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25 proyecciones innecesarias (25 de 25) – Carta abierta a Jennifer Lawrence

La primera vez que te vi fue en una sesión de tarde. No en unos multicines, sino en un cine público. Ahora me suena poético. La peli era ‘Winter’s Bone’. Había leído una crítica que me impresionó, en cuanto a la peli en general, pero también en cuanto a ti. Ahora me da rabia no recordar la autoría, pero alguien dijo (sobre tu interpretación) que era como ver a un detective apaleado del cine negro de los años cincuenta dentro de una adolescente.

Le estoy cogiendo gusto a escribir cartas –más o menos codificadas– a quien no las va a leer, o sobre gente que no las va a leer. Puede parecer deprimente o solitario, pero a la vez creo que tiene mucho sentido. Es la única forma de “hablar” con según quién. La gente sólo escribe listas de la compra, no sabe lo que se pierde, cuántas formas nuevas de alzar el vuelo y estrellarse.

Era como ver a un detective apaleado del cine negro de los años cincuenta dentro de una adolescente. Era una buena definición. Tu mirada proyectaba la idea de haber pasado muchas penurias. Hay gente que cree que eso no se puede fingir.
En aquel cine se pasaron con el aire acondicionado. No ayudó, teniendo en cuenta el paisaje frío y seco de la peli.
Reconozco que me fijé en ti; pero aquella película no era la idónea para comenzar a alimentar ningún mito. En aquella peli, aun siendo la protagonista, funcionabas como una de las piezas de determinado engranaje emocional.
O algo así.
No era una peli en la que nadie fuese a posar o lucirse de determinada manera (y no hablo de tetas). Era una interpretación de trinchera. Un trabajo muy difícil, y hasta cierto punto desagradecido. Una peli prestigiosa, nada espectacular, buena pero no para “molar”.
Seguro que no digo nada con mucho sentido, pero todo el que la haya visto me entenderá.

Pasado no mucho tiempo, estaba viendo un nuevo ‘X-Men’. Lo veía, lo veía… No recuerdo cuál de la saga era. Veía pasar toda esa cacharrería ante mis ojos, toda la acción, la pose, el lucimiento presupuestario, la maquinaria de producción…
Era un reparto muy coral.
Y sí, era consciente de que la actriz que hacía de Mística no era la misma que en anteriores ocasiones. Pero sin más.
No quiero decir que salí del cine y alguien tuvo que decirme quién eras, para que esto suene más “curioso”. Pero vi buena parte de la película sin saber quién eras, y creo que no fue hasta el final, que no te reconocí.
Coño.
Mierda.
Me costaba asumir que Mística fuese aquella chica de ‘Winter’s Bone’. Mística sí daba para el lucimiento al nivel que me refería (y sigo sin hablar de tetas), y lo hacía justo para lo que no verías en algo como ‘Winter’s Bone’. Eras literalmente otra. No voy a excusarme con el rollo del maquillaje, eras tú la que se había transformado, aunque tus rasgos fuesen perfectamente reconocibles si uno te conocía.
Yo aún no te conocía. Ahí fue donde realmente te conocí, cuando pude contrastar.
Cuando vi que podías ser quien quisieras.

Luego no tardó en llegarte la fama más salvaje. La admiración, y con ello también el odio de quienes no llevan nunca bien el éxito de los demás. Y también llegaron los “listos”, los que saben qué está “sobrevalorado” y qué no.
Juegos del hambre aparte, supongo que fue con ‘Silver Linings Playbook’ cuando todo estalló.
Una honesta comedia romántica con un toque marciano, de la que la gente esperaba algún tipo de peli salvaje y extrema de dos horas y media. Algún tipo de Scorsese lleno de situaciones dramáticas y explosivas, que te dejaran extenuado en la butaca.
La gente no esperaba una película. Esperaba ver desfilar los premios que había ganado. Una comedia no podía ganar premios. Los mismos que dicen que siempre ganan premios el mismo tipo de pelis, no entendían que esa los hubiera ganado.
Como fuere, los premios están para coger polvo, y el público se muere. Las películas no.
En esta película brillaste a todos los niveles imaginables. Para mí fue devastador, un torbellino de presencia, intuición y poderío. Lucimiento en el mejor sentido. Todo supuraba encanto y carisma.
Había momentos en que me hubiese caído de culo de haber estado de pie.

Al mismo tiempo que llegaban los que decían lo bien que les caías, llegaban también, como apunté antes, los que aseguraban que no te soportaban. Estoy seguro de que sabes mucho sobre el odio a distancia, y de lo falso, cobarde e hipócrita que suele ser en realidad. La gente te veía recoger premios y tropezar, y hablar como una persona y no como un futbolista en los programas de televisión. No estamos acostumbrados a oír a alguien tan famoso expresarse. Normalmente lo que hacen es cubrirse la espaldas, hacer la pelota a todo el mundo y volver a casa.
No estoy hablando de naturalidad incondicional, ojo, ni de que seas completamente transparente. Sé que tienes que sobrevivir y tomar precauciones. Sé que debes estar rodeada de imbéciles y sociópatas (puede que yo sea uno de ellos), pero también creo que interpretar, falsear, vender la moto, se te da bien sólo rodando una película.

Al planear escribir esto, pensaba que eres demasiado joven y talentosa, admirarte es casi un cliché, es previsible. No es en absoluto guay. Ahora es casi como decir que Jesucristo es guay en un viaje para ver al Papa.
Pero yo uso gifs. Uso gifs que la gente hace con imágenes tuyas. Para expresar cosas, en lugar de usar mi cara dolorosamente del montón, uso la tuya. Hago trampa. Es mi forma de humildad autoconsciente. Aun con todo lo humana que se te ve en cualquier pantalla, para mí eres como un ente. Otro mundo, otra especie, un estreno.
Esto sigue sin ser una cuestión de tetas sin más, y que nadie me salga con eso de que triple negación es igual a afirmación.
Tengo más de treinta años, y aun sabiendo que mi admiración va más allá de lo superficial, con ese asunto de los gifs siento como si hubieras sido mi primera Barbie.
Igual es bonito, o retorcido.
Aquí, en esta clase de detalles, es donde se ve la diferencia entre quién hace cosas y quién se limita a admirar u odiar a quien las hace. Yo, de momento, soy más de los que admiran, e intento ser de los que las hacen. Por ahora, lanzo esto a ningún buzón, y acabo de escribir otra no carta de amor.

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25 proyecciones innecesarias (24 de 25) – Carraspera

Allí «la hora de la siesta» no era una forma de hablar. Allí a la hora de la siesta las calles del pueblo estaban vacías y en las casas cedía la actividad. Además nadie cerraba con llave. Si querías podías entrar y salir por donde quisieras, podías oír los ronquidos. Podías incluso robar, excepto que se hubiese sabido.
Yo no dormía, era un chaval de ciudad, un crío. Aún no le veía el qué a ese ritual. Estaba cargado de energía. Había dormido mis buenas ocho o nueve horas la noche anterior. ¿Para qué me iba a poner a dormir otra vez a las tres de la tarde?
Persianas bajadas. De tres a cinco de la tarde, me dedicaba a pernoctar, la casa estaba más bien a oscuras. Con catorce años cualquier rincón era bueno para una paja. Esa era una opción. También me gustaba dibujar. No tenía tele, allí aún no, aunque difícilmente me la hubieran dejado poner a esa hora. El pueblo entero (unos mil habitantes) dormía. Yo era un pequeño organismo a la contra. La pequeña gripe. La carraspera del pueblo.
No era grave o molesto, pero allí estaba, jugando a la contra, sin respetar ciertas reglas, pisoteando el protocolo. ¿Cómo demonios me iba a dormir de tres a cinco de la tarde, cuando lo que hacía normalmente a esas horas era estar en clase?

No se trataba sólo de la siesta. Eran las vacaciones de verano. Un mes entero allí. Nunca encajando, nunca del todo cómodo, nunca entendiendo del todo. Ahora todo son buenos recuerdos, pero entonces era una sensación extraña; como si todo el mundo te mirara y dijera algo como “esto es genial, eh”, y yo sólo supiera encontrar pegas o ponerme siniestro. No quiero, de verdad, sonar a retrato de la adolescencia o generacional. Yo hubiese sido plenamente feliz con mis amigos en la ciudad. El pueblo significaba afrontar toda una serie de momentos incómodos. Familiares, desconocidos, gente mayor, sentirse desubicado… Un chico o una chica de esa edad no ha de quejarse necesariamente por estar «en esa edad»; de hecho generalmente se quejan por lo mismo que se quejan los adultos: estar en un lugar donde no quieren estar o con gente con la que no quieren estar. No es que los chavales sean raritos, es que aún no pueden hacer lo que quieren. Casi nunca pueden elegir. Van de un lado a otro por orden de adultos de criterio siempre discutible.
Cuando creces te das cuenta de hasta qué punto el criterio de los adultos es discutible; de hecho hay gente con hijos que no es que no esté preparada para tener hijos, es que no está preparada para no dispararse en un pie.

Como sea, creo que tampoco hubiese hecho gran cosa de haberme quedado en la ciudad. El mes de agosto era el descanso del obrero. Al parecer todos los padres de familia tenían ese mes libre. Todo el mundo se iba fuera. Las madres solían ser amas de casa; los padres hacían siempre como que todo iba bien. El mundo no era un lugar en absoluto amenazante. Ni tan siquiera para los críos como yo, de a seis suspensos el trimestre. Daba la sensación de que daba igual lo que hicieras, no te iba a pasar nada. Una vez superada la tormenta (la bronca, o la bofetada paterna o materna, tan aceptada aún en aquellos tiempos), podías seguir hacia delante sin excesivos dolores de cabeza.
Lástima no haberlo sabido en aquel momento.

Llevaba mi monopatín al pueblo. Mis padres llevaron una tele con el tiempo. Luego yo llevé una consola.
Parecía que aquella casa nunca acababa de completarse. Siempre había alguna obra, alguna chapuza que hacer, algo que instalar.

Recuerdo que una tía mía que vivía en el pueblo, invadía la casa a cualquier hora; abría la puerta, voceaba el nombre de mi madre, y entraba sin más. No parecía saber que a partir de mis doce años yo podía estar tocándome a cualquier hora.
Luego, otro tío mío, que ya estaba viudo, murió, hubo algún desacuerdo con el asunto de la herencia, y esa tía mía ya no volvió nunca más por casa. Dejó de aparecer, se dejó de hablar de ella. Es posible que incluso ya haya muerto. Yo era la carraspera, pero no tanto como para hacer ciertas preguntas. No es que me importara tanto. No es que no fuera un niño sensible, pero no me encariñaba enseguida con todo el mundo, y hablamos de personas a las que veía entre poco y menos cada año.

Uno de mis mayores problemas es que no sabía fingir. Sabía mentir, sabía hablar mierda. Pero no sabía fingir, no sabía actuar. No sabía reír sin ganas o fingir relajación cuando me sentía incómodo. Esto es algo que te pasan por alto cuando eres muy crío. A la gente le hace gracia todo si eres lo suficientemente crío. Pero a partir de los catorce o quince años, todos empiezan a suponer que ya deberías saber fingir; al menos un poco. La desavenencia generacional entre críos y adultos, no creo que vaya de lo listos que son los adultos y lo tontos que son los críos; creo que va de lo transparentes que no pueden evitar ser los críos, y lo muy falsos que han aprendido a ser los adultos.
Recuerdo a una prima de mi misma edad. Aunque no estaba seguro de que fuera una prima. En el pueblo a veces se confundían esas cosas (pasé años pensando que una amiga de mi madre era mi tía). Pero había una chica, alguien que, fuese o no prima, parecía actuar en calidad de prima. Ella ya había aprendido a aceptar ciertos códigos de los adultos. Los protocolos. Recuerdo entrar a un bar con mi primo (primo de verdad), y topar con ella. Mi primo conocía mejor los nombres, el árbol genealógico, quién era familia y quién no. Ella nos saludó bastante efusivamente. Mi primo respondió de la misma manera, y yo sin embargo me mostré algo seco.
Al salir, esa chica me lanzó una mirada de desprecio. No una mirada natural, no algo que asomara sin más de ella, sino una mirada ensayada. Una mirada adulta.

Pasaron muchas cosas durante aquellos años. No necesariamente extraordinarias, pero algunas sí dignas de ser relatadas.
Una de ellas puede ser representativa. Algunos hechos tienen la cualidad de condensar una época, el carácter de un lugar y un momento vital.
Una tarde de verano, el año de mis dieciséis años, hice lo de siempre. Puse la consola en la hora de la siesta, bajé el volumen, y me puse a jugar. Para jugar, pero también para hacer tiempo, hasta que llegara el momento de ir a la piscina. Ir a la piscina antes de las cinco estaba permitido, pero estarías solo, solo bajando el pueblo y solo en la piscina. De modo que hacía tiempo jugando a la consola.
Hasta ahí era una tarde más (aunque allí nunca lo era).
Luego, bajando hacia el polideportivo, ya noté una energía distinta a mi alrededor. En un pueblo pequeño, cuando algo pasa, ha pasado o va a pasar, sientes que la gente está alerta, o atenta, o distinta. Fue sobre todo llegando, cuando noté algunas miradas, cuando alguna cabeza se volvía para verme. Alguna risa. Algún movimiento desconcertante. ¿Qué pasaba? Nada, en realidad. Pero pasaba algo, o algo iba a pasar.
Entré en las instalaciones, el edificio que filtraba la entrada al césped al aire libre.
Me acomodé con mi toalla, con un par de amigos. Pese a mi carácter, nada fácil en ocasiones para los demás, siempre sabía hacer amigos.
Ni me había bañado aún, y vino una chica a hablarme sobre otra chica; no dejaba de decir su nombre.
Estaba descolocado. Me sonaba su nombre, pero no la ubicaba, no sabía de quién me hablaba.
Tampoco sabía qué quería de mí. No hablaba claro, hablaba como si yo tuviera que intuir todo lo que estaba pasando. O más bien como si yo tuviera que saberlo desde hacía días. Puede que un par de años.
Ella seguía hablando. Por fin, dijo que esa otra chica estaba fuera, y que quería hablar conmigo.
Se suponía que era un golpe de suerte. Una chica quería hablar conmigo.
Pero yo no quería hablar con ninguna chica. O mejor dicho, no quería hablar con ninguna chica que hubiese estado planeando hablar conmigo. Lo que la mensajera intentaba decir sin decirlo, era que esa chica estaba interesada por mí, que yo le gustaba, y que eso era una gran oportunidad. Sólo tenía que ir hasta donde estaba ella y decirle… ¿qué iba a decirle? ¿Y qué pensaba decirme ella?
Esa mensajera me puso en un estado de nervios desconocido para mí.
En pocos segundos me vi rodeado de chicas de quince y dieciséis años en biquini.
Dije que no. No quería.
Fue patético.
No estoy seguro, pero creo que me inventé una novia.

Al salir luego para irme, con mi toalla, vi a mi prima llorando, rodeada de amigas, incluida la mensajera.

Al llegar a casa, en un acceso de no sé qué, me quité el bañador y comencé a tocarme. No pensé en cerrar con llave. Mis padres no estaban. Mi tía entró y me vio espatarrado con la polla en la mano.

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25 proyecciones innecesarias (23 de 25) – Gatos

Lo del gato debió ser a principios de los noventa.
Los que crecimos en esa década fuimos los últimos que supimos sobre cierto grado de independencia e incomunicación.
A cierto nivel, estábamos solos. Pero no era algo que nos hiciera infelices. Lo que nos podía hacer infelices era más o menos todo lo demás. Es curioso que, de todas formas, no tengamos en general malos recuerdos de nuestra infancia. Al fin y al cabo no vivimos ninguna guerra o posguerra, y tampoco sabíamos de nuestro país y su gran farsa sobre el estado del bienestar. Se suponía que nosotros tendríamos la oportunidad de comernos el mundo. Todo iba bien, uno sólo tenía que hacer un pequeño esfuerzo.
Todo estaba bien, excepto que todo era mentira.

Éramos la generación que oía hablar sobre ‘Generación X’, y que un poco antes de los veinte años vería ‘El club de la lucha’, como si esa peli fuese un oráculo que nos iba a contar el qué. Cuando luego leías el libro, lo veías aún más claro. Pese a ser un texto que le hablaba a los mayores de treinta, tú ya te podías sentir perfectamente identificado. Era aún peor, porque ese texto te contaba en cierta forma lo que casi seguro no podrías evitar. El vacío, la violencia de no ser.

Yo me levantaba cuando el despertador quería. Era el primer Superior que tenía todos los días. Primero obedecías a una máquina, luego a todo los demás. Otra máquina era el timbre del colegio, aunque siempre había más personas que máquinas. Tus impulsos o deseos importaban un carajo. Todo eso se despejaba de la ecuación. Que no estuvieras motivado y el colegio te asqueara, no preocupaba a nadie. Es posible que se preocuparan más con los críos que querían ir a clase (y con razón…).

Iba por las mañanas con un par de chavales más del barrio. Llegábamos al colegio por un camino que era casi todo el tiempo de tierra. Apenas cruzabas un par de calles asfaltadas. Había zonas que eran puro terreno para construir abandonado (irónico), llenas de de hierbajos.
Una vez, en una de esas zonas, vimos un gato muerto.
Primero lo olimos, y eso que ese día aún no olía tanto…
Alguien lo había atropellado, y luego alguien lo tiró a los hierbajos.
Fuimos viendo cada día cómo el animal se descomponía. Se acercaba el verano. El calor ayudaba. Pronto el radio de acción de la peste era delirante. Por allí no pasaba ningún adulto a no ser en coche. Ellos los atropellaban, nosotros comprobábamos los desperfectos. Cuanto más te acercabas, más real parecía. No aprendimos nada extraordinario de aquello, y aun así aprendimos mucho más que en clase. Veías primero el pelo del animal, luego la carne y luego los huesos; y de haberlo pensado hubieses visto el camino hacia el año 2000, cuando ya estarías no solo perdido, sino también consciente de estarlo.
Ellos los atropellaban, nosotros comprobábamos los desperfectos. El gato podía ser un símbolo perfectamente aceptable de nuestro futuro.

El siguiente invierno, helados, recién salidos de la cama, como siempre, con el sueño amputado, levantados en el justo momento de mayor placer bajo las mantas, ya no olíamos al gato por las mañanas. Comenzó a desaparecer.
Nosotros no, al menos sobre el papel.
Oíamos hablar sobre la belleza de un amanecer. Nosotros no veíamos amanecer. Veíamos el reloj a las ocho de la mañana. Un reloj, un timbre, muchos dedos señalando. Señor, ¿ha sido usted quien ha matado al gato?

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25 proyecciones innecesarias (22 de 25) – Z.

Z. sabía de la importancia de la primera impresión. Podías hacer lo que quisieras, pero si te presentabas en los sitios con un aspecto descuidado, tenías el triple de trabajo de aceptación. La primera impresión, el primer olor, la primera mueca o sonrisa, el primer saludo… Había cosas que no podías controlar del todo, los nervios te podían traicionar. Pero sí podías cuidar tu forma de vestir, de peinarte, tus complementos. Podías asearte, joder, dedicar las horas anteriores a sacarte brillo. No tenía nada de malo. Ser un poco presumido, presumida, un poco picajoso para contigo, un poco pijo, un tanto irritante. O incluso perfeccionista. Muchas de esas cosas no son positivas a medio plazo, pero te ayudan a tener un buen aspecto, y la gente puede decir misa, pero siguen valorando y comiendo con los ojos. No se ponen a esperar a que hables, manteniendo el marcador de prejuicios a cero. Lo que hay que entender es que la gente es cualquier cosa menos comprensiva o abierta. Da igual lo que digan. Lo que quieren es que alimentes la idea de que el aspecto exterior es fiable. No necesariamente porque ellos lo crean en el fondo, pero es más cómodo pensar en esos términos. Es más fácil.
No cuesta nada hacer la vida más fácil a los demás. No cuesta nada llevar a cabo el acuerdo tácito de fingir que la vida es fácil.
Z. lo ritualizaba. Ya pasó su fase juvenil en que todo le molestaba. La corbata, la camisa, el traje… Todo era un problema para él. Su única idea sobre vestirse y salir, era ponerse unos tejanos. Ahora lo que hacía era seleccionar cuidadosamente cada prenda. Las coloca sobre la cama y las observa atentamente. Puede llevar un tiempo. Primero seleccionas, luego combinas. En el momento de combinar puede comenzar a haber dudas. Es posible que ya estés vestido, decidido, y que de pronto no te guste lo que ves en el espejo justo antes de salir.
Habrá quien diga que la gente que se cuida y sabe vestir, luego puede tener tendencia a llegar tarde a las citas. Como si hubiera que elegir entre llegar tarde y vestir mediocre. Pero Z., a esas alturas, sabía que sólo una de esas dos cosas puede ser elegante.
Llegaba tarde Marilyn.
Vestía mal tu tía la del pueblo.
Por suerte, esta vez la puntualidad no sería un problema. Lo cual no quería decir que Z. no se apurara. Uno no puede pasarse el día haciendo probaturas y desgastando el espejo. Llega un momento en que tienes dar el siguiente paso. Esa entrevista incómoda, esa cita con Helena de Troya, esa silla que te espera en la última cena. Los demás invitados tienen que ver los resultados. No esperas que te acomoden entre cojines de seda y te den uvas, pero cuando sabes que has acertado con tu outfit, casi puedes notar cómo se quedan con las ganas.
Esta vez era una ocasión irrepetible, así que había que ser cuidadoso. Uno no se va de viaje así más que una sola vez. Z. salió al balcón. Piso veinticinco. Está impecable, arrebatador.
Cuando notaba el aire, cada vez más violento al caer, no pensaba que ya no había marcha atrás. Sólo podía pensar en cómo le iban a mirar todos allí.

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25 proyecciones innecesarias (21 de 25) – Capitanes

La capitana de las animadoras estaba hundida en un océano de angustia monotemática relacionada con el capitán del equipo de fútbol. Salió a flote cuando él la invitó a salir. Ella se negaba a dar el primer paso, y le importaba «un carajo» qué impresión diera eso.
Luego estuvieron delante de un batido y delante de una pantalla de cine y delante de diversas orquestas, delante de puestos de helados y perritos calientes, y pronto siempre con un elefante sexual en la habitación.
El capitán estaba histérico.
La capitana no parecía tener ninguna prisa.
Sea esto relevante o no, ninguno de los dos estaba preocupado por parecer más o menos previsibles. Esto no quiere decir que les inquietara lo que pensaran los demás. Sentían cierta extraña responsabilidad para con sus actos.
En cierto modo, ahora que le tenía a él, ella ya no sabía lo que quería, y él sólo quería una cosa.

La capitana de las animadoras estaba que trinaba por el capitán del equipo de fútbol. Sintió que la liberaban cuando él mismo la invito a tomar algo. Ella no quería tomar la iniciativa, al margen de lo que pensaran los demás.
Luego bebían batidos juntos y veían pelis y bailaban, comían helados y devoraban perritos calientes. Él no podía evitar pensar en ella desnuda.
El capitán disimulaba erecciones.
La capitana pensaba que estaba bien que pasase el tiempo, y que sólo pasase lo que pasaba.
A ninguno le preocupaba no ser en absoluto originales, o parecer anticuados de algún modo. Sentían que interpretaban un papel, pero que eso estaba bien.
Aun así, ahora que ella le tenía al él, se sentía algo perdida al respecto. Él no, en absoluto…

La capitana de las animadoras bebía los vientos por el capitán del equipo de fútbol. Cuando menos se lo esperaba, él tomó la iniciativa. Ella no quería hacerlo, aunque sus amigas la criticaban por ello.
Luego salieron juntos y fueron al autocine y él la invitó a helados y perritos calientes, y no podía dejar de masturbarse cada noche pensando en ella.
El capitán tenía un objetivo claro.
La capitana se mostraba ambivalente, no especialmente interesada más allá de la compañía, aunque sí se considerara su novia.
No estaban preocupados por lo que los demás dijeran, para ellos no se trataba de ser modernos o no. Les parecía curioso ser los capitanes, se suponía que eso conllevaba alguna responsabilidad para una pareja como ellos.
Como fuere, ella sentía que tenía lo que quería. Pero él aún no.

La capitana de las animadoras estaba enamorada del capitán del equipo de fútbol. Como si él lo hubiese “intuido”, un día la abordó en el instituto y la invitó a pasear. Ella respiró aliviada, porque no se hubiese sentido cómoda rompiendo el hielo.
Luego, durante un tiempo, vieron pelis y cenaron juntos, y, cada vez que él intentaba acariciarle las piernas, o meter la mano bajo su suéter, ella se apartaba sonriendo.
El capitán no podía aguantar más.
La capitana no parecía disfrutar teniéndole a pan y agua, pero aún no quería dar ese paso.
No es que les importase lo que dijesen los demás; ella no hacía mucho caso a sus amigas, y él no se dejaba provocar por el cachondeo de vestuario de sus compañeros. Pero de alguna forma sentían que era mejor así, y que estaba mal acelerar las cosas. Incluso él lo pensaba. ¿Quién demonios creía de verdad en eso de ser uno mismo?
Un fin de semana ella se quedó sola en casa. Sus padres no sabían que salía con el capitán. En lugar de ir al cine, como estaba previsto, decidieron dar el paso. Habían estado saliendo durante cinco semanas.
La erección masculina penetró la humedad femenina con facilidad. Se suponía que eran vírgenes, pero no tomaron decisión o precaución alguna, ni tan siquiera consiguieron un condón. No llevaron cuidado, no lo hicieron despacio. No mancharon nada de sangre, no se sintieron observados, paradójicamente, ni tenían miedo a que les pillaran.
Ambos llegaron sincronizados al orgasmo. Por supuesto.
Estaban absolutamente extasiados.
Cerraron los ojos con fuerza.
Supieron que no había consecuencias.

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25 proyecciones innecesarias (20 de 25) – Vino tinto

Hay ciertas cosas, asuntos recurrentes, por llamarlo así. Formas de comportarse, lo que haces, lo que comes o bebes, la duda de si haces esas cosas sin gente alrededor. Ciertas ideas, supuestas soluciones, aparentes inercias. Se contagian, obviamente, pero no por ello dejan de ser definitorias.
Entérate, infórmate; localiza una cena, una con gente, no una cena de empresa ni nada por el estilo, mejor un cumpleaños o similar. Una cena en la que la gente se sienta cómoda, o al menos tenga que fingir que quieren estar ahí. Un poco forzada, puede, pero voluntaria de verdad, extra-curricular. Una quedada de amigos. En realidad, si no es muy numerosa, mejor. El formato ideal puede que sea una cena de parejas. Dos. Blancos y hetero, a poder ser; de esas personas que sonríen al mundo no tanto por tolerancia como porque el mundo siempre les ha sonreído. Esas personas a las que la vida las ha tratado bien en muchas ocasiones sólo por defecto, que pueden fingir que son la bondad personificada, o que realmente jamás harían nada impetuoso, discutible, malo o violento.
Localízales, y observa. Escúchales.
Quizá te comiencen a sudar las manos sujetando el arma. Imagina que los ves con la mira telescópica, y que has de apretar el gatillo al primero que tu estómago quiera. Tienes audio, tu auricular en el oído derecho, hay un micro bajo la mesa. Les puedes oír casi mejor de lo que les ves. Se sientan y miran confiados a su alrededor. Nada como espiar a alguien para saber lo encantado que está de haberse conocido. Las salidas de parejas corren siempre peligro de convertirse en una escultura a la altivez mal disimulada. Son buenos, son amigos, son brillantes. Tienen cosas en común. Tratan fenomenalmente al camarero, aunque le hacen ir y venir unas tres veces hasta que se han decidido, después de impregnar la carta de colonia y responsabilidad.
Viernes.
No puedes ver los precios del restaurante, pero tiene pinta de que cenar ahí no es tanto una cuestión de alimentarse o relacionarse, como de dejar claro que puedes llevar determinado tren de vida. No es que seas rico, pero eso es una vulgaridad.
Entonces uno de los presentes llama otra vez al camarero, parece ser que ha quedado algún fleco suelto.
Hablan sobre la carta de vinos.
–¿Tenéis otro vino tinto aparte de los de la carta?
El sudor te empieza rodar por la cara.
–La verdad es que no, tenemos lo de la carta.
–¿Os gusta el vino tinto?
Las cejas comienzan a no ser suficiente.
–Vale, pues ¿nos traes el de la casa?
Pestañeas.
–Eso. Vino tinto.
Aprieto el gatillo hasta cuatro veces.

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25 proyecciones innecesarias (19 de 25) – Frutería

Si quieres fracturarte varios huesos, una forma es presentar tu currículum en un supermercado que busque personal para el verano, ser contratado, entrar un día en la cámara frigorífica con tu transpaleta, encajarla bajo un palé, intentar mover una carga poco adecuada a tu escasa experiencia, perder pie, resbalar, hacer que las ruedas patinen, y que un box doble lleno de sandías sugar baby caiga de lleno sobre ti.
Eso te puede machacar de tal forma que un par de costillas, un brazo y una pierna, queden inutilizados para muchos meses. Huesos rotos o quebrados, el tendón de aquiles del pie derecho desgarrado por el borde del palé, astillas (hueso y madera) destripando tejido interior, excedente de hematomas…
Y da gracias si se ha librado la cabeza.
Cuando entré, alertado por los gritos, que se oían desde tienda aun llegando desde el interior del almacén en una zona que daba al patio, me encontré con la clase de cosas que sólo debería haber visto un veterano de guerra. El chico escupía sangre, el fémur de su pierna izquierda salió a decir hola, su brazo derecho: en modo muñeco, su torso estaba aplastado. El zumo rojo de una sandía reventada se mezclaba con el charco de sangre creciente (literal). Los gritos le estaban desgarrando la garganta. No había forma de abordar aquello, excepto correr a por alguien a quien pasarle el marrón. Yo tenía dieciocho años. Apenas me daba para mantenerme en pie, me hubiese disparado en una rodilla de haber tenido un arma.

Era mi segundo curro, el segundo verano de curro teóricamente edificante. Para mí sólo era emocionante por la pasta que suponía llegar a fin de mes, que no era una mera paga doméstica. Estaba En El Camino, el oficial.
Pero era el segundo día de curro de aquel chaval en toda su vida; diecisiete años. Por suerte no había sido yo el que le había “formado”. No es que hubiese gran cosa que enseñar; esto está aquí, aquello allá, comemos aquí, meamos allá, etc. Pero había que aprender, como siempre, lo suficiente para sobrevivir, cosa que cuando estás en un almacén, no es exactamente una metáfora. Obviamente no tiene por qué pasar nada. Generalmente hay seguridad y nadie (o casi nadie) es tan tonto para ponerse a jugar con maquinaria pesada o cargas peligrosas. Pero cuando hay accidentes, no son cortarse con un folio o mancharse la camisa con tinta.
Esto, en todo caso, no va sobre el curro de almacén. Va sobre el verano de 2001 en aquel almacén en concreto.
Mi Vietnam.

La sección de frutería no era la peor. Las había mejores, desde luego, en las que movías menos peso y lidiabas con menos curro de reposición, inventario y atención al público. Pero también había secciones mucho peores. Líquido, por ejemplo, donde se movía mucho más peso, y donde por la mañana reponer los estantes antes de la hora de abrir, suponía un follón importante, una tarea incómoda, farragosa y a contrarreloj.

Sólo llevaba una semana allí. Vinieron a por el chico. Lo movieron como pudieron para llevárselo. No había personal sanitario en el propio centro, como sí pasaba en los centros logísticos, donde se encargaban de la distribución de pedidos, y donde sólo se movían cajas y palés todos el día (nada de clientes). En un supermercado también había que remontar palés o bajarlos con la carretilla, el almacén también era parte del proceso. Pero era sólo una parte, una faena casi se diría puntual.
Tardó en escampar lo que tardó en llegar una ambulancia, encamillar al chico y largarse pitando.
Adivinad a quién le tocó limpiar la cámara frigorífica. Por suerte no tuve que enfrentarme con un charco de sangre y ya; o sí, pero estaba todo tan enguarrado y mezclado, había tal infierno de sandías y desparrame, que pude negar en parte que estaba fregando también sangre.

No pasaron más de dos semanas hasta el siguiente accidente. Un compañero y yo estábamos en el patio del almacén junto a la máquina que tritura el cartón y los plásticos y los engulle.
(Sí, por ahí van los tiros…)
Este compañero era un veterano por comparación conmigo. Llevaba varios años currando allí, tendría unos veinticinco años.
Qué pasaba. A veces la máquina se atrancaba. Solía ser debido al plástico. El hueco donde se tiraban las cajas se iba haciendo cada vez más estrecho, aplastando, comprimiendo para que todas esas sobras del trabajo de almacén dejaran de ocupar espacio físico o mental.
Mientras esperábamos a que el enorme trasto engullera, para tener espacio en el que tirar más cajas, la maquinaria comenzó a chirriar. Es como cuando tragas por mal sitio y te pones a toser. No pasa nada, pero necesitas un momento, una ayudita, un trago bien pegado. En el caso de la máquina, un reponedor que la bloquee apretando el botón, entre en el hueco en el que se lanzan los cartones, y que mientras está ahí, y cuando su compañero ha ido un momento fumarse un piti en un ángulo muerto para las cámaras, llegue un jefe de sección, vea restos de cartón, y le dé por apretar el botón sin ver al reponedor que hay dentro.
Nuevamente: gritos.

Algo curioso como apunte en el margen: Este jefe de sección no solo la cagó. Además venía de haber estado de baja como un año por depresión. Se rumoreaban incluso intentos de suicidio, pero nadie tenía claro que eso fuese cierto. La depresión, sí. Algunos aprendimos aquel verano que se puede diagnosticar ese rollo, y que no es como estar en casa viendo pelis resfriado.

Varias costillas rotas, un brazo, la tibia de la pierna izquierda… El problema fue, además del despiste, que quien apretó el botón no se quedó a mirar. Como todo jefe de sección, hacía un cosa y salía disparado en otra dirección. Creo que era por las cámaras, una cosa era que un reponedor se entretuviera, pero si lo hacía un jefe de sección y alguien de seguridad con ganas de lucirse lo veía en las pantallas de las oficinas, podía ser inmediatamente no despedido, pero sí degradado.
De modo que cuando oí los gritos y me puse a correr, vi que el jefe también corría en esa dirección. No entendía qué pasaba. ¿La máquina se había puesto sola?
Esa vez no solo se le dio la baja a mi compañero. Ese jefe volvió a desparecer misteriosamente, engullido por su propia maldición.

¿Sabéis cómo de mal hay que girar con una carretilla para que vuelque? No es fácil hacer que una carretilla elevadora vuelque. Yo no lo sabía en aquel momento, porque las carretillas, las pocas que había allí, estaban reservadas a los veteranos. Yo fui carretillero después, pero no en aquella época y empresa.
La única forma de hacer volcar una carretilla, o la forma con más posibilidades, es hacer el tonto con ella.
Si quieres volcar con una carretilla, lo que tienes que hacer es tener un día de mierda, haberte comido un montón de horas extra, estar en el patio haciendo el bobo después de la hora del cierre, coger velocidad con ese trasto tosco sólo preparado para el currele, gritar que vas a hacer un trompo, y efectivamente intentar hacerlo.
Algo más difícil aún que volcar, es hacerlo de tal forma que, en lugar de salir despedido o quedar sujeto gracias al cinturón, se dé la carambola idónea de la física para que salgas despedido no lejos del vuelque, sino de modo que caigas al suelo, y esa máquina, que con su batería pesa más que un Twingo de la época, se te venga encima.
Encima de verdad.

Recuerdo hablar de aquel funeral, al que obviamente yo no asistí. El accidente se produjo de tal forma que por suerte tampoco lo vi, aun estando presente. Lo que sí vi, fue la mancha que quedó en el suelo, que no hubo forma de lavar del todo, y que luego taparían con cemento. Una mancha redonda, casi geométricamente redonda, con variaciones de intensidad, casi como si nos observara el Hal 9000 del curro de almacén.
Aquello fue entrado agosto. No era el final, quedaba aún un buen trecho de verano.

Si te eras sincero contigo mismo, aquellos accidentes, aquellas tragedias, eran terribles, sí, pero si te eras sincero contigo mismo, de una forma cruda, sin cortar, y teniendo en cuenta que no hablamos de seres queridos, sino tan solo de seres, todo aquello tenía un punto emocionante. Era como seguir un atentado terrorista por televisión, de repente todo son rumores de nuevos focos de terror, de nuevas explosiones o tiroteos. Sí, te puede parecer terrible, y de estar en tu mano evitar que esas cosas pasasen, lo harías; pero a la vez esas cosas aniquilan la rutina. Y en este caso la rutina podía ser de lo más tediosa.
Todo aquello que venga para luchar contra esa clase de rutina (masiva, ademas), es ruidosa o calladamente bienvenido.
Por eso mucha gente ha hecho culto del morbo, por sádico que sea, o el chismorreo. Es el placer inmediato; enseguida caduca, pero siempre está ahí si lo buscas. El placer real, el sentirse vivo de verdad, necesita que te involucres.

Daba esa sensación de que flotaba alguna clase de maldición en el ambiente. Como si esa nave industrial de repente estuviese embrujada o saturada de fantasmas.
Yo sólo doy opciones.
Si quieres quedarte ciego, tienes que hacerte con una carretilla elevadora y comenzar a maniobrar para intentar bajar un palé sin haberlo hecho jamás. En ese proceso, tienes que golpear una de las bases de la estructura que tienes detrás, hasta conseguir doblarla, y que al final todo (unos veinte palés cargados) acabe cediendo de tal forma que tu carretilla y tú acabéis enterrados en todo tipo de material, incluidas un montón de botellas de amoniaco, varias de las cuales revientan y se vierten en tus ojos.
Varios chicos acudimos al desastre, el cual convirtió esa parte del almacén en zona de guerra.
Otra vez un chico de Frutería la ha vuelto a liar.
A finales de agosto, con el sol brillando ahí fuera y la gente chapoteando a una hora de coche en la playa, tienes que escuchar a un muchacho de veinte años gritar: ¡¡Estoy ciego!! ¡¡Estoy ciego!!
¿Qué íbamos a pensar? Nada, por supuesto; sólo que todo se había derrumbado de tal forma que el chaval no había sufrido un rasguño, y que ahora estaba asustado. Sí, puede que le hubiese caído algo en los ojos, pero ¿para dejarle ciego más allá del momento?
Si eras cliente los días siguientes, si prestabas atención, podías escuchar chistes sobre la ONCE.
Así es como la gente buena y currante sobrevive.

Dos días antes de que se me acabara el contrato temporal, alguien vino a decirme que ya-sabes-quién se había suicidado.
No siento que aprendiera nada relevante o mínimamente importante en todo aquel verano, no fue edificante ni me preparó para nada relacionado con el futuro. Estar allí fue sobre todo absurdo y cruel. Puede que divertido a ratos.

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25 proyecciones innecesarias (18 de 25) – Cagar donde comes

Estaba jodido, resaca. Desperté a medias, oí follón que venía del comedor. Luego tomé conciencia. Había estado teniendo pesadillas toda la noche (toda la mañana, más bien). Solía tener un sueño ligero y turbio, y lo sigo teniendo. La mayoría de veces sé que he dormido sólo porque he soñado. No es que me acuerde mucho del sueño, pero sí sé dónde no he estado.
No era un día especial, esto no es el relato de un hecho extraordinario. Simplemente es el relato de un hecho, lo que debería ser suficientemente extraordinario, y más en un mundo en el que todo se vende como increíble o nunca visto.
Si conoces la frase “No es tonto, no caga donde come”, por ahí van los tiros.
Esa frase se suele pronunciar relacionada con mascotas. El problema de los humanos es que su revuelto de instinto y conciencia les hace creerse más listos de lo que son, y a su vez son más animales de lo que creen. Da igual a quién conozcas y lo maravillosa que parezca esa persona, da igual si es hombre o mujer. A cierto nivel, está a un paso del asesinato por la supervivencia; y debido a la conciencia, también por el orgullo. Esa persona no es maravillosa, bastante trabajo tiene con ser. Esa persona hará cosas ridículas a veces, o execrables; no necesariamente matar, pero sí de alguna forma ceder, rendirse, claudicar. Si madrugas para ir a un lugar que odias, por ejemplo, da igual lo que te paguen por ir, o lo que ganes con ello, cada vez que suena el despertador, levantarse es llevar a cabo un ejercicio de rendición. Todos conocemos esa sensación.
Perder cada día un poquito de dignidad, de autoafirmación. Creces con la idea de que eso es sinónimo de responsabilidad.
Sabía que había dormido porque no había pasado las últimas horas hablando ante un mar de sangre con alguien sin cara.
Sé que he dormido porque sé dónde no he estado.
He estado tirado boca abajo sudando el alcohol.
Así estaba. Mis padres ya ni se molestaban en intentar despertarme para la comida dominical en familia. Cada vez era más evidente que yo era ese integrante de la familia. El que se da por perdido en ciertos aspectos. Al que se le comienzan a tolerar las miserias, porque pobrecito, bastante tiene con ser él. Llevan a cabo un acto de sentido común sin querer. Te dejan en paz no porque crean que te lo mereces, sino por todo lo contrario: porque no te mereces ni que intenten molestarte.
La gente es muy rara, sobre todo la gente llamada normal. Son raros y contradictorios de cojones. Y no tienen puta idea de que lo son. Van por ahí supurando imitación y humildad de pega. Es como si un cubata de garrafón tomara conciencia y pensara que es un vino añejo, nada original pero perfectamente respetable.

Intenté leer los ruidos, las voces. Había al menos siete u ocho personas. Mis padres, mis tíos, algún crío, ¿se oía un bebé? ¿Quién había tenido un bebé? Ya se habrá intuido que no soy esa clase de persona que vive para regar el árbol genealógico. No es que todos los domingos pareciera la comida de navidad en mi casa, pero a veces pasaba, y cinco personas podían hacer el ruido de quince perfectamente.
Ahí surge puteo, lo que me llevó al asqueroso dilema. Me estaba meando. Una del mediodía. No había forma de llegar hasta el lavabo sin hacerme presente para toda esa gente. Extraños consanguíneos. Para ir al lavabo tendría que vestirme, arreglarme, puede que luego hasta ducharme, lavarme los dientes, comportarme en base a que había visita. Todo sólo para poder mear. Decir buenos días, dar dos besos a todo el mundo, hacer cucamonas a un par de críos a los que les era indiferente, cruzar una mirada incómoda con mis padres, interpretar, sonreír, comportarme como se supone que la gente normal hace de forma natural.
Tenía que pagar ese peaje para poder mear.
No es que no lo hubiera hecho otras veces. Casi siempre me he levantado con ganas de mear. Entre bastantes y muchas. Es el motivo por el que nunca duermo más de seis horas. Me desvelo.
Me quedé un rato esperando por si escampaba. Ni de coña. Ni habían empezado a comer. Era todo de lo más latino, comer tarde, cenar tarde, armar ruido, gritar, reír como si reír fuera algo que haces para los vecinos. Todo ese largo etcétera de teórico entusiasmo familiar. El ritual en el que yo, cuando no me quedaba más remedio que asistir, solía permanecer en silencio, e intervenir sólo las veces necesarias para que mi presencia no resultara incómoda en exceso.
Luego, gelocatil.
Cuando mirabas el reloj habían pasado las cinco de la tarde.
Yo era raro de un modo distinto al de ellos. Mi revuelto de conciencia e instinto se movía por otros cauces. No sé si porque yo lo había provocado o simplemente porque era así. Raro, lo que se dice raro, es todo raro de narices. Sólo estar aquí ya es raro. Sólo si lo piensas, claro. Puede que esa fuera la diferencia entre ellos y yo.
Luego puedo lavar la jarra a conciencia, pensé.
Incluso hay gente que se ha bebido su propio pis, algunos incluso asegurando que era saludable. Pensé.
Tenía una jarra siempre en la habitación. Toda persona que sepa lo que es haber tenido piedras en el riñón, tiene una jarra de agua cerca, una botella, una garrafa. Si te pica un codo, te bebes un vaso de agua entero. No hay nada como el dolor, saber de su potencial, para tomar conciencia de lo pusilánime que eres.
Quedaban sólo tres dedos de agua. La vertí en la taza que siempre tenía también cerca. El vaso se llenó hasta el borde. La jarra era de plástico, barata, con una tapa color lila.
Llegó un punto en que lo único que me preocupaba era que alguien entrara en la habitación mientras meaba. No habría forma de justificarlo. Hay cosas que no se pueden explicar. Probablemente todo lo que hay entre el amor y mear en la jarra de la que bebes. Da igual que digas que la vas a lavar. Te van a comenzar a hacer peguntas, el lavabo estaba a diez pasos.
Una mierda a diez pasos. Pero no puedes decir eso.
No podías intentar contarles lo que pasaba. Quién creías que eras tú y quiénes ellos. Ellos actuarían como si jamás hubiesen hecho nada absurdo, reprochable o asqueroso. Es lo que hacen siempre. Es como si nunca hubieran follado o cagado. Como si fueran entes y no de carne y hueso. Como si jamás sintieran pereza o vergüenza. Tanta pereza que fuesen incapaces de levantarse; tanta vergüenza que se quedasen paralizados.
Sabía que no iban a interrumpirme mis padres. Tampoco el resto de los adultos. Pero puede que a alguno de los críos le diera por explorar. Eso sería doblemente jodido; que entrara uno de esos críos maleducados por la educación predominante, forjándose en la antiintuición, el miedo y la anticreatividad, y me viera con la polla en la mano.

Me la saqué y la metí en la jarra. Tenía que asegurarme de no manchar nada. Así estaba pasando el domingo. Seguían llegando los estallidos de réplicas y risas del comedor. El lavabo muerto de risa también. Un sol precioso en la calle.
Acabé y me la metí en los calzoncillos, donde con las prisas, inevitablemente, solté las dos últimas gotas.
Luego tenía que encontrar algún escondrijo para la jarra. Tenía que dejarla en algún rincón y luego esperar al momento adecuado para irme con ella al lavabo.
No es que pasara nada más. No bebí de ella por error, ni mis padres. No aconteció ninguna anécdota asquerosa más allá de lo relatado.
Más tarde, cuando disimuladamente tiré el pis al retrete y luego frotaba con lavaplatos mi orinal improvisado, no me sentí sucio o repugnante. Continué aferrado a mis razones. Y además no era para tanto. Luego el agua no sabía a amoniaco ni nada por el estilo. No pensaba hacer la pijada de tirar la jarra y luego inventarme una historia. Era mi jarra, puede que entonces mucho más que antes. La jarra que me había ofrecido una salida, al igual que lo hizo antes para mis piedras en el riñón. No fue un día especial, ni particularmente deprimente. Yo podía oír las memeces que ellos decían; al final empatamos a podredumbre y humanidad. Ellos eran, os lo aseguro, al menos tanto como yo.

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