Les presento a mi hija. El año que viene se va a (nombre de la universidad aquí), y además ha sacado la nota de selectividad más alta de su promoción, nada más y nada menos que un (nota más alta de su promoción aquí). Quiero anunciarles, también, que este chicarrón que está aquí con ella ya se ha licenciado, y comenzará a ejercer en mi bufete a partir del mes que viene. Soy un padre orgulloso, debo decir, y tengo mucho dinero. Sé que esto no se suele decir, pero vosotros ya lo sabéis, y a mí me encanta convertirlo en sonido: tengo mucho dinero. (Se saca un fajo de billetes del bolsillo interior de la chaqueta; su hija grita «¡papá!»). Tengo tanto dinero de todas mis empresas, que de hecho podría tirar este fajo de billetes de quinientos ahora mismo, podría tanto quemarlo como regalarlo, y ninguna de esas cosas me quitaría el sueño. ¿Saben ustedes lo que me quita el sueño? Seguro que no les parece original, pero ya que estoy algo achispado y estamos todos reunidos, no os importará que me sincere. Os voy a tutear sin más, si os parece. Lo que me quita el sueño es mi maldita edad. Ni siquiera voy a decir cuántos años tengo; más de setenta, eso bastará. Fui padre bastante tarde, pero luego no había quien me frenara, y me casé demasiadas veces. A decir verdad, tengo tantos hijos que a veces soy incapaz de asociar nombres y caras. Hoy, por ejemplo, he estado un buen rato procurando recordar el nombre de mi niña aquí presente. Aún tengo dudas al respecto, así que voy a prescindir de este dato si me lo permitís. Y claro que me lo vais a permitir, porque sigo teniendo este fajo en mi poder, y aún no sabéis qué voy a hacer con él. No hay nada como tener el Quijote en billetes en tu mano para que te escuchen; de no ser así, ahora sólo os parecería un viejo chocho balbuceando, ¿verdad? Cuanto más mayor me hago, mejor conozco las hipocresías de la juventud. Ni tan siquiera me apetece ya bajarle las bragas a una chica de veinte años. Demasiado tersa, demasiado pulcra, demasiado creída y perfecta y remozada en productos de belleza. Todo eso sólo me recuerda que, a mi edad, si me muriera mañana, nadie se extrañaría. «Bueno, un puto viejo menos», pensarían, y comenzarían a largar que lo sienten y que les importa y todas esas patrañas de juventud y mediana edad.
Yo, sin embargo, puedo estar en lugares como este, llenos de mesas llenas a su vez de gente como vosotros. Familias de edad bien vista, todos jóvenes hasta cierto punto. Seguro que soy el único viejo; y soy el único porque los viejos estorban, ralentizan las cosas, no saben lo que dicen, se olvidan, reniegan, maldicen y es asqueroso verlos comer, ¿verdad? Excepto si el viejo en cuestión es asquerosamente rico, claro. Me gustaría saber dónde están ahora los viejos de cada una de las familias aquí presentes. Solos como mínimo, ¿no es cierto? Solos o muertos, o viudos, o viudas… O en una residencia… De todas formas aquí no soy el único tío que tiene pasta. Puede que sí el que más, pero hay aquí algunos otros cabrones adinerados. Seguro que con esa pasta habéis podido llevar a vuestros viejos a una buena residencia. Llevarlos y dejarlos en manos del tiempo. Que el tiempo se encargue, suele pensar la gente joven. Si el viejo, además de ser viejo, se jubila, es como un mueble feo, ¿no? No creáis que no os entiendo. Puedo comprender que los viejos os den asco. A mí me dan asco. Me da asco ya verme en el espejo, me doy asco. No me soporto, y tampoco soporto la vida que he llevado; superficial, tonta, materialista, sin querer nunca demasiado a nadie, teniendo siempre el miedo como respuesta para todo. Y lo que es peor: el miedo disfrazado de valentía y sentido común.
He llegado hasta aquí, y soy consciente de lo que soy. Pero lo peor es que estoy tan intoxicado de este estilo de vida, que sería incapaz de cambiar.
Hace un tiempo, fantaseaba con financiar a algunos empollones para que encontraran el modo de alargar unas décadas mi existencia; y a poder ser mi erección. Quería una vida más larga. O incluso no morir. O, dejadme corregir una vez más: morir cuando yo quisiese. Si un tío pudiera morir cuando le diese la gana, ese tío sería más afortunado que cualquiera. Aún no sé deciros por qué, pero quizá el dinero tendría a un oponente serio por primera vez en la historia del capitalismo: La inmortalidad opcional.
Sé que estáis algo desconcertados, todos tan mudados y correctos. Pero todos sabemos que muchos de vosotros estáis aquí por interés, y que ninguna ceremonia pija para celebrar el futuro universitario de una niña os importa un carajo. Sé que mi hija no os importa un carajo. No llores, cariño, no es nada personal. Sé que no os importa una mierda lo que pase con ella. Puede que os interesara si se os ofreciera borracha en el ambiente adecuado; sé que muchos aquí la dejaríais agotada y con el culo rojo encima de una sábana de seda empapada. Sé que lo habéis hecho con otras cuando habéis tenido ocasión, u os habéis decidido por pagar al contado. Tranquilos, no diré nombres, hoy sólo he venido a delatarme a mí. El resto son las cosas que nunca se dicen en voz alta. ¿De verdad nadie siente ahora un gran alivio al oírme?
Como muchos sois hombres de negocios, y sabéis que esta es una de esas ocasiones en las que el ricachón de turno anuncia su retirada, sé lo que está pasando. Sé que esperáis que os anuncie quién va a heredar mis negocios. Hoy queréis saber con quién tendréis que tratar para intentar que vuestras fortunas aumenten casi por arte de magia. No creáis que os quito ningún merito, acumular pasta no es fácil, y tampoco no lapidarla si uno ha heredado la labor de papá o el abuelo. Yo sin embargo no tenía un duro cuando todo esto empezó. A veces me siento como si hubiese sido el tipo que le clavó la lanza a Jesucristo.
(Saca un mechero y quema el fajo de billetes. Lo pisa.)
Tenía ganas de hacer algo así algún día. De todas formas no sé cuántas personas hoy aquí salivaban viendo unos pocos billetes de quinientos. Puede que no tantos.
(Saca una pistola del otro bolsillo interior de su chaqueta. Se la lleva a la boca.)