Quizá no sea bueno pero tampoco malo, por ejemplo, tener en cuenta que si vas a una perrera, los perros más bonitos podrían haber sido abandonados por tener alguna aparatosa enfermedad (de la que no se informa a los empleados). Tampoco es necesariamente bueno ni malo juzgar en silencio a las parejas que adoptan sólo a los niños más jóvenes y guapos. Es decir, es práctico no pensar en si es bueno o malo. Lo cual no quiere decir que no sea bueno pensar en general. En todo caso, decirte a ti mismo: “no pienses”, ya es más de lo que hacen muchos.
La gente es mala. No suena como muy mal punto de partida.
Pero, sin embargo, decir: La gente es buena …
Espero que, si hay filtraciones, a nadie le parezca que decir todo esto sea necesariamente malo.
Lo digo (creo) porque curiosamente en mi barrio de Periferia conozco varios casos de chicos que se enamoraron perdidamente de chicas con las cuales no acabaron llegando a nada; ya sea porque ellas no querían o porque la relación acabó no cuajando (la cual se alargaba a lo sumo unas semanas). Luego estos chicos conocieron a otras chicas, de las que a pesar de no parecer sentirse atraídos ni de broma tanto como con las anteriores, asentaron relaciones tranquilas y duraderas que a menudo continuaron con bodas y siguieron con hijos. Tampoco sé decir si esto es bueno o malo, o si tiene sentido juzgarlo.
Supongo que decir que sólo son suposiciones es lo más cómodo. Siempre y cuando uno quiera quizá convencerse de que un taburete puede ser mejor para echarse a dormir que un sillón. Puede que poner eso sobre la mesa sea liarse demasiado, más allá esta vez de si es bueno o malo.
También podría ser (o no) una mala idea decir que estos chicos acabaron en esas relaciones por una cuestión de edad y credulidad en relación con discursos sobre la madurez que igual sí o igual no no son más que una trampa existencial que pusieron quienes ya se habían montado la vida así.
La familia nuclear quizá tiene un nombre muy adecuado en cierta retorcida manera.
Pero vete a saber.
Uno de estos chicos de Periferia se llamaba P. y su novia era de lo más simpática en la versión oficial. Era guapa y más o menos todo lo que no fuera obedecer y ser sociable sin pensarlo era raro y oscuro para ella. Cualquier tío hetero o lesbiana se la hubieran querido beneficiar y era una contribuyente ejemplar, un modelo de conducta para entrevistas de trabajo y un festival de muecas siempre que hubiera un niño cerca, o un animal que no fuera oficialmente repelente (ratas, arañas, etc.). Muchos acudimos (ya sea esto criticable o no lo sea en absoluto) a la boda de P. y esta chica, y zarandeamos nuestras servilletas con cada canción que sonaba acompañando salidas de platos o ramos para los abuelos.
A veces esta pareja (y ahora me refiero a este “formato” de pareja) tiene un poco antes el crío, pero otras veces (muchas) lo tiene meses después del zarandeo de servilletas (esto no quiere decir que no haya siempre críos por todos lados vestidos de domingo).
El otro chico se llamaba L., y su novia era de lo más femenina; creo que lo era dentro de los parámetros de lo que ella creía que era ser femenina. Es decir, no es que ella fuera, más bien representaba ser; este es un patrón que parece habitual y bastante inquietante, algo que de todas formas este tipo de personas se acaban llevando a la tumba, seguramente debido al trasiego constante que supone la vida de la clase media, la cual abunda y –extrañamente– tranquiliza, al darte la aparentemente mullida almohada de estar haciéndolo todo igual que los demás.
(Cabe decir que la cuestión de si hacen mal o bien es prácticamente irrelevante para ellos.)
P. y su pareja adoptaron un cachorrito. L. y la chica muy femenina, un niño.
La novia de P. insistió mucho en lo del perro, quizá en una especie de impulso subconsciente porque el siguiente paso natural para ellos tras la boda era tener un niño, y tener un perro antes retrasaba ese paso, puede que porque ese paso no era necesariamente agradecido para P. y su novia. Podría ser malo decir que en realidad no querían tener un hijo, o que el perro era más una táctica que un perro. Había cuatro personas que querían ser abuelos y todo el mundo apostaba a que formarían una familia. Esto podría considerarse una inocente oleada de cariño, o puede que mero egoísmo soterrado proveniente de los abuelos potenciales y los amigos ya con hijos. Quizá no está bien decir todo esto, pero yo nunca he sido capaz de dormirme sentado en un taburete.
Dios me salve de decir alguna tontería, aunque quizá ya sea demasiado tarde: Creo que el perro era utilizado como contemporizador.
L. y su novia estuvieron mucho tiempo intentando que ella se quedara embarazada; pasaron hasta seis años tras el zarandeo de servilletas. Comenzaron a preocuparse, y las cariñosas (o no) presiones familiares y del entorno comenzaban a ser asfixiantes. Ambos habían declarado antaño en público numerosas veces que querían tener un hijo (recuerdo que vociferar la intimidad es algo habitual aquí), así que nadie dudaba en lanzar indirectas y sacar el tema cada vez que éste salía a colación de forma directa o indirecta. Muchos de sus amigos comentaban la jugada de ser padres pesarosa e insistentemente, con historias sobre insomnio o quejas sobre la falta de tiempo (todo con un extraño tono, como si insinuaran que habían sido obligados). Todo eso, lejos de aliviar de alguna forma a L. y su novia, les resultaba deprimente y les provocaba algún tipo de inclasificable envidia. Diría, sea o no una gilipollez, que lo de tener un hijo pasó a ser para ellos como ‘Tiburón 4’, una cuestión personal. No se trataba ya del hijo, sino de la mera frustración de no poder tener uno propio, del orgullo herido; porque ella era estéril, él impotente, o alguna cosa parecida.
La mascota de L. y su novia ya había muerto por enfermedad hacía dos años, si es que el dato es relevante.
Supongo que es necesario también hablar de Ellos, por cierto. Digo supongo, porque para el presente informe el peso de las decisiones de ellas ante las circunstancias que nos ocupan, parece ser mayor.
Como sea, puedo ofrecer también algunos datos, ya sea esto bueno, malo o irrelevante, cosa que no está en mi mano decidir.
Quizá no sería exactamente bueno o totalmente adecuado decir que P. era un presuntuoso y un gilipollas. Pero creo firmemente que las palabras malsonantes también tienen capacidad de definición. Supongo que si quisiera ser más políticamente correcto, debería decir algo como que P. era premeditadamente disperso, o falsamente espontáneo. Creo que P. era básicamente una especie de producto de laboratorio sistémico; había pasado de forma ejemplar por todos los filtros educativos e ingresó en el mundo laboral –tal y como éste demanda– con toda la cerrazón, prejuicio y miedo intactos.
L. era un caso similar. Alguien de aparente fácil trato, con herramientas sociales que le permitían semejarse a alguien abierto y comprensivo. Pero en el fondo era una persona tan obtusa y sujeta a los raíles de siempre como casi cualquiera. Ambos eran chicos presentables; es decir, ni feos ni muy guapos, delgados, y hasta con capacidad de parecer atractivos si se esforzaban. En resumen, debo suponer que lo que atrajo a sus parejas –las sustitutas, recuerdo, de las que ellos realmente querían y con las que se sentían de verdad despojados de pose y quizá incluso vivos– seguramente era la fórmula de siempre aquí; la de la supervivencia aterrada presentada como algo moderadamente sofisticado: la falta alarmante de mundo interior propio disfrazada de un carácter de pega comprado con años de memorización y sistemas nemotécnicos.
Resultó que el perrito de P. y su novia tenía leishmaniosis, lo cual pedía un nivel de atención muy por encima del que exige el peluche vivo adorable estándar que a la gente le gusta tener. Esto incluía –entre otras cosas– el deber de inyectar periódicamente cierto fármaco al perro para que no comenzara a tambalearse y dejara de comer como es debido, etc. Cuando P. sintió la necesidad de hablar con el personal de la perrera donde lo habían elegido hacía dos meses, le dijeron que era muy probable que hubiese sido abandonado por eso. No puedo asegurar que P. o su novia se plantearan la idea de colarles el chucho a otros siguiendo la tradición, pero tampoco puedo descartarla.
Ni puedo dejar de plantear la posibilidad de que haber presumido de perrito mono (y así poder postergar de alguna forma el asunto de ser padres) ante unas cincuenta personas entre familia y amigos, pudiera ser básicamente el motivo de la decisión inicial de quedarse con el perro y su suerte de sida perruno.
L. y compañía adoptaron a un niño rubio de tres años de grandes ojos verdes y fulgurante encanto; era como si el crío fuera de la marca Apple. Era como un niño de gama alta. Con todo el futuro por delante. Era listo y brillante como el crío de una peli de terror de los años setenta. E igualmente magnético.
No sé si es bueno desarrollar demasiado el resto, ya que en esencia el informe estaría completo, pero quizá sea bueno relatar una especie de final de la historia, que no es más que, por supuesto, un punto de inflexión en la vida de estas dos parejas. Lo digo porque ambas tienen los arrestos necesarios para bloquear ciertas evidencias en relación con el proceso de causa-efecto de sus comportamientos.
El caso es que eran prácticamente vecinos, y P. y L. se conocían de la universidad. Esto provocó que decidieran mantener una relación de amigos a cuatro. Salían juntos de viaje y luego se ponían verdes los unos a los otros al volver cada pareja a su casa. El procedimiento habitual ya detallado en anteriores informes. No era tanto una amistad como tretas psicológicas, una manera de mantener la competición años después de acabados los estudios. Por si no queda claro, o para refrescar el contexto, eran las limitaciones típicas que suelen quedar patentes en cuanto a las relaciones y trayectorias que han eliminado la sinceridad y la espontaneidad de la ecuación. Nada nuevo.
Un día P. decidió organizar una merienda para un sábado por la tarde. La casa tenía un jardín delantero y otro trasero; el delantero tenía una barbacoa de obra. Estarían todos, incluidos el perro “fallido” y el niño perfecto.
La tarde, supongo, iba como debía ir; ambas parejas detallándose la agradable carencia de novedades destacables en sus vidas y congratulándose con ello. Las conversaciones a propósito de perros y niños ya se habían desgastado en anteriores encuentros, y de todos modos había temas (como la enfermedad del cachorro) que no daban para una animada barbacoa.
En cierto momento perdieron de vista tanto al niño inmaculado como al perro contemporizador. P. se levantó de su silla de jardín a medio roer una pata de pollo y rodeó la casa; pensó que seguramente estarían jugando en la parte trasera. En ningún caso se planteó que el hijo adoptivo de su colega pudiese tener sujeto al cachorro en el suelo, pinzando su cabeza de tal manera que tenía los pulgares hundidos en los ojos del animal, el cual, parecía ser, había fenecido antes de poder comenzar a quejarse.
Sólo quiero añadir que he oído ciertos rumores sobre la posibilidad de que no se nos exijan más informes sobre la Especie. En caso de un escenario poco halagüeño, confío se mantendrá la amnistía tanto para mí como para mis compañeros analistas. Como respuesta a la última Pregunta Concreta recibida: Sí, aquí algunas especies se pueden alimentar de carne humana. ¿Podría derivar una Pregunta Concreta más a cambio de otra?