Archivo por meses: enero 2016

Buenos chicos

En una serie de viñetas se puede desarrollar con cierta eficacia (la suficiente, al menos), la naturaleza del entorno en el que nuestro héroe muerto, Dani, creció.

Por ejemplo: Algún día, seguramente un sábado, Dani estaba tomando algo con sus amigos, debía tener menos de veinte años, pero casi veinte años. A esas alturas Dani no estaba exactamente cabreado con la vida o sus circunstancias, pero no se podría decir tampoco que estuviese muy contento. Como sea, no parecía amargado, o no más de lo que lo pudiera estar cualquier otro chico de su edad.
Esa tarde alguien pronunció la palabra Danilín por primera vez. Y Danilín se quedó. Dani dijo que prefería Dani. Pero sus amigos dijeron algo como:
–Joder, Danilín, que sólo es broma, y así te diferenciamos del Dani.
Porque había otro Dani.
De modo que Danilín se quedó, en firme, en teoría porque sólo era broma y además era práctico.

Otro día, Dani había ido a la piscina con sus amigos. Uno de ellos salió del agua, y escurrió su pelo sobre él, al grito de:
–¡Danilín!
Lo cual levantó risas, lo cual hizo que Dani torciera el gesto, lo cual levantó más risas.
Esto se repitió al menos cinco veces más ese día.

Con el tiempo, sentados en una terraza, alguien externo al grupo de Dani, dijo algo como:
–¿Te gusta que te llamen Danilín?
A lo que Dani, que no se esperaba semejante pregunta, contestó encogiéndose de hombros. Cabe decir que Dani ya había repetido varias veces en presencia de sus amigos que no le gustaba que le llamasen así. Más que nada porque comenzaba a pensar que aquello no era más (ni menos) que una forma de no tomarle en serio; o de tomarle menos en serio que a los demás integrantes del grupo de amigos.

Dani no había tenido problemas destacables en su etapa escolar. No era un niño «guay», pero tampoco sufría por motivo alguno más allá de los exámenes o las vicisitudes propias del día a día de aulas y ruido.
Pero luego pasaron los años. Un verano, un día en que fue a la playa con sus amigos, paseaba con un par de ellos por la orilla, bromeando y quejándose de lo poco que quedaba para el final de las vacaciones. Dani no deseaba mal alguno para ninguno de sus colegas, y no padecía por culpa de ellos la mayoría del tiempo. Hasta que llegaba uno de esos momentos… Momentos que no pasaron a proliferar más, pero sí a ser más molestos cada vez a medida que se iba a haciendo mayor.
Durante el paseo, por ejemplo, se cruzaron con dos chicas. Una de ellas era una antigua compañera del colegio de Dani. Se detuvo a hablar un momento con él. Los dos colegas de Dani se hicieron más o menos a un lado, igual que la amiga de ella.
–¿Como estás, Dani?
–No me va mal. ¿Cómo estás tú?
Etcétera.
A todo esto, los colegas de Dani pronto se comenzaron a impacientar sin motivo aparente. La palabra Danilín se hizo presente y luego se repitió. A lo que la amiga de Dani, pensando que esa era su auténtica identidad, se acabó despidiendo de él con un:
–Que te vaya bien, Danilín –, pronunciado sin ánimo alguno de ofensa.

Las salidas nocturnas y el alcohol parecían inevitables en el programa. Cada semana, viernes y sábado, Dani y sus amigos hacían la ronda habitual: cena, bar y discoteca.
Danilín por aquí y Danilín por allá, la palabra se fue pronunciando ya tanto en un contexto de cachondeo como cuando querían llamar su atención. Se había instalado, acompañada de ese halo de intención respecto a la idea de que Dani no era tanto Dani (o Danilín) como una mascota.
Es verdad que este proceso es recurrente. Hay quien podría decir que él se debería haber revelado con más energía, haberse aislado de sus amigos, o haber cortado con ellos si tanto le afectaban ciertos detalles. Porque a la gente se le da muy bien hablar cuando no se ven ellos mismos atrapados en según qué redes. El proceso había sido muy gradual, e incluía tanto a amigos de toda la vida como obviamente a los más recientes. Era, básicamente, su círculo social.
También habrá quien diga que todo eso no es para tanto; con el mismo tono de quien come caliente cada día mientras murmura con la boca llena que no hay que exagerar, que el mundo tampoco está tan jodido.
Cierto es que Dani no era en absoluto belicoso, y que odiaba las discusiones o los encontronazos. Pero tampoco se le podía acusar de no haber dicho la verdad o lo que sentía.

Con el tiempo, incluso cuando pasaba por casa de algún amigo, debido a alguna cena en grupo o festividad, celebración o tradición aparentemente inevitable, hasta los padres de sus amigos se comenzaron a referir a él como Danilín.
Pasados dos o tres años, la bola se había hecho mucho más grande, y estaba rellena de inercia. Ya nadie discutía que Dani no era Dani, sino Danilín. Incluso cuando alguien le llamaba Dani sin pensarlo mucho, llegaba a rectificar sobre la marcha rápidamente.
Debido a la inercia, al asentamiento no solo de la palabra sino de un concepto y un trato concretos, para Dani la idea de volver a sacar un día el tema y decir que por favor no le llamaran más así, cada vez le resultaba más absurda, algo que daría pie a muchas otras posibilidades de sibilina humillación bien vista y aceptada. Les imaginaba haciendo un esfuerzo por volver a llamarle Dani, entre risas mal contenidas, y por supuesto llamándole Danilín siempre que él no estuviera presente.
Ya no era una cuestión de cómo se llamaba, sino de que esa situación había retorcido la idea del respeto básico que se le debía. Si insistía con ese tema, daría la sensación de estar demandando alguna clase de trato especial. Imaginaba a todos reunidos cuando él no estuviera, susurrando:
–Cuidado, que ahora Danilín dice que no quiere que le llamemos así…
–Ji ji ji…
Porque la clave no radicaba en el hecho de que no usaran su nombre, ya no. La cuestión de los motes o deformaciones lingüísticas era inofensiva cuando había un mínimo acuerdo tácito entre quien nombrara y el nombrado. La clave era que Danilín no existía, y Dani se veía obligado a encajarse en un personaje que otros le habían impuesto, simplemente para que la situación no se agravara aún más.
Por más chocante que pudiera sonar, Dani hubiese preferido dar un poco de miedo a recibir menos respeto que la media.
Dani pensó que, debido a que era evidente que sus amigos habían estudiado carreras que no les apetecía estudiar e incluso algunos ya estaban en trabajos lejanos a cualquier cosa que les interesara, ellos también se sentían obligados a encajarse en personajes con los que estaban lejos de encontrarse cómodos. La diferencia era que ellos fracasaban en grupo, y Dani, para regocijo de todos, lo hacía en solitario.
Era una forma de ridiculización templada e “inconscientemente” calculada. Y además Dani también había estudiado informática, porque se suponía que era el futuro.
Pero así fue como fue el futuro, una guerra de “chicos listos”, de jerarquías dentro de otras jerarquías. Una bacanal de estigmas. Pequeños detalles, decían, te endulzaban la vida, y negaban los pequeños detalles que te la consumían.

Un día Dani conoció a una chica. Comenzó a salir con esa chica y también a evitar encontrarse con sus amigos. Una cosa era sentirse mascota “solo” y otra muy distinta que la chica que te gustaba estuviera presente. Porque lo sabía, sabía que volvería a escuchar la palabra Danilín, y no sabía cómo demonios reaccionar estando ella delante. ¿Se suponía que lo tenía que normalizar? Le ridiculizarían a él, y también a ella por defecto. No lo parecería al principio, quizá, pero otra vez una Idea envenenada comenzaría crecer. Se le vería a él en la cara. Ella interpretaría que él no había sido lo suficientemente firme ni tan siquiera para que no le llamaran de una forma que no quería. Puede que incluso concluyera que él no tenía la culpa y que sus amigos eran más estúpidos y dañinos en el fondo de lo que ellos creían; pero a su vez, seguramente decidiría que Dani no era la clase de chico que ella creía que era, o que ella buscaba. Es decir, alguien medianamente decidido y seguro de sí mismo, y con defectos, pero a lo sumo entrañables, o como mínimo soportables. Daría igual que él hubiese sido más él mismo con ella de lo que lo había sido con sus amigos (básicamente porque en parte no le habían dejado). Estaba bastante seguro de que todo se iría al garete si decidía presentar a la que se estaba convirtiendo en su novia, a sus supuestos amigos.

Un domingo hubo una barbacoa. En las últimas semanas Dani había visto sólo puntualmente a sus colegas, siempre que su chica no pudiese quedar con él. La barbacoa se celebraba en el jardín de un amigo, y sus padres estaban presentes. Se producía cierto fenómeno también recurrente. Eran chicos y chicas de veintipocos años, pero también había algunos de veinticinco y veintiséis. Parejas que ya llevaban hasta cuatro y cinco años juntas. Se podía decir que, lejos de la típica reunión entre chavales de dieciocho, en la que los padres no solían pintar nada y no estaban en absoluto invitados, aquí su presencia era bienvenida, era una forma de acentuar ese Mundo Adulto. Los papás veteranos se mostraban serviciales y hacían bromas sobre una futura paternidad o maternidad a las parejas presentes, las cuales las sabían encajar con elegancia y abrumadora «madurez». Estaban todos, digamos, «en la zona», nadie tenía planes distintos. Y todos tenían nuevamente un centro de la diana (aun conformada por todos los presentes): Dani; en el forzado papel de: Danilín.
–¿Te has echado una novia, Danilín?
–No se te ve el pelo, Danilín…
–Venga, confiesa, Danilín…
–Come más, Danilín.
–¿Vienes luego a cenar, Danilín, o ya has quedado…?
Estas comidas y reuniones se solían alargar, cualquier “avance” resultaba agotador para Dani. Replicar o tomar partido en la conversación incluía tragar saliva después de haber escuchado cómo volvían a referirse a él como si fuera (así lo sentía) un puñetero muñeco de feria.
De algún modo, y con varias cervezas en el cuerpo, Dani reconoció que estaba saliendo con alguien. La reacción de todos fue medidamente respetuosa (es decir, artificialmente respetuosa), y le animaron a traer un día a la chica para poder conocerla.
Dani, finalmente, asintió y dijo que vale, fingiendo una confianza y seguridad que sólo podía interpretar Danilín, el capullín del grupo que sabía cómo tragar, y también que para nada sus amigos eran malintencionados.
¿Cómo podían serlo? Todos con sus estudios y sus vidas ordenadas, todos tan ingeniosos, ocupados, sociables. Venga, podía fiarse de ellos, no era para tanto, ¿verdad? Coño, había gente así por todas partes, el Mundo los llevaba por colonia. ¡Tendrían hijos! Dani perdía la partida contra Danilín, pero, ¿tan malo podía ser eso?

Pasó una semana. Una tarde en una terraza, Dani y su novia esperaban con sendos cafés. Tenían que venir tres colegas de Dani con sus respectivas novias, las cuales obviamente también llamaban Danilín a Dani, y de hecho algunas nunca le habían conocido como Dani. Dani ni tan siquiera estaba ya tenso o nervioso. Como siempre que tenía una cita o encuentro o entrevista importantes, le daba la sensación de haber gastado los nervios días antes, y cuando llegaba el momento, se sentía extrañamente relajado. Era el día en que sus colegas conocerían a su novia. No todos, pero sí los importantes. Ya ni tan siquiera recordaba quién le llamó Danilín por primera vez, ni por qué eso hizo tanta gracia como para perpetuarse. No fue el otro Dani, de eso estaba seguro; pero de lo que sí estaba seguro ya, era de que no importaba quién dijo qué. Sólo importaba que los gilipollas seguían hablando, nunca se callaban, y la vida les recompensaba por ello. No pagaban karma, más bien tenían unos ingresos respetables y una existencia razonablemente plácida. Absolutamente inconscientes del daño que pudiesen hacer a su alrededor. Y mucho menos del daño que pudieran hacer como seres humanos al mundo, claro. Ellos existían, arrugaban el ceño, sonreían y jamás filosofaban. Puede que fueran mediocres, pero lo eran al unísono, y eso era lo único que necesitaban. Si les jodía madrugar o hacer lo que fuere, se las arreglaban para bufar con desespero (en realidad presumían sutilmente), a la vez que añadían determinados archivos adjuntos a ese bufido: este bufido significa que me merezco cualquier cosa buena que me pase, y que puedo desahogarme, y que tengo derecho a sentirme superior a ti si aprobé un examen más que tú o si tú te estás pudriendo en un curro de bajo perfil o eres menos popular que yo; pero no te atrevas a acusarme, mi pose es perfecta, mis argumentos son pacifistas, me muestro comprensivo y jamás levanto la voz. Así que no me jodas; y si quieres el mismo respeto, deberás ser la misma persona.
–¡Qué tal, Danilín!
Esa fue la primera frase que se pronunció en grupo. Las tres parejas llegaron juntas. Hubo las presentaciones pertinentes, se pidieron los pertinentes cafés al camarero, y luego aconteció la tertulia pertinente trufada de “Danilines” por todas partes, la cual se hizo eterna, casi masticable. El “Danilín” se pronunciaba incluso cuando no hacía ninguna falta. Su chica no decía nada al respecto. Dani tuvo la sensación de que sus colegas le estaban reivindicando hasta cierto punto como su mascota. La suya, y no la de esa chica nueva. Esto era muy sutil, pero Dani ya tenía un olfato casi sobrenatural para oler la mierda que al parecer casi nadie detectaba en las relaciones, ya fuesen de amistad o de pareja. Dani les hacía más gracia solo que con novia. El hecho de que tuviera novia le otorgaba una independencia poco propia de una mascota. Hacía que Dani le comiera algo de terreno a Danilín, y eso no era bueno, porque Danilín cumplía con un papel importante en la jerarquía del grupo de amigos. Danilín, aunque no oficialmente, era el centro de la diana, la papelera, el comodín, el retrete. El que tuviera una chica no molaba, no aún al menos, y esa tarde en esa terraza el asunto quedó claro.
Su novia, después de unas semanas más con él, acabó cortando. Lo hizo sin alegar nada concreto, lo cual aún resultó más hiriente, porque daba a entender que el motivo era demasiado evidente como para sacarlo a colación; y tampoco era sencillo de explicar.

Danilín se volvió a hacer fuerte, y Dani se sumió en un estado de letargo; de hecho, el estado que a su entorno más parecía complacerle. Cumplía en su primer trabajo sin quejarse nunca, quedaba con sus amigos cuando ellos querían y donde ellos querían. Soportaba sus actitudes calculadamente inofensivas, pero puntualmente altivas y ocasionalmente insultantes. Eran imperfectos como él, ¿qué iba a hacer? Lo que haría sería lo que todos: ir tirando, aceptar las cartas que le habían tocado.
Hacía horas extras que no cobraba. Era una especie de becario; pero ¿qué más podía exigir Danilín que ser un becario? Ya llevaba años siendo el becario en la Empresa de su vida; no solo eso, sino que parecía ser un becario de segunda categoría, uno de esos que pagan por currar con la excusa impuesta de adquirir experiencia.
Ya no pensaba en lo que pensaba tanto antes respecto a sus amigos como falsos amigos: en que hay una diferencia abismal entre los «buenos chicos» y los chicos buenos.
No tenía ganas de conocer a otra gente, y si quedaba con alguna chica (algo raro) era una mera cuestión de sexo. En cierta forma se convirtió en víctima y a la vez depredador.
No está claro en qué estado de ánimo estaba cuando tomó su última decisión (probablemente ninguno), pero fue tan solo un año y medio después de que su novia cortara con él.
Desde fuera, nadie podía decir que le fuera tan mal; tenía techo, comida, ropa, un trabajo, amigos y hasta algo de dinero. Tenía fines de semana y vacaciones y navidades y festivos. Tenía ocasión de viajar, fue a bastantes sitios, aunque en cierta forma fuese Danilín en lugar de él.
Pero, qué tragedia, ¿verdad? Tan joven…
Sus colegas caminaban entre nichos y se miraban afectados. Los lloros de su madre se oían algo más adelante. La mujer no entendía nada. El padre sólo procuraba mantener en pie a la familia.
Al paso de los días, los amigos se reunían en cafeterías, y recordaban anécdotas de Danilín.
–¿Os acordáis cuando Danilín dijo que ni muerto quería ir a la cena de nochevieja?
–Pero qué has hecho, Danilín…
–Joder, Danilín…
–Ya te vale, Danilín.

buen

La puesta en escena del crimen

Ahí estaba, tenía aspecto de quedarse calvo en unos años. No es que tuviera muchas entradas, pero se parecía a esas fotos de cuando eran jóvenes los que se quedan calvos. No es bueno decir cosas así en voz alta, y no porque puedas equivocarte. En este caso el tipo ya estaba muerto, su cabeza sobre un charco de sangre en forma de grotesca aureola. Su madre (no había forma de echarla de allí) se estaba poniendo perdida llorando sobre él. No debía llegar a los treinta años (él, no la madre), e iba vestido de tener un alto cargo o de buscar trabajo mientras das demasiada importancia a tu aspecto para las entrevistas. En la pared había unas gotitas de sangre minúsculas, propias de golpes contundentes con un bate o algo tan contundente como un bate. Un bate o similar blandido por alguien con una fuerza desmedida.
Alguien (un poli o alguien del equipo científico) se fue a vomitar.
Entraba un agradable sol de media mañana por la ventana de la estancia. Cosas pequeñas, algunas orgánicas, acababan en bolsitas de plástico o tubos como pruebas. Se hacían fotografías. Un chiste susurrado quedó flotando en el vacío y luego se desvaneció; no está claro si la madre lo escuchó. Se interrogaba a una mujer que vivía dos pisos más abajo; decía que no había visto nada, pero no dejaba de hablar. Las motas de polvo flotaban a contraluz natural y se posaban sobre el cadáver; era un día más a cierto nivel. Para cuando consiguieron despegar a la madre de su cría muerta, se rumoreó que el muchacho había ido a visitarla, y se había topado con alguien indeterminado, ya huido, poseedor de una fuerza desmedida. Algunos vecinos se agolpaban a la entrada del piso. Estaban vivos, ellos sí, y por fin algo había quebrado sus rutinas. Aún mejor: algo terrible, una tragedia; cercana pero que no les afectaba a ellos. La era moderna en el propio bloque de pisos. Aleluya.

Una de las mesas de la cafetería de abajo, en el mismo bloque, la ocuparon luego un par de tíos que se suponía debían investigar el caso, o que al menos habían estado presentes arriba en la escena del crimen. Uno de los dos incluso llevaba una gabardina.
Tres mesas más allá había un hombre corpulento, se zampaba un bocadillo grasiento, ya era mediodía. El único camarero estaba tras la barra. Su cara parecía haber perdido todo atisbo de color, sus ojos miraban al frente como platos, cegados, sin ver nada, a la espera, ahítos en cierto modo. El tío del bocadillo comía como si alimentarse consistiera en intentar que los demás a tu alrededor dejaran de hacerlo. Los dedos grasientos, el aceite goteando, un deglutir viscoso, ruidoso, pegajoso, repugnante. Se lamía y sorbía las yemas de los dedos, un sonido de succión. Era como si más que comerse el bocadillo le estuviera haciendo sexo oral. No era tanto alimentarse como excretar hacia dentro.
Se suponía que había que interrogar a toda la gente del bloque, incluido el camarero, de modo que los dos tipos se levantaron después de apurar sus cafés, y le enseñaron alguna clase de documentación y le hicieron varias preguntas de protocolo. A lo que el hombre intentaba señalarles con los ojos al devorador tóxico de bocadillos. Uno de los dos investigadores se volvió un momento hacia él. En el suelo, bajo la mesa junto al tío, y aunque pegado a la pared, había un palo de madera, irregular, vagamente rectangular, grueso, como arrancado de una estructura mayor. Estaba manchado de rojo en un extremo, al estilo Pollock; se estaba secando, y que era evidente que desprendía cierta clase de olor.
Vaya.
Cuando este detective lo vio, no le dio un codazo a su compañero. Pagaron los cafés y salieron con brío del local.
No se lo dijo a su compañero por temor a que quisiera hacer algo al respecto. Lo cual alargaría la jornada, un infierno de papeleos y procedimiento policial, lidiar con la burocracia y aguantar algún espectáculo melodramático de barrio paseando al tarado esposado. Y eso en el mejor de los casos. El tío era corpulento y grande, una mole; podía resistirse, no sería tan raro que ellos acabaran como el cadáver que se había levantado hacia pocos minutos. ¿Llamar refuerzos?, era una opción, pero seguía estropeando el día. Nuestro detective, con su secreto, miró hacia el cielo y respiró hondo, la luz del sol en la cara resultaba agradable, había casos más tranquilos en los que trabajar, pero sobre todo casos más emocionantes, relevantes. Ambos fumaron sendos cigarrillos, fueron adonde habían aparcado el coche, arrancaron. Se dirigieron al ayuntamiento.

agua

El aburrimiento del terrorista

Las cosas iban bastante bien. Quién lo iba a decir. Había un equilibrio entre lo místico y lo material, espiritualidad en consonancia con el materialismo. El lenguaje se había ampliado y los eternos rivales se habían difuminado. Ya nadie reclamaba en favor del diálogo porque el diálogo ya se había instalado. Las balas ya no servían para cargar nada, los -ismos sufrían su mayor crisis de credibilidad de la Historia. Dios era tan sólo esperanza y agradable inexactitud. El colegio ya no era un bache, el trabajo dejó de ser un mal necesario. Llamarlo relativa calma era exagerar para mal. La gente no te señalaba ni juzgaba, usaba y respetaba siempre tu nombre (identidad) y no intentaba hacer daño ni con la verdad ni en la mentira. El pueblo gobernaba y cada vez primaba más el reparto justo. Una pelea puntual se solucionaba con una posterior “fiesta” constructiva. Se respetaba el silencio y se producía ruido mayormente en consonancia con los latidos del alma. Ya casi nada era cuadriculado, y las generaciones nocivas habían muerto.
Aun así, expuesto de esta manera, suena peor de lo que parece.
Todo lo cual nos traía una nueva crisis potencial, a la que no solo se bautizó (esto era el inicio de lo alarmante), sino que comenzó a filtrarse en la individualidad de las personas. Era el aburrimiento del terrorista.
El fundador del movimiento se sentó un día frente a un escritorio, y tomó una decisión. La única opción para atraer una nueva crisis, parecía tener que ver con la filtración de un nuevo un virus en el lenguaje. Y ni siquiera era nuevo; pero había que confiar en una falsa novedosa piedra con la que el ser humano tuviese la oportunidad de tropezar una y mil veces.
El ilusionado terrorista, en acuerdo con otros en su misma situación –que ya hacía un tiempo no podían desarrollar su vocación–, comenzó a apuntar palabras en una libreta:
Extremouncionistas.
Infrateóricos.
Acarecionidos.
Neocarecionidos.
Interacionistas.
Peralenacionistas.
Lo tenía que revisar después. Tenía que procurar que las marcas, pensadas para el reconocimiento de futuros colectivos, no existieran ya.
Palapecionistas.
Neopalapecionistas.
Y así hasta tener unas cincuenta.
No parecía un plan fácil, pero el terrorista aburrido sabía que las redes sociales y los medios echarían un cable. Sólo había que concretar las causas y los efectos, y pronto irían surgiendo los bandos. Las personas se irían olvidando de nuevo de sí mismas y el respeto por defecto hacia los demás, y el mundo se volvería de nuevo belicoso. Resurgiría de sus cenizas la Etiqueta como Dios moderno, y más pronto que tarde se paliaría el aburrimiento del terrorista.

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