U. estaba sentado a su escritorio. Eran casi las nueve de la noche. Tenía la suerte de que la ventana de su habitación no daba a una pared u otra ventana. Podía ver a los lejos dónde acababa la ciudad, dónde ya no había ciudad. La Tierra no es plana, pero sí las ciudades, o al menos las ciudades sí tienen borde, y él podía ver el de la suya desde su ventana. Esa zona montañosa, de bosque no turístico, le atraía poderosamente. Ese punto en concreto, a unas dos horas a pie, en línea recta desde su ventana.
Por la noche brillaba una luz allí. Una que destacaba por encima (literalmente) del resto, de las que eran claramente farolas o vehículos en movimiento dentro del borde. Era una luz brillante, no necesariamente misteriosa o extraña, pero intensa, de procedencia desconocida para él. Era el punto al que dirigía irremediablemente la mirada más de la mitad del tiempo que se suponía estaba estudiando.
Era un «estudiante», sí, como los de toda la vida. No sabía lo que quería, no tenía vocación alguna, había ido superando pruebas, había soportado ya centenares de horas de increíble aburrimiento en clase. Estaba en primero de carrera. Estaba, como dicen, «sacrifícándose» por tener un futuro… por «ser alguien». Pero en realidad lo que pasaba, como siempre suele pasar, es que estaba sacrificando su vida, la única que iba a tener. Llevaba desde que había nacido obedeciendo a determinada idea sobre el miedo, yendo en círculos, no saliéndose de cierto circuito, asintiendo a todas las presiones, creyéndose todos los mitos de la responsabilidad popular. Estaba erigiendo otra temprana y poco vistosa catedral al cinismo.
A veces estaba memorizando algún párrafo abstruso, y le costaba volver a recordar qué carrera había elegido. Era lo de menos, porque no la había elegido, ni ella le había elegido a él; en términos de unión alumnos/carrera, con visos de relación a largo plazo, haciendo el símil, la mayoría de alumnos estaban liados con hermanos o padres. No sabían lo que querían (nadie ayudaba con eso), y su ignorancia y predisposición al, digamos, nepotismo filosófico, era tal, que ni tan siquiera echaban un vistazo ahí fuera. Él también había heredado la estrechez mental habitual. De esa unión incestuosa, forzada y enfermiza entre un alumno/hijo obediente y una carrera cualquiera, era de donde nacían muchos adultos. Sólo un poco más saludables que un aborto, pero a los que claramente se les notaba que sus padres eran hermanos.
Papá alumno al uso. Y mamá carrera, una.
Esa luz, a pesar de, insisto, no parecer especialmente extraña, y aunque para él no dejaba de ser un OVNI aterrizado, o un “ONI”, ejercía una poderosa fascinación sobre él.
La luz, una luz, de algún modo estaba abriendo una grieta en la terrible lógica vital que había heredado, asumido desde que aún se meaba en la cama. La luz iluminaba un rincón oscuro de su mente, teóricamente preñado de monstruos; y no está claro que los hubiera; no al menos los que le habían descrito.
La luz le ayudaba a quedarse ensimismado, y una vez atravesaba sin esfuerzo esa barrera del ensimismamiento, parecía tener acceso al Pensamiento. Esa rareza. Un pensamiento de naturaleza individual, positiva, no contaminado por otros, ni forzado, no un pensamiento abocado a un sólo tipo concreto de formación o crecimiento. Sino un pensamiento libre. No necesariamente sobre la libertad, sino libre. No necesariamente productivo al modo que se esperaba siempre de él; no sobre el futuro o relacionado con inversión alguna. No tenía nada que ver con estudiar por miedo. Tenía que ver con el conocimiento, o lo parecía, en el sentido más amplio e inspirador. Tanto de lo que le rodeaba, como de sí mismo.
Mientras sus padres dormían, a eso de la una de la mañana, se vistió y decidió caminar en esa dirección. Sabía que no hallaría nada extraordinario, y desde luego no pensaba huir de casa. Sabía que no encontraría a nadie más a esa hora, de martes a miércoles. Sabía que, si llegaba allí, vete a saber cuándo, no daría con nada más que el foco de alguna nave industrial.
Pero se sentía bien. Tenía la sensación de que la mayoría de gente no descubre esto jamás. Sentía que era la primera vez que emprendía algo, aun sólo una simple caminata, partiendo de una decisión propia, y además fuera de los tránsitos, horarios y planes férreamente establecidos.
Caminaba de madrugada, a sabiendas de que sus padres podían despertarse, alarmarse; y no sentía en lo más mínimo que estuviese siendo injusto con nadie. Esa simple noche de vagabundeo, no compensaría ni de lejos toda la sumisión, absolutamente idiotizante, que él había llevado a cabo durante toda su vida.
Hacía bastante frío, era incluso un tanto peligroso cruzar la ciudad tan tarde. Pero era. Muy poca gente podía decir que se hubiese sentido así. Y muy pocos lo entenderían.
Me gusta mucho. Es un principio, una especie de ruptura de cadenas con respecto a lo impuesto. Me quedo con las ganas de saber qué pasará. Qué escogerá hacer?