De cuando a los niños les ponían nombres como Juan Manuel o José María, recuerdo determinado hecho tras un día de piscina. Era el pueblo de mis padres. Sucedió volviendo ya a casa. No recuerdo nada más de ese día en concreto. Supongo que lo demás se redujo al fútbol, bañarme y ser un crío muy perdido. Cabe decir que no es que los demás estuviesen muy centrados. Simplemente algunos fingían y otros no. Eso pasaba todos los días, aunque importaba menos durante las vacaciones de verano.
Estaba todo lo relajado que sabía estar rodeado cada día de niñas de quince años en bikini. Yo tenía catorce. Todos los días tocaba piscina. Sonaba de fondo la radiofórmula. La mayoría éramos lo que llaman niños felices; todos teníamos nuestros padres, sus ingresos, y nos creíamos cien por cien protegidos. No pensábamos que pudiese pasar nada malo más allá de broncas por malas notas o desobediencia infantil. Aunque cada familia era un mundo, la sangre no solía llegar al río.
Pero lo cierto era que se cocía una crisis, y que la élite ya estaba robando; pero la previsión fue nula, el país marchaba, los malos tiempos habían pasado. Sobre el papel, éramos el perfil clásico: dictadura antaño, transición y llegada de la democracia. La oscuridad se había superado, y aunque el tiempo moderno no había llegado, el presente era una dulce espera. Muchos vivimos nuestra infancia a la vez que la de nuestro país; pero su adolescencia dada al caos (la que se toparía con la auténtica realidad) llegaría para nuestra edad adulta. No pensábamos, no sabíamos nada, y no se nos ocurría preguntar.
Nuestros padres tampoco se enteraban de un carajo, solían estar demasiado ocupados. El futuro se atisbaba como un océano de informática que vendría a mejorar aún más nuestras vidas. Muchos se jactaban de lo que estudiarían, otros callábamos y procurábamos pasar desapercibidos.
De aquella época, recuerdo una pequeña crisis de mi madre. Se sentía enclaustrada con las tareas de la casa y añoraba tener un trabajo fuera. No entendía el ser ama de casa como un trabajo, porque nadie de nuestro entorno lo hacía. Recuerdo un par de discusiones. Yo odiaba el colegio, odiaba la rutina a la que me abocaban mis labores, detestaba tener que levantarme a las ocho. La única vez que me pronuncié sobre el asunto de mi madre –y embriagado por la mezquindad involuntaria de mi padre–, alegué algo sobre las ventajas de poder quedarse en casa. Para mí eso era un chollo, sin más. Mi padre tenía la idea clásica sobre la familia, en la que el papá aportaba el dinero, la mamá se encargaba de las tareas del hogar, y el niño estudiaba para tener una vida material más rica. Era ese esquema recurrente de la familia nuclear, respetable de haber sido una elección meditada y consciente, pero terriblemente vacío siendo simple y llana inercia tradicional. No era de extrañar que mi madre, a su manera, lo sospechara.
Ahora creo que algunas mujeres se lo olían. Podían oler la resaca a gran escala que se avecinaba, debida al esfuerzo mezclado con cerrazón de muchos, que en realidad sólo interesaba a unos pocos.
No pensaba en esas cosas cuando subía la cuesta aquel día, recién salido de las instalaciones de la piscina. Iba con un par de colegas. Empezábamos a dejar atrás la zona del polideportivo del pueblo. Esto incluía dos canchas de baloncesto, una de fútbol y hasta una de tenis. Todas cruzaban sus líneas sobre la misma superficie rectangular rodeada de una alambrada. En un aparte estaba el edificio que ejercía como filtro a la piscina. Todo era al aire libre. Yo era socio. Cada verano lo era.
La oferta para el fin de semana en un pueblo de mil habitantes, era evidente. Había algunos bares en los que encontrarse con los amigos, pero también coches con los que irse a algún pueblo vecino. A veces dependía de dónde hubiese fiesta mayor. Para los chicos de veinte años, ponerse como una cuba y conducir sin ponerse el cinturón era lo lógico. Y también lo era para algunos bastante más mayores.
Recuerdo que habíamos cruzado una calle. Recuerdo el sonido, como de papel de plata resquebrajándose muy cerca del oído. Recuerdo el frontal de los dos coches, comprimidos como un acordeón. Aún veo los chorros de sangre serpenteando por la carrocería, goteando sobre los neumáticos. El humo que ascendía desde los motores. Dos muertos. Recuerdo dos dientes cerca de mis zapatillas deportivas. Uno con caries. Los gritos, las carreras, el atardecer bañando un espectáculo de viernes que no venía a cuento. Un cuerpo echado sobre el capó; el cristal del otro coche, más sólido, en tela de araña roja y viscosa. Un olor fuerte a gasolina. Una cabeza que era media cabeza, y de la que se vertía masa encefálica. Para que dos coches chocaran de frente en aquella calle a tanta velocidad, tenían que darse decenas de circunstancias. El alcohol, sí, lo había habido; pero se trataba sobre todo de la sed. De cómo esos dos tíos habían llegado así de sedientos al viernes, y a esa etapa de su vida. Tíos que ya superaban la treintena, ambos casados. Recuerdo cómo sacaban el cuerpo del otro coche, y cómo la cara había sido vuelta hacia dentro como los genitales de un hombre que se cambiara de sexo. Recuerdo poder ver los huesos, los huecos dónde había estado la nariz. Tenía mejor ángulo de visión del que hubiese querido, pero aún así no podía dejar de mirar. Eran dos amasijos de metal y carne, aliñada con aceite, sangre y gasolina; todo revuelto, refrito y humeante. Intenté mirar en otra dirección. Tuve que hacer un gran esfuerzo. Al otro lado de la calle estaba aquella niña pelirroja; una chica de mi edad (creo recordar) que me sostuvo la mirada. Oímos a un par de personas vomitar, y poco después comenzaron los lloros, más bien los gritos, el desgarro. Habían llegado los familiares.
Era la chica con quien habitualmente apartaba la mirada, pero que en ese momento usé como cobijo. Era la pequeña de dos hermanas pelirrojas; la mayor tenía fama de fiestera, pero ella parecía tranquila, siempre con su mismo bañador, azul y verde de una pieza. Iba envuelta en su toalla y con chanclas. Vivía a tiro de piedra de la piscina. Procurábamos no descentrarnos, nos mirábamos a los ojos, a través del humo, porque eso era mejor que cualquier otra cosa. Tenía el pelo aún mojado; era seria, graciosamente seria si no hubiese sido por el contexto. Tenía los ojos verdes, la cara agradablemente moteada, redonda. Se metían con ella para ligar con ella. Se sujetaba fuertemente la toalla. Debimos estar varios minutos así. Lo suficiente para que la gente comenzara a mirarnos. Más allá del accidente, había algo importante en el espacio entre nosotros, pero nunca nos preocupamos por saber si los demás lo intuyeron. Sólo supimos que no podíamos ponerle nombre.