Archivo por meses: febrero 2016

Con cañones

Igual es una tontería, pero hay algo interesante en lo de dormir poco o mal (o ambas); probablemente es lo mismo que hace que el alcohol sea interesante.
Te levantas a la fuerza porque algún deber te llama, y al principio es horrible. Tu cuerpo y tu mente luchan, el malestar te envía varios mensajes, todos con sus archivos adjuntos; todos dicen que no estás a punto, no tienes la energía necesaria. Es como un resumen vago pero eficaz de la historia laboral desde los albores de la interesada, pro-élite y nociva Revolución Industrial. Pero una vez pasada esa fase, mientras te duchas, te lavas los dientes o cumples con tu rutina matinal –y aunque básicamente te estás violando a ti mismo–, llega un momento en que tu cuerpo y cerebro ceden, aceptan, asienten como un crío ante el siguiente profesor inepto. Empiezas tu rutina o labor diaria. Aunque sigues notando la falta de sueño, entras en un estado de atención limitada y comatosa que puede serte de ayuda en cierta manera. Como ir borracho. No estás para conducir ninguna larga distancia, y tampoco muy lúcido para desempeñar tareas complejas; pero el ruido, la demás gente, lo que dicen, lo que pasa a tu alrededor, te afecta la mitad de lo que te afectaría en plenas facultades.
Esto es práctico si te llaman a las cinco de la mañana, te arrancan del sueño y te comunican que tienes que acercarte a la periferia de Periferia, una de esas zonas que nunca duerme; y no porque brille, el tráfico esté vivo o los negocios estén abiertos (esto no es Nueva York), sino porque en todo caso no dejan de hacerse ciertos negocios, las luces están de más y sigue operativo el tráfico de drogas. La borrachera, digamos, natural, es práctica si llegas a la zona ya acordonada, tienes que subir tres pisos en penumbra y enseñar tu identificación. Está bien no estar muy lúcido si llegas a un piso y quien has venido a ver está muerto boca abajo en el suelo. No estás en condiciones, ni siquiera has bebido café aún, y no es el primer cadáver que ves. De modo que no es para tanto. Estar vivo no es para tanto. Ni para bien ni para mal. Es casual, bueno a ratos, no está del todo mal. Es como la bollería industrial “sin azúcar”, porque ahora a los bollitos o golosinas varias les echan vete a saber qué de laboratorio, y no están igual, como mucho aceptables, y hasta sabemos que tampoco son buenos para la salud; pero ahí seguimos, echando sacarina al café, qué le vas a hacer, remueves el almuerzo “eterno”, todo a falta de tres o cuatro horas de sueño para estar a tono, y sin haber desayunado de verdad.
De momento hay que buscar lo evidente, huellas dactilares, alguien tendría que haberse ido apoyando por todas partes. Toca hablar con el entorno de la muchacha, novio (o pene amistoso), padres, amigos cercanos… Lo cierto es que a veces la gente encuentra un montón de motivos para matar a alguien Joven y Guapo (sólo con eso ya tenemos dos), y si es chica suele resultar más fácil, al final ese es el motivo central de lo que llaman violencia de género; el machismo lo tendría crudo si una mujer igualara en fuerza siempre a un hombre. Acaba siendo una cuestión de fuerza y poder; la clave no está en quién es mejor o peor ser humano, sino en quién es más fuerte. Luego puedes llamarlo asesinato, violencia de género, matrimonio, monogamia, patriarcado o lo que quieras. Para el caso, es irrelevante, y más a las putas cinco de la mañana.
No te han llamado porque sí. El hijo de cierto fiscal es poli, y no de los de poner multas, y también es un inepto. Tú eres su negro; como el tío que le escribe las novelas al famoso cutre de turno. Tú resuelves el caso y él finge que no merece que le den la patada. Él está durmiendo el sueño de los hijos de los poderosos; él ya estudió su carrera pija, se folló a sus dos primeras novias, se casó con la tercera, se fueron a vivir a una casa monísima y ahora están esperando un bebé.
Vacío y familiar, el ideal de contribuyente. Lo del padre con pasta es una lotería, pero no deja de ser sólo pasta. Rico aburrido es lo mismo que decir licenciado estúpido, y entre ambos controlan el mundo. Así es como marchan las cosas. Es como querer que las plantas crezcan sólo con alguien leyéndoles en bucle la definición de «agua».

Ese mismo día, cuando ya había salido el sol y se acumulaban los madrugones, algún ente muy cabrón y obviamente más poderoso que cualquier hipotético Dios, empezó a poner el mayor montón de mierda que alguien haya puesto jamás delante de un ventilador. Más bien era una turbina de avión del tamaño de Francia. Como suele pasar, nadie estaba preparado. Al recto y cínico ser humano del siglo XXI, el destino le iba a pasar los huevos por la cara después de venir de una excursión de montaña. El destino tenía ladillas y le importaba un carajo. El destino sudaba como una fuente desde la raja del culo hasta el perineo.
Emilio era un señor de mediana edad, viudo, lo suficientemente joven y sin hijos. Aún no había decidido embarcarse otra vez en nada remotamente sentimental con nadie. La sombra de su mujer iba con la suya. Se compraba cierta sopa de sobre sólo porque le recordaba vagamente al olor de su vagina. Hacía tres años que ella había muerto.
Era martes. Los martes son como el típico cabrón que siempre se libra, el hijoputa que siempre la lía y sin embargo le echan la culpa al compañero. El martes es el día de mierda de tapadillo para todo aquel que odie su trabajo (es decir, para –como debía estar planeado– casi todo el mundo). Los lunes son afrontados con muchas reservas de paciencia; cuando te das cuenta de si tu vida laboral es una mierda, es los martes; incluso los miércoles. Esos días en medio de la nada, cuando vendes el tiempo de la única vida que vas a tener a cambio de cuatro duros. Es cuando te preguntas si todo este rollo vale la pena, sabiendo sí de qué coño viniste, pero no de dónde coño has venido ni dónde narices estás, y todo a sabiendas de que cuando mueras no va haber recompensa. La religión surgió de los martes, los martes como concepto: si uno aguantaba con tanto estoicismo, era porque luego tenía que haber algo. Bienestar eterno, vírgenes con las que copular sin riesgo, placidez por fin sin calendario… Sólo los que no se sacrificaran, se quemarían. Pero ni de coña ibas a ser tú. Acabarías de pagar la hipoteca aunque fuera a los sesenta y cinco años. Seguro que en el cielo habría alguna forma de recuperar tu piso…
No valía trampear, no valía suicidarse. Valía obedecer, poner la otra mejilla, el culo y tu tiempo de juventud. Un buen chico, buena chica, así está bien, cuidado con los dientes…
Etcétera.
Emilio era un estoico más. Ni siquiera es prudente decir que fuese mediocre. Sencillamente había encajado en la sociedad occidental con la lubricación perfecta: libros de texto (no de los otros), cumplimiento por defecto de los deseos ajenos, sensibilidad ante los chantajes emocionales envenenados, materialismo, cumplidor con las tradiciones, productivo para otros mientras pensaba que lo era para sí mismo…
Emilio era lo que a menudo llaman: un buen hombre. Ser bueno tenía que ser eso. Tanto es así, que cuando alguien parece llevar una vida realmente feliz por un motivo u otro –o incluso quizá porque le gusta de verdad lo que hace–, esa “buena gente” a su alrededor suele encabronarse con facilidad. La felicidad, la de verdad, es la mejor venganza, y de hecho lo es sólo el intentar perseguirla. Si alguien no se está cagando a viva voz en los lunes y en secreto en los martes, es inmediatamente sospechoso. Y cuando ese alguien no está podrido de dinero, entonces ya es el colmo. ¿Qué se ha creído ese mamón; o: quién se cree que es esa guarra?
Emilio tenía quince minutos a pie hasta su trabajo de oficina; su trabajo requería de unos cinco minutos tediosos de descripción, y, del tiempo en que Emilio no dormía, ocupaba el noventa y cinco por ciento de la semana. Del cinco por ciento restante, un dos y medio lo usaba para intentar recordar quién coño era él, y el otro dos y medio para quejarse ante la inminente llegada del lunes.
Ese martes, sin embargo, cuando caminaba hacia su matadero particular, el cuerpo de Emilio, contra su voluntad, se detuvo.
Se puso a levitar.
Cuando estuvo a cinco palmos del suelo, se paró.

Tres años antes, un miércoles, la mujer de Emilio se levantó tras un golpe al despertador, se duchó, salió de casa, cruzó la calle somnolienta y se murió.
Luego se supo que el conductor iba borracho. O no exactamente, pero durante la corta investigación el hombre declaró que había dormido sólo cuatro horas y llegaba tarde al trabajo. No había sido un hecho puntual, normalmente sólo dormía tres o cuatro horas, porque tenía dos empleos y en realidad no le quedaba más remedio. Dos empleos y, aun así, pobre. Un año y medio después se suicidó tirándose a las vías del tren. Incluso ese día madrugó. No se supo bien si se mató por culpabilidad o porque ya estaba hasta hasta los huevos de ser un buen hombre. No hacía mucho que había salido de la cárcel por homicidio involuntario.
En lo primero que pensó Emilio, evidentemente, fue en su mujer. Cuando se vio a sí mismo levitar, le sobrevino como un rayo la idea de que acababa de morir y estaba atravesando la puerta al otro mundo. Lo que pensó fue que pronto vería a su señora esposa. A pesar de no ser religioso, a pesar de ser, como mucho, agnóstico, en el fondo siempre había albergado la esperanza de que hubiera otro mundo, uno en el que sí pudiera disfrutar de la existencia. Uno en el que ser digno y responsable no estuviera asociado con maltratarse a uno mismo. Un mundo en el que intentar descubrirte y luego seguir siendo tú mismo, aun con mucho esfuerzo y dedicación, no supusiese para la mayoría un enorme bache y altas dosis de supuesta irresponsabilidad.
Pero sólo se quedó flotando, sólo podía podía patalear, mover las extremidades. Era como haber sido empalado. No podía avanzar ni retroceder. Estaba sobre la acera en una calle anodina, como lo son muchas en Periferia. Calles como arterias del cuerpo de algunos, unos pocos, en las que todos vamos arriba y abajo para que ellos puedan disfrutar de su organismo. Somos los glóbulos rojos. Emilio era uno ejemplar, y de momento se había quedado estático como premio.
Quien le veía, pasaba de largo. Todos leían algún truco que tenían demasiada prisa para intentar desentrañar. La gente se reía, miraba, tomaba atención un momento, buscaban el cable. Grababan con el móvil y se iban pitando hacia su representación diaria de una Vida Plena.
El caso pasó por todo el proceso estándar de cinismo moderno. Esto es: Nadie se creía nada. Daban igual las pruebas gráficas, importaban una mierda las fotos y los vídeos. Ni cuando ese hombre flotante, al paso de los días, lloraba y pedía ayuda, se le comenzó a creer. Ni cuando acudió la policía, ni cuando se comenzaba a hablar de hambre, y sobre todo de sed. Ni cuando el caso ya era escandalosamente viral, no era nada para nadie más allá del chiste. Para la mentalidad predominante, acosada por los fantasmas del sacrificio seco y el consumismo (en los que creían no creer realmente), para el sistema de “valores” que ya había llegado a cualquier recoveco de la mente, aquello sólo podía ser un anuncio. Un rollo viral. La gente lo comentaba mientras seguía presumiendo de su vida con quejas, lo comentaban mientras se hacían peinados absurdos, se valoraban a sí mismos a y los demás según qué ropa llevaran, y se entrevistaban entre sí para colgarse etiquetas. Ese hombre era un tarado, ese hombre era un “genio”, ese hombre tenía mucho tiempo libre, ese hombre sólo buscaba atención, ese hombre tenía que estar cobrando una pasta, estaba forrado, estaba arruinado, era un mendigo, un mendigo mago, era un actor. Aquello estaba «muy currado», aquello empezaba a ser «una gran producción». La gente joven se reía de los vecinos ancianos de la zona que comenzaban a llevarle agua y algo de comida. ¡No lo hagáis!, ¡es una trampa! Era una película, era un corto, un documental, era… tenía que tener algún significado de denuncia, el hambre, el desequilibrio mundial, las guerras, los niños muertos tirados en el cuerno de África. En definitiva, tenía que ser algo aburrido… Con el tiempo, por tanto, comenzó a pasar de moda. Hasta Forrest Gump había dejado de correr. Pero aquel tío seguía allí, quejándose de hambre y de sed, dependiendo de unos pocos vecinos, soportando las inclemencias del tiempo y teniendo largas charlas con la policía. Pasó a formar parte del mobiliario urbano, y el mismo no puede ser algo que dé que pensar, ha de ser algo que dé que comprar. No queremos mendigos, ni aunque floten, queremos escaparates, estamos ansiosos, ahorros, cumpleaños, navidad, ¿te haces una idea de la cantidad de regalos que hay que comprar entre novias, novios y familiares? Su puta madre, se puede quedar en los huesos ese friki.

En muy raras ocasiones me levanto ya de la cama con esa sensación ligera y agradable de haber descansado. No es que lo que duermo no sirva de nada, pero es como llegar al puesto de avituallamiento, sudando a mares y balbuceando, y que te den un chupito de agua del grifo. Está bien, sigues adelante, te aferras a tu borrachera ficticia. Algunas mujeres creen que tu manera de ir por ahí es interesante, pero no saben que sólo has dormido tres horas (dos y media), y que sientes que hasta que no puedas ser feliz como ciertas minorías, no vas a poder tomarte en serio a nadie más de lo que te tomas en serio el porno de Internet.
El problema es que no quieres fingir; y tampoco crees que fingir, como dicen ya muchos, sea el camino hacia la felicidad auténtica. Es la mentira elaborada que siempre se encubre. Fingir es un callejón sin salida, y no siempre te das cuenta después de haber andado un ratito. Haber fingido durante toda tu vida ha de ser el tema estrella en el lecho de muerte.
El tío, el profesional, me mira.
Lo que le digo es que tengo una teoría sobre la gente que dice que en realidad la vida y el mundo son mucho mejor de lo que algunos cafres dicen; y es que suele coincidir que a los optimistas… les va bien. O al menos se han convencido de ello. Luego suele bastar con que intenten dejar de fumar para que se les agrie el carácter; suele bastar con que se tambalee la cuenta corriente.
El tipo me pregunta si se resolvió el caso de la chica muerta. (Nunca pregunta si YO lo resolví, aunque sepa perfectamente que YO estaba al cargo.)
El hijo del fiscal ha estado contoneándose por ahí, dejándose ver al estilo de los políticos o las monarquías, para hacer ver que detrás de esas idas y venidas hay algo. Para alimentar la idea de que luego cuando se meten en sus despachos están hasta arriba de trabajo. Y lo cierto es que algunos de ellos lo están, lo cual no quiere decir que sean ellos los que se encargan. El retoño del fiscal podría tener un montón de cosas que hacer, al menos si supiera cómo comenzar a hacerlas. Fíjate –fíjese, le digo al profesional–, yo no tengo ni la mitad de la formación académica que tiene ese tío. A juzgar por sus medallas, debería ser casi literalmente La Polla en lo que a trabajo de investigación se refiere. Debería ser el puñetero Jack Bauer.
Es un gilipollas. Han fabricado a un gilipollas. Sería útil sólo si su labor consistiera en seguir aprobando exámenes. Un mamón más, salido de la máquina recurrente de clonación. Luego dicen que la clonación aún no está en marcha con humanos… Atrofiado desde antes de salir de los huevos de su padre, ese tío debería haber ido a parar al váter dentro de un condón.
Pero qué le vas a decir. Tienes un acuerdo, tienes un arreglo, tienes un chollo.
Recito la actualidad. No hay móvil de drogas o de cualquier otro tipo. Aún no se sabe quién demonios se cargó a la chica, pero lo peor es que parece que sigue actuando; le gustan las mujeres y los niños… Los niños le encantan. Le pregunto al profesional si alguna vez ha intentado vomitar durante media hora sin desmayarse.
Te llaman al móvil. Estás tan aturdido que le das un gancho de derecha al despertador que hace años tiraste. Te enteras de qué hora es después de haber recibido las órdenes. Cuatro y media de la mañana. Da la sensación de que el tío o la tía o quien sea, actúa haciendo el cálculo para joderle la noche a un montón de gente; polis, científica, investigadores y demás fauna del gremio del asesinato. De modo que te vistes borracho perdido de sueño, y te lavas los dientes mirando tu cara ya lejos de la treintena. Tu jeta superviviente. Si tuvieras los ojos sólo un poco más rojos, te podría traer problemas. Te medio peinas, te medio lavas. Procuras acomodarte en tu estado de letargo estilo asco-de-vida-pero-venga. Poco a poco te encajas en tu cuerpo, ebrio de sano nihilismo; te quedas pequeño a ti mismo.
Esta vez ha sucedido en el centro. Han pasado a buscarte. Un coche patrulla con dos tarados del Cuerpo. Despiertos como niñas de trece años un sábado a mediodía. Frescos como manzanas y no llegados ni a los treinta. Te llevan al Infierno.
Así lo llamaba yo, como si lo que venía días más tarde no pudiese ser peor. El Infierno que aprendimos de niños sólo era un juego. Al niño que tenía delante le habían aplastado la cabeza. No me refiero a un golpe brutal, un charco de sangre y un cráneo que aún conservase su forma. La palabra más adecuada era: Rodillo.
No había un charco de sangre, había una compota de vísceras y trocitos minúsculos de cráneo. No sé a quién le pregunté dónde estaba el lavabo, pero no fue a tiempo, fui dejando “pistas” de que había ido. No sé cuánto había dormido ese día, pero la mitad del vómito lo pisé de camino, y con la otra decoré todo el interior del baño menos la taza del váter. Usé la bañera. Hacía pocas horas había cenado en ‘El Sombrero’, un restaurante mejicano. Enchilada, tacos, burritos, papas… El niño tenía cinco años.

Niños y mujeres muertos se apilaban en mi escritorio, el escenario del crimen era siempre distinto, las pistas sólo conducían al alcoholismo o el décimo café americano del día. No había patrones ni coincidencias. Los meses pasaban. La estadística de homicidios comenzaba a superar la de la mortalidad en carretera, o incluso la del suicidio. La gente ya no estaba cogiendo el coche con la suficiente frecuencia, no se estaban cortando las venas o saltando al vacío ni de lejos como es debido. La primera chica muerta ya no era un caso explosivo, era un número, no llegaba ni a prólogo de la tormenta de mierda que nos estaba sacudiendo.
Comenzaron a morir también hombres. Uno de los primeros: el poli acomodado, el tío a quien yo “negreaba”.
El teléfono sonó a las tres y poco de la mañana. El fiscal ricachón se subía por las paredes, no estaba tan entristecido como cabreado. Se paseaba por la escena del crimen, abroncaba a todo el mundo, había llevado a su mujer en estado de shock a urgencias. La novia embarazada yacía también enchufada en el hospital, balbuceaba y se sujetaba la panza de siete meses. La casa del poli muerto era más un concepto que una casa. Sólo el recibidor tenía el tamaño de mi piso entero. La casa decía: Esto Es Lo Que Cuenta. Era a las casas lo que Pamela Anderson al cine, una horterada/paraíso particular. No debía ser difícil acostumbrarse. Había más lavabos que en Disneyland y ni un solo libro.
El hijo del poli yacía en el suelo “boca arriba”, al menos su torso. El cuerpo estaba en varios sitios a la vez. Su cabeza dentro de una de las tazas de váter, su brazo derecho tras una pantalla plana de chorrocientas pulgadas, el izquierdo metido por su propio ano, una pierna se encontró en la buhardilla, la otra troceada y escaldada dentro del horno de lujo. El pene y los testículos reposaban en la cuna nueva de trinca. Olía como debía oler un crematorio nazi. Los peritos fotógrafos no daban abasto.
Estaba aturdido. Los informes se amontonaban. La ciudad se lo tomó como algo “personal”. Los informativos entraron a saco como una hiena a por carne cruda. La posibilidad de que los asesinatos los cometiera alguna clase de secta era puro magro para la audiencia. Era crueldad gratuita, El Mal. Cualquier hijo de vecino, si le tiras un poco de la lengua, si das un par de rodeos y le lanzas el anzuelo, te dirá que El Mal mola, siempre que a uno no le salpique. El Mal nunca pasa de moda.

Al principio yo era el investigador principal, pero de repente pasé a ser un soldado raso, y tampoco es que me estuvieran estropeando la investigación. No había avanzado; sólo me tambaleaba entre madrugones y malas siestas, hablaba con gente destrozada, veía a gente literalmente destrozada, e intuía el futuro de una ciudad ídem. No es lo mismo ver la bomba en la tele que oírla explotar en el barrio de al lado. Si algo tiene el ciudadano medio (es decir, ese perfil pasivo-agresivo, hipócrita, egoísta, cruel y dejado para con el prójimo), es un miedo atroz; les da miedo hasta su sombra. Cuando las cosas malas pasan lejos, las relativizan, quizá hasta se echan unas risas. Pero como haya la más mínima posibilidad realmente latente de quedar salpicados, saldrán por patas y gritando, dejarán atrás lo que haga falta, se colarán pateando caras en el bote más atestado del Titanic. Te empujarán al vacío si así ellos salvan el culo. No educamos héroes, educamos militares sin huevos; no formamos personas, las moldeamos por inercia de fábrica, porque algún día nos tendrán que sustituir en la cadena de montaje.
Periferia se comenzó a mover. Algunas familias se mudaban ante las estadísticas de mortalidad por asesinato. Ya no era divertido.
Una mañana, Luisa le dio un golpe a su móvil y se enderezó. Seis y media. La hora de cada día desde hacía ni sabía ya los años. No llevaba la cuenta. Cuando era pequeña le habían vendido la moto ambigua de que si estudiaba le iba a ir bien. No parecía importar qué estudiara, o qué podía significar «bien» (o qué quería decir «estudiar»). Lo único que contentaba a los demás era permanecer constantemente ocupada, resoplante, hastiada y sólo puntualmente sonriente. Ser una buena chica era la misión impuesta, y una buena chica tenía poco que ver con una chica buena. Luisa tendría que pisar cabezas; notas de corte, exámenes, profesores en coma. Competición. Aplastar, quedar entre los primeros, ganar. Buena chica.
Conducía hacia su trabajo: un edificio de cristal de los que crecieron en Periferia en los tiempos de bonanza. Martes. Tenía una de esas jornadas laborales de horario partido. Llevaba diez años en el mismo curro. Hacía como dos que había tenido que empezar a ir también los sábados. La empresa alimentaba la idea de que eran una familia; lo cual, inconscientemente, no era tan mala metáfora: una familia puede ser lo más tóxico y dañino que existe para una persona. Luisa sabía que en esa familia el padre se iba de putas, la madre se había intentado suicidar con ansiolíticos, y los hermanos era delincuentes y violadores. El siglo XXI destilado. Era genial estar vivo; al menos si eras un poco cabrón. Luisa ni tan siquiera era eso, y encima era mujer: sueldo más bajo, machismo implícito, escasas posibilidades decentes de ascenso…
Paró un momento para sacar algo de dinero en un cajero. Esa noche tenía una cena, y era bastante probable que no tuviera tiempo en todo el día. Una cosa era ganar dinero, pero lo de gastarlo se convertía en un mundo de fantasía más allá de las facturas. No había tiempo ni energía, muchas veces tampoco suficiente pasta. La vida no se vivía, se forzaba. La fiesta, el ruido, las drogas. Las drogas. De todo tipo. Conducir drogado, hacer el gilipollas. Periferia: Válvulas de escape imposibles. La gente se formaba en ser gilipollas, las notas y medallas eran lo de menos; para lo que se buscaba, el sistema educativo era casi cien por cien efectivo. La esencia operaba al margen de los resultados; los resultados eran las vallas más efectivas para las ovejas.
Delante del cajero, antes de teclear, Luisa comenzó a levitar.

Un día le doy tal golpe a la mesilla que oigo crujir mis nudillos. Y no es que eso me despierte. Las cosas se han acelerado. Las cosas se mezclan y parecen confluir, aunque no sabemos en qué sentido, con qué propósito. Lo curioso es que, pase lo que pase, nada me quita mis dos horas de sueño. Como insomne tampoco soy matrícula de honor. Sobre todo me paso muchas horas en la cama. Doy vueltas, miro el techo, leo, pienso, le doy vueltas, voy al lavabo, me tumbo otra vez, leo más, a veces incluso escribo. Hago lo que llaman vaguear, tirar mi vida por el retrete, reflexionar: todo son desventajas, según dicen, aunque a veces también me mato a pajas.
Me visto y ni tan siquiera he mirado qué hora es. Es de noche. Lo que me han dicho es que es mejor que me levante ya, porque hay malas vibraciones y papá fiscal, al parecer con un poder desmesurado en todas las instituciones, ha ordenado que nos pongamos firmes. Lo que me han dicho es que ha cesado lo que se ha dado a llamar: La Orgía de la Parálisis. Hay un montón de gente en fila levitando en la ciudad. Nadie los ha contado, pero se miden ya por cientos. En pocos días, el hombre solitario inicial se ha vuelto estadística. Emilio vuelve a ser un número. En pocas horas un montón de personas se han dado cuenta de que estaban pataleando en el aire en una pantomima de paseo mientras miraban el móvil. Todos a cinco palmos del suelo. La mayoría preocupados por llegar tarde al trabajo o a alguna comida de trabajo, o almuerzo o reunión de trabajo en los que se decidirían importantes vericuetos laborales. El hecho de que lo que les estaba pasando fuese técnicamente imposible no preocupaba a la mayoría. Si a alguien se le escurría el móvil de las manos, enseguida berreaba para que se lo recogieran del suelo.
Aunque el fenómeno ha cesado, o más bien se ha estabilizado, varias calles han quedado a rebosar de gente flotante.
Mientras amanece, paseo con agentes de la policía e investigadores. Hay gente de la prensa por todos lados. El tráfico se ha cortado en varias calles, infinidad de calles. Un revuelo insólito montado en apenas cuatro días. Es como si Emilio hubiese sido sólo un ensayo general meses antes. Después de la actriz secundaria Luisa, digamos que la posibilidad de acabar flotando era unas veinte mil veces la de ser llamado a una mesa electoral.
Pregunto si hay algún motivo (aparte del evidente) por el que he sido despertado, amputado de mi compañera cama a las cinco de la mañana. Me dicen que lo raro es que haya estado tan tranquilo en las últimas semanas. Es verdad que ha seguido muriendo gente como si fuera el fin del mundo, pero los vivos se han ido acostumbrando, y hasta el alcalde ha sacado a relucir las cifras del espectacular descenso del paro en Periferia. Antes sólo se moría la gente mayor. Políticamente hablando, corren aires de prosperidad, Periferia se ha convertido en una ciudad de futuro. Uno parecido al de La Carretera, supongo, pero si uno lee la prensa diaria y ve los canales locales, todo marcha viento en popa. Lo de los muertos son casos aislados, unos pocos cientos, quizá algunos miles. Oiga, la realidad es dura a veces, la vida te puede dar con un mazo, pero hay que levantarse, ¿no? Tenemos que seguir, tenemos que votar, tenemos que currar, tenemos que agacharnos, meter la cabeza entre las piernas y encajarnosla en el culo. Tenemos que ser… sí, buenos chicos, buenas chicas. Tenemos que evitar confundirnos, no podemos dejar que la realidad nos empañe el ánimo, o que nuestros ojos nos dejen ver. No podemos permitir que las pruebas evidentes nos hagan pensar. No podemos dejarnos llevar por rollos anarquistas.

Golpe al móvil. He quebrado la pantalla, aún funciona. Pero la brutalidad empleada ha sido sólo inercia. La verdad es que son las nueve de la mañana, es sábado y he dormido siete horas como siete lunas. No estoy de broma. Estoy descansado y hasta de buen humor, porque aún no sé nada de la clase de nuevo Horror que se me viene encima. No es que más adelante fuese a tenerlo muy claro. Pero de momento estoy de buen café, hasta podría ir por ahí dando los buenos días y creyéndome hasta la última sílaba. La ciudad, al paso de los días, ha seguido patas arriba, pero de alguna forma todo ha comenzado a brillar para mí. He conocido a una chica. O, más bien, he retomado cierta amistad con una mujer a la que hacía más de dos años que no veía, alguien que me gustó desde que nos conocimos hace ya uno seis o siete años. Ella había estado teniendo novios, viajando, tratando con algunos estúpidos de buen currículum. Pero por fin ha vuelto, y ahora tiene la oportunidad de tratar con otra clase de estúpido. Precisamente hoy he quedado con ella para comer. En realidad creo que ya no le intereso; creo que una vez llegué a interesarle, pero ahora no es ni de lejos lo mismo. Creo que si accediera a tener algo conmigo, yo acabaría mal y ella lejos otra vez. Pero no me importa. El cielo ha brillado estos últimos días, la ciudad, para mí, se ha vuelto amable. La contaminación es parte de su encanto, los políticos sólo son un poco pillos, la gente sonríe y alimenta a los ya llamados levitantes, los nuevos cadáveres parecen irse al otro mundo con una mueca agradable en la cara. Incluso los niños muertos parece que vayan a levantarse y ofrecer un último número musical. Periferia es el epicentro de la sociedad occidental, en cierta forma estoy orgulloso de ella. Puntera en tecnología, delito e innovación existencial. Ahora puedes flotar; ese rollo no te lo pueden ofrecer en ningún complejo vacacional: vas a tener sexo rutinario con tu mujer y quemarte en las playas habituales. En Periferia puedes verte envuelto en un crimen, puedes ser atacado, puedes salvarle la vida a alguien, puedes saborear las mieles de lo Extremo. Sonrío a los levitantes por la calle y me devuelven el saludo sacudiéndose graciosos como bebés grotescos. Entro en el estanco y estoy tan abierto que accedo a comprar la marca desconocida (y de sabor horrible) que me ofrece una promotora. Compro el periódico y busco con la mirada una terraza agradable en la que tomar algo y hacer tiempo.
Hoy es el día de San Valentín.
Aunque personalmente me importa tres carajos, sé que a la gente le afecta en mayor o menor medida, y que comer hoy con quien voy a comer es bastante significativo. No sé si ella se dio cuenta de la fecha al acceder, porque ya nos hemos visto tres veces más las últimas dos semanas, pero no me cuesta aferrarme a la idea de que sí.
Hoy se celebra una especie de convención de globos aerostáticos. Creo que no es barato alquilar uno, pero aun así estoy pensando la manera de hacerlo sin que resulte cursi o un intento desesperado de acelerar nada. Iré improvisando, soy un músico de jazz, no me puedes seguir, no puedes entenderme, no puedes disfrutar lo que yo estoy disfrutando. No Me Puedes Tocar.
Durante la comida, decido que igual no es una buena idea lo del globo. No va conmigo y ella no sabría qué cara poner. No somos la clase de gente que prepara fiestas de cumpleaños sorpresa o dice cosas como “cuando tenga un hijo…”. Nunca se sabe, podría resultar, pero todo me dice que lo mejor es dejar que el día siga su curso. Mejo no forzarlo, mejor hacerlo natural. Hay ciertos rollos románticos que me parecen a las relaciones lo que los juguetes al sexo. Quizá es mejor dejar que pase un tiempo para hacer el papel de quien quiere Controlar y guiar las emociones y los placeres. Es mejor no comenzar a usar neveras metafóricas para conservar…
Y a todo esto, mientras charlo con ella y cavilo conmigo, suena mi puñetero móvil roto…
Lo peor de ir Por Tu Cuenta, es que estás disponible todo el tiempo. No puedes Separar una vida de la otra. Las dos van mezcladas como la paella y el ketchup en la mesa de terraza de un guiri. Tienes que tragar.
Me dicen que necesitan mi supuesta labia para hablar con no sé qué nuevo Charlie Manson. Últimamente había estado bastante ajeno al asunto de los asesinatos, y no porque oficialmente fuera así; pero a raíz de volver a ver a M* (la llamaré así), todo el rollo de los cráneos aplastados, los cuerpos desmembrados y las familias quebradas, me ha comenzado a parecer mero ruido. Sabes que estás auténticamente colado por alguien cuando te asoma una sonrisa tonta mientras miras sin Ver realmente cosas como una mano triturada en una batidora. Últimamente estaba tan abstraído que apenas cumplía con el papeleo, algo que por cierto le “negreaba” a cierto poli que me pagaba con vete a saber qué clase de dinero. Nadie me preguntaba qué me pasaba, y mis padres están muertos.
Imagino que cuando creces como hijo único, te da por pensar. Es un proceso orgánico, no elaboras un calendario en el que marques los días para hacerlo. Tienes más posibilidades de escapar a los métodos tradicionales para Ser Alguien. Lo malo es que si consigues hasta cierto punto Ser Alguien de verdad, es fácil que no tengas documentos para demostrarlo, porque los métodos tradicionales no buscan que seas una mierda. La casualidad vino por cierto colega policía que me coló en un piso en el que había habido un asesinato. De esto hace más de diez años. Dije algo casi al azar, esto llevó a la resolución del caso, y la poli me comenzó a escuchar, acabando por contratarme como una especie de investigador externo a quien podían explotar. Me metieron en “nómina” y me comenzaron a hacer llamadas intempestivas. Me arreglaron la vida y me la jodieron a la vez. Me gustaba el trabajo y me asqueaba. Me hacía sentir vivo y me extraía la fe en la humanidad del cerebro como con una cuchara.
De alguna manera, me dejaron ser yo mismo a cambio de poder ver lo que había tras bambalinas en la Sociedad. La diferencia es que yo no era un hombre de acción, ni me movía el servicio a la comunidad. No era un idealista a ese nivel. Para mí un ideal de sociedad tendría algo así como cien veces menos policías. En mi opinión no hacían falta mejores policías, sino mejores profesores. Mi idea de la prosperidad no tenía que ver con mejorar o controlar lo presente, sino con esperar a que murieran dos o tres generaciones y rezar/trabajar para que las siguientes se olvidaran de sus putos padres.
Por suerte M* no se lo ha tomado muy mal, se ha mostrado comprensiva. Yo acabo en un cuartucho sentado frente a un hombrecillo. Hay un espejo tras el cual nos observan. La idea es que tengo que averiguar algo de todo lo que pasa, ya que el tío dice ser el responsable no sólo de los asesinatos, sino también de los levitantes. Es como si fuera a hablar con Dios; pero lo primero que hizo fue pedir un cigarrillo. Tenía una calva prominente, aspecto de profesor que tiene que lidiar cada día con chavales de catorce años. Vale, también tenía una mirada extraña, aunque no más que la que verías en cualquier tío mayor de cincuenta tomando un carajillo sin compañía en la barra de cualquier bar. Algún día había sido, sospechaba yo, un buen chico. Se había cansado. Le pregunté quién era y me dijo que él era quien mandaba:
–Yo soy el que decide las órdenes, pero no las ejecuto.
–Y eso es…
–No quiero que suene a que me estoy eximiendo de responsabilidades. Me gusta que se ejecuten mis órdenes. Sólo intento describir quién soy.
No quiero que parezca que yo fui la primera opción, el tío ya había hablado con tres o cuatro profesionales de la charla, tíos con las paredes de sus despachos estucadas de títulos y referencias. Yo estaba allí porque no tenían nada que perder probando a ver qué pasaba. Yo era el chico raro de los recados hablando con el Capo de la mafia de Periferia. Aunque no recordara en absoluto a Capo alguno. Llevaba unos tejanos y una camiseta blanca vieja. Iba aseado a la vez que desarreglado. No quería ir de nada, lo único que buscaba era llevar a cabo la siguiente parte de su plan. El final.
Opté por preguntar algo que quizá aún no le habrían preguntado. Le pregunté dónde estaba diez años atrás.
–Llevaba un taller mecánico, el taller mecánico de mi padre.
–¿Cuánto tiempo?
–Veintiséis años. Mi padre murió cuando yo tenía veintidós.
Lo que suele pasar es que uno, cuando ha sido nada más que un buen chico, el salto no suele darlo a chico bueno, sino a auténtico hijo de puta. Es un escenario más estudiado que el de los chicos y chicas buenos, por lo mismo (a un nivel estadístico) por lo que es más complicado encontrar tréboles de cuatro hojas.
Le pregunto cuánto hace que dejó el taller, si es que lo ha dejado.
–Hace un año cerramos, no prosperaba, tampoco se mantenía. Conocí a una mujer.
Quiero dejar claro que esto no va del ejemplo recurrente de quien pierde el norte “por culpa de una tía”. Lo que pensé luego es que para el tío ella no era tanto su salvación como un clavo ardiendo. Lo que descubrí es que era ella quien le buscó a él, por estrafalario que suene. Labia: no había más a la vista. La verdad es que el tío era dolorosamente corriente en cuanto a su aspecto, pero tenía magnetismo. Cuando le pregunto cuándo conoció a esa mujer, me dice que un día ella apareció por el taller. Tenía veintisiete años y llevaba encima el cabreo propio de quien acaba de cortar con su pareja porque ha descubierto que es gay.
–Nunca me lo dijo directamente. Pero me dijo otras cosas, y que estaba harta de los tíos de su edad.
Sabía que los polis debían estar perdiendo la paciencia, así que de repente digo:
–¿Por qué la gente de ahí fuera está flotando…? ¿Me lo puede decir?
–Que pueda decirlo no significa que usted lo vaya a creer… ¿Quién es usted, por cierto?
–¿Yo?
–Usted no es poli, no habla ni me mira como un poli.
–¿Le importa?
–La verdad es que no.
–Entonces…
–Ya que usted no es poli, es posible que pueda intentar explicárselo. Como ya sabrá, no se puede hablar con la gente si no es del tamaño de sus penes o sus tetas o cómo les queda aquello con que se cubren los genitales. En cuanto dejas de hablar de sexo o dinero, o bien dejan de escucharte o bien se mofan en tu cara.
–Entiendo.
(Y joder si le entendía…)
–Ni aunque lo vean con sus propios ojos están dispuestos a hacerse una puñetera pregunta nueva a sí mismos.
–Ajá…
–¿Usted está dispuesto?
No sé cuánto tiempo llevábamos hablando, pero justo cuando parecía buscar la forma de explicarme cómo se manipulan las leyes de la física y toda lógica conocida en cuanto al asesinato en serie, comenzó a sangrar por la nariz.
–No tendrá…
Estaba esposado, le pasé un kleenex.
–Antes de que me cuente lo que… ¿Puede decirme cómo le han cazado?, ¿cómo saben que…?
–Soy humano, soy de carne, estoy en este planeta, en el Universo. Aunque ellos no puedan entender lo que hago, sigo teniendo huellas dactilares… Con la primera chica asesinada yo estuve presente, y es evidente que la primera vez no se investigó el caso como es debido. Uno de sus compañeros polis optó por revisar una vez más la habitación, y encontró las marcas adecuadas.
–¿Estuvo presente porque…?
–Eso forma parte de la explicación complicada. ¿No tendrá otro cigarrillo?
Es seguro que ahí fuera debían estar ya nerviosos, pero quizá a la vez intrigados. No hace falta decir que muchos polis pensaban que yo era una farsa, un capricho de un jefazo, un patinazo del Departamento. Daba igual qué merito alcanzara, yo no tenía mentalidad de poli, y los polis lo polarizan todo. Si no eres un poli eres un hippie. Lo que algunos pensaban es que yo me debía masturbar con las fotos de las muertas, y eso en el mejor de los casos…
–¿Por qué me ha mentido?… Sé que se ha entregado, sé que sabía cosas que nadie más podía saber…
–Le he mentido porque usted lo quería así. ¿No? Es algo que ustedes siempre hacen. El ciudadano medio. Siempre quieren parecer más listos que quien tengan enfrente. Ha querido ser el más listo del gallinero incluso a sabiendas de que yo sé que usted sabe que me he entregado. Aún piensa como ellos. Aún confunde el marear la perdiz con la reflexión. Y no me venga con que me está estudiando, ambos sabemos que aquí ahora mismo no ha pasado nada relevante. Ahora, ¿quiere que le cuente por qué la gente flota o muere?
–…
Claramente mi presunta reputación había entrado en deflación.
–Mejor cuénteme antes cómo ha convencido a… a las personas que hayan estado trabajando para usted. A decir verdad, no tengo ni idea de…
–Sus compis de paquete lo saben, pero no lo creen, obviamente. Tengo a unos cien presos huidos. Hice una selección de los más preparados. No crea que hay muchos asesinos inteligentes, pero cuando uno da con los adecuados… He saqueado unas veinte cárceles, bastaría con que hicieran unas llamadas de comprobación. Pero no va a entender nada si no le cuento ya qué coño está pasando ahí fuera.
–Bien. Adelante.
–Muy bien.
Un agente entró y me cuchicheó algo al oído. No le entendí. Asentí. Nos volvieron a dejar solos. ¿A qué coño venía la interrupción?
–Disculpe. Adelante.
–Le advierto que esto no es original. Lo único que tiene de extraordinario es que hasta la fecha la comunidad científica ha cerrado los ojos a ello. Ya sabe cómo son, nada que trascienda los parámetros de lo que ellos han visto o comprobado puede existir. En realidad, no creer en la biopsicoquinesia es como negarse a encender la tele por la imposibilidad de meter a los presentadores dentro.
»Si le diera la dirección de donde viven mis ancianos padres en Sonora, si fuera usted y llamara al timbre, seguramente, por puro aburrimiento, mi madre le haría pasar y le hornearía unas galletas caseras. Luego se las serviría en una bandeja, se sentaría ante usted y le observaría. Hacia la segunda galleta es probable que usted se inventara una excusa para salir a tomar aire fresco. Para mí, la definción de amor real tiene que ver con los besos que mi padre aún le da a mi madre, aunque ya no follen, porque joder, ¿quién folla a los ochenta?, y porque cuando yo tenía cinco años miré hacia la sartén en la que mamá estaba preparándome unas patatas fritas, e hice que, por si sola, lanzase todo el aceite hirviendo en su cara.
»Ya sabe cómo son los críos a veces. Yo estaba enfurruñado, me encantaban las patatas fritas, era sábado, estaba hambriento y mi estómago rugía. Y me decían que ya casi estaban, que me aguantara, que esperara, que no tenía ningún motivo para armar jaleo.
»Fue mi primera experiencia con la macropsicoquinesia
–Usted…
–Puedo hacer ciertas cosas. No sé si puedo concretar qué energías estoy… reciclando, si lo quiere llamar así. Cuando me mudé a Periferia hace poco más de un año, vi que la ciudad estaba colapsada en cierto modo, y que yo podía usar eso. Joder, puedo usarlo incluso dormido…
–¿Usarlo?
–No quiero que piense que hay algún equipo de bichos raros de cómic que se reúnen en algún centro neurálgico bajo una montaña, pero sí hay más personas como yo. Periferia es como un gran cañón desde el que se dispara pura enfermedad mental. Lo cierto es que son las ciudades como esta las que por desgracia crean tendencia. Podría haberme limitado a robar y vivir donde quisiera, pero la muerte es inherente a toda esta historia. Tiene que ver con la salvación del mundo. La mejoría no se puede inventar, sólo se puede acelerar su llegada. Mi consejo sería: múdese. Esto sólo es una pausa. Una pausa por amor, si lo quiere así, porque mi novia cree que no estoy a la altura, cree que me quiere más de lo que yo la quiero a ella. Y ¿sabe una cosa? Es verdad.
–Oiga… un momento.
–Déjeme terminar, por favor. Lo que quiero que entienda, es que sí la quiero. Puede que no como cuando pierdes la perspectiva y te vuelves patético a ojos de los solteros picaflor, pero la quiero, porque ella, aunque no es como yo… comprende.
»Lo que quiero que usted comprenda es que la telequinesis es un término en desuso, y que hay muchas subcategorías en las que se ramifica la psicoquinesis. Hasta ahora sólo hay una docena de personas como yo en todo el mundo, y sus habilidades están a flor de piel cuando nos encontramos en ciudades como Periferia. Quiero que entienda la Importancia de lo que le estoy diciendo. YO no soy más peligroso que la NATURALEZA. Quiero que entienda que lo seres como yo no tendrían poder alguno si las ciudades como Periferia dejaran de existir. Quiero que asimile que el MOTOR del Apocalipsis podría estar siendo algo abstracto pero abundante en lugares como éste. Algo semejante a la infelicidad sin paliativos: pura elaboración y crianza de la infelicidad. Infelicidad prácticamente palpable. Infelicidad, o contención, o rabia, maldad, conformismo a unos niveles insostenibles para la biodiversidad. Quiero que comprenda que mi mayor objetivo, nuestro mayor objetivo como bichos raros definitivos, es dejar de poder mover las cosas y a la gente con la mente. Porque creemos que todo esto es una gran ironía, y la naturaleza podría estar utilizándonos para borrar a la especie humana del planeta.
–Oiga…
–Sólo si somos lo suficientemente rápidos, sólo eliminando algunos de estos nidos de energía nociva, podríamos tener alguna posibilidad. Quiero que entienda que el tema no es el final del mundo, ahí sólo cabe la pregunta “¿cuándo?”: el tema es si sabremos redimirnos aunque sea en el lecho de muerte. Sólo siendo creativos podremos trascender los “bio-planes” que nos superan.
Fingir, el tema estrella en el lecho de muerte. Pero este tío no fingía. Sudaba a mares y tenía los ojos como platos. En el mejor de los casos, se equivocaba.
–En realidad estoy saliéndome del plan. Pero, dígame, ¿qué hay que hacer en esta ciudad para que la gente huya? Lo peor es que no sé bien qué estoy haciendo. A esos tíos, a esos tarados fugados, para los que reventé celdas y derribé muros, les he prometido un “reset” a nivel mundial. Ni siquiera querían libertad; querían ver qué podía hacer yo. ¿Alguna vez se ha sentido así?
»No puedo contarle mi plan. Ni tan siquiera sé si es ridículo. Hay que empezar a hacer espectáculos para el cielo y para los árboles, para el campo y los animales. Hay que cambiar la percepción que la Naturaleza parece tener ya de nosotros. Hay que darle ironía, autodestrucción, convencerla de que no estamos tan pagados de nosotros mismos. Hoy somos unos pocos psicoquinéticos, pero ¿qué podría haber dentro de cinco o diez años? ¿Cree que soy de algún material indestructible? Nos machacaríamos unos a otros. Sería más efectivo que cualquier país fardando de armamento nuclear para hacer políticas de dictador cutre. No cabría ningún sistema de leyes para controlar semejante delirio. Tiene que venir conmigo.
Se levanta, se quita las esposas, saltan como si algo las hubiera forzado. La puerta se abre. Cuando salimos, los agentes y demás fauna de la ley están rígidos y con la boca cerrada, no pueden moverse.
Nos agenciamos un coche patrulla. Conduce él. Estoy acojonado.
–Lo que no entienden es que puedo controlar las cosas a un nivel que nadie desearía. Puedo hacer que el cráneo de alguien se triture en un radio de acción que ni yo mismo he querido medir. Lo que no entienden es que quería abrir su puñeteras mentes. ¡Gente flotando a plena luz del día, en la calle!, ¿qué iba a hacer?, ¿ponerles a volar? Demasiado. Sería como hacer trampa, sería exagerado; puedes engañar a cualquier tipejo, pero no al aire o los océanos. No creen en nada, esos tíos y tías, tampoco en sí mismos; los más cínicos en realidad creen lo mismo en los fantasmas que en sí mismos. Lo he percibido, la ciudad no ha cambiado, ha absorbido sucesos extraordinarios para politizar, engañar, hacer campaña, ganar audiencia, trincar pasta… No he visto un sólo comentario que no quitara hierro de alguna forma al asunto.
Comienzo a ver varios globos aerostáticos de fondo. Paramos junto a una casa. El claxon suena dos veces, una rubia de veintiocho años sale y viene corriendo hacia el coche. Se me indica sin muchas contemplaciones que me vaya al asiento de atrás. Tengo que presenciar un morreo de unos cinco minutos de reloj.
–¿Quién es este tío?
–No te preocupes por él.
Es como Mallory knox, pasada de vueltas, erótica, lengua fuera, chicle, pintalabios… Ni siquiera le pega a este tío. Si tuvieras que señalar al psicópata del coche él sería el último a quien elegirías.
–Lo que vamos a hacer es dar un paseo en globo, eso vamos a hacer –dice, mientras pone la radio. No entiendo nada, no lo entendería, el tiempo no ayudaría. Si daría o no razones, es otro cantar. La chica grita muy agudo y preveo un dolor de cabeza cojonudo. Hoy que iba bien dormido, hoy que la información me llega sin filtro.
“… los cientos de cadáveres que han desparecido de…”
Quiero oír lo que dicen en la radio, pero el parloteo constante y el ruido dentro del coche no lo permiten.
“… los cuerpos, al parecer saqueados por…”
Y el psicoquinético escucha un momento y grita:
–¡¡¡Yiiiihaaaaaaaaa!!!
Como un vaquero desquiciado.
Mal-aparcamos en medio de un prado y nos bajamos del coche. Uno de los globos está apunto de salir. Cinco personas se elevan contra su voluntad y caen a varios metros de la cesta.
–¿Tú conduces este condón, colega?
Un tipo de unos treinta años, el único dentro de la cesta, asiente hacia nosotros. No puede creer que el tipejo calvo le hable así. Se nota en su cara que está atando cabos sobre los levitantes.
–¡Proto-poli!, quiero que subas con nosotros…
Su novia se queja, pero acabo flotando con ellos y el tipo, el globero, el…
–En unos minutos quiero que veas una cosa, nena.
El globero recibe órdenes explícitas de sobrevolar Periferia por la zona centro. Luego se decidirá la altura.
–Es bonito, es libre. No somos humanos, nena, ya mismo no somos humanos. Nos vamos a rebautizar.
Cualquier cosa de las que se dicen entre ellos me suena a algo así como villancicos de verano. Y no hace calor precisamente. El tío que maneja el globo se aferra a una de las cuerdas y mira hacia el vacío con los ojos llorosos. Creo que está convencido de que va a morir. Probablemente es la primera vez que ha pensado en su propia muerte como algo real. A partir de ese día la muerte dejó de ser algo remoto para todos. Unas cuantas fotos, unos vídeos. Cursi y a la vez asqueroso. Crudo. Tenía que ser romántico a ojos del cielo.
Llegamos a la zona de interés. Han empapado a los levitantes con lo que parece pintura blanca. No doy puto crédito a lo que veo. Muchas gracias, cama, por dejarme frito el día adecuado. Me indigno de forma visible y el globero me mira como si le fuese a hacer algo. El globo gana altura. Es mejor ver de lejos que de cerca; es mejor no entrar en detalles. Hay regueros de cadáveres empapados de lo que parece pintura rosa. Yacen ordenados abarcando dos avenidas y luego dos curvas, aprovechando dos plazas históricas de Periferia. Es enorme, es grotesco, es cemento y asfalto, pintura y Futuro.
Los levitantes forman las iniciales enormes de los nombres del psicoquinético y su novia. En Blanco. Los cadáveres cosechados en los últimos meses a golpe de concentración, dibujan un corazón alrededor. En rosa. Al globo se le ordena que pierda algo de altura, y de algún lugar nos llega la obertura 1812 –ya avanzada– de Tchaikovsky con cañones. La chica se vuelve loca y comienza a explorar con su lengua. La música me invade y aturde, y, Dios me perdone, consigue debilitarme, llega a emocionarme. Me siento desquiciado, apartado, en un Limbo antes deshabitado. Mi móvil comienza a sonar en mi bolsillo. Es M*. Miro hacia el horizonte mientras pienso qué le voy a decir. El cielo se está encapotando, mi pecho está henchido de la versión con sacarina de la esperanza.

tttttttttt