Archivo por meses: abril 2016

50 relatos de Grey (49 de 50) – Asco

Les presento a mi hija. El año que viene se va a (nombre de la universidad aquí), y además ha sacado la nota de selectividad más alta de su promoción, nada más y nada menos que un (nota más alta de su promoción aquí). Quiero anunciarles, también, que este chicarrón que está aquí con ella ya se ha licenciado, y comenzará a ejercer en mi bufete a partir del mes que viene. Soy un padre orgulloso, debo decir, y tengo mucho dinero. Sé que esto no se suele decir, pero vosotros ya lo sabéis, y a mí me encanta convertirlo en sonido: tengo mucho dinero. (Se saca un fajo de billetes del bolsillo interior de la chaqueta; su hija grita «¡papá!»). Tengo tanto dinero de todas mis empresas, que de hecho podría tirar este fajo de billetes de quinientos ahora mismo, podría tanto quemarlo como regalarlo, y ninguna de esas cosas me quitaría el sueño. ¿Saben ustedes lo que me quita el sueño? Seguro que no les parece original, pero ya que estoy algo achispado y estamos todos reunidos, no os importará que me sincere. Os voy a tutear sin más, si os parece. Lo que me quita el sueño es mi maldita edad. Ni siquiera voy a decir cuántos años tengo; más de setenta, eso bastará. Fui padre bastante tarde, pero luego no había quien me frenara, y me casé demasiadas veces. A decir verdad, tengo tantos hijos que a veces soy incapaz de asociar nombres y caras. Hoy, por ejemplo, he estado un buen rato procurando recordar el nombre de mi niña aquí presente. Aún tengo dudas al respecto, así que voy a prescindir de este dato si me lo permitís. Y claro que me lo vais a permitir, porque sigo teniendo este fajo en mi poder, y aún no sabéis qué voy a hacer con él. No hay nada como tener el Quijote en billetes en tu mano para que te escuchen; de no ser así, ahora sólo os parecería un viejo chocho balbuceando, ¿verdad? Cuanto más mayor me hago, mejor conozco las hipocresías de la juventud. Ni tan siquiera me apetece ya bajarle las bragas a una chica de veinte años. Demasiado tersa, demasiado pulcra, demasiado creída y perfecta y remozada en productos de belleza. Todo eso sólo me recuerda que, a mi edad, si me muriera mañana, nadie se extrañaría. «Bueno, un puto viejo menos», pensarían, y comenzarían a largar que lo sienten y que les importa y todas esas patrañas de juventud y mediana edad.
Yo, sin embargo, puedo estar en lugares como este, llenos de mesas llenas a su vez de gente como vosotros. Familias de edad bien vista, todos jóvenes hasta cierto punto. Seguro que soy el único viejo; y soy el único porque los viejos estorban, ralentizan las cosas, no saben lo que dicen, se olvidan, reniegan, maldicen y es asqueroso verlos comer, ¿verdad? Excepto si el viejo en cuestión es asquerosamente rico, claro. Me gustaría saber dónde están ahora los viejos de cada una de las familias aquí presentes. Solos como mínimo, ¿no es cierto? Solos o muertos, o viudos, o viudas… O en una residencia… De todas formas aquí no soy el único tío que tiene pasta. Puede que sí el que más, pero hay aquí algunos otros cabrones adinerados. Seguro que con esa pasta habéis podido llevar a vuestros viejos a una buena residencia. Llevarlos y dejarlos en manos del tiempo. Que el tiempo se encargue, suele pensar la gente joven. Si el viejo, además de ser viejo, se jubila, es como un mueble feo, ¿no? No creáis que no os entiendo. Puedo comprender que los viejos os den asco. A me dan asco. Me da asco ya verme en el espejo, me doy asco. No me soporto, y tampoco soporto la vida que he llevado; superficial, tonta, materialista, sin querer nunca demasiado a nadie, teniendo siempre el miedo como respuesta para todo. Y lo que es peor: el miedo disfrazado de valentía y sentido común.
He llegado hasta aquí, y soy consciente de lo que soy. Pero lo peor es que estoy tan intoxicado de este estilo de vida, que sería incapaz de cambiar.
Hace un tiempo, fantaseaba con financiar a algunos empollones para que encontraran el modo de alargar unas décadas mi existencia; y a poder ser mi erección. Quería una vida más larga. O incluso no morir. O, dejadme corregir una vez más: morir cuando yo quisiese. Si un tío pudiera morir cuando le diese la gana, ese tío sería más afortunado que cualquiera. Aún no sé deciros por qué, pero quizá el dinero tendría a un oponente serio por primera vez en la historia del capitalismo: La inmortalidad opcional.
Sé que estáis algo desconcertados, todos tan mudados y correctos. Pero todos sabemos que muchos de vosotros estáis aquí por interés, y que ninguna ceremonia pija para celebrar el futuro universitario de una niña os importa un carajo. que mi hija no os importa un carajo. No llores, cariño, no es nada personal. Sé que no os importa una mierda lo que pase con ella. Puede que os interesara si se os ofreciera borracha en el ambiente adecuado; sé que muchos aquí la dejaríais agotada y con el culo rojo encima de una sábana de seda empapada. Sé que lo habéis hecho con otras cuando habéis tenido ocasión, u os habéis decidido por pagar al contado. Tranquilos, no diré nombres, hoy sólo he venido a delatarme a mí. El resto son las cosas que nunca se dicen en voz alta. ¿De verdad nadie siente ahora un gran alivio al oírme?
Como muchos sois hombres de negocios, y sabéis que esta es una de esas ocasiones en las que el ricachón de turno anuncia su retirada, sé lo que está pasando. Sé que esperáis que os anuncie quién va a heredar mis negocios. Hoy queréis saber con quién tendréis que tratar para intentar que vuestras fortunas aumenten casi por arte de magia. No creáis que os quito ningún merito, acumular pasta no es fácil, y tampoco no lapidarla si uno ha heredado la labor de papá o el abuelo. Yo sin embargo no tenía un duro cuando todo esto empezó. A veces me siento como si hubiese sido el tipo que le clavó la lanza a Jesucristo.
(Saca un mechero y quema el fajo de billetes. Lo pisa.)
Tenía ganas de hacer algo así algún día. De todas formas no sé cuántas personas hoy aquí salivaban viendo unos pocos billetes de quinientos. Puede que no tantos.
(Saca una pistola del otro bolsillo interior de su chaqueta. Se la lleva a la boca.)

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50 relatos de Grey (48 de 50) – El padre, el hijo y el espíritu ausente

Hola abuelo. Espero que aún no estés muriéndote. Mamá dijo que aún no te estabas muriendo. Pero también lo dijo de la abuela hace dos años y luego se murió. Espero que nunca lo diga de mí.
Ayer celebramos mi cumpleaños, papá dice que once años ya es más de lo que me pienso, y que tendría que pensar en ello. No sé a qué se refería. Espero que cuando te llegue este correo no estés muerto. Me parece que has de estar muy enfermo o algo así, porque mamá ha insistido en que te escriba, y luego se han ido a coger el avión para ir a verte. Me han dejado con la tía (nunca recuerdo bien si es la hermana de papá o de mamá, no se parece a ninguno de los dos).
Ayer comimos mucho y vimos la tele y vino Cristina. Me gusta Cristina. Creo que no lo diría si no pensara que te estás muriendo, pero seguro que me entiendes. Cristina tiene unos ojos muy grandes y sabe mucho de geografía y de ortografía, seguro que te gustaría. Vinieron más niños. Te diría quiénes, pero no los conoces. Es raro escribirte, porque creo que ya puedes estar muerto, porque creo que papá y mamá han ido a tu funeral y me dirán que estás muerto cuando vengan. Creo que me han dicho que escriba para entretenerme o algo así, o quizá mamá me lo ha dicho porque no sabía qué decir antes de irse.
No les he contado algunas cosas. Como que Cristina me dejó que le bajara las bragas y lamí ahí… Hace poco, estaba como un amigo del barrio y le tiré una piedra a un gato, y luego, como estaba muerto o casi muerto, lo abrimos con un cristal para verlo por dentro.
Creo que un profesor me tocó hace poco, pero no estoy seguro, no es un cura.
Una amiga de Cristina me enseñó la foto de un gato y me preguntó si lo había visto. Me sentí mal y le conté lo del profesor. Me dijo que no le importaba, que sólo quería encontrar a su gato. No sé si fue el que maté con la piedra, muchos se parecen, pero estoy cada vez más seguro de que sí.
Una noche envolvimos una caca de perro o de gato con un papel, y mi amigo lo quemó con un mechero, dejó la bola de caca en el suelo, llamó a la puerta de casa del profe y salimos corriendo.
Aquí hace mucho sol y creo que a veces no me siento bien. Primero pensaba que era el calor, pero ahora creo que es el colegio. No quiero ir al colegio, no me gusta estar allí, me aburro y hago todo el día cosas que no me gustan o me aburren. Les digo que sí a todo a los profes para que no me regañen o me pidan la agenda y escriban una nota a mis padres para que la firmen. Hace poco vi el periódico tirado en el sillón de mi padre y vi una noticia de un niño de mi edad que se había suicidado. Se mató. Estuve pensando mucho sobre si dolerá suicidarse, y sobre que tampoco es tan malo si nos vamos a morir de todas formas, y que así me libraría del colegio y de tener que fingir y decir que sí a todo y que estoy contento y que no pasa nada. A los adultos no les interesa saber si todo va bien, sólo quieren CONVENCERSE de que todo va bien. Hablan y se convencen entre ellos y se quejan a la vez que se convencen, y yo no entiendo nada, abuelo. No entiendo nada porque creo que sólo ponen excusas y no quieren reconocer lo tontos que son y lo tonto que es lo que hacen. Seguro que me entiendes.
Un día me hice queriendo un corte en un brazo y luego me asusté porque escocía y empezó a sangrar mucho. Mamá no se enteró. No sé si te has fijado alguna vez en la cara de mamá, pero yo creo que ella ha pensado en suicidarse. Es como si no supiera qué hacer, y para fingir que lo sabe, hiciera cosas todo el tiempo. Creo que papá es igual, pero que sabe fingir mejor. Cuando hablan de política, sólo hablan de dinero, y cuando hablan de políticos que roban, hacen bromas raras, como diciendo que los políticos son unos ladrones pero que ellos harían lo mismo si fueran políticos. Los demás adultos también suelen ser así, y suelen tener las mismas caras. Seguro que sabes cómo sonríe la gente cuando sonríe. Creo que por eso es bonito ver sonreír a un bebé, porque los bebés aún sonríen siempre de verdad, y no como los adultos, que parece que sólo lo hagan de verdad cuando no saben seguir fingiendo. Es raro.
Es raro cómo son de serios. ¿Nunca te ha parecido raro que sean tan serios aun sabiendo que se van a morir? He visto a adultos que te dan órdenes sobre cómo hacer las cosas como si ellos no se fueran a morir. Como si ellos se hubieran ganado la inmortalidad gracias a ser tan serios. El otro día vi a escondidas una película sobre la inmortalidad, eran vampiros y se aburrían y estaban siempre tristes o sedientos. Lo raro es que no eran distintos de los adultos de la vida real, pero ni para unos era bueno saber que se iban a morir, ni para otros saber que eran inmortales. En la película mordían ratas y hasta gatos. No sé, pero el gato que yo vi olía muy mal cuando lo abrimos.
La verdad es que no me gusta la tía. Ya sé que se separó, pero cada vez que vengo a verla hay un hombre distinto con ella. No es que sean borrachos o me toquen, pero no sé cómo explicarlo, sonríen de esa forma que decía que no sonríen los bebés. Y creo que sólo quieren quedarse solos con la tía y creo que están siempre cansados y perdidos. Suelen estar también separados, y lo hacen todo de una forma que me parece que quieren decir que sólo han hecho lo que debían, y no ha servido para nada. Me da mucho miedo estar haciendo en la vida lo mismo que esos hombres hicieron de niños, porque no quiero convertirme en uno de esos hombres (ni en papá), y parece que todos me dicen que tengo que hacer eso. Creo que les parece muy importante que haga lo mismo que ellos, y hay algo en todo eso que no entiendo, pero creo que ellos tampoco. Eso es lo que me da mucho miedo.
Si te vas a morir, la verdad es que no sé qué decir sobre eso. Me gustaba la abuela y me gustas tú, abuelo, y no sé mucho de ti, pero sé que es raro que te vayas a morir, y que yo no me siento igual que papá y mamá con eso. No sé si habrás sido como esos hombres de los que hablaba, supongo que sí. Me gustaría que, si hay algo después de la muerte, vinieras a verme de alguna forma. Seguro que al principio me asustaría, pero si supiera que hay algo después de la muerte, quizá entendería mejor cómo se comporta la gente. No me dan miedo las historias de fantasmas, aunque a mucha gente le da miedo casi todo, hasta sentir cosas. Quizá por eso se toman tan en serio la vida y el colegio, en el colegio lo que mejor aprendes es a no sentir. Aún no sé si quiero seguir siendo un buen estudiante.
Llevo un rato pensando, pero no sé qué más escribir.
Espero que no sufras mucho si te mueres.
Adiós abuelo.

 

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50 relatos de Grey (47 de 50) – Gente cuerda

–Hoy les voy a demostrar, sin asomo de duda –dijo el provecto y millonario doctor–, las falacias sobre la ley de la gravedad.
El veterano expuso las teorías y fórmulas que había desarrollado durante más de cuarenta años. Toda una vida dedicada a su investigación más personal, recopilada en su trabajo: Fallos académico-perceptivos. Los presentes, científicos e inversores, estaban expectantes.
Al cabo de casi tres horas de preámbulo teórico (soporífero y disperso), el doctor pasó a intentar demostrar que, en resumidas cuentas, la gravedad tan sólo forma parte del “imaginario científico” humano, y que basta con ser de verdad consciente de ello para dejar de estar pegado al suelo.
–Ahora mismo –dijo– me dejaré caer hacía delante sobre la esquina de esta caja de madera fijada a la tarima. Si prestan atención, verán cómo mi cuerpo se detiene antes del impacto, y luego comienza a levitar.
El doctor, padre de dos hijos (no presentes) y casado con Lady Elizabeth –su tercera esposa y célebre entre la burguesía local–, se colocó muy recto, y se dejó caer.
Su frente se clavó brutalmente en la esquina de la caja, y la sangre, oscura y densa, comenzó a salir a borbotones. Se extendió un murmullo extrañamente apagado entre los presentes, unas doscientas personas entre compañeros de profesión, empresarios e invitados. Un personaje ataviado con un traje a la medida, salió con una bandeja llena de vasos, y procedió a recolocar la cabeza del finado hasta llenar cada recipiente con al menos un dedo de sangre. Lady Elizabeth y varios reputados científicos, se hicieron cada uno con una dosis, y procedieron a brindar. Le gente se iba, aunque no demasiado horrorizada en apariencia. Se bebió sangre de forma simbólica (no sin alguna mueca) y se encajaron varias manos (siempre la derecha). Saludos firmes y convencidos: saludos entre la llamada y reinante gente cuerda.

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50 relatos de Grey (46 de 50) – El motivo equivocado

Las noches de fin de semana desde mis dieciocho años hasta aproximadamente los veinticinco, solían ser ruidosas, y solían acabar en nada. Al día siguiente negaba la resaca, comía en familia con cara de culo y me decía a mí mismo que no hacía falta volver a hacerlo.
¿Salir así otra vez, para qué? Parecía que aquella rutina del deja vu nunca acabaría, que estaría destinado a entrar cada viernes y sábado en los mismos locales, escuchar las mismas canciones y reír las mismas bromas recurrentes. ¿Que si nunca lo pasé bien? Por supuesto que lo pasé bien; iba con amigos y hubo tiempo para todo. Pero no era mi rollo; yo era nocturno, pero no para eso. Lo que más me irritaba era la sensación de obligatoriedad. Recuerdo haber tenido el perfil clásico de discusión con mis padres a los diecisiete años, para que me dejaran salir o llegar más tarde o qué sé yo; y recuerdo que ni yo mismo sabía bien por qué. Sólo sabía que quería hacer lo mismo que los demás. Con los años, tuve suerte, hay gente que jamás despierta de eso, se mueven por ese motivo y hasta tienen hijos por ese motivo. El motivo equivocado.
Hay muchas cosas que, cuando eres un niño o un chaval, y aun a su pesar, los adultos consideran constructivas. Puede que cuando tienes diecisiete años te discutan la hora de llegada a casa, pero por otro lado también creen que es bueno que salgas. Si nunca salieras, habría discusiones porque nunca sales. Se suele pensar que los chavales de cierta edad nunca están conformes, pero suelen ser los padres de los chavales de cierta edad los que nunca están conformes. De los quince a los veinte años, estás condenado a decepcionar a un nivel u otro a tus padres; si me preguntas a mí, la cosa está clara: siempre ha habido más malos padres que malos hijos. O dicho de otra forma: ha habido muy pocos malos hijos para la cantidad de malos padres que siempre hay.
No hay que ser un gran observador para intuirlo, y tampoco hay aquí ánimo de simplificar estos asuntos, pero con la paternidad y la maternidad, parece que con dinero y buena intención baste y así brotan los campos de cultivo de humanos. La gente folla, y llegado cierto punto, no ven ninguna razón para no mejorar el álbum de fotos.
Por otro lado, el alcance del sexo es arrollador, pero no es absoluto; el sexo nos trae al mundo y nos ofrece un buen cúmulo de posibilidades, y aun así, en esta sociedad moderna (sobre el papel), está completamente sacado de quicio. Yo salía otra vez el viernes siguiente porque sabía que las chicas salían. Ni siquiera tenía intención de ligar, pero las chicas salían. Las chicas estaban dentro de las discotecas, la mayoría a varios años aún de ser madres, las chicas estaban ahí, y no te estaban esperando a ti, pero podías verlas, podías guardar la información.
En verano era habitual el botellón, aunque no era lo habitual en mi grupo de amigos. Una vez tuvimos un motivo para hacerlo: el precio de las consumiciones en cierto sarao al aire libre. Había carpas sobre cada barra. Era el ambiente pijo-repelente y hortera por excelencia, entrada más bien cara y tan sólo un truco: beber antes de ir y que los porteros no te notaran la borrachera. De modo que, media hora después de haberlo intentando, seguíamos con nuestro botellón. No había colado ni de lejos. Sólo nos quedaba la calle y un maletero abierto.
Se aproximó un camión de la basura, aminoró. Nosotros debíamos rondar los veintidós o veintitrés años, y de la cabina del camión bajaron dos chicas claramente menores, aunque ya dotadas de un evidente atractivo sexual. Venían con las mismas intenciones que a nosotros nos habían llevado al fracaso. Iban ya visiblemente borrachas. Dieciséis años. Las carpas estaban a unos cinco minutos a pie. El camión de la basura continuó con su ruta. Una de las chicas llevaba el pelo largo hasta casi la cintura, y la otra corto y ondulado, casi un peinado de chico si no hubiera sido por su descarada cara de niña (y por un pecho muy abultado). Tenían muchas posibilidades de poder entrar, aun siendo menores y yendo borrachas. Nos comenzaron a dar conversación y datos, primero sus edades (muy creíbles), luego que si la del pelo corto estaba liada con el basurero, luego que si una le dice a la otra:
–Esta noche quedamos en que no nos enrollaríamos con nadie, tía.
Balbuceaban. ¿Qué estábamos bebiendo? Las invitamos a beber. Yo iba muy tocado. Miré el fondo de mi vaso de plástico, y al levantar la vista vi que uno de mis amigos se morreaba casi violentamente con la del pelo largo. Entonces vi que la del pelo corto estaba justo frente a mí ¿Qué estaba bebiendo yo? Besaba como si tuviera diez años más, o como si estuviera en un vis a vis en el corredor de la muerte. Fue un tornado que, tan pronto como llegó, se fue. Más tarde, ya de vuelta a casa, paramos el coche y un colega empezó a vomitar. Parecía que nunca pararía. Era un sonido estridente, un gorgoteo que se oía a cien metros en la quietud de un parque. Se dio cuenta de que, la chica del pelo largo a la que había besado, era su prima pequeña; lo había sido al menos. Ya no tenía mucho de pequeña, aunque aún fuera una cría. Era una mezcla de alcohol y flipe desenfrenado, y no podía dejar de vomitar. Yo, sin embrago, tenía pegajosos los calzoncillos, mi erección iba y venía.
Por si fuera poco, se presentó un coche de policía.
¿Quién de nosotros conducía? El conductor (no era yo) tuvo que soplar. Pensamos que más que dar positivo, se cargaría ese cacharro, pero, sorprendentemente, dio positivo por muy poco. Le dijeron que si quería conducir, tendría que esperar un buen rato y pasear. Sólo uno más de nosotros tenía permiso de conducir, y estaba potando. Se activaron unos aspersores en el parque, y allá que fue el conductor. Metió la cabeza en la trayectoria del chorro de uno de ellos, muy cerca de la base. Bebía y se mojaba casi por entero. El aspersor se movía automáticamente, y mi colega se movía de igual modo. Recuerdo haberme estirado en el césped, mojado a varios niveles. Oía de fondo la vomitona, y algo más cerca la batalla con el aspersor. No se veía una puta estrella en el cielo.

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50 relatos de Grey (45 de 50) – Mama

Era mi primer día de excursión con el colegio, mi primera vez. No recuerdo dónde íbamos. No recuerdo casi nada, de hecho, nada de lo que pasara después de que el autobús arrancó. Yo debía tener seis años. Ya entonces miraba al pasado con añoranza o terror; evoqué el trauma que supuso para mí poco tiempo antes el que mis padres me abandonaran en un aula de párvulos. Un aula llena de niños desconocidos, o incluso niñas, que tenían rajita en lugar de pilila. Todos en un aula durante horas, dibujando y pintando lo que una chica de veintipocos años nos espoleara a dibujar y pintar. El primer día nos limitamos a llorar hasta que nos devolvieron a nuestros padres.
El día de la excursión, entré poco confiado al autobús. Tenía todo el programa en mi cabeza, para mí no era tanto una excursión como una misión: sobrevivir. Pensaba en los bocadillos que llevaba, en mi cantimplora de agua. Pensaba en hacer caso a los profes; cualquier otra cosa significaba perderme o morir, o acabar en manos de algún adulto desconocido descerebrado. Y morir.
Me había acompañado mi madre hasta la puerta del cole, y luego hasta la del autobús. Para mí era muy importante tenerla a la vista hasta el momento en que nos fuéramos. Me senté en un lugar en que podía verla desde la ventana.
Entonces llegó una de las profesoras.
Creo que venían dos profesoras y un profesor. Debían estar al cargo de unos cincuenta niños. Dos clases. Dicha profesora comenzó a contarnos, y, por algún motivo, a redistribuirnos. Nos cambiaba de sitio, pero aún hoy no tengo ni idea de por qué.
El Horror.
Cuando sucedían cosas así, yo siempre sabía que me salpicarían. Mi madre estaba con algunas otras madres, todas en la acera haciendo una especie de guardia de la primera excursión. Eran las amas de casa de la época. Los papás o bien ya estaban trabajando, o bien –como el mío, que tenía el turno de noche– estaban reponiendo fuerzas.
Obviamente, me cambiaron de sitio. Me pusieron en el otro lado del bus, y ya no podía ver a mi madre. En cualquier momento nos marcharíamos. Protesté, ojos llorosos mediante, y al cabo de un minuto me devolvieron al sitio en el que estaba. Pero entonces mi madre ya no estaba ahí. La vi de refilón dando la vuelta para situarse al otro lado y poder verme. Aquello era una pesadilla, porque no podía hacer nada sin pedir permiso, así que volví a protestar. Me dejaron levantarme e ir al otro lado, aunque luego tuviera que volver a mi sitio. Si no podía decir adiós a mi madre, el día empezaría fatal, o se me haría inquietante y eterno. Yo no quería ir a ninguna estúpida excursión; pero todos se empeñaron porque supuestamente era algo constructivo. Mis padres firmaron el permiso y pagaron los gastos pertinentes.
Me vi yendo de un lado a otro del bus, mareando a mi madre, que ya no sabía desde dónde verme. Daba la sensación de que todos los demás tenían perfectamente ubicadas a sus madres. Mi madre me había preparado los bocadillos y había elegido la cantimplora y mi ropa, me había despertado y me había preparado el desayuno, así que tenía que poder verla el momento justo antes de que nos pusiéramos en marcha. Esa era mi lógica, y mi lógica era inquebrantable.
Rompí a llorar definitivamente. Esto lo hacía con facilidad. A veces era capricho de crío y a veces lo hacía porque mi situación me parecía un drama. De repente me sentía como un niño desgraciado, en la oscuridad, perdido. Todo era peligroso y todos sonreían (o eso me parecía) y yo no sabía qué pintaba allí. A decir verdad, no era el único crío inquieto; porque siempre los había que iban de sobrados. Alguno solía ir al camping de sus padres, o estaba acostumbrado a algún apartamento en la playa, o incluso ya había pasado algún periodo sin ver a sus padres. Estos niños disfrutaban haciéndonos sentir fatal al resto. Con los años y el vello corporal, esa jerarquía no desaparecería, sólo se volvería distinta en el contexto, y más sutil en las formas.
Al final pude decir adiós con la mano a mi madre, lo hice desde el asiento en que me había sentado inicialmente. El autobús arrancó y luego tocaba cantar canciones, pasear por sitios, bosques o museos. Tocaban los Oasis en Manchester, malas notas y un primer polvo en un huerto; tocaba hacer cola en el Inem, otro mal curro y separarse del mundo. El autobús iba hacia el futuro, y yo, con o sin suerte, en un viaje hacia mi interior, el asiento de mi elección, que me habían dicho estaba prohibido.

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50 relatos de Grey (44 de 50) – La mili de los niños

Yo podía llegar a pasar una clase entera con el libro de texto abierto por la página equivocada. A estas alturas, me apetece hablar de la caracaballo. Ni tan siquiera ocultaré su mote, y es probable que lo mencione todas las veces que pueda. Caracaballo. Caracaballo nos daba inglés y matemáticas y la llamábamos caracaballo porque tenía un parecido asombroso con un caballo. Pero no sólo por eso. Caracaballo acentuaba esos rasgos con su insistente cara larga, esa actitud de quien quizá un día descubra lo que todos sabemos respecto a sus ansias de suicidarse. Caracaballo nos odiaba, especialmente a los niños que eran como yo, a los que nos habían arrebatado la motivación – hablemos con propiedad– profesores y profesoras como Caracaballo. Caracaballo me odiaba por desconectar de sus clases, en las que lo más valioso que aprendía uno, era que desconectar a veces es necesario si no quieres acabar con esa puta cara de caballo.
Caracaballo tenía una sustituta. Era una chica más joven y con menos cara de caballo, pero que por desgracia estaba siendo tutelada de alguna forma por la caracaballo. Nos tocó un examen con ella, y sin duda lo vio como su oportunidad de demostrar las lecciones de actitud que había aprendido de su compañera de cuadra. Odia, cobra, menosprecia, asquea, sé una profesional equina de la enseñanza, finge, haz apología de tu lunes eterno. Conmigo, así como con otros dos o tres alumnos, la sustituta de Caracaballo era igual de “simpática” (o menos) que Caracaballo. Su nombre real no duró ni dos telediarios. Primero fue la potrillo, y de ahí pasó directamente a la putilla. Si no hubiese sido por lo cabrona que era, hubiésemos valorado su belleza de otra forma, pero como se comportaba como una mala puta, fue nuestra putilla (putón, zorra, ramera, y a veces, también, el muy apropiado: hija de puta).
El examen con la putilla era de matemáticas. Yo llevaba años ajeno a las clases de matemáticas, me habían dado por perdido hacía mucho. Aunque cualquier alumno –aprobase o suspendiese– odiaba esa clase (pelotas babosos al margen), nunca se plantearon enseñar matemáticas de una forma en que la palabra viernes no apareciera menos de cincuenta veces por tu mente. Esto, de todas formas, pasaba más o menos con todas las clases. Si nos hubiesen estado enseñando paracaidismo, habríamos aprobado o suspendido los mismos, pero estaríamos todos muertos.
Yo era un alumno patético, pero ahora creo que lo era de la misma forma que se podría considerar patético a un judío por no entrar al trapo con el rollo de los nazis. ¿Cómo coño podía alguien sucumbir a la tiranía aceptada de Caracaballo? ¿Quién se podía creer que la putilla podía tener puta idea de cómo llegar a los niños?
La clase en la que hacíamos el examen, no tenía ventanas. Era una de esas aulas que a veces se usaban para clases de refuerzo (aunque aquel día no era el caso). Es decir, si te iba muy mal en alguna asignatura habiendo ventanas, estando con todos tus compañeros, y sintiéndote al menos uno más, ¿qué mejor para intentar que mejoraras que llevarte a una “clase de refuerzo” sin ventanas, con los demás “tontos” y el ambiente perdonavidas por excelencia?
Eran mates, pero no recuerdo de qué era el examen. Imagino que sería la típica temática cerrada, ejercicios que, a no ser que en el futuro te dedicaras a determinada profesión extremadamente específica, jamás te servirían para nada. La putilla me ponía algo nervioso, más que Caracaballo, cuya forma de mirarme por encima del hombro consistía básicamente en pasar de mí. Pero la putilla aún no sabía de qué íbamos cada uno, así que podía perfectamente dirigirse a mí como si yo no quisiese estar en cualquier otro lado. La única forma de haberle hecho entender cuál era mi rol a los catorce años, hubiese sido decirle que yo iba al colegio, sí, pero que había perdido la fe en él algo así como en tercero de primaria. Lo sabía yo y lo sabía el colegio, y entonces aún quedaban muchos años para que se sospechara la puñetera basura de parking para críos que era el sistema educativo.
La putilla, como venía a dar clase de forma puntual, no se enteraba. Lucía esa pose de quien ha decidido firmemente que nadie osará intentar un enfrentamiento; ese rollo que a la vez la alejaba por completo de cualquier atisbo de trato humano para contigo. Hacía su papel, que de todas formas era apropiado según la inercia vigente entre el profesorado. Por eso cuando un profesor era bueno, era algo tan sumamente raro, era como encontrarse un billete de cinco mil pesetas de la época. Un profesor de vocación, una profesora buena, eran como mitos de los que algunas personas hablaban, leyendas urbanas que te gustaba escuchar, porque eran emocionantes, incluso inquietantes (¿no aburrirse increíblemente en un aula?, ¿cero humillaciones?, ¿aprender algo importante sobre el mundo o sobre ti mismo?). Pero, como con todo lo demás, lo mejor era no tener muy en cuenta esas historias. Costaba imaginarse a esos profesores casi de ficción, porque, realmente ¿estaban permitidos? El colegio era como la mili de los niños, era así, y ¿qué mili no se ha concebido para enviar un mensaje de miedo? O crecías aterrado o eras un vago.
Y yo estaba aterrado, aunque sacara malas notas. En algunas clases lo pasaba muy mal, mirando a la nada, intentando que no me ubicaran y me sacaran a la pizarra. A veces era muy aburrido, pero a veces la clase se eternizaba por otros motivos.
Durante aquel examen, la putilla se paseaba cual mamífero vigilante por la clase, estudiando nuestros movimientos y –seguro– deseando delatar a algún copión. A veces se sentaba tras su mesa de profesora nacionalsocialista, y nos miraba uno a uno. Para mí aquel ambiente era incluso más opresivo que el que alimentaba Caracaballo; Caracaballo apostaba más bien por cuidar todos los detalles relacionados con conservar la exasperación del tedio, y alimentar un miedo atroz al futuro, que se nos comería o no dependiendo de cómo rindiéramos en sus clases. Caracaballo solía caer muy bien a los padres de todos, que la veían como la profesora recta ideal que no admitía tonterías. Se les escapaba que tampoco admitía rasgo alguno de humanidad. Humanidad, qué cosas… La putilla quería seguir sus pasos, era más importante quedar bien ante los adultos que ante los niños. Los niños no tenían dinero.
Me miró y la miré. Yo fingía hacer cuentas con los dedos, miraba mi papel y anotaba alguna cosa. La putilla resopló dando a entender que no se tragaba mi pantomima. Fue uno de los momentos más humillantes de mi trayectoria como “estudiante”.
La putilla tenía un buen culo. Tenía una llamativa melena rubia (no recuerdo si natural), y en general un buen cuerpo. Solía vestir blusas y tejanos bastante ajustados, de cuando los tejanos se subían hasta el ombligo. Su aspecto contrastaba (y cómo) con su forma de ser. No te la podías imaginar haciendo una mamada o cabalgando ninguna polla, y si no podías a los catorce años… Es difícil saber cómo esa mujer –antisexo en un cuerpo perfectamente sexual– conseguía resultar tan odiosa.
Tenía que haber algo más. Tenía que tener otras facetas.
Lo chocante es que, habiendo yo descartado que ella tuviera vagina o un corazón, días después su mundo de la estrechez se vino abajo por completo.
Había un profesor de F. P. en el mismo centro. Tenía fama de ser precisamente lo contrario a la putilla. Corrían historias sobre él, historias de drogas y de sexo, y también de haberse llevado mejor de lo que la normativa permite con alguna alumna de Administrativo (no culpo a nadie: hablamos de una chica de 17 o 18 años…).
Recuerdo haberme quedado castigado en cierta clase con nuestro tutor. Dos horas, de cinco a siete de la tarde. Las cinco era la hora de salida. Estábamos unos cinco compañeros y yo. Nuestro “delito”: hablar. Habíamos hablado demasiado durante cierta clase de Lengua. No solían castigarme nunca. De hecho, en ese sentido era un alumno ejemplar. Quizá por eso, el tutor, que no quería dejar la clase sola ni un minuto, me confió un encargo. Me dijo que llevara una carpeta al despacho de Caracaballo. Incluso me dio unas llaves. Caracaballo no estaba, y cada vez se ausentaba más, porque al parecer tenía alguna clase de cargo en algún comité educativo. Quien usaba ese despacho en su ausencia era la putilla. Quizá el error del mundo adulto, fue hacer más de una copia de determinada llave.
Recorrí varios pasillos, y llegué ante la puerta del despacho de Caracaballo. No oí ningún ruido, lo cual quizá me habría frenado. Así que, con toda confianza, metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Puede que empleara en ello sólo un par de segundos, porque me encontré con una escena que jamás habría soñado. El profesor de F. P. estaba estirado boca arriba sobre un plástico extendido en el suelo. La putilla estaba en cucillas sobre su cara, no llevaba ni pantalones ni bragas, aunque sí una de sus blusas recurrentes. No llegué a ver su bello púbico. Desde mi ángulo, todo el protagonismo se lo llevaba su culo blanco y firme. No quise mirar mucho más, el profesor estaba desnudo y se machacaba a conciencia lo que me pareció un micropene en toda regla. Ella soltaba su chorro amarillo en la boca del lince de la F. P. Recuerdo el sonido, como de pequeña cavidad recibiendo el agua a presión de un riachuelo. Me quedé petrificado, lancé la carpeta encima del escritorio. Ellos se sobresaltaron, pero no intentaron disimular ni hablarme. Cuando cerré la puerta (con llave), oí maldecir a la putilla. Creo que al profesor le dio un poco igual.
Sabía lo que tenía entre manos. Lo que hubiesen hecho muchos, es correr la voz, algunos puede que incluso intentaran chantajear a esa cabrona.
Yo no hice nada.
En la siguiente clase sin ventanas con ella, un par de días después, mientras se suponía que estábamos haciendo ciertos ejercicios, miraba fijamente hacia su mesa. Buscaba sus ojos. Por una vez, un alumno tenía el poder de hacer que la putilla le ignorara. Yo podía haber contado ya lo que pasó. O no. O aún no. Podía haber hablado con quien quisiera. También podían no haberme creído. Pero eso daba igual; porque ella y yo sabíamos lo que había pasado. Yo tenía todo el poder, y ella sólo era una putilla. No necesitaba que me aprobase por el morro (aunque lo hizo), no necesitaba que me tuviese miedo (aunque lo tenía). Me bastaba con su terrible periodo de angustia. Me bastaba con la proyección de lo que ella era capaz de hacer. Se convirtió en las mejores pajas, y ya nunca más me miró resoplando, ni menospreció mis pantomimas.

milili

 

 

50 relatos de Grey (43 de 50) – Papá de los 90

El día siguiente a la verbena, cada uno se agenciaba algún recipiente, y buscábamos petardos. La gente los perdía durante la noche, parecía que a veces incluso los tiraban. Ahora algunos añoramos el silencio, lo buscamos, igual que antes buscábamos petardos. Pero de críos éramos –quizá necesariamente– adictos al ruido.
Puede que fuese más fácil encontrar petardos extraviados entonces que silencio ahora, pero eso no da para que nadie te pregunte nunca si has visto alguna vez un cadáver.
Se perdían de todo tipo, desde los más inofensivos hasta los que eran capaces de reventar un ladrillo. Los más peligrosos eran los más buscados. Lo que en realidad buscábamos de alguna manera era el horror a la luz del día, o de la luna, dinamitar la tranquilidad que proyectaba la pose de los adultos. Los adultos vivían en esa especie de error de percepción general aceptado como acierto. Ese rollo católico filtrado a distintos niveles. Creo que en el fondo todos pensaban que su sacrificio con el trabajo no vocacional y la tediosa rutina, traería algo más que nóminas y sábados. Para los críos, la festividad en que se tiraban petardos –y aunque no pensásemos en estos términos– era la oportunidad inconsciente de representar nuestra humilde anarquía.
No teníamos suficiente con la verbena de San Juan, claro, así que durante todo el día siguiente estirábamos la fecha hasta agotar todo resquicio de pólvora a la vista.
Dudo que ahora se vendan ya según qué artilugios con mecha. Yo no estuve en Normandía cuando allí hicieron verbena; pero he visto ojos sangrando, cortes horribles, le vi hasta el hueso de la rodilla asomando a un amigo. He visto cristales clavados en brazos y piernas, ventanas rotas, farolas explosivas y hogueras descontroladas hasta oír la sirena de los bomberos. He visto a chavales intentando de verdad quemar su barrio desde las puntas. No es que fueran conscientes de lo que hacían, pero lo eran del desahogo que lo que hacían les proporcionaba.
En una de esas resacas matinales, encontramos una buena botella de vino abandonada. Estaba vacía y lista para servir a nuestros objetivos, o más bien a nuestra rabia por la carencia de ellos. Para entonces ya teníamos una buena colección de pequeños explosivos.
Estábamos vivos y nuestras piernas y brazos eran funcionales. A ello, pues. Lo divertido, en el fondo, era que nosotros encendíamos la mecha, colábamos el petardo gordo en la botella, y salíamos corriendo. Pero no se podía saber si en ese momento llegaría alguna señora con la compra. Si alguien pagaba el pato, no sería ningún menor de catorce años. Creo que nosotros lo sentíamos como una excepción. Por una vez, la torta, el guantazo, la paliza, se la podía llevar el viejo, la vieja, el hermano mayor, los capullos que nos trataban como a mascotas problemáticas. Qué se le iba a hacer, era una trastada de chiquillos, no hacíamos más que encajar en la forma que ellos tenían de vernos. Y vaya si encajaríamos.
Un fragmento reventó un globo ocular, otro chico tropezó y su rodilla fue a parar la esquina de un bordillo. Trozos de cristal entraron en el salón del tío que nos solía inundar la plazoleta para que no jugáramos al fútbol. Ese cabrón conectaba una manguera y encharcaba a propósito la grava. Algunos fragmentos brillantes rebotaron dentro de su casa, como en una caza del diamante a la inversa. Yo me llevé un buen corte. A alguien le tuvieron que sacar una estalactita de la uña del dedo índice, que estaba fuera de sitio. Dedos, ojos, caras, manos y piernas en carne viva, los lloros se oían por todo el barrio. Al parecer, aquello tenía alguna clase de mecha rápida, pero no porque vendieran así aquel petardo, sino porque alguien preparó el cebo, y nosotros éramos la pesca.
Sospechamos enseguida del hijo de puta que nos jodía los partidos de fútbol. Con los años se confirmaría que había sido él. Al principio pensamos que fue algo tonto, porque no reaccionó de ninguna manera. Pudo haber salido escaldado, pero ni aun así representó al menos los cuatro gritos de rigor. Luego entendimos. Obviamente no había nadie en casa, y dejaron las ventanas del bajo abiertas para –supongo– reducir posibles daños. Sólo ondeaban las cortinas tras los barrotes, mientras él y su familia de mierda (sólo me daba pena su hijo), estaban en la playa o visitando a otros familiares de pacotilla.
Aquello era la excusa perfecta para estirar más nuestra fiesta. Nos agenciamos una traca de petardos de cincuenta. Eran pequeños pero harían su función. No sentíamos la necesidad de escondernos, así que, tres días después, a las nueve, en otra apacible noche de verano, nos colocamos frente a los barrotes de su ventana (los más parecidos a los de una cárcel que hemos visto en una vivienda), encendimos la mecha, y tiramos la mercancía dentro de su salón. El hijo, de unos nueve años, estaba en su cuarto. Papá y mamá, viendo la tele. Nuestros lloros días antes se habían oído por todo el barrio, pero luego les tocó el turno a nuestras risas. No nos movimos de nuestra plazoleta. Éramos los que más la usábamos, de modo que nos sentíamos más propietarios que vecinos. Papá jodepartidos no gritó, aunque sí su mujer, que se llevó un buen susto. Lo que hizo el tío, fue hurgar en alguna habitación buscando lo que supongo era su juguete más preciado.
Algunos de nuestros padres fueron al funeral. Nosotros no, sólo nos dolía que aquel chico se hubiera quedado sin padre (o lo que fuera). Y no pasó mucho tiempo hasta que bromeáramos sobre el asunto. Un colega imitaba a la perfección el momento. Cogía un palo o una rama a modo de escopeta de caza, corría unos metros estilo ogro, y fingía tropezar. Luego imitaba casi a la perfección el ruido de explosión de la munición, atravesando la cabeza desde la mandíbula hasta la coronilla. Fue también traumático, obviamente, pero nunca más después de aquellos días nos sentimos con nuestro propio lugar en el mundo.

hoguera

50 relatos de Grey (42 de 50) – Gilipollas estándar

En realidad no tenía “nada” de malo. No era meticona ni particularmente dañina. No invadía tu espacio personal ni se comportaba de modo desconcertante. No era muy indiscreta que supiera. No hacía daño “a nadie”, y más o menos iba a lo suyo. No es fácil explicarlo, pero hay bastante gente así, tanto tíos como tías. A veces, este tipo de personas, se emparejan. Las define un temple irritante y –supongo– sumamente occidental. Pueden ser inteligentes y conscientes del mundo que les rodea y sus penurias, y a la vez saben pasar inteligentemente de él… Suelen proyectar un aura de normalidad y, sutilmente, presumir de ella, algo que hacen a través de los comentarios que hacen sobre la supuesta anormalidad de otros. Son consumidores natos, siguen todas las tradiciones aun refiriéndose a ellas con distancia irónica, y procuran mantener un perfil bajo en cuanto a objetivos.
Hay formas de reconocerles. Topar con uno es tan fácil como topar con señales de tráfico, semáforos o pilones.
Yo conocí muy bien a una. Cada viernes: bolsas de la compra. Cada puente: viaje. Cada postre: pedir una cuchara para meterla en el de su novio después de haber asegurado no querer postre. Cuando vas notando esos tics (más el cómo que los mismos), sabes que estás ante una gilipollas estándar. La gilipollas estándar puede tener frío con veinte grados o ver manchas en tu chaqueta donde tú no ves nada. Puede sentirse incómoda entre algodones o iniciar una conversación absurda por el color de una de tus prendas. La gilipollas estándar suele tener su criterio para la moda, y, quieras o no, lo acabarás “pagando”. La gilipollas estándar es algo así como una pija de clase media: si tuviese dinero, sería tan odiosa y elitista como las celebridades a las que no duda en poner a caer de un burro.
La gilipollas estándar se ha amoldado a la perfección a la sociedad, dejando de lado la posibilidad de que sea una sociedad enferma.
La percepción de la que hace gala la gilipollas estándar, es un cliché realista dentro de un cliché racional. La mentira de la capacidad humana para ordenar el caos, es su única creencia, la más profunda, y se mostrará cínica ante cualquier “historia de fantasmas”.
La gilipollas estándar, el gilipollas estándar, creen seguir tendencias, pero en realidad son quienes las marcan. Su vida es el motivo de nuestra guerra. Sus bienes están empapados de sangre y tampoco respetan (ni contemplan) el suicidio. La peor sensación es mirarles… y verte en ellos. El gilipollas estándar ama a la gilipollas estándar, y juntos sueñan con ser una de esas parejas de los catálogos, cada uno con su profesión de alto perfil y su capacidad para lucir. En metáfora pura y dura, los gilipollas estándar son como jugar a las cartas en una casa en llamas: Incluso así, de lo que se quejarán, es de tener frío…

pijos

 

50 relatos de Grey (40 de 50) – Un café en la ciudad

Quien te habla podría estar muerto, esas cosas pasan. El caso es que me enrolé con quien no debía. Si eres un crío y haces eso, puede que tontees con el tabaco o te saltes algunas clases; pero siendo adulto, quizá acabes fiambre.
La gente cree que los que se meten en el tráfico de drogas, lo hacen para dar el gran golpe e irse a alguna isla paradisíaca en la que poder vivir al margen de lo que llaman “vida real”. Pero lo cierto es que la mayoría sólo sobreviven, acaban enfangándose por pura desesperación personal o para evitar la mendicidad. La visión del mundo que tiene un traficante no siempre dista tanto de la del ciudadano al uso con un curro tedioso. La ilegalidad funciona más o menos igual que la “vida real”, unos pocos viven como reyes exprimiendo a una mayoría.
Yo sólo quería saldar algunas deudas. No iba a hacerme rico, sólo necesitaba un respiro.
Tenía que transportar determinada cantidad de material. Lo tenía a buen recaudo en casa. Sólo iba a ser una noche, pero fue justo la noche en que me entraron a robar. Perdí un montón de dinero en coca, y el capo de turno (nunca le vi la cara) dio la orden.
De un día para otro, me vi caminando por la orilla de cierta playa. Tres y pico de la mañana. A unos cinco metros por detrás, mi matón sujetaba una pistola con silenciador (creo). Mi carrera delictiva había sido tan corta que ni me dio para aprender algunas cosas sobre armas. Yo siempre me había tenido por alguien cuerdo. Pero ahí estaba, en esa situación que ves en las películas, donde sabes que nunca te verás envuelto, porque no eres tan tonto.
He de suponer que me llevaba a alguna zona en la que dejar tirado un cadáver resulta apropiado según el código gángster.
Al llegar al final de la cala, me dijo que me sentara en la arena. Decidí que no hablaría en tono de súplica. Por suerte, cuando me habían cogido y metido en un maletero, llevaba el móvil encima. Siempre había pensado que si tenía claro que iba a morir en poco tiempo, hablaría al menos con ciertas personas para despedirme, para decirles las cosas que no me había atrevido a decirles antes. Con tono monocorde, le dije al tipo que sólo le pediría un último favor. Necesitaba hacer dos llamadas.
El tipo debía estar de humor. Se sentó en la arena a cierta distancia, quizá unos cuatro metros; no se iba a arriesgar a que me abalanzara sobre él. No dijo nada, sólo me apuntaba e hizo un gesto para hacerse entender. Tampoco tenía yo intención de buscar el enfrentamiento. Me sentía con el suspenso definitivo de la vida adulta, después de haberme comido muchos de niño. Simplemente se me había dado fatal vivir, y estaba en edad de merecer.
Puse el manos libres. No quería que al matón (que no parecía muy listo) se le ocurriera luego que tenía algún plan retorcido. Primero llamé a mis padres. Era ese tipo de llamada irritante, cuando se nota que sólo sirve a tu desahogo, todo información sin contexto que tu interlocutor sólo podrá entender días más tarde. No puedes llamar a nadie y decirle que vas a morir en unos minutos, es una putada.
Mis padres reaccionaron con un cabreo monumental. Eran así con todo; desde que yo era crío, cada pequeño o gran revés de la vida, cada situación desconcertante o descontrolada, daba pie a un buen enfado en familia. El amor se vende como algo complicado pero potencialmente fácil de demostrar con palabras. Pero algunas personas necesitan armarse de valor para decirle a alguien que le quieren, porque sentimientos tan abstractos o intensos suelen sonar ridículos o forzados si tienes poco tiempo o espacio para expresarte. Es algo que puede incluso violentar a la persona receptora, aunque más tarde lo valore. Millones han intentado hacer justicia a dichos sentimientos con libros de cientos de páginas, y también han fracasado estrepitosamente. Lo bueno de estar a punto de morir –para esto en concreto–, es que la muerte es el vestuario perfecto. Es muy difícil que tu declaración de amor caiga en saco roto a largo plazo. Es a la vez palabras y acción. Si las demostraciones verbales de amor tienen una fama sospechosa, es porque el amor en realidad no se habla, se demuestra; y porque probablemente la mayoría de los que lo cacarean sin parar, mienten o lo hacen para manipular. Aun así, mi llamada era la primera demostración de amor hablada para con mis padres, y su naturaleza de despedida le otorgaba todo el sentido.
Ellos pedían explicaciones y yo les decía que les quería, pero que no podía dárselas. Sabían claramente que algo grave pasaba. Estando mi madre al teléfono, cuando lo que yo esperaba era más bronca, intentó dialogar, un intento de autocontrol, y luego se puso a llorar. Por primera vez se derrumbó la tendencia. Entonces, no lo pude soportar más, y colgué.
El matón me miraba, se impacientaba, no estaba seguro de que él entendiera el porqué de tener activado el manos libres. Quizá pensó que lo hice para intentar ablandarle. La pistola parecía decidir por los dos, a él le decía que estaba en su mano para ser usada, y a mí me espoleaba a hacer la segunda llamada.
La segunda llamada era a una chica, y era aún más compleja, porque no se limitaba a una declaración. Era alguien con quien hacía un par de años que no hablaba, pero que jamás se me había ido de la cabeza. La parte buena era que ella no gritaría, y aunque mi discurso la desconcertara, probablemente no se alarmaría hasta después de haber colgado.
No sabía si aún tendría pareja o (horror) incluso algún crío…
No sé qué me pasó, pero justo mientras buscaba su número, decidí hacer otra cosa. La primera intención era llevar a cabo el mismo ejercicio que con mis padres. Pero de repente odié esa idea. Me bastaría con oír su voz y con que ella oyera la mía. No me mostraría ambiguo y terminalmente emocional; me limitaría a hacer aquello que había hecho tantas veces. Fingiría. Haría como si no pasase nada. Cómo ella interpretara la llamada en sí, quedaría al cien por cien para su perspicacia. Oiría las olas de fondo, mi tono de voz, el viento… Si ella se informaba y apostaba lo suficiente por la paranoia (y yo sabía que era muy posible), podría encajar las piezas.
¿Hola?, me dijo.
–Hola…
–Cuánto tiempo…
–Mucho… ¿Cómo estás…?
–Bien, bien…, ¿cómo estás tú?
–Eh… bueno, bien…
-…
–Oye, es que te llamaba porque la semana que viene estaré por la ciudad.
–¿Ah sí?
–Sí. Sí. Y como hace tiempo que no te veo, he pensado en llamarte. Estaré allí por la tarde, el miércoles, quiero pasarme por…
–¿Por la tarde? Por la tarde el miércoles…
–Era por tomar un café o algo así. No sé si…
–Mmm, creo que sí, puedo quedar. ¿A qué hora vendrías?
Algo me decía en su tono que estaba predispuesta. No esperaba tanta predisposición en su tono.
–Pues no lo sé, a eso de la seis de la tarde. Si quieres quedar, te enviaré un mensaje.
–Vale…
Sonaba dolida. Como si alguien la hubiese hecho daño. Como si quedar conmigo fuese… pertinente.
–Bueno, sí, pues…
La conversación se alargó un poco más, todo titubeos hasta encontrar el giro adecuado para colgar. Un café. Por un momento, por raro que parezca, me olvidé de mi situación. Cuando al fin ella colgó (quería que lo hiciera antes que yo), fingí que la conversación seguía un poco más. Fingir. Un café. La ciudad. Miércoles. La pistola reposaba inerte, sujeta entre su mano derecha y el interior de su muslo derecho. El tipo no tenía la mirada fija en mí. Sin pensar más, tiré el móvil y rodé por la arena lo más rápido que supe. Él reaccionó, salió de su estupor y alzó el arma no muy hábilmente. Abrió fuego.

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50 relatos de Grey (39 de 50) – Bucle

Mi móvil está muerto. Supongo que son algo así como las dos de la tarde, quizá la una. El sol achicharra mi gorra vieja de coca-cola, creo que me voy a pelar por el cuello y la nariz. Atravieso el desierto como un spot andante; quizá no debería haber dejado de seguir la cuneta de la carretera, pero me pareció que podía atajar. Llevo una lata de gasolina vacía, que, al igual que la gorra, por algún motivo estaba en el maletero. Puede que haya caminado unas tres horas, y también puede que esté perdido. Como sea, en teoría tengo que hacer lo mismo de vuelta.
Me siento extraño, estoy empezando a sentirme parte del desierto. No es desagradable, y cada vez lo es menos. Puede que esté perdiendo el juicio por el sol. A veces es difícil discernir cuándo alguien está despertando a la lucidez o se está volviendo loco. Y más cuando los cambios los nota uno mismo.
La voz interior me dice algo como: ¡Recuerda que la vida es exterior, no interior, y aunque exista la vida interior, a nadie la importa un pijo, así que es como si no existiera!
En algo tiene razón; agua, comida, intemperie… Pero no me siento sediento, no echo de menos la comida, y el sol… el sol se nota, pero cada vez parece más amigable, o más bien más: apropiado. Creo que había oído algo semejante sobre el budismo: el objetivo de la gasolinera se diluye; comienzo a contemplar la carencia de objetivos como una posibilidad viable. Esa opción empieza a adquirir propiedades de gran alivio.
En determinado momento tiro la lata de gasolina. La suelto sin más y me separo de ella. Pienso en qué le diría a alguien que me llamara ahora si mi teléfono continuara operativo. Luego se me ocurre que tampoco siento en absoluto la necesidad de dar explicaciones. Continúo caminando.
Avanzo y el cansancio comienza a ser un recuerdo, una de las desventajas de mi anterior yo. El cuerpo no me pide camas ni hamacas ni ajustar mi biorritmo supuestamente atrofiado. Empiezo a lucir una sonrisa posorgasmo. No es que me parezca que puedo arrancar a volar, más bien me extraña el haber tenido jamás fantasía alguna al respecto. Llegado cierto punto, no tengo ni idea de hacia dónde iba con el coche. La sola idea de que necesitara ir a algún sitio a esa velocidad concreta, me parece cada vez más estúpida. El tiempo en horas, minutos y segundos, empieza a perder poder para mí. Pocos pasos más adelante, pasa a importarme un carajo qué hora sea o que hayamos inventado el reloj.
Miro hacia el sol y compruebo que no necesito apartar enseguida la mirada. Se podría decir que, de repente, tengo ojos nuevos, ojos al margen de lo interior y lo exterior, que pueden ver sin afectación ni juicio de valor. Es lo que creo, aunque no sepa cómo ordenar las ideas con el lenguaje conocido. El cielo parece mutar en algo más suave y pictórico de lo que yo entiendo por cielo; el desierto es árido, pero algo me dice que eso es la belleza, lo que es como tiene que ser, o simplemente como siempre fue. Meto las manos en los bolsillos, me desprendo del móvil y la cartera. Tiro las llaves y el tabaco. Ni tan siquiera soy muy consciente ya de los objetos y su utilidad, simplemente suelto lastre. Me comienzo a sentir camino del otro extremo del cinismo. De los chistes de mierda. De la mezquindad y la ruindad de clase media al servicio de la alta. No me elevo, no me crecen alas ni me convierto en Pegaso, no me transformo de golpe en un lagarto. No me quedo plantado como un cactus. Puede que, de alguna forma, vuelva al origen, signifique lo que eso signifique. Me quito la gorra, la observo extrañado, no hay logo ni marca, es opaca, ya no hay rojo ni letras retorcidas. No es blanca ni negra. Su textura es la misma, pero ahora no es, pienso, y la dejo caer.
Camino llevado por una inercia inexplicable. Estoy bastante seguro de no encontrarme ya en medio de un mapa real de carreteras, desiertos, peajes y bares de putas. No creo que nadie me esté poniendo a prueba, ni mucho menos Dios, pero tengo claro que lo dejado atrás tan sólo eran caprichos y formas. Ni siquiera recuerdo haberme quitado la ropa. El suelo no se me antoja especialmente duro o pedregoso.
No me siento amenazado, incluso sin tener ni idea de lo que está pasando. Veo una figura a lo lejos. Tampoco lleva ropa y parece una mujer. No acelero el ritmo. Juraría que el paisaje de fondo ha sufrido agrestes variaciones. Algo más allá de la figura hay un árbol. La luz del día parece invariable desde hace rato. Deduzco que la mujer camina algo más lenta que yo, ya que cada vez la veo más cerca. Se aproxima al árbol. Arranca algo de él y se lo lleva a la boca. Se vuelve hacia mí, estoy a unos cincuenta metros. Mastica, y de una de las ramas parece colgar una serpiente.
“Mierda”, me dice la voz. Y la manzana mordida está en mi mano.

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