Equivocado o no, todo esto lo digo yo, sea quien sea.
La verdad no es algo a lo que parezca fácil acercarse, incluso con toda la voluntad de hacerlo. Al menos si uno lo piensa bien. Las claves para poder notar su aroma, no se antojan sencillas: paradójicamente, para intuir la verdad, parece ya necesaria no poca imaginación, no poca contradicción y las mínimas militancias. La verdad no es necesariamente divertida, no es casi nunca una fiesta, no es algo tras lo que uno pueda ir cada martes y jueves, después de haberlo apuntado en la agenda. La verdad evoluciona; intentar acariciarla no te granjeará amistades (o al menos no sirve para eso), no cabrá en un grafiti, una nota, una cita o un movimiento político concreto. Con todo, la lucha por la justicia necesita sustentarse en la verdad (o lo más parecido posible a ella), y no en corrientes de reminiscencia “sectaria”. El proceso de lucha necesita autoanálisis constante, o siempre será nada más que un campo de juegos, un nicho más para el entretenimiento, otro tatuaje de juventud abandonada. La justicia no es un pasatiempo, no es tu equipo de fútbol, no es el árbitro al que gritar. La búsqueda de la justicia ya tiene poco que ver con el desahogo personal, no es como pegar tiros en un videojuego, practicar deportes de riesgo o pasar por la peluquería para “hacerse fuerte”.
Hace poco supe de una historia. Una sobre unos vecinos. Sobre cómo las cosas evolucionan, a veces provocando extrañeza, dolor, en el sentido en que el mismo surge de una áspera nostalgia. La nostalgia de no poder luchar como otros antaño, porque quizá no sea ya sólo estéril hacerlo igual, sino que además podría estar comenzando a ser dañino.
La gente conoce el tablero social, las fichas, los equipos, y aunque haya mucha ignorancia, ya los han catalogado a todos. Ya no van a pasar de ahí a estas alturas.
En la búsqueda de la justicia, hay que prestar mucha atención al entorno en presente, y a la forma de ver el mundo que tiene el injusto. Esto es algo que casi nunca parece tenerse en cuenta.
En uno de los pisos vivía una familia al uso. Desinformada (o muy mal informada), inculta, ruidosa, previsible: pasto de gobiernos apoltronados. Un perfil familiar clásico, en cierta manera. Una familia en absoluto adinerada, amantes de la rutina, votantes siempre desde el miedo, henchidos de odio, racistas, homófobos, xenófobos… Es interesante fijarse en lo adecuadas que son las etiquetas cuando se trata de poner nombre a las cosas negativas.
Esta familia, pues, abarcaba todo el espectro de la mezquindad y la ignorancia.
Pero, aunque dicho así parezca que se les podría notar enseguida ese cúmulo de inconsciencia y estupidez, la realidad era distinta.
Se podría decir que esta clase de familia nuclear es algo completamente prefabricado. Es la clase de personas que obtienes de determinado sistema formativo e idea cerrada sobre el trabajo. Están por todas partes. Esta familia representaba perfectamente –por hacerlo rápido y simple– al esclavo moderno. Esclavo no sólo en términos económicos, sino también de ciertas recurrentes limitaciones; las cuales operan a tantos niveles que es un milagro que pudieran hacer cosas como conducir o formar (de vez en cuando) una frase con sentido. Eran los “ciudadanos de bien” que se demandan. Zombis operativos, por decirlo de alguna manera. Ahora, dentro del veneno sistémico que aún late en el corazón de occidente, esos zombis incluso tienen estudios. Se ha conseguido hacerlos aptos para toda clase de labores, “cualificadas” o no, sin que en ningún momento de sus vidas hayan llegado a ser, digamos, realmente conscientes de sí mismos.
Esta familia en concreto tenía unas vecinas puerta con puerta. Cuatro chicas que compartían piso. Tenían una estética marcada y profesaban un activismo constante. Se autodeclaraban feministas y dedicaban la mayor parte de su tiempo libre a planear y llevar a cabo acciones de protesta. De algunas de estas acciones habían sido testigos los miembros de la familiar nuclear prototípica. Cada uno de ellos despotricaba de las chicas, incluso se quejaban basándose en meras especulaciones sobre lo que debían hacer en ese piso; casi parecía que desearan escuchar ruidos o poder cortarles alguna fiesta o reunión. El rechazo era constante, rígido, tallado en mármol, basado en principios cebados de equívocos y amargura. Porque esas chicas encajaban –de manera superficial y en base a un análisis sesgado (que era lo máximo que se podía esperar de la familia)– con los prejuicios sobre el feminismo y su tono.
En algunas reuniones de vecinos, además, se podía palpar la tensión en el ambiente, ya que la familia aquí descrita no era la única descontenta en el bloque. No importaba que cada una de las chicas fuese distinta, cada cual con su carácter particular. No importaba que no hubiesen causado problemas al vecindario. Sólo importaba que todas eran distintas respecto al resto. Eran intrusas en la burbuja tradicional. No eran «chicas» según el patrón impuesto.
El no ser realmente conflictivas también provocaba un conflicto. No había salida. Cada vez que el padre o la madre nucleares las habían visto en plena acción reivindicativa, habían sentido la emoción de poder llegar a casa y despotricar. Los dos hijos, de diez y catorce años, como suele suceder, se limitaban a absorber de ellos.
Lo que los hijos oían es que la chicas eran «pesadas», «bolleras», «guarras», «feminazis», «feas», «marimachos»… Un largo dispendio de lugares comunes del insulto. Una larga tradición educativa.
Un día, todo esto salió a flote.
Sucedió durante una de reunión de vecinos. Acudieron dos de las chicas. Un vecino que vivía justo debajo de ellas, aseguró que hacían ruido hasta tarde, que él tenía que madrugar para ir a trabajar y que… A lo que ellas enseguida se defendieron, dijeron que no se acostaban tarde, y que en el piso jamás hacían nada que pudiese molestar. No gritaban, no montaban fiestas, no ponían la música alta; de hecho la música sólo salía de los auriculares de cada una. Cada cual tenía su ordenador, no tenían televisión ni la querían, ni tampoco equipo de música alguno. Habían acordado no usar altavoces. Etcétera.
Hay que insistir en esto: la falta de conflicto era en sí misma un conflicto, quizá el mayor de todos.
Estaba sucediendo, los vecinos querían comenzar a sacar pegas, querían generar un conflicto real para poder resolver el conflicto ficticio basado en la carencia de conflictos. Los vecinos tenían un solo objetivo, era el mismo de siempre y no era negociable; el objetivo era: No Pensar.
De ningún modo iban a preguntarse de qué iban realmente esas chicas en concreto, o por qué hacían lo que hacían, o qué pretendían, qué les molestaba tanto, qué le exigían a la sociedad y sus mandatarios. Los vecinos ya se habían hecho una idea de lo que hacían las feministas, y, en el mejor de los casos, lo consideraban memeces, una fase, un rollo de ser demasiado joven y tener demasiado tiempo libre. Un rollo de no tener hijos, tener sexo entre ellas, evitar responsabilidades, y de vez en cuando ir a gritar cosas que rimaran a algún lado. Un rollo de no lavarse mucho, no depilarse, dar el cante con las pintas y odiar a los hombres. Odiar a las amas de casa, odiar a la gente de bien, los currantes y los buenos chicos. Un rollo de promover el aborto, no tener donde caerse muertas y dilapidarse el futuro.
Otra de las cosas que no se tienen en cuenta en el proceso de la búsqueda de la justicia, es que el injusto ahora posee la coraza más fuerte jamás creada; y está perfeccionada. Una coraza que le protege contra el conocimiento, que conserva la curiosidad muerta, que impide que entre cualquier atisbo de cultura. Esta coraza son los prejuicios, claro, y los mismos están firmemente arraigados en la ignorancia, aunque aclararlo sea de perogrullo. Esta coraza casi nunca cede por la fuerza, ya no, y se ha forjado al cabo del tiempo, al cabo de décadas. Parece haberse hecho inmune a ciertos rasgos de comportamiento externos, que ahora rebotan en ella sin provocarle un sólo rasguño. A diferencia de las actitudes bienintencionadas, esta coraza, que es la actitud del injusto, sí ha evolucionado a su manera con el tiempo. Paradójicamente, el injusto, para conservar su miedo e ignorancia intactos, ha progresado donde el valiente y el justo han podido quedarse estancados, seguramente por infravalorar la capacidad de conservación evolutiva que tiene la estupidez. Es como si el mecanismo de análisis para buscar justicia fuera cíclicamente perecedero, y lo injusto aguantara años a la intemperie, porque sabe adaptarse al entorno y los tiempos.
Al fin y al cabo, ser bueno y justo puede ser extremadamente difícil, valiente, laborioso, y quizá lo más importante: desagradecido y SOLITARIO. En cambio ser malo, intolerante, miedoso e injusto, tiene que ver con dejarse llevar por el rebaño, hacer lo que te digan y no rechistar. En esta sociedad, eso te convierte en el superviviente perfecto.
Al cabo de unos meses, las chicas se fueron del piso. No todas a la vez, y no por motivos claros o porque la situación se hubiese vuelto insostenible con los vecinos. Pero se fueron. Y los vecinos se congratularon en subsiguientes reuniones, a veces incluso recordando falsedades sobre la molestia que suponían las chicas. El tema principal era el alivio que sentían de no tener que aguantarlas más.
En poco tiempo, alguien volvió a ocupar el piso. Era una familia. Un papá y una mamá, sin pintas de ningún tipo más que de papá y mamá. Una chica de dieciséis años, que parecía una chica y no un saco de nervios roñoso con media cabeza rapada y tatuajes por todas partes. Y un chico de veinte años, que tenía toda la pinta de ser un buen chico y obedecer y no causar problemas.
Los vecinos, al cruzarse con ellos, respiraron aliviados. Especialmente la familia nuclear que habitaba puerta con puerta. De repente las historias cambiaron; los nuevos eran ejemplares, el no ruido pasó a interpretarse como buena educación, y nunca se convertía en especulaciones sobre qué clase de rutina repugnante debía tener esa gente. Se les veía honrados, educados, no necesitaban pasar los sábados por la tarde gritándole a nadie. No babeaban como perros rabiosos. No llevaban el sarcasmo por bandera ni se etiquetaban de ninguna forma. De hecho no usaban banderas, ni pancartas, ni necesitaban ninguna clase de corriente externa de la que beber para sentirse personas. Sólo eran papá, mamá, un chico educado y Una Chica.
De alguna manera, se adaptaban al juicio rancio y limitado de la familia nuclear.
Al menos al principio.
Pasados un par de meses, la mamá nuclear vio por la ventana cómo el chico de la familia vecina se bajaba de un coche. El mismo lo conducía otro chico. A lo que la mamá nuclear pensó: amigos.
Esta operación se repitió durante un tiempo. Hasta que un día, los dos chicos se besaron antes de que el chico educado entrase en el edificio.
La mamá nuclear, aun muy alterada, decidió no decir nada por el momento. Era una chismosa, era mezquina, vacía y vivía través de la vida de los demás; pero como toda buena hija de puta de esa calaña, sabía que si hablaba antes de tiempo, podía llamar a la discreción, y quizá se ahorraría escenas potenciales que aún podía espiar. Quería más información, constatación.
Tenía que esperar. Ver si aquello se volvía a repetir. Tenía que asegurarse de que su vista no la había engañado, de que ese chico era marica. Y había otro motivo para no decir nada aún. La próxima reunión de vecinos, la primera a la que asistirían los nuevos, tendría que ver cómo daban la cara. Cómo vivían con esa mentira; o aún peor, con la certeza de que su hijo era sarasa.
En dicha cita, se presentaron los padres, el papá y la mamá aparentemente respetables. Excusaron a sus hijos, a los que, aun habiéndoles animado a asistir al menos a la primera reunión, prefirieron quedar con sus amigos. Así son los chavales ahora, dijeron. O algo así. La mamá nuclear los miraba fijamente, de una forma que ella misma jamás hubiese aprobado.
La reunión se desarrolló con la mayor corrección y amabilidad. La familia nueva se los metió a todos en el bolsillo. La mamá nuclear se sentía poseedora de un secreto. Un secreto terrible. Esa familia no era lo que aparentaba. Era, en el mejor de los casos, una familia desestructurada. A saber qué clase de traumas habían convertido a ese muchacho en gay; a saber a qué había estado expuesto de crío. Le había visto ya muchas veces besuquearse por la ventana, estaba más que confirmado que era un mariconazo. No se escondía, no se avergonzaba. No se dignaba ni a mezclarse con los suyos a escondidas, o irse hacer lo que hicieran los sarasas a algún club para sarasas. Simplemente se exponía, a plena luz. No tenía ningún tipo de vergüenza, y tampoco el chaval con el que se magreaba. Era insultante. Todo esto pasaba por la mente de la mamá nuclear durante la reunión de vecinos. Todo eso, mientras el resto del vecindario saludaba con cortesía a esa pareja tan amable, a esos papá y mamá de un chico gay, y de…
¿Qué pasaba con esa niña?
Tal y como funcionaba la mente de la mamá nuclear, la misma noche después de la reunión, no dudó en largarlo todo. Lo hizo durante la cena, casi escupiéndole a su marido el asco que sentía, y todo delante de los críos, claro. Empezó a contar la historia sobre los besuquéos constantes del chico nuevo. Pero no se quedó ahí. La niña también empezaba a tener algo raro, su forma de vestir, su forma de saludar en la escalera. Y esos padres… ay esos padres. La mamá nuclear no dudo en decir que estaba segura de que esa madre se dormía llorando todas las noches, y que a ese padre le había caído la maldición peor. No habían tenido ni un hijo ni una hija, sino una especie de muestrario de los horrores. Todo tan antinatural, tan contra natura, tan repugnante. (En realidad los padres lo sabían todo y no pasaba nada).
No había azul y rosa, no había coherencia, no había una naturaleza correcta. El chico acabaría muerto en algún callejón a manos de otros sarasas, y la niña se convertiría en una feminazi, estropearía sus cuerdas vocales, echaría a perder su físico, se raparía o se haría rastas, se dejaría de depilar las axilas, y algún día abortaría un feto muerto en algún antro lleno de grafitis y jeringuillas.
Eso era lo que pasaba con…
¿Pero qué estaba pasando en realidad?
La mamá nuclear era así, y así era el papá nuclear. Los hijos ya se burlaban del niño afeminado de sus clases. Siempre suele haber uno, es estadísticamente improbable que no lo haya. Los papás nucleares no se conformaban con odiar, sino que el odio era lo más importante que legaban. Y la mamá nuclear era así, y así era el papá nuclear. Y hay gente que no cambia, porque no está dispuesta a aprender, porque no están dispuestos a abrirse. Porque el odio al prójimo es una forma de combatir la más profunda infelicidad propia, la ilimitada incapacidad propia, debidas en gran parte a ese legado que te dejaran tus padres, tus adultos, y también tu entorno.
Así eran estos papás nucleares.
Pero el entorno a veces sí cambia. Y a veces las personas se dejan convencer, o se abren. O –y esto es curioso– aprovechan alguna oportunidad para mostrarse menos ignorantes, porque a veces las personas fingen ser más estúpidas para adaptarse al estúpido entorno. Esto es también un comportamiento típico de la familia nuclear. Así como muchas veces hacen cosas como mostrarse inflexibles o intolerantes para encajar, o tienen hijos simplemente porque los ha tenido alguien cercano, otras veces son capaces de adoptar actitudes responsables, positivas, constructivas, y que les pueden llegar a mejorar como personas.
No es imposible que esto pase. Aunque es muy probable que ya no pase por los mismos cauces que antaño.
Por eso quebrar un prejuicio es tan y tan complicado. Porque a menudo la gente que podría hacerlo, la que en teoría se dedica a ello, está demasiado embebida de su «lucha» y su “arrollador y acertado carácter”. Los prejuiciosos pueden detectarlos a kilómetros, lo cual les da tiempo para prepararse, para fortificarse. Los que quizá pueden acabar derribando esos prejuicios ahora (de verdad), son los que «apuestan» por la naturalidad, la naturalidad más cercana a la verdad, menos narcisista, y más espontáneamente filantrópica. Esa gente no piensa en las etiquetas, no se plantea otra cosa que no sea tratar con respeto a la gente en el día a día. Encajan con deportividad la incomprensión y, en cierta manera, ponen la otra mejilla, aunque eso no quiera decir que no se puedan cabrear. Cuando se cabrean, eso sí, no lo hacen con ningún otro bando, sino sencillamente con quienes no ayudan a que las cosas mejoren, con quienes se sobran o entorpecen, sean del bando que sean, o se autoproclamen lo que se autoproclamen.
La lucha definitiva es contra la ignorancia, y esta tiene mil formas, se disfraza de mil maneras, y algunos de sus disfraces están perfectamente aceptados.
El presente es un lugar tremendamente ambiguo y hostil cuando de aportar tu granito de arena se trata. Puede que una sana y ejemplarizante individualidad sea parte de la respuesta.
La familia vecina, la familia nueva mudada puerta con puerta con la familia nuclear, acabó suponiendo uno de esos ejemplos individuales. Esta familia nueva, con su hijo homosexual y una niña que ya comenzaba a leer a Kafka, no vivía enfrentada a nadie, no le echaba a nadie nada en cara (aunque hubiese podido), no se avergonzaba de nada, y tampoco actuaba como si nadie le debiera nada. Esta familia era capaz de empatizar con los vecinos, mejorar la convivencia con sus aportaciones en las reuniones, y calcular el espacio que es bueno dejar a los demás, sin alejarse tanto como para no poder saludar o ayudar con la compra. Esta familia había decidido que no había nada malo (ni extraordinario) en lo que hacía con sus vidas cada uno de sus integrantes, y que además tampoco necesitaban exigir nada a los demás para dejar clara que su postura era respetable.
Esto provocó un efecto devastador en la familia prototípica que habitaba puerta con puerta. Lo hizo al ver que los demás –y cuando digo los demás, digo TODOS los demás– no tenían ningún problema con los nuevos. No lo tenían con el hecho de que el hijo fuera gay, ni con la forma de vestir de la chica (cada vez más parecida a la de las autoproclamadas feministas ya ausentes), no tenían problemas con las muestras de afecto en público ni con la nueva tendencia en el bloque claramente en pos de la tolerancia. Vecinos que antes escupían comentarios machistas, homófobos y racistas, que insultaban en mezquinos susurros a todo el que no pensara igual que ellos (o mejor dicho, a todo el que pensara); vecinos que antes se podían envenenar mordiéndose la lengua, pasaron a callarse y mostrarse cada vez más refractarios a los comentarios de odio de la mamá y el papá nucleares.
Es interesante fijarse en lo farragosas que comienzan a ser las etiquetas cuando se trata de intentar hacer un futuro mejor.
Y digo: es interesante e importante pensarlo. Y más allá de mis opiniones, todo lo narrado aquí es real. También que la familia nuclear descrita es ahora la apestada del edificio, que ya no acuden a las reuniones de vecinos, y que la diversidad silenciosa ha quemado de forma inesperada las banderas. Todas las banderas del bloque.