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La venta de tu vida

Te tienes por una persona bastante cuerda, incluso responsable, al menos según el baremo occidental, eso que consiste en pasar de más o menos todo lo que no sea la imagen que proyectas y tu cuenta bancaria.
Pero entonces te ves en medio de cierta jungla, literalmente, y te niegas a aceptar que te has perdido, que te has dejado el móvil en el hotelucho donde te has alojado por cuestiones logísticas, y que tu sentido de la orientación es tan real como tu amor.
Estás en algún lugar de Indonesia. Estás en viaje de negocios y has conocido a determinada periodista. Aunque te consideras una persona esencialmente fiel –aunque dicha fidelidad sólo se deba a la inercia cultural y a la inmensa pereza que te da gestionar un potencial adulterio–, lo cierto es que tu mujer y tu hijo de dos años están muy lejos. Estás cansado, bastante harto, de un modo sugestivamente indefinido y desde hace tiempo; y ni tan siquiera podrías describir lo mucho –y de qué sucia manera– te atrae la mencionada periodista. Es más joven que tu mujer, obviamente, no sabe nada de ti, tiene ganas de aventuras y cree que eres inteligente porque has echado mano de cierta terminología arquitectónica.
Así que tenías la tarde libre, has flirteado, has salido con ella a dar una vuelta, la has perdido de vista, y ya hace más de una hora que no la ves. Nadie responde a tu voz. Estás caminando en círculos, pasando una y otra vez por delante de la misma piedra del tamaño de tu cabeza. Pero luego cambias el rumbo y es aún peor. Te adentras más en la jungla. Empiezas a sudar y maldecir. No sabes nada del lugar, nada excepto lo que el aspecto del mismo te hace evocar, que es básicamente peligro, animales para los que eres comida, insectos asquerosos de picadura mortal, disentería, fiebre, alucinaciones, etc.
Está anocheciendo, claro. Te has perdido como Dios manda. No tienes herramientas de ningún tipo para la supervivencia; tampoco sabes construirlas. La verdad es que lo único que sabes hacer es vender, recalificar, convencer, engañar, estafar, acumular, hacer acopio, multiplicar, sonreír… Dicho en voz alta quizá suene peor de lo que es; en realidad solo se trata de lo que llaman prosperar, te dices a ti mismo. No pueden educarte para ser un cabrón y quejarse de que acabes siendo un hijo de puta. Simplemente has sido una pizca más ambicioso que los demás.
Precisamente, lo que mejor sabes hacer es Normalizar. Puedes tener al banquero más especulador delante, sonriendo con la sensibilidad de una excavadora, y hacer como que ambos sois de lo más respetables. Lo haces muy bien también en reuniones sociales; bodas, comuniones, cumpleaños, etc., en su mayoría relacionadas con gente que no te importa lo más mínimo. Pero tienes dinero; de modo que compras algo y llegas con tu regalo, la barbilla alta y la humildad precocinada.
Vivir es fácil si sabes cómo. Aunque a veces puede ser agotador. Eres uno de los pocos de tu entorno que sabes seguro no se va de putas ni esnifa. Otros no soportan la presión, lo increíblemente artificiales que son sus vidas. Pero tú sabes normalizarlo. De hecho la gente te respeta, a veces hasta hacerte sentir violento.
En ocasiones deambulas por casa y te ves a ti mismo acuchillando a tu mujer o ahogando al crío. Piensas en lo fácil que sería. Son ideas fugaces que nunca llegan a quedarse contigo; pero vuelven una y otra vez. Piensas –con la ingenuidad clásica del delincuente– que no te sería demasiado difícil ocultar pruebas y asegurar que no has sido tú. Además ninguna de las personas de tu círculo esperarían jamás algo así de ti.
Durante un instante sólo ves ventajas en ello.
Pero luego recuerdas lo cómodo que es llegar e irse de los sitios cuando vas con una mujer y un pequeñín. Dar esa sensación de haber sabido Construir tu Vida. Ese halo de «madurez».
La gente es TAN estúpida.
Sabe TAN poco.
Son TAN poco intuitivos.
La familia nuclear es mano de santo. Es el único camino del Bien que conocen, el único del que se fían.

Cuando empieza a anochecer, ya eres totalmente consciente de la situación; se agotan tus reservas de negación. No solo se agotan, sino que además no tienes dónde recargarlas; estás en un lugar silencioso, no hay estímulo urbanita a la vista. No puedes barrer la mierda bajo la alfombra.
Aun siendo noche cerrada, decides caminar un poco más. Hay luna llena. De noche, si logras acercarte a atisbo alguno de civilización, verás luz de lejos, aun entre la maleza. No te has cruzado aún con peligro animal alguno. Ni tan siquiera has oído nada que se arrastre o zarandee arbustos a su paso. No es que haya llovido recientemente, pero te notas la ropa húmeda, tienes los zapatos llenos de barro, y los calcetines empapados. Sabes de lo que es capaz la naturaleza. O puede que no lo sepas del todo, pero lo intuyes. No llevas reloj, oyes cada paso que das. Si algo vivo se te cruzara, aun de muy lejos, te captaría de inmediato; cada vez que te mueves estás aplastando hojas, removiendo tierra y haciendo crujir ramas. A esas horas y en esa jungla, eres una feria ambulante. Carne fresca.

En determinado momento, te detienes.
Has oído algo.
No solo has oído algo, sino que puedes ver algo a lo lejos. Pero algo no te cuadra. Esperabas ver luz, pero no lo que parece la luz inestable de una hoguera. Tu cabeza comienza a especular a pleno rendimiento. No sabes mucho de la zona, pero sabes que hay muy pocos turistas. Y sabes que va a ser arrasada en poco tiempo; por eso estás ahí. Hay unas tres o cuatro comitivas para una estancia temporal. Pero claro, no donde ahora estás tú. Eso no tiene sentido.
Piensas que no tienes nada que perder por acercarte a la luz (mentira), y que lo más probable es que algunos hayan hecho una excursión nocturna y se hayan reunido alrededor de una hoguera para contar historias (muy poco probable).
Procuras hacer el menor ruido posible. Oyes voces. No cantos o ritos, ni a nadie balbuceando en alguna lengua semi-muerta local. Pero hay gente, eso está claro, personas. No bailan ni se oye percusión, no parecen invocar a ser Superior alguno que se hayan inventado para sentirse menos estúpidos y pequeños en la Tierra. Desde donde estás, no hay nada que te dé motivos para la preocupación. Necesitas unos mínimos empíricos para tener miedo de verdad; aunque si te eres sincero, llevas horas cagado y desesperado.
Recuerdas lo que te decía siempre tu padre cuando eras crío: “Si son personas, intenta hablar con ellos, razona”. Ahora estás bastante seguro de que ese consejo sólo funcionaba realmente en el contexto de los negocios. Tu padre era igual que tú, de modo que no podía decirte mucho más. Era de esas personas que creen que todo el mundo tiene en el fondo lo que se merece; si has nacido en el cuerno de África, de algún modo ha de ser culpa tuya. Ni siquiera se trata de fachas al uso; esa actitud, si te fijas en cómo hablan y analizan el mundo muchos, también es propia de quien menos facha o dañino se cree. Pasa todo el tiempo.
Tú eres tu padre, eso está claro, y ahora sabes que no puedes hacer nada más que asumirlo.
Te acercas a la luz como si fuera una buena idea. No sabes qué más hacer. Te acuclillas tras unos arbustos. Las personas reunidas no tienen aspecto de indígenas de una tribu, no van desnudos y con taparrabos, no bailan en torno a nada ni celebran ningún tipo de acontecimiento local. No parece un evento, ni una fiesta, ni un funeral, tampoco ningún tipo de comunión o confirmación. No se está bautizando bajo rito alguno a nadie.
Nadie se está casando.
No se despide a nadie que se vaya a ir a hacer vida a otra parte.
No es una despedida de soltero o soltera.
Es solo un conjunto de personas alrededor de lo que parece una mesa de madera grande y pesada, colocada quizá demasiado cerca del fuego. Lo cierto es que no hablan. Parecen esperar; miran hacia la maleza en todas direcciones de vez en cuando. Algo tiene que suceder.
Entonces, por fin, puedes observar susurros y cuchicheos entre ellos. Un rasgo de humanidad, al menos. Tu escondite parece seguro, pero no tienes clara su utilidad.
¿Qué hago aquí?, te preguntas.
Aunque resulte extraño, es bastante evidente que esas personas son de alguna comitiva occidental. Hay al menos quince, todos con ropa reconocible, algunos hasta fumando un pitillo. No hay ninguna mujer, pero no es raro en ese tipo de escuadrones de la especulación. Decides que te vas a presentar y vas a explicar tu absurda situación. Ellos te podrán indicar el camino de vuelta. Quizá hasta puedas unirte a su grupo; solo parecen chupatintas, agentes inmobiliarios de la globalización, fauna urbana.
Entrar en paranoia no es difícil. Todos hemos visto demasiadas películas. Todos hemos oído mil veces que la realidad supera la ficción. Todos estamos hartos de que nos cuenten que estamos rodeados de horrores o milagros.
Y luego nunca pasa nada, nunca nada te sorprende. Y después te mueres.
Todo lo extraordinario pasa lejos de ti, porque en realidad sí que pasan cosas raras, pero pasan MUY pocas veces, y cruzarse ante una de esas anomalías es como dar con un billete de lotería premiado.
El miedo funciona siempre de dentro hacia fuera.
No tiene sentido tener miedo.
Te incorporas y comienzas a acercarte al grupo. Procuras no sobresaltarles. Levantas tu mano derecha, intentando hacerte notar, cuidadosamente. Conoces muy bien ciertos protocolos, y algunos no han de ser distintos en la jungla. Conoces la Etiqueta, al menos con esos tíos. Esos tíos que son como tu padre, que son como tú.
Algunos se dan la vuelta. Hay caras de circunstancias, sí, pero nada que deba alarmarte. Alguien le da un toquecito a un hombre alto que sigue cara a la mesa y la hoguera. El mismo se da la vuelta y te mira. Otra vez esa cara, la de alguien que ve algo que no tenía previsto ver, pero sin hacer aspavientos ni darte pista alguna de que la cosa se vaya a poner realmente fea. Nada de todo eso. Lo de siempre. En el fondo nunca pasa nada. El miedo no es sinónimo de cobardía, sino de estupidez. Sonríes relajadamente, para proyectar una imagen de vulnerabilidad, para que te descarten rápidamente como amenaza.
El hombre alto y orondo se acerca tranquilo hasta donde estás.
Te pregunta tu nombre, el motivo de tu estancia justo en esa zona, en el quinto pino de Indonesia. Respondes, le cuentas que te has perdido, que no tienes sentido de la orientación, y que te has acercado cuando has visto luz.
–Vaya… Te has alejado mucho del pueblo ¿no crees?
El tipo es clavadito al actor Edward Herrmann.
–Sí… No sé cómo me las he arreglado, pero llevo horas caminando. La verdad es que ha sido un alivio cuando os he visto aquí.
La mentira: el aceite que hace que la máquina política y social pueda seguir adelante, y finalmente: el lubricante de la verdad.
¿No decía eso tu padre, también?
Seguramente no lo decía así.
Ese sosias de Herrman te pasa un brazo por los hombros y te acerca a los demás. Da una profunda calada a su puro. Parece hacer pequeños gestos de asentimiento a todos, para que nadie hable o diga nada. Es algo que no debería tranquilizarte, pero por algún motivo que aún no sabes concretar, lo hace.
Te están aceptando en la banda. Aunque aún no sepas qué música tocan.
No te educaron para centrarte en la música, sino para integrarte en el grupo. Nunca pasa nada extraño. Nunca hay que tener miedo.
–Te he visto –dice el tipo.
–¿Cómo?
–Que te he visto antes. Yo conocía a tu padre, ¿sabes?
–Oh…
–Sí… Era un hombre duro. Íntegro.
Lo cual sabes que en la jerga del mundo de los negocios significa ser un auténtico hijo de puta sin alma. ¿O no?
–La última vez que te vi tenías esta estatura.
No quieres hablar de cómo eras cuando tenías ocho años. Quieres saber qué está pasando, aunque estés seguro de que no puede ser nada extraordinario. Anecdótico, como mucho.
–¿Sabes qué decía tu padre?
Tu padre muerto. No hace tanto. Pero no recuerdas haber visto a este tío en el funeral.
–Decía que cuando un bosque arde es como cuando un ser humano tiene una idea: el fuego es la bombilla, y el ser humano debe llevar a cabo la idea.
El resto de integrantes de la banda no dice nada. Ni tan siquiera miran o asienten.
–Sé que suena un poco rebuscado, pero piensa en ello. –El tipo sonríe afablemente. Es entonces cuando te da la mano y te dice su nombre auténtico. No te suena de nada. Y sigue diciendo:
–Los constructores somos el diablo, ¿no?
Te lo pregunta retóricamente, como si tú te dedicaras a salpicar lienzos con tu ego de humanista afectado.
–Mi padre murió, por cierto –le dices, intentando indagar.
–Oh. Lo sé. Aún siento no poder haber ido al funeral. No tengo excusa. Me pilló en el extranjero, y mi mujer… En fin, espero que llegaran las flores, encargué flores.
No recuerdas flores de nadie con su nombre, aunque no tienes por qué recordarlas.
–Oh… Es verdad. Sí lo recuerdo. Gracias.
A todo esto, el tipo no ha dejado de rodearte con su brazo, en un sentido no exactamente cariñoso, sino más bien jerárquico. Pero que tengas ideas cada vez más escabrosas sobre lo que te rodea en ese justo instante, no significa que no puedas actuar como si no pasara nada. Porque nunca pasa nada. Es importante no olvidar eso. Nada es lo suficientemente retorcido, fascinante, inesperado, oscuro u original.
Es la única actitud constructiva. Has visto a muchas personas claudicar por dejarse impresionar en la vida. No hay mayor motor del miedo que la sensibilidad: la sensibilidad es el principio de lo que te acaba hundiendo. No se trata de no tener corazón o pensamiento crítico, sino de no dejar que esas cosas te condicionen. Mucha gente se deja doblegar por las injusticias para con los demás, por sexo, por drogas, por relaciones tóxicas con mujeres cuya idea de la cordura es volver locas a sus parejas.
Lo que está pasando ante ti, que por el momento es Nada, puede ser inquietante de entrada, pero tienes clara una cosa: Tu carencia de sensibilidad ante lo que pueda ocurrir, es básica para salir indemne. O al menos para tener posibilidades.
Vale, joder. Es posible que te haya tocado la lotería; puede que estés ante uno de esos hechos extraños que siempre suceden lejos de uno; o que uno ve como mucho en la tele. Pero si para algo tienes práctica, es para Normalizar. Si pasa algo extraordinario ante tus ojos, y más en esas circunstancias, es de vital importancia proyectar hacia fuera sólo neutralidad. Una pausada, relajada y productiva neutralidad. La clase de comportamiento que te permite seguir vivo y sonreír ante los cajeros automáticos.
Aunque aparezca el espectro en descomposición de tu padre, no le des el gusto de verte alterado o sorprendido con ello.
No puedes mostrarte débil, pero sobre todo no puedes ponerte sentimental.

En el fondo te temías lo peor. Aun sin saber especificar a qué te referías para contigo mismo con «lo peor». La puesta en escena no invitaba a pensar que nadie fuese a aparecer con champán y quesos. No esperabas que nadie pusiese música y el ambiente se relajara. Por eso te estabas mentalizando. No iba a ser lo mismo que mostrarse relajado y correcto en casa de los suegros, el cumpleaños de alguna puta o el funeral de algún hijo de ídem. Aquello tenía pinta de ser un reto en términos de Normalización.
Cuando comienzas a oír los gritos, el tipo te mira de reojo. No te cuesta imaginar que vaya armado; o que todos allí vayan armados. Cruzas los brazos, sin movimientos bruscos, como si la espera hubiese valido la pena. La Normalización es un arte. Sabes de sobra que eso se suele decir con casi todo; pero en este caso es cierto sin discusión. La Normalización es un trabajo actoral al que seguramente muy pocos actores podrían aspirar (demasiado sentimentales). Porque no basta con fingir, ni tan siquiera con interiorizar un personaje. Tienes que ser. No puede haber fisuras en tus reacciones. Un ceja más alta que la otra en el momento equivocado te saca de la partida. No estás en el puto teatro ni ante las cámaras; eres un árbol en medio de un incendio, uno que ha aprendido que quemarse no es tan malo, porque la materia sólo se transforma, y la vida no es para los que tienen miedo.
El mundo es para los que saben ver una bombilla cuando el fuego resulta más devastador.
La periodista grita hasta dejarse la voz; como cuando los perros comienzan a sonar como motores repulsivamente orgánicos de tanto ladrar.
Seguisteis caminos distintos, sin querer, y ahora ella está maniatada y depositada sobre esa mesa grotesca. La atan de tal forma que queda mirando hacia el cielo como el Hombre de Vitruvio. Es como si la hubiesen traído de una realidad paralela entre árboles. No se ha oído ni un suspiro hasta que la transportaron hasta el claro. Está amordazada de tal forma que puede gritar pero no formar palabras. Algo te dice que eso les gusta.
Con el lío de inestables sombras y las distancias, no puede verte. Probablemente piensa que está siendo víctima de la perversidad de una secta. Decides que eso es irrelevante. Las palabras solo son herramientas; aferrarse demasiado a su significado llena los cementerios de héroes. Como sea, no hay nadie que se tape la cara, ni tampoco atuendo especial alguno, nada de túnicas ni objetos místicos. Solo gente, como siempre. Personas haciendo cosas. Basta con que te acepten en la banda. Una y otra vez. Puedes saltar así de piedra en piedra: la vida es un ancho río a cruzar. Nadie te va a llamar vendido si no te relacionas con el tipo de gente que usa ese lenguaje, y que desgracia su vida por las palabras.
Ese Edward Herrmann comienza a hablarte, te cuesta un momento salir del ensimismamiento;
–… toda esa sangre.
–¿Cómo?
–Digo que no tienes por qué mirar, algunos de los aquí presentes no lo hacen. No se trata del morbo, sino del acto en sí.
–Entiendo.
–Cuando hacemos esto, no todo el mundo tiene estómago.
–Entiendo.
No repitas palabras, Ni un solo «entiendo» más.
Alguien se coloca al otro lado de la mesa, cara a los presentes y ante el cuerpo de la periodista.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –dices.
Valiente, buen empleo del tuteo.
–Adelante.
–¿Es virgen?
–Sí.
–Entiendo.
Gilipollas de mierda…
–Ya sé qué pensarás. Es un tópico. Pero no funcionamos según escritura alguna. No le rezamos a nadie. Que la chica siempre sea virgen es más bien… una cuestión estética.
–Ajá…
Di algo más, ¡algo más, estúpido…!
–Interesante.
–Espero que lo sea –dice el tipo, y sonríe con cierta complicidad–. Quiero que entiendas una cosa. Dejo que veas esto porque, bueno…, tu padre… No es que él supiera de esto, pero me siento en deuda en cierta manera. No te conozco, pero conozco tu fama, y apuesto a que sabrás digerir todo este asunto.
–Si te preocupa el que yo…
–No –interrumpe el tipo, con calma–. Maldita sea. No quiero sonar agresivo. Si me preocupara eso, habría tomado medidas hace unos cinco minutos…
–…
–Dejamos que veas esto porque, si sabes entenderlo, creo que nadie aquí pondría pegas a que te unieras a próximos sacrificios.
–Vaya, sería… sería…
Sería qué, mamón… ¡¿Qué?!
–Sería… un honor.
El tipo orondo da una larga calada a su puro, y sonríe. Un sonrisa sincera.
Un honor… No estás muy seguro de que esas sean las palabras adecuadas. No porque para ti no pueda ser un honor ser parte de esa especie de neo-secta indefinida. Ni lo sería ni dejaría de serlo. Tan solo piensas en las implicaciones prácticas.
El tipo ante la chica tiene de repente un cuchillo en las manos. Más que un cuchillo, algún tipo de bisturí gigante con la punta retorcida. Lo alza, sujetándolo con ambas manos, cierra los ojos, y parece comenzar a rezar para sí mismo.
–Reconozco que nuestro verdugo es un tanto… especial –dice el tipo. Habla todo el tiempo en susurros, lo que hace que tú hagas lo mismo.
–Le gusta improvisar unas palabras, ni tan siquiera usa oraciones conocidas. Solo parece armarse de valor cada vez. Lo creas o no, ese tío podría ser el mejor contable del mundo.
–Toda una personalidad.
–No lo dudes.
No pensabas mirar, pero entonces algo se apodera de tus intenciones. Ves cómo el contable encaja la punta de su herramienta en el lacrimal del ojo derecho de la periodista. Ella parece haberse cargado sus cuerdas vocales. Apenas se agita, lo cual resulta más inquietante. Poco después, el globo ocular se desprende entero de su dueña.
–Está bien… Debes pensar que esto es otro tópico: la tortura. En realidad, la misma forma parte del significado de lo que hacemos. Cuando asistes a algo así, luego puedes entrar en cualquier despacho, comer con cualquier personalidad, y nada en absoluto te quita el sueño. Estás siempre fresco, siempre relajado. Ese temple te hace ir varios pasos por delante en cualquier negocio. Pero estoy seguro que ya habías intuido por dónde iban los tiros. ¿Me equivoco?
–Eh… Bueno, no quisiera dármelas de visionario…
–No te avergüences de tu inteligencia. No seas como esas personas hipócritas que creen que no contribuyen a que pasen cosas como la que estás viendo. En realidad, lo que ves aquí, es el grupo de individuos más realista y honesto que te vas a encontrar en toda tu vida.
–Estoy seguro de que es así.
Lo cierto es que estás patas arriba. Tu cuerpo parece reaccionar a lo que ves al margen de tu mente, que parece perfectamente centrada. Estás haciendo el papel de tu vida, pero tu estómago no está entendiendo la obra.
Para cuando ambos globos oculares cuelgan en las mejillas de la periodista, el contable está clavando su punzón en el estómago. Ella aún está consciente. La mordaza parece empapada en vómito y sangre. De entre los presentes, algunos no le quitan ojo al acto, otros fuman algo apartados. Solo uno o dos se acercan de verdad a ver con detalle el manejo del verdugo. En ese momento, tira con la punta de lo que parece el intestino delgado de la chica. Su cuerpo sufre un tembleque.
Es entonces cuando ocurre.
Una arcada, la mayor arcada que hayas tenido, hace que tu estómago se contraiga con una fuerza inusitada. Comienzas a vomitar como no lo hacías desde crío. Desde crío, porque nunca fuiste de los que luego se emborrachaba, eras de los que se quedaban en casa para estudiar. Retorna el sabor de la comida de a mediodía, triturada y aderezada con jugos gástricos. Ese sabor que odias, y no puedes dejar de vomitar. Imposible. Te conviertes justo en lo que no querías ser: El Puñetero Centro de Atención. No es que puedas pensar con claridad, pero la excusa te ha estado rondando hace rato. La comida, claro, algo te ha sentado mal, ¿no? Tienes que venderle a esas personas que no vomitas porque estés siendo testigo de una tortura cometida a sangre fría.
La venta de tu vida.
Lo irónico es que no sientes que estés vomitando por eso. Todo el mundo pensará que ha sido culpa de tu cerebro, pero estabas perfectamente centrado, en la zona, estabas lanzando desde la línea de triples, no estabas fallando una, estabas marcando perfectamente, cogiendo rebotes y apurando el tiempo a la perfección.
Joder.
Es injusto que te esté pasando lo que te está pasando.
Como por inercia, intentas detener el proceso, o acabarlo. Te incorporas una vez, pero fallas; sigues vomitando. Al cuarto intento, cuando ya todos te miran, cuando las tripas de la periodista se derraman hasta el suelo mientras el verdugo también te mira. Mientras intentas recuperar el aliento. Mientras escupes y comienzas a sentirte mejor (ahora es al revés, tu cuerpo está bien, pero tu mente…). Mientras la hoguera crepita y la chica ya no se mueve. Mientras pasa todo eso, levantas la mano derecha, y hasta intentas sonreír.
–Vaya… No sé qué decir –dices en voz alta.
Imbécil. Te van a matar.
–Oídme. Siento este… je je. No pretendía competir, ¿sabéis?
¿Competir en qué, capullo? ¿En dar asco? ¿Qué coño…?
–¿Seguro que nadie más se siente mal del estómago? ¿Nadie más está en el hotel Ubud Village?
Dios mío, te estás convirtiendo en una parodia de ti mismo. Actúas como si lo siguiente que quisieras hacer es correr hasta un teléfono para llamar a la poli. Te has quedado en blanco, tu proceso de Normalización se está yendo a pique. Te mereces todo lo que te pueda pasar.
Aun así, lo sigues intentando.
–He estado toda la tarde revuelto, ¿sabéis? Además…
Y ahora se te ocurre algo parecido a una idea.
–… además he masticado algún tipo de hoja en la jungla, quizá eso…
Dios santo, eso ni siquiera ha pasado rozando el aro.
El tipo, el sosias de Edward Herrmann, decide intervenir.
–Chico… ¿Estás bien?
–Sí, Edward, digo…
¿Cómo se llamaba este fulano? Coño.
–Quiero decir, sí, estoy bien. Siento haber interrumpido el…
–Oye… Sólo te lo voy a preguntar una vez.
–…
–¿Eres quien dices ser?
–¿A qué te refieres?
Pausa.
–¿Eres periodista?
–¡¡No!!
–¡¿Eres un puto periodista o no?!
–Por el amor de Dios…
Suplicar: lo que se suele hacer antes de morir. No solo se ha ido al traste la normalización, sino que ahora vas a parecer un marica. Vas a ser un marica muerto. Te mereces todo lo que te pueda pasar.
–… te juro que no soy periodista. He venido con Ultramar, tengo compañeros en el hotel, somos… soy directivo, hace poco, soy… de una agencia inmobiliaria, una constructora, ¡te lo puedo demostrar!
–Ahora ya no sé qué creer.
–Por favor, Edward…
–¡Quién coño es Edward!
–Perdona… Oye… Si volvemos tú y yo, si… Puedo demostrarte que…
–No no no no no… Estoy hasta los cojones de esta situación, estoy hasta las narices de los putos héroes, de los putos periodistas, de los putos moralistas hipócritas que van por ahí cagando arco iris y consumiendo combustible fósil a garrafas…
–Dios mío, por favor…
–¡¡Dios no existe, niñato!!
Ahora no solo eres el centro de atención, sino que tienes todas las papeletas de la puta lotería. Esta vez el sorteo se ha celebrado solo para ti. Eres un tío afortunado. Estabas predestinado a tener suerte. Toda clase de suerte.
Aun así, el tipo se ha calmado. Te mira, te mira. Los demás le miran a él, claramente esperando una orden. Estás seguro de que no es la primera vez que se enfrentan a esto.
Levantas las manos, en clave de bandera blanca.
–Vale. Sólo déjame cinco minutos.
–…
–Si me das cinco minutos, escucharás al tío más sincero que hayas oído jamás. Y luego haces lo que quieras.
La mentira bien destilada sirve como lubricante para la verdad.
–Está bien. Mira… Soy exactamente como tú. De hecho soy exactamente como mi padre, al que estoy seguro que conocías bien. Y mi padre era como mi abuelo. Tengo las mismas intenciones que tú de no negar el mundo y su funcionamiento, de no negar nuestra especie, y de acatar mis instintos. Conozco mis limitaciones, no las niego como hace la mayoría de gente. Estoy casado. No quiero a mi mujer, y tampoco a mi hijo. Tiene dos años. No quiero a mi hijo; no lo odio, pero no lo quiero. Y no lo quiero porque… no quería tenerlo. Solo lo he tenido para conformar una familia. Solo quería estar en igualdad de condiciones con hombres como tú, con hombres como mi padre. Solo quería tener una excusa para ser lo que los hipócritas llaman: egoísta, para poder ser lo que llaman clasista, para poder usar la idea de las emociones a mi favor. No digo que sea totalmente insensible, pero controlo perfectamente mis sentimientos. Mis sentimientos ya son poco más que atrezzo, te lo puedo asegurar. Sé fingir, eso lo hago muy bien. Para decir toda la verdad, lo que hacéis aquí me es indiferente. No me interesa, pero tampoco me afecta emocionalmente. No necesito esta clase de estímulos para ser competitivo o para saber cuándo he de levantarme e irme de un despacho. No lo necesito para hacer bien mi trabajo. Soy el miembro más joven de la junta directiva de mi empresa. Y no lo he logrado por tener un exceso de principios, sino por tener tan solo uno o dos que jamás traiciono. No es la empresa de mi padre, no usé enchufes. Y no lo he hecho así porque sea orgulloso, sino porque quería saber de verdad cuál era mi potencial. Sólo soy curioso hasta ahí. Mi pensamiento crítico sólo lo empleo respecto a mi capacidad para prosperar y no dejarme amilanar por la competencia. Me da igual cuántas vírgenes hayáis asesinado aquí o en cualquier otro lugar; en lo que a mí respecta, el asesinato es tan solo una palabra, un concepto. Como el suicidio o la ejecución de una hipoteca.
»Solo estoy aquí, como ya he dicho, porque me he perdido. Iba con esa chica que acabáis de torturar. Nunca le he puesto los cuernos a mi mujer, pero pensaba hacerlo con ella. Me la estaba trabajando. Hace tres días que la vi por primera vez.
»Reconozco que quizá estaba despertando algo en mí; pero mi único objetivo era follármela. La hubiese violado si no hubiese sido por las consecuencias que conlleva. Jamás mataría nadie con mis propias manos; como ya se ha visto, no tengo estómago para algo así. Me mareaba de crío en las clases de Naturales. Pero me es indiferente lo que los demás hagan.
»Por todo lo que acabo de decir, es por lo que podéis dejarme ir sin ningún problema. En personas como yo, siempre encontraréis apoyo, porque insisto, soy igual que vosotros. Actúo por mis intereses, me muevo por mis intereses y voto sólo por mis intereses. En definitiva, soy como todos, y al igual que vosotros, he decidido no negarlo. No negármelo a mí mismo.
»Ahora, si me disculpáis, me voy a dar la vuelta, y voy a intentar salir de esta jungla. Haced lo que os venga en gana. No me voy a resistir.
El corazón te late de una forma desconocida. Caminas y no oyes ruidos de los que preocuparte. No oyes tus pasos por culpa de tus latidos. Notas la sangre en tus extremidades. Sientes que, si te cruzaras con un animal, el que fuera, podrías reducirlo sin problemas. Sientes la adrenalina, el chute, el subidón que otros buscan tratando con camellos. Memeces.
Cuando consigues llegar por fin al pueblo, ya está amaneciendo.
Ya en tu habitación de hotel, prácticamente un zulo, das con tu móvil, que yace aún sobre la mesilla, enchufado y completamente recargado. Lo desenchufas y guardas el cargador. Lo sopesas y lo miras detenidamente. Hay alarmas y mensajes acumulados. Sentado, tal y como estás, puedes ver también el cielo y la naturaleza salvaje bajo su cúpula. La ventana es amplia y las vistas son espectaculares. El único encanto de la estancia.
Te tienes por una persona bastante cuerda. Pero ahora por algún motivo se te pasan ciertas ideas por la cabeza. No es el momento de hacer ninguna llamada. Pero puede que en un par de días. Tienes que aclararte. Piensas en el discurso que te ha salvado la vida. Por primera vez, no tienes ni idea de si lo que has dicho era la pura verdad o solo un montón de mierda, abono para la justificación de tu existencia. Quizá sea, meditas, porque nunca te oyes pensar así en voz alta.

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Núcleo

1 – Núcleo

¿Cómo se llamaba el panadero? Lo había oído mil veces en boca de sus padres, de varios vecinos, hasta de ese tío que pernoctaba siempre por la plaza del pueblo hablando solo.
El hombre tenía las manos sudorosas y la mirada perdida, no había contestado al mecánico «buenos días» de L. Pero es posible que L. no se hubiera inquietado si no hubiese sido por el estático comportamiento de sus padres unos minutos antes en casa. Imberbes, desprovistos de calidez, mucho más embotados de lo que se espera de nadie, incluso aunque esté recién levantado. Solo les oía deambular en la planta de abajo, y luego salió casi escondiéndose, para evitar alguna bronca potencial.
Era sábado, lo cual hacía que todo resultara aún más seco. No había demasiada gente por la calle; de hecho ¿había gente por la calle? Era Núcleo, un pueblo pequeño (¿mil habitantes?) a doscientos kilómetros de Periferia. Un pueblo cuyo encanto se basaba en su emplazamiento costero, pero que en sí mismo carecía de más atractivos populares, y también de turistas más allá de los familiares de sus habitantes en verano. Núcleo, un nombre cuyo origen L. desconocía, aunque tenía un vago recuerdo de explicación maternal (inventada) de cuando era muy pequeña. En apariencia, era el pueblo recurrente del que huyen los jóvenes y donde vuelven unas décadas después para envejecer. El lugar donde L., con catorce años recién cumplidos, conocía ya a cualquiera que tuviera algo parecido a su edad. Un sitio entre millones de sitios cuya única forma de adquirir notoriedad mediática sería un suceso lo suficientemente escabroso y terrible.
L. salió de la panadería con el ceño fruncido, después de ver al panadero manipular las barras con sus manos húmedas y su robótica economía de movimientos. Pensó que daría un rodeo y pasaría por la plaza. Iría a ver al tipo que hablaba solo. Era ya un anciano y L. estaba bastante segura de que no tenía familia. Al menos así quizá oiría a alguien hablar. Por la calle no había nadie, estaba confirmado, tampoco había pájaros a la vista (o gatos, o perros), aunque no es que L. se fijara normalmente en eso. Podía oír sus propios pasos con claridad, de ese modo en que una se oye a sí misma caminando en soledad de madrugada. No había telón de fondo sonoro, ningún televisor, ningún neumático al roce con el asfalto. Nadie llamaba a gritos a nadie, no se oía reír a nadie, o llorar a ningún niño. Silencio en Núcleo en pleno sábado por la mañana.
No había rastro de vida orgánica en la plaza. L. caminó como si no comenzara a estar desconcertada. ¿Debía suponer que todos estaban en casa con cara de palo y sin nada que decir? Era un pueblo demasiado pequeño, demasiado fácil de recorrer como para pensar que se estaba volviendo paranoica.
Decidió volver a casa. No es que pudiese hacer nada, y no se le ocurría qué podía estar pasando. Ni siquiera sentía miedo realmente, llevaba un rato levantada, el sol matinal brillaba, corría un brisa agradable de otoño. Se negaba a preocuparse, al menos por el momento. Era como si no acabara de creérselo. Nadie planea bromas colectivas y aparatosas en Núcleo, nadie va allí a rodar películas o anuncios. Dejémoslo en: Nadie va allí. Excepto cuando es Fiesta Mayor en verano. Núcleo no ha interesado jamás a nadie para simular nada ni representar nada. Núcleo nunca ha sido escenario para poner sueño alguno en pie.

2 – Una llave

A medio camino, decidió que era mejor ir a casa de sus tíos, también habitantes de Núcleo. Así tendría la oportunidad de ver a más conocidos íntimos y observar si su estado era el mismo que el de sus padres.
Al llegar, llamó con el puño a la puerta. No había timbre, sólo podías hacerte notar así o gritando. La gente se hacía presente en Núcleo para los demás sobre todo con el tono de voz. Llamar a la puerta ya era algo bastante inusual.
Puede que sus tíos estuvieran dentro de la casa, pero nadie contestaba ni abría la puerta. L. la empujo. Estaba cerrada con llave; otra cosa inusual en Núcleo, donde cerrar con llave era algo que sólo se hacía por las noches, o si te ibas de viaje.
Se fijó en que junto a la entrada había una flecha trazada con tiza blanca en la pared. Señalaba un punto concreto en el suelo.
Una llave.
Era una llave del tamaño de un tenedor, pero más gruesa, bastante herrumbrosa, de aspecto gótico, antigua, evocadora de… L. no había visto jamás una cerradura que esa llave pudiera abrir. La cogió, la sopesó. Caminó unos minutos con ella alejándose de la casa, pensando. Poco después, ya a las afueras del pueblo, más allá de huertos e irregulares muros de piedra, la lanzó todo lo lejos que pudo hacia la maleza.
No es que L. creyese precisamente en la “magia”, de hecho incluso se consideraba atea y algo descreída en general. Pero el día invitaba al descreimiento a la inversa. Había leído ciertos libros y visto algunas películas. La llave no tenía aspecto tanto de abrir una puerta al uso como de… darte la «entrada a otro mundo». Ese rollo que llevaba a vivir «grandes aventuras», quizá conocer «animales parlantes», o algún anciano «sabio» de los que en la realidad conocida solo hablan con niñas anónimas en calidad de pervertidos. Esa llave te podía conducir a aprender «grandes lecciones de la vida», recorrer «paisajes “terroríficos”», y luego llegar a alguna clase de «castillo» en el que a L. se la consideraría algún tipo de «Diosa» infantil con una misión para «salvar el Reino». Ni de broma pensaba arriesgarse a todo eso, a tener «compañeros de viaje» o conocer a algún niño supuestamente guapo (que sería del montón de mayor) en el rol de héroe, y después volver a Núcleo siendo una niña distinta.
Además, si esas cosas pasaban, era evidente que no daban ningún resultado a la larga. Todos los adultos que conocía L. –ya fueran o no del pueblo– parecían estar siempre reclamando la eutanasia de lunes a jueves.
Lo pensó mejor y caminó hacia donde había tirado la llave. Siempre cabía la posibilidad de que, si ahora estaba viviendo en alguna clase de cuento como forzada protagonista, la llave volviera a ella de alguna forma. La localizo (no era difícil teniendo en cuenta su tamaño) y comenzó a cavar un agujero en el suelo. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntaba, no era un comportamiento cabal o propio de ella, ni tan siquiera teniendo en cuenta las circunstancias. Pero cavó, a conciencia, ayudándose de una piedra con filo. Una vez quedó satisfecha con la profundidad, dejó caer la llave en el agujero, y comenzó a apilar la tierra sobre ella. Luego aplanó la superficie dando pisotones. Si la llave quería volver a dar con la Diosa, al menos tendría que desenterrarse solita. Si es que el plan tenía algún sentido.

3 – Pamá

La primera palabra, o más bien conjunto de sílabas que formó L. de pequeña, fue «pamá», lo que parecía ser la fusión entre papá y mamá, y también la anécdota más recurrente de los susodichos con los años. A menudo aún pensaba en ellos de esa manera, «¿dónde han ido pamá?», «pamá están locos», «odió a pamá», etcétera. L. pensaba en ello mientras dirigía sus pasos finalmente otra vez a casa. La puerta estaba cerrada. Entró con su llave (real, inofensiva), dejó el pan en la cocina y voceó esperando una respuesta.
Vale, ahora tampoco había nadie en casa.
Las calles vacías, las puertas cerradas a cal y canto, y nadie en casa. Pero si lo pensaba bien, lo más inquietante era la total carencia de ruido. Aunque no se oyera a los habitantes de Núcleo, siempre se oía alguna televisión con el volumen demasiado alto, alguna radio, alguna herramienta de carpintero. Algo. Pero nada de todo eso estaba sucediendo; de modo que, o todos se habían ido algún lugar (quizá donde fuera que hubiesen ido sus padres y sus tíos), o bien aunque hubiera gente estaban todos en casa en silencio y anestesiados.
¿Pero anestesiados por qué razón? Ella no se sentía mal. Su único rasgo fuera de lo común podía ser la extraña calma que aún conservaba visto lo visto. Ya había pasado un buen rato; se había despertado, duchado, vestido, había comprado el pan y recorrido prácticamente medio pueblo. Ya había pasado ese lapso de tiempo que suele ser el más rápido del día, esa primera hora y media o dos horas.
Decidió esperar. Puso la tele y nada parecía fuera de lo común. Los programas habituales y su sensacionalismo más o menos disfrazado. De todos modos, si hubiese pasado algo en Núcleo, ¿cuánto tardaría en trascender? Un pueblo así era el equivalente al anciano que puede morir en su piso sin que el vecindario se percate de ello hasta que empieza a oler. Geográficamente, o a cualquier otro nivel, Núcleo era irrelevante. Ni tan siquiera el mar ayudaba. La playa, en absoluto sucia o mal cuidada, no conseguía remarcar la existencia de Núcleo. Aunque no sabía cómo expresarlo, a L. le daba la sensación de que en realidad, lo que estaba pasando, ni siquiera era tan raro allí. Ahí estaba la tele, con su ritmo habitual, ignorante de lo que pudiera pasar en millones de sitios por el estilo, que no encajaban con la narrativa informativa del momento. Ni cuando se ponía de moda hablar de perros que mordían a bebés, o de pederastas, o de deportes locales, lo que fuera. Daba igual, Núcleo no destacaba, ni para bien ni para mal. De modo que quizá no era una sorpresa que estuviese desapareciendo. Lo que se preguntaba L. era cuál era su papel en ese proceso.
Pamá no llevaban el móvil encima. Nunca lo llevaban. Llamó a casa de sus tíos. Nada. ¿La policía?
Nadie contestó.
Aun haciendo esas llamadas, L. SABÍA que nadie se pondría al teléfono. Tampoco hubiera podido explicar por qué, pero estaba completamente segura.
Pensó que era la primera vez, que ella recordara, que había echado de menos a pamá.

4 – Cajeras y profesionales

L. podría haberse puesto histérica al ver que la nevera (y de hecho la casa por completo) estaba vacía de comida. No había comida en toda la vivienda. Podría haberse deprimido ante la idea de que sus padres no habían dudado en irse con todas las provisiones sin ella. Podría haber roto a llorar ante una situación que era más absurda a cada paso que daba.
Pero no se puso histérica, no se deprimió, y desde luego no rompió a llorar. Estaba entrando en una especie de trance en el que la lógica dictaba que nada de todo eso era útil; como si fuese una auténtica maestra de la aceptación. Tengo que arreglarme con lo que tengo, parecía decir una voz interior. Pero ni tan siquiera lo decía; era simplemente un sentimiento, uno muy básico, pero a la vez sólido, y también nuevo para ella.
Jamás hubiese dicho que se sentía emocionada en cierta forma por ser tan valiente, pero quizá fuese cierta punzada de orgullo la que había cebado su práctica actitud. Por alguna razón, que en la tele todo fuera como siempre era algo a lo que aferrarse. No era gran cosa, pero era mejor que meras interferencias. Lo que daba más miedo era el apagón informativo, incluso aunque las noticias no te sacaran jamás de dudas.
El ruido te decía que el resto del mundo seguía con su rutina. Si no había ruido en Núcleo, al menos podía mecerte el de otras partes.
Llegadas las dos de la tarde, comenzó a tener hambre de verdad. Había pasado las horas muertas viendo la tele, apagándola a cada rato para intentar oír vida de algún tipo en la calle. Con la ventana abierta y el mando en la mano, lo único que comenzaba a preocuparle seriamente era la siguiente noche. Esa idea le hacía perder momentáneamente la calma; pero enseguida recuperaba la compostura.
Está bien, se dijo, aunque pamá vuelvan, parece evidente que hoy no van a comer en casa. Se puso en pie; llevada por la inercia, se atusó el pelo y dio un repaso a su ropa. Aunque no tenía claro que hiciese falta, cogió la cartera y las llaves.
Había un pequeño supermercado en Núcleo, una pequeña “gran superficie” que había provocado el cierre de la mayoría de tiendas de comestibles. A la gente, que siempre solía hacer apología de la familia, le importaban un carajo los negocios familiares. Allí se estaba bien, había aire acondicionado y un buen puñado de pasillos por los que cotorrear y manosear productos. Incluso tenía su línea de cajas, cada una con su cajera, todas chicas de Núcleo, todas con planes para largarse de Núcleo.
Las que había, estaban de pie en su puesto, mirando al frente y sin decir esta boca es mía. L. entró y recorrió los pasillos. El personal de seguridad y los reponedores estaban igualmente ausentes, sólo presentes como una piedra sabe estarlo. El hilo musical estaba puesto. Las chicas de recepción también en su sitio, plantadas tras el mostrador. Por algún motivo, aun contagiados de lo que sea que estuviese pasando en Núcleo, los habitantes habían reunido el aplomo suficiente para presentarse en sus puestos de trabajo. L. pensó que dicha acción era tan habitual e inherente a ellos, era una acción que se llevaba a cabo siempre con tal nivel de desgana y negación, que sus cuerpos simplemente debían haber puesto el piloto automático. Puede que sus mentes estuviesen en Babia, pero había algo en ellos aún operativo, algo que hacía décadas que tenían activado, y que ellos mismos habían abandonado a la gestión de otros.

5 – Mensaje

L. empujó ciertos productos de las estanterías al carrito. Luego empujó el carrito y cruzó la línea de cajas. Pensó que si intentaba pagar, probablemente la atenderían, pero no quería pasar otra vez por esa escena de ojos muertos y movimientos calculados. Como sospechaba, nadie reaccionó ni se fijó en ella, nadie la frenó ni levantó la voz. Oír una voz empezaba a parecer algo del pasado.
Se agenció unas bolsas para la compra y se fue a casa.
Pensó que lo mejor era ir paso a paso. Muchos adultos decían siempre eso mientras organizaban tu vida en torno a tu jubilación. Pero en este caso no había hipocresía posible. El siguiente paso era comer, comer y beber. Si la situación no cambiaba a corto plazo, al menos sabía que tenía comida, que no se iba a deshidratar, y que, al menos que ella supiera, no había manadas de zombis que entorpecieran su paseo hasta el supermercado.
Ya en casa, zampando tostadas con Nocilla, unas tras otra (¿quién se lo podía impedir?), no pudo evitar preguntarse qué iba a hacer el lunes si no cambiaba la cosa, qué iba a hacer cuando llegara el momento de volver a clase. ¿Estarían todos allí con cara de folio en blanco mirando a la profesora, que a su vez les devolvería el gesto mirando a la pared contraria sentada tras su mesa? ¿Quería realmente L. ver esa escena? Es decir, no se le ocurría por qué los alumnos iban a comportarse distinto a los adultos en sus trabajos; al fin y al cabo la actitud del alumnado a diario reproducía siempre determinada imagen del tedio (y la de los profesores aún más…). Eran la nueva generación, la nueva hornada, estaban centrados: venían de estarlo. Decidió que, a no ser que la gente comenzara a aparecer, hablar y mostrarse mínimamente humanos, o al menos con el grado de amargura orgánica habitual, no pensaba intentar llevar a cabo lo que decían eran «sus obligaciones».
Por la tarde, se despertó sorprendida a eso de las cinco. Se dio cuenta de que había dormido una siesta de hora y media en el sillón, ante la tele encendida. La casa seguía igual, las habitaciones, vacías, los teléfonos, mudos. Se asomó por la ventana y miró a uno y otro lado. También miró al cielo, y al suelo. Se dio cuenta de que tampoco había insectos, no veía bichos, nada de hormigas o mosquitos. Puede que simplemente le diera pereza fijarse mejor. Al volver a mirar al cielo, se percató de que tampoco había visto ningún avión comercial en todo el día. Conocía las autopistas aéreas que pasaban sobre Núcleo; no los horarios, pero sí las direcciones en que iban y venían los aviones.
Se quitó una legaña frente a la tele. El día parecía estar pasando a cámara lenta. Se sentía oxidada, algo embotada; puede que fuera la comida. Se había dado un festín de todo lo que dicen te acaba matando. A veces L. pensaba que de mayor le iba a resultar complicado sortear el asunto de las drogas; se sentía demasiado predispuesta a probarlo todo, a, en definitiva, combatir la infelicidad resignada para la que la estaban educando. La naturaleza inevitable de la muerte a veces era una idea complaciente (y cómplice).
Decidió salir a pasear su digestión. La respuesta a la intención de pasear o reflexionar siempre era la playa. Daba igual cuántas veces asumiera la playa ese papel, siempre acababa siendo la mejor opción.
Ya mojándose los pies, con las deportivas en la mano, miraba hacia el horizonte, sin tener claro si era el momento de trazar un plan. Pero ¿qué plan? ¿Irse de Núcleo hasta encontrar algún lugar habitado al modo corriente? ¿Y luego explicar qué historia? La verdad obviamente no iba a funcionar. De modo que tendría que inventar algo que atrajese a la poli, o alguien, a echar un vistazo al pueblo. Resopló de puro hastío. No tenía ganas en absoluto de caminar o enterarse de qué tren o autobús podía llevarla. Además no se iba a subir a ningún transporte público que condujera alguien cuya mirada se pareciera a la del panadero o las cajeras. ¿Un taxi, quizá?
Acabó apartando esas ideas de su mente. Cada vez que intentaba hacer algo que no fuese hacer nada, la situación era más y más indescifrable.
Su vista detectó algo flotando en el agua, dirigiéndose casi exactamente a sus pies. Observó la trayectoria del objeto sin intención de prestar demasiada atención.
Luego algo zarandeó su indiferencia. Aquello era una botella; dentro había un papel enrollado. L. resopló.

6 – Contenido

Hola, K.

No tengo esperanzas de que algún día leas esto, o sí, no lo sé. Soy (aquí el tipo, sea quien sea, lanza un aburrido discurso para dejar claro quién es, aunque no concreta de dónde es; de Núcleo seguro que no). No sabía qué hacer con todo lo que llevo dentro. Quizá por eso he recurrido a esto del mensaje y la botella.
Quiero que te quede claro que te odio. Creo que eres la zorra más cabrona y venenosa con la que he tenido que tratar. Me has manipulado, has jugado con mis putas entrañas del modo más enfermizo y asqueroso que he visto jamás fuera de la ficción. No tengo palabras para expresar el estado de ánimo en el que me encuentro POR TU CULPA. Creo que si escupiera ahora mismo sobre un diamante, podría derretirlo. Ahora mismo no tengo fe en nada que se parezca remotamente a ti; lo cual incluye cualquier mujer, u olor, prenda, paisaje, melodía o puto paraguas de colores que me pueda hacer pensar en mujeres.
Ahora mismo deseo sinceramente que te mueras. Pero no quiero que sea una muerte sobrevenida, quiero que SUFRAS; quiero inventar la máquina del tiempo, viajar contigo a 1939, acusarte y meterte a empujones en un vagón en Munich.
Ahora mismo creo que eres la mayor PUTA de todas; o más bien una puta vergüenza para las putas. Una vergüenza para la raza humana, el cosmos y el puñetero Big Bang.

(Agradezco con toda mi alma que estemos muertos.)

PUTA.

7 – ¿El puto Hugh Everett?

L. metió el papel en la botella y la tapó con el corcho. No era el aviso de un náufrago ni la carta de amor que se podría esperar. Era una carta de odio, lanzada al vacío, casi como si el sentimiento de rechazo fuera tal, que necesitara de semejante épica, como –de un modo simbólico– intentando dinamitar el romanticismo desde dentro. A L. le pareció brillante. Pero el hecho no ayudaba nada a que el día se volviese menos raro o metafísico.
Todo lo contrario. Ahora la cabeza de L. bullía, aunque el miedo aún no se hubiese abierto paso en ella. ¿Tan poca práctica tenía ya con las emociones que no era capaz de sentir miedo de verdad?¿No se suponía que estaba en la edad en que todo te parece el fin del mundo? Pensó que obviamente eso solo era otra de las idioteces que una vez debieron decir un par de adultos, y que el resto no dejan de repetir para no tener que pensar por sí mismos. Tenía catorce años y ya acumulaba un currículum de aburrimiento absolutamente estremecedor. Algo más que dicen los adultos, es que la infancia pasa muy lentamente y la edad adulta corre a toda prisa. L. pensó que eso quizá fuese cierto (al menos una parte); la infancia pasa a cámara súper lenta, porque un aula es un lugar que prácticamente consigue detener el tiempo. Un aula es lo más parecido a una máquina del tiempo a la inversa; no te da opciones, no enciende la mecha de tu curiosidad, no te empuja a hacer miles de cosas y ver cómo era antes el mundo, cómo será después, o qué puedes hacer tú en él. Un aula es la máquina del tiempo que te encarcela en el momento, y hace que el pasado te aburra, el futuro te aterre, y el planeta, el Universo, los seres humanos y su potencial, te acaben importando un carajo.
L. se alejó de la orilla. Aun estando ya rabiosa, cada vez más enfadada, no tuvo más remedio que pensar en la llave. Y en si no la había enterrado en el fondo para estar segura de dónde la había dejado. La ironía se colaba en sus procesos mentales, ahora como una reminiscencia del cinismo; se susurraba a sí misma cosas como: «Al primer conejo parlante cojo y me voy de ese puto sitio…». Miraba al cielo; a cielo abierto tampoco se veía nada que volase. El viento no le traía ruidos de señoras parloteando o equipos de música. Nadie gritaba «gol» ni se hacía el machito. Ninguna chica “susurraba” a gritos quién follaba con quien. Por más que se lo quisiese negar a sí misma, todos esos tópicos formaban parte de Núcleo.
O al menos antes.
No echaba de menos eso; pero echaba de menos tener la ilusión de control. La ilusión de control del colectivo. Echaba de menos formar parte de esa Idea, por muy falsa o reduccionista que fuese.
Estaba harta de moverse sin rumbo. Se sentó en la arena, muy lejos del agua. En realidad, esa era la hora de los surfistas del pueblo. Era cuando llegaban y lo llenaban todo de comentarios misóginos y chistes de pollas; y todo rodeados de chicas que se fingían ofendidas, pero que luego se los tiraban, a veces en la misma playa.
A L. le daba una pereza tremenda llegar a esa edad, en la que no relacionarse con chicos comenzaría a estar mal visto. Ya entonces no estaba ni mucho menos en el grupo de los guays. Leía, no le molestaba estar sola, y no hacía lo que todos por el solo motivo de que todos lo hicieran. Eso bastaba para ser sutilmente apartada. Y sutilmente, de momento… Ella sabía que no quería ser como esas idiotas que se la chupaban a imbéciles para sentirse en el ajo. Lo que haría sería…
Algo interrumpió su discurso silencioso.
Un papel, lo que parecía algo mayor que un folio, con tiras de celo como de haber estado sujeto a un poste, era arrastrado por el viento del atardecer. Igual que con la botella, al principio solo lo acompañó con la mirada; pero luego, al verlo voltearse, atisbó una foto.
Con el papel ya sujeto, mirando la foto, ya sin cabreo de por medio, pensó en lo que había leído una vez sobre la «interpretación de los universos múltiples». Se dijo a sí misma: ¿el puto Hugh Everett? La foto era una instantánea en color de ella misma, bajo la que lucía el clásico «Se busca», y el teléfono de uno de los móviles de pamá.

8 – Quede constancia

L. avanzó con el papel en la mano hasta adentrarse en el pueblo. Tenía que recorrerlo de punta a punta para llegar al lugar de la llave. Que conste, se decía, que hago esto por pura curiosidad. No pienso ir a ver al puñetero Mago de Oz. No pienso pasear con un espantápajaros, ni le voy a bailar el agua a ningún Sombrerero loco.
Joder, que no.
Probó a llamar, claro. Luego vio el teléfono de pamá en casa con su llamada perdida. Y tan perdida. Si Hugh Everett tenía razón, aunque solo fuera en parte, ahora L. estaba en la versión zombi de Núcleo. No tenía ningunas ganas de saber cómo en esa supuesta realidad paralela la gente había llegado a esa catatonia. Otra pregunta era cómo ella había pasado de un mundo al otro. En qué preciso instante entre la noche del viernes y la mañana del sábado, había pasado de vivir en un mundo bastante cutre, la verdad, a otro aún más cutre… Vaya, en realidad no sabía qué era peor, pero ella ya estaba acostumbrada a su vida; no quería tener que imitar parcialmente otra vez las conductas de un mundo totalmente distinto con gente que nada tenía que ver con la del anterior.
Pero mientras llegaba hasta la tierra pisoteada bajo la que yacía la llave, estaba creciendo algo horrible justo en medio de su razonamiento aún en su desarrollo fetal. ¿Tenía que aceptar la teoría de la interpretación de los universos múltiples? ¿En qué era eso mejor que el rollo de Alicia y los animales parlantes?
Más frustrada ya que otra cosa, comenzó a desgarrar la tierra.
Al sopesar otra vez la llave, se sintió como una niñata que estuviese traicionando todos sus principios. Dio unos cuantos pasos alejándose del agujero. Miró la llave, sucia, parecía aún más vieja que por la mañana.
L. se percató de que daba igual tener una llave si no sabía dónde estaba la cerradura. Pero fue consciente de algo aún peor: al ir a desenterrar la llave, en realidad ya había elegido entre Lewis Carroll y Hugh Everett. La llave era la opción de la fantasía, de la huida. Ni siquiera era una huida hacia delante; solo una huida desesperada.
Pero la llave al menos era un paso, algo a lo que aferrarse. La opción Everett dejaba a L. en bragas; pronto quizá literalmente.
Despertar en un cama que no es la tuya a veces es sinónimo de no saber dónde estás; y ni tan siquiera has de tener el semen de surfista incluido en tu dieta para ello.
L. no había despertado en su cama esa mañana, al menos no estrictamente. Pero sin saber cómo se había hecho el nudo metafísico, no podía desenredarlo. Si esto había pasado porque Dios se había guardado los auriculares en el bolsillo, no tenía relevancia. No pensaba meter a Dios en esto.
Lo básico era que no sabía volver a casa al modo científico; así que no sentía que tuviese nada que perder probando la opción fantástica.
Si es que tal opción era una opción.

9 – Una chica franca

Era terrible no poder tirar de cinismo. L. sabía que no era bueno ser demasiado cínica, pero también tenía claro que el cinismo no solo no era malo en pequeñas dosis, sino absolutamente necesario. Ya lo era cuando ella creía conocer cómo era el mundo.
Pero ahora no podía permitirse el lujo de ser todo lo cínica que le apetecía ser.
Tenía que mirar a su alrededor. Estaba anocheciendo. Por primera vez en todo el día, decidió hacer eso que tanto odia, que es seguir indicaciones, coger objetos, y comportarse como si alguna criatura horrible y pervertida estuviera jugando con ella. Vamos a marear a la niñita; en algún momento haremos que se ponga un vestido, vamos a ver cómo son sus braguitas, vamos a hacer que el viejo Walt parezca el amigo de los niños que fingía ser.
Así se sentía L., como una de esas protagonistas de Disney, y no dejaba de pensar en esos planos subliminales de sus pelis, en que colaba referencias sexuales.
Anduvo por las calles del pueblo, porque de golpe, al parecer desde que la llave volvió a sus manos, habían aparecido unas flechas amarillas en el suelo. ¿Era tiza?; L. prefería no tocarlas. Daba la sensación de que brillaran en las zonas más oscuras.
Llegó a la puerta de una cabaña herrumbrosa. Ni tan siquiera la había visto antes jamás. Estaba cerca de la iglesia del pueblo. La puerta era completamente absurda, deforme, un rectángulo atrofiado y grotesco con una cerradura ridículamente grande. La construcción parecía más un dibujo que una casa. L. resopló, y luego volvió a resoplar. Sopesó la llave.
Aquello era una estupidez, pensó. Simplemente metería la llave en la cerradura, la giraría, abriría ese portón Burtonesco, y descubriría que dentro solo hay polvo y telarañas. Sólo haciendo eso, se quitaría de en medio el asunto, y se iría a dormir. Con un poco de suerte, al despertar todo volvería a ser como era. Puede que sólo estuviese soñando, uno de esos sueños detallados, largos y realistas. Volvería a ser la chica franca que su padre decía que era, e intentaría ser más amable, puede que incluso consigo misma.

10 – Seta

El sobresalto siguiente no entraba en las previsiones, no lo hacía a ningún nivel; no era nada que L. se hubiese planteado en momento alguno. Y no hay que olvidar que L., ese día, era la niña que había encontrado una llave, que había decidido enterrarla para evitar ser alguna clase princesa. Su nivel de credulidad estaba por las nubes. Pero no lo suficiente.
Lo irónico, es que lo que pasó no formaba parte de ningún concepto fantástico.
Primero llegó el fogonazo. L. no tenía ni idea de a qué distancia estaba sucediendo. En dirección oeste, comenzó a crecer una seta. «Seta» fue la primera palabra que le vino. Pero no era seta. Era hipnótico, ¿qué era? La seta crecía y crecía, una seta de fuego y humo, de aspecto absolutamente devastador.
No era seta, recordó.
Era «penacho».
Una bomba atómica no era lo que L. tenía previsto. No. Pasaron unos segundos de aturdimiento. Y luego, por primera vez en todo el día: el miedo.
Un miedo atroz hizo que le temblara la llave en las manos. Pensó: Estoy muerta.
Pensó: Mierda.
Las lágrimas hacían que le costara el doble encajar la llave en la cerradura. La movía la desesperación más amarga: el impulso de quien intenta protegerse de un meteorito abriendo un paraguas.
Por fin, metió la llave, de golpe, y la giró contra el sentido de las agujas del reloj. Cuando parecía llegar la primera oleada de la honda expansiva, se lanzó contra el interior de la cabaña.

11 – Bilocación transdimensional

Volvió en sí. Con lo cual se dio cuenta de que había estado inconsciente. Podía oír el sonido de pájaros, y hasta los pasos de alguien. Tenía la espalda dolorida. Se incorporó en sus codos. Su vista necesitaba acostumbrarse al brillo del sol. En ese momento aún no sabía qué pasaba o dónde estaba. Ni aun con el malestar de lo que parecía haber sido una caída desde varios metros, tenía muy claro que estuviese viva.
Una voz comenzó a intentar tranquilizarla; era una voz aguda, la voz que le imaginas a un payaso (quizá a un payaso con un hacha…).
Al ver lo que tenía ante sí, sacudió la cabeza varias veces, se pellizcó y atizó, intentó obviar por completo la realidad que desfilaba ante sus ojos.
Yacía sobre un prado. Árboles de todos los tamaños unos cien metros más allá, flores por doquier, su olor, nubes con una textura que parecía ser pictórica. Luego comenzó a detectar las cosas realmente imposibles de digerir. Miró hacia el sol, que parecía estar situado como lo concibes a mediodía. Pero al mirarlo, se dio cuenta de que no necesitaba apartar la vista; era como si se volviese más espectacular, y variaba en su luminosidad, pero sin quemarte la retina. Luego L. gritó:
–¡Mierda! …
Delante tenía a un conejo blanco, de pie sobre sus patas traseras. Llevaba un chaleco brillante y un monóculo. Repetía:
–¿Estás más tranquila? ¿Estás bien?
L. retrocedió ayudándose con las piernas. El animal tenía el tamaño de un enano humano. No era exactamente asqueroso, pero tampoco era lo que imaginas, no era lo que los cuentos de hadas siempre narraron.
El bicho (así era como ella le llamaba en su mente) hablaba sin parar, pero intentaba hacerlo sin atosigar. En cierto momento, preguntó:
–¿Vienes de Allá?
–…
–Sé que vienes de allá. –Soltó un gorjeo bastante repulsivo que L. interpretó como una risa.
–¿Allá?
–Ya sabes a qué allá me refiero. Y no intentes darme evasivas. Tenemos informadores, y hemos seguido tu caso. Ha sido noticia en todo tu país, y en parte de todo tu extranjero… Ese pueblecito tuyo ha salido por la tele en todas partes…
–Pero yo no soy…
–Ya, ya lo sé. Tú no eres. Pero igualmente ha sido una Tú quien ha desaparecido.
–…
–En realidad tu caso es extraordinario…
–No eres real, venga, no me fastidies… Me voy a despertar a la de ya, aunque sea en el pueblo vacío.
–No es… Mira, te va a costar un rato aceptarlo, puede que hasta unas horas, pero tu idea sobre la realidad es algo… limitada.
–…
–Sé que has intuido el asunto de las realidades paralelas. Y supongo que ahora ya sabrás que, bueno, desapareciste; no tú, al menos no técnicamente. Pero ambos sabemos que si tus padres te hubiesen visto. Tus padres, digo, bueno, ya me entiendes…
–Pues perdona que te lo diga, pero creo que no se te da bien esto.
–Sé que me estoy explicando muy mal, disculpa. No lo estamos pasando bien por aquí. Estamos algo…
–Ya…
–El caso es que tu historia es un claro ejemplo de ¡bilocación transdimensional!
–…
–La bilocación es la presencia teóricamente sobrenatural (para vosotros) de una persona en dos lugares a la vez.
»Para nosotros eso no es nada extraño. Pero que la bilocación se produzca a través de dos dimensiones…
Gorjeos, parece que de emoción.
»Verás, una bilocación al uso sería verte en Núcleo y en París a la vez, por ejemplo, pero ¿¡en el mismo lugar en dos dimensiones distintas…!?
Más gorjeos, casi como si el animal se atragantara.
»El caso es que no has tenido buena suerte, porque has ido a dar con una dimensión terrible, infectada por una guerra nuclear a nivel global, ya habrás visto que mucha gente ni tan siquiera intentaba huir. Cada cual se enfrenta a su muerte como puede, supongo. No soy ninguna eminencia en el tema, como comprenderás.
»La cuestión es: ¿has ido a dar con esa dimensión por una cuestión de mala suerte? ¿Sabes a quién se le achacan las bilocaciones transdimensionales aquí?
–A qui…
–¡A lo que vosotros llamáis Dios! –interrumpió el conejo.
–Coño…
–Ya sé qué vas a pensar…
L. se impacientó.
–¡¿Que coño voy a hacer?!
–Por favor, un poco de calma. Desde aquí puedes hacer casi cualquier cosa, e ir a casi cualquier lugar, incluido tu pueblo, en la dimensión que quieras. Pronto serás una en lugar de dos. Y sí, ya sé que pensarás que achacamos a Dios tu fenómeno porque aún no sabemos explicarlo con la ciencia o la fantasía empírica, pero, ¿no crees que es algo fascinante?
–…
–Sé que eres una niña inteligente. No me vas a engañar.
–Qué—tengo—quehacer—para—salir—deaquí. POR FAVOR.
L. volvía poco a poco a su estado de calma tensa, o al menos despojada de miedo. Se puso en pie, y caminó junto al conejo. Pronto descubrió que el bicho podía ponerse a cuatro patas y correr, correr mucho más rápido que ella. Qué asco. Pero había sido una elección entre la guerra nuclear y charlar con un conejo. Hacía años que se había perjurado, aun de forma inconsciente, que jamás charlaría con un conejo. Ni tan siquiera era de esas niñas que daban la murga a sus padres para tener un perrito. Los animales le era indiferentes, y tampoco solían gustarle en las películas.
Lo que venía, pensó L., era pura trama de molde. Apenas oía hablar al conejo. Decía algo sobre «una aventura», sobre «hacer nuevos amigos», sobre un príncipe, y hasta sobre un dragón. Había que conseguir alguna clase de cetro. De esta forma, tocándolo, y solo pensando en ello, ella podría volver a su casa, a Núcleo, el Núcleo sin guerras nucleares, el Núcleo aburrido y lleno de adultos de siempre.
Además de eso, el cetro retornaría a su Rey, y por algún capricho de la burocracia fantástica, la paz volvería a reinar en «Emoción»… El país se llamaba «Emoción»…
L. descubrió que no había una fantasía que se amoldara a sus propios intereses. Mientras llevaba a cabo su aventura, todo respondía a los mismos patrones de azul para los chicos y rosa para las chicas. Fingía estar enamorada del joven príncipe; era más fácil seguirles la corriente que, en definitiva, mostrar algún rasgo de carácter que fuera más allá del gritito femenino asombrado. Se acostumbró a actuar.
No sabía exactamente dónde estaba, dónde encajaba en el orden de las cosas aquel cliché en el que se podía habitar, y no preguntó. Una vez el conejo le volvió a hablar de Dios. L. contuvo un largo resoplido. El conejo dijo que Dios quizá había respondido a las plegarias de la madre de L. Cada noche rezaba para que su hija desaparecida volviera; y lo hacía apoyando los codos sobre su cama vacía.
La no-madre de L. La madre de… en fin. Al parecer no dejaba de ser su madre, ya que el conejo decía que las circunstancias en cada dimensión eran distintas, y la gente también hacía cosas distintas; pero había algo en cada persona que era igual en cada una de ellas. Ese algo, decía el conejo, era lo que había hecho rezar a su madre atea.
L. pensaba en esas y muchas otras cosas durante los largos paseos campestres por Emoción. Había alguna clase de ejército, soldados de narices respingonas, todos iguales, comandados por un viejo amigo del Rey que ahora era enemigo. Si algo sucedía, L. se recogía su vestido rosa y se postraba tras un árbol. Por las noches dormía en una estancia del castillo; el asunto de la ropa y las atenciones era casi inevitable. Si alguien decidía hacer alguna labor que correspondiese a un sirviente, luego se las tenía que ver con el Rey.
Un día, mientras el príncipe le soltaba una perorata tan babosa y densa que podrías haber construido un muro de ladrillos con ella, L. se acordó con una sonrisa de la carta de odio. Una carta de odio en un mundo terminal, donde crecían los penachos y las madres ateas rezaban. Decidió que cuando volviera a Núcleo, robaría un ramo de rosas.

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