Qué pena el abuelo, pero ya llegó su hora. Qué pena el mundo, pero no hay manera… Lo pensé, no sé por qué, sobre todo cuando ya estaba muerto. Cuando yo estaba muerto.
No sé si era San Pedro, pero me leyeron la cartilla. No iba de cabeza al averno, pero durante un tiempo fue incluso un poco peor.
¿Si te encuentras una cartera con dinero, qué…?
Parece ser que tenía toda una lista de méritos para no ir al Paraíso. Al principio casi te da un soponcio lo de ver que no vuelves a la nada, pero luego es como seguir viendo África en el telediario. Tienes práctica. Tú que te creías de lo más sentido, que tu radar para la injusticia era más efectivo que la media. Pero llega el momento y te dicen que eres poco menos que mierda; no exactamente malo, pero bastante mierdoso, alguien aún verde y tosco para el Cielo.
¿Si una anciana necesita ayuda para cruzar el paso de cebra, qué…?
Nos llevan a todos por las instalaciones de…, son todo interiores, no he visto cascadas de lava ni a nadie de piel roja y cuernos, ni oído un solo gemido de desesperación. Cuando miras a alguien sólo percibes… aburrimiento, un aburrimiento atroz. Tedio imposible de cercar con tus herramientas emocionales. A veces veo de refilón salas sin ventanas con decenas de personas tiradas en sillones viendo la tele. No conozco la programación. La sensación es la de estar recorriendo pasillos de alguna empresa para llegar a una entrevista de trabajo. Un trabajo concreto; con esa sensación de que lo quieres y a la vez te da una pereza horrible imaginarte en él, y para el que, sin embargo, llevas años preparándote. Te sientes atrapado; pero estás atrapado con todos.
Es una sensación familiar.
Mal de todos consuelo de bobos, para siempre.
Nos llevan a una especie de sala de conferencias, donde con interminable palabrería nos dicen eso de que aún parecemos más o menos mierda. Esto, supuse, es lo que los vivos llamaban el limbo.
Lo que nos toca hacer es un examen. Un examen de acceso al Cielo. Pero para el que no hay forma clara de prepararse ni modo de saber cómo se puntúa o qué se valora de tus respuestas.
Es una suerte de reválida o recuperación. El Último Septiembre.
¿Si alguien te insulta gratuitamente, qué…?
Nos dicen que sigamos a alguien y le seguimos y nos lleva a un aula sin ventanas llena de pupitres. Son de esos con una cría de silla, apenas tienes superficie para escribir o apoyar el brazo derecho. Todo como para unas Oposiciones que quizá sí o quizá no te darán acceso a un curro que quizá sí o quizá sí te proporcionará años de productivo hastío.
¿Crees que eres inteligente, o…?
Estamos todos con el papel delante, la cosa va con bolígrafo rojo y una hora de tiempo. No hay directrices, aunque no se puede copiar, y aunque se pudiera nadie sabe qué coño se ha de contestar para aprobar.
Porque, por ejemplo ¿si pasas por delante de un mendigo, qué…?
Al principio las preguntas son de puro lugar común, y luego se van tornando rebuscadas o absurdas. Pero en ningún caso sabes qué pensar; las preguntas evidentes suenan a trampa, y las otras sencillamente son mamonadas como ¿qué te llevarías a una isla desierta?, o… cosas tipo:
¿Si tu padre te rompió un brazo adrede cuando tenías seis años, cómo actúas el resto del TIEMPO?
Decides contestar a la evidentes con las respuestas evidentes, por si acaso; dibujas con tu bolígrafo rojo las escenas gramaticales en que llevas la cartera encontrada a la policía o ayudas a cruzar el paso de cebra a la anciana. Luego, con las preguntas absurdas, haces lo que puedes, te enrollas, desarrollas, intentas recordar qué clase de impostura te funcionaba mejor en tus años de aulas y rectas gilipolleces.
Al término, y cuando ya todos habéis entregado vuestros exámenes, te fijas mejor en tus compañeros. La clase tiene la rara ambientación elegantemente mortuoria de alguna especie de meta-funeral; todos con los trajes con los que nos enterraron. Al parecer funciona así. Algunos lucen un semblante mal contenidamente histérico. Saber que no han ido al Cielo pero que aún tienen una posibilidad, parece haberles estresado mucho más que si les hubieran dicho que sólo les quedaba el Infierno.
Tardan muy poco en decirnos que ya tienen los resultados. Apenas media hora.
Es imposible, en teoría.
Alguien viene y nos sonríe, nos dice que todos hemos aprobado…
(jolgorio, gritos, abrazos, hasta lloros de felicidad…)
… aprobado el examen de acceso al examen que se realizará el día siguiente en el mismo lugar y a la misma hora.
El más avispado ya sabrá por dónde van en parte los tiros. Al día siguiente nos presentamos otra vez y otra vez contestamos a otra lista de preguntas evidentes o absurdas. Al acabar, pasa tan solo un rato y nos dicen que hemos aprobado el examen de acceso al examen del día siguiente. Algunos deciden levantar la voz y quejarse. Pero nos dicen que cuando hayamos superado la revalida vital al completo, nos avisaran, que solo tenemos que hacer las cosas que nos digan: sólo tenemos que cumplir órdenes.
Nada nuevo.
Al principio casi te da un soponcio lo de ver que no vuelves a la nada, pero luego es como seguir viendo África en el telediario, tienes práctica, eres orgánico, o ya no, puede que tu cerebro ya sea compota fantasma.
Van pasando los días, van pasando los exámenes. Nunca se acaba. Luego son semanas, luego meses; y luego sigue ocurriendo, no deja de pasar, no termina. No compensa.
Es otra sensación familiar.
Se convierte en una rutina. Todo lo hace. El resto del día lo pasamos en celdas oscuras dentro del propio edificio (o lo que sea); zulos individuales, camastros. El cuerpo no necesita de higiene ni de alimento. No te mueres de sed. El sufrimiento tiene una cualidad más templada; aunque no el sufrimiento psicológico.
Un trabajo; con esa sensación de que lo quieres y a la vez te da una pereza horrible imaginarte en él.
Recuerdas tus tripas esparcidas por el arcén.
Escribes galimatías con el boli rojo y te siguen diciendo que está guay, que vale, que eh, solo tienes que volver al día siguiente. Ni siquiera te dicen que ya mismo se acaba. Tan solo sigue sucediendo. Te dicen que sigas así. Lo estás haciendo bien.
Tu reguero de sangre creciendo mientras notas un dolor vago y punzante en el estómago, como un tirón; los órganos internos, aun expuestos al sol, carecen de la sensibilidad de la piel. Puedes ver el frontal del autobús manchado de ti.
La clase tiene la rara ambientación elegantemente mortuoria de alguna especie de meta-funeral; pero tus tripas están otra vez en su sitio. Vísceras quizá holográficas.
Se hablaba de todo ello los primeros días, pero poco a poco fueron dejando de hablar. Vete a saber, igual no era tan malo. Podía ser peor, si es que aquello en realidad ya era el infierno en sí. Nada de quemarse para toda la eternidad, nada de lagos de fuego, nada de círculos de Dante, cero imágenes horripilantes. Tan solo un bostezo, un largo y suavemente aparatoso bostezo, legañas kilométricas. Con el tiempo empiezas a olvidarte del sol o la luna. Nadie piensa en comer o follar, nadie piensa en… pensar.
Y nadie tiene mono de tabaco.
Podría ser mucho peor –parecen decirse algunos–, podría seguir vivo. Se comienzan a sincerar en cuanto a la vida que llevaron. De repente es más fácil; cogen perspectiva. No siempre es un consuelo, a veces parecen decir la verdad.
Nos llevan a todos a esa especie de sala de conferencias, donde con interminable palabrería nos dicen una y otra y otra vez con exámenes que somos más o menos mierda. Sigue sin existir el limbo.
Qué pena el abuelo, que supuse debía estar en el Cielo. Tiempos ha, saber si habías sido bueno o malo en la vida debía ser menos complicado, menos virtual, menos profesionalizado.
Contesto que asesinaría a la anciana, que patearía al mendigo hasta quedar exhausto, que mi padre no me partió el brazo de crío, aunque no por falta de ganas.
Dibujo un pene, con sus venas y surcos, pongo: metéoslo por donde pos quepa. Un día incluso pego un moco en la hoja. Un moco muerto.
Pero todo va bien. O como siempre. Todo sigue. Todos seguimos citados para el día siguiente. Como si hubiera otro sitio al que ir. Si decides dar una vuelta e intentar llegar a un supuesto vestíbulo o azotea del lugar, al cabo de una hora ya te has cansado subir o bajar escaleras, tarde o temprano estás deseando volver a tu celda. Supongo que es como querer resucitar. Nadie te vigila. Y además al día siguiente tienes un examen, y no te atreves a hacer pellas; no sabes qué saldría de hacer pellas. Prefieres no hacer probaturas.
Ni siquiera sabes encontrar aquellas habitaciones con televisores. Luego me dijeron que aquello podía no ser más que una visión, un resquicio de la anterior vida. Pensé que tenía sentido. Puede que esa fuese la última cosa con sentido.
Prometo que era un paso de cebra. Miré hacia un lado y hacia el otro. El autobús se me vino encima, apareció de la nada, y no le hacía falta morderte, desgarrarte, dispararte o romperte el corazón para hacerte daño. Solo tenía que frenar tarde. Una vida segada. En realidad era típicamente representativo de la vida real, una obra digna de museo didáctico sobre la existencia: “aquí tenemos a un hombre de entre veintimuchos y treinta y pocos años, relativamente sano, con vivencias a sus espaldas, sentimientos y seres queridos, puede que hasta novia o similar, e incluso con recuerdos ya para llenar varias maletas; y aquí está, fallecido no después de un cáncer o por vejez, nada de largos dramas, madurez ejemplar ni estoicas luchas por vivir; simplemente muerto por autobús. No hay maratones televisivas para eso. Así no hay manera de ser el protagonista. El amor de repente no está, el cielo sigue indiferente y la naturaleza sigue su curso: la sangre abandonando su huésped. Todo es terrible y arbitrario y a la vez todo encaja. El escenario habitual no es el “carpe diem”, es el “te jodes”. Igual podría haber sido un atropello que el cuerno de África; la vida tiene un montón de formas de matarte al margen de lo que te cuides: enfermedad, casualidad, hambre, irresponsabilidad ajena, caducidad, política, dinero, moto, coche, autobús…
Era ese autobús, el tres, que da tantas vueltas para hacer su recorrido que debe darle tiempo de completarlo unas tres veces al día. Hubiese sido más fácil sacar un catorce en la quiniela. Es casi como que te atropelle un avión de pasajeros. Está claro que no nos educan como es debido para la muerte.
Ni siquiera estaba ayudando a una anciana a cruzar la calle. Siempre pasé como un cohete junto a las ancianas, nunca me di la vuelta para mirare el culo a una anciana, me importaban un carajo las ancianas; además su problema no era cruzar la calle, era ser viejas, seguían vivas solo sobre el papel. Ahora podía pensar todas esas cosas y no me sentía mal por hacerlo.
No tengo ni un recuerdo de haber estado en una ambulancia o el hospital, y en cambio estoy bastante seguro de que sí oí caer la primera palada de tierra sobre mi ataúd. No puede ser, pero antes pensaba lo mismo de muchas otras cosas…
Creo que han pasado dos años para cuando alguien, un tío, también aquí por muerte prematura, se levanta y rompe su examen. Tras eso, dice que al día siguiente no va a volver a hacer ningún examen. En realidad lo dice bastante tranquilo, no es que se haya puesto a gritar ni se haya arrancado la camisa, no tenía ninguna inscripción en el pecho ni se estaba embadurnando de sangre de cordero. No hizo nada que haría un vivo; solo describió la naturaleza de sus nuevas intenciones. Era algo así como ver revelarse a un notario.
Todos le miramos.
Entraron en la estancia dos hombres de traje y se lo llevaron. Fue todo de lo más correcto. Cada cual se imaginó lo que le pasaría a su manera. Todo suposiciones terribles, supositorios enormes para su culo tan valiente. Aunque daba que pensar. Igual no estábamos en el infierno y sí había otro sitio al que ir: es decir, el infierno de verdad. Tenía sentido concluir que el limbo fuese como un examen académico perpetuo. En la vida real, de hecho, ese rollo dejaba en un limbo a la mayoría de mentes. Si al menos hubiéramos escuchado un grito desgarrador del subversivo…
La clase continuó como si nada.
¿Si una chica increíblemente femenina, cariñosa y responsable, te pasa ladillas la primera vez que tenéis sexo, cómo…?
Desde hace un tiempo había comenzado a contestar, como si dijéramos, en serio. Es decir, no como contestaría en un examen de verdad, ni como lo haría para burlarme del propio examen o el examinador, sino con mi opinión o un pensamiento propio. Aunque parezca mentira, llega el día en que dibujar penes te empieza a aburrir.
Lo que haría sería volver a ver a la chica y darle a entender que me he sentado en el lavabo equivocado, algo así. Ella se sentiría violenta de todas formas, pero mi actitud sería inamovible. Hay que tener tacto con las personas, excepto quizá si es una vieja.
Así que tomé por costumbre seguir haciendo eso, exponiendo mi rollo, mis reacciones. Era una forma de que la hora se pasara más rápido, pero sobre todo se hacía mucho más amena. No estabas todo el tiempo apagado o absorto en un punto fijo y vacío de la pared. El hecho de que no hubiera objetivo aparente no era un problema, de hecho comenzó a ser casi una ventaja.
Puede que pasara un mes.
Un día entraron los dos hombres que se habían llevado al subversivo y se detuvieron delante de mi pupitre. Me dijeron si por favor podía acompañarles (no es que fuera una sugerencia). No me puse en exceso nervioso, y desde luego no tenía miedo.
Esas eran las dos formas de salir de allí, me dijo poco después aquella suerte de notario rebelde. Una consistía en revelarte; ojo, no confundir con quejarse o pedir o demandar o enfadarse, sino revelarte. La otra, tenía que ver, aunque ya pareciese mentira, con el contenido del examen. Para aprobar el examen tenías que, por decirlo así, dejar de hacer el examen en el proceso de hacerlo. Tenías que trascender el examen. El tío me dijo que los dibujos de pollas les gustaban bastante pero que aún se los consideraba mera ociosidad tramposa.
Qué más decir.
El Cielo no está mal. Echo un poco de menos mi celda y los pasillos que llevaban a ninguna parte, mis eternos paseos buscando para no encontrar nada. Aún no he visto al abuelo. He empezado a escribir un diario. Estoy adaptándome. Si te lo estás preguntando, las nubes huelen a algo entre pachuli y mujer joven recién duchada. Pero Dios es por aquí una leyenda “urbana”.