hijo de puta –dijo L.
P., tembloroso, se dispuso a ayudarla con esa máscara horrible.
–La máscara no, gilipollas, sácame la polla.
L. terminó de surgir por completo, y se extrajo una pieza minúscula de una muela que P. supuso sería para la suplantación/cambio de voz. P. había estado ligando por Skype con su propia mujer desde toda clase de hoteles en los que se alojaba por motivos de trabajo (o no). Nunca lo pensó, pero ella siempre tenía la sola oscuridad –seguramente de su propia habitación de matrimonio– de fondo. Era un meta-follón conceptual, irónico-sexual e imposible de asimilar.
Para la mayoría, seguramente tan solo una lección.
–Quiero el coche, quiero los tres coches. Quiero la casa. Quiero el yate y el yet –dijo L.–; si no, quiero tu puto corazón en una bandeja. Sabes que mi padre te puede enviar un sicario cuando yo quiera. Eso sólo es una parte más de su trabajo.
–L. …
P., después de haber teorizado tanto sobre la justificación o una explicación para el adulterio, estuvo a punto de decir: Esto no es lo que parece…
Pero sólo guardaba silencio, completamente aterrorizado en medio de un mundo que ya había dejado de entender a ningún nivel. Todo era tan terrible que pensó si él no sería realmente el bueno de la historia. O el menos malo. O como mínimo no más malo que ella. Y lo pensó de verdad. Y nunca se llegó a sentir un gilipollas rebuscado por pensarlo.
Y así llega el que podría ser el cambio más drástico en la vida de P. Quién sabe, quizá al final salga ganando con todo esto…
(Vuelve Pretecnotimes… hacía tiempo que no se sabía nada de ellos)
Cuando se encendió la luz pensé miles de cosas y lograste sorprenderme… ¡fabulosa imaginación! Desde luego era más poético «un ramito de violetas» Aquí digamos que cayó con las manos en la masa.
Un abrazo afectuoso
En un momento dado he sospechado que la amante podía ser su mujer pero he pensado «No, que se han visto por Skype…». Gran giro de los acontecimientos, muy interesante.
Un beso.