25 proyecciones innecesarias (19 de 25) – Frutería

Si quieres fracturarte varios huesos, una forma es presentar tu currículum en un supermercado que busque personal para el verano, ser contratado, entrar un día en la cámara frigorífica con tu transpaleta, encajarla bajo un palé, intentar mover una carga poco adecuada a tu escasa experiencia, perder pie, resbalar, hacer que las ruedas patinen, y que un box doble lleno de sandías sugar baby caiga de lleno sobre ti.
Eso te puede machacar de tal forma que un par de costillas, un brazo y una pierna, queden inutilizados para muchos meses. Huesos rotos o quebrados, el tendón de aquiles del pie derecho desgarrado por el borde del palé, astillas (hueso y madera) destripando tejido interior, excedente de hematomas…
Y da gracias si se ha librado la cabeza.
Cuando entré, alertado por los gritos, que se oían desde tienda aun llegando desde el interior del almacén en una zona que daba al patio, me encontré con la clase de cosas que sólo debería haber visto un veterano de guerra. El chico escupía sangre, el fémur de su pierna izquierda salió a decir hola, su brazo derecho: en modo muñeco, su torso estaba aplastado. El zumo rojo de una sandía reventada se mezclaba con el charco de sangre creciente (literal). Los gritos le estaban desgarrando la garganta. No había forma de abordar aquello, excepto correr a por alguien a quien pasarle el marrón. Yo tenía dieciocho años. Apenas me daba para mantenerme en pie, me hubiese disparado en una rodilla de haber tenido un arma.

Era mi segundo curro, el segundo verano de curro teóricamente edificante. Para mí sólo era emocionante por la pasta que suponía llegar a fin de mes, que no era una mera paga doméstica. Estaba En El Camino, el oficial.
Pero era el segundo día de curro de aquel chaval en toda su vida; diecisiete años. Por suerte no había sido yo el que le había “formado”. No es que hubiese gran cosa que enseñar; esto está aquí, aquello allá, comemos aquí, meamos allá, etc. Pero había que aprender, como siempre, lo suficiente para sobrevivir, cosa que cuando estás en un almacén, no es exactamente una metáfora. Obviamente no tiene por qué pasar nada. Generalmente hay seguridad y nadie (o casi nadie) es tan tonto para ponerse a jugar con maquinaria pesada o cargas peligrosas. Pero cuando hay accidentes, no son cortarse con un folio o mancharse la camisa con tinta.
Esto, en todo caso, no va sobre el curro de almacén. Va sobre el verano de 2001 en aquel almacén en concreto.
Mi Vietnam.

La sección de frutería no era la peor. Las había mejores, desde luego, en las que movías menos peso y lidiabas con menos curro de reposición, inventario y atención al público. Pero también había secciones mucho peores. Líquido, por ejemplo, donde se movía mucho más peso, y donde por la mañana reponer los estantes antes de la hora de abrir, suponía un follón importante, una tarea incómoda, farragosa y a contrarreloj.

Sólo llevaba una semana allí. Vinieron a por el chico. Lo movieron como pudieron para llevárselo. No había personal sanitario en el propio centro, como sí pasaba en los centros logísticos, donde se encargaban de la distribución de pedidos, y donde sólo se movían cajas y palés todos el día (nada de clientes). En un supermercado también había que remontar palés o bajarlos con la carretilla, el almacén también era parte del proceso. Pero era sólo una parte, una faena casi se diría puntual.
Tardó en escampar lo que tardó en llegar una ambulancia, encamillar al chico y largarse pitando.
Adivinad a quién le tocó limpiar la cámara frigorífica. Por suerte no tuve que enfrentarme con un charco de sangre y ya; o sí, pero estaba todo tan enguarrado y mezclado, había tal infierno de sandías y desparrame, que pude negar en parte que estaba fregando también sangre.

No pasaron más de dos semanas hasta el siguiente accidente. Un compañero y yo estábamos en el patio del almacén junto a la máquina que tritura el cartón y los plásticos y los engulle.
(Sí, por ahí van los tiros…)
Este compañero era un veterano por comparación conmigo. Llevaba varios años currando allí, tendría unos veinticinco años.
Qué pasaba. A veces la máquina se atrancaba. Solía ser debido al plástico. El hueco donde se tiraban las cajas se iba haciendo cada vez más estrecho, aplastando, comprimiendo para que todas esas sobras del trabajo de almacén dejaran de ocupar espacio físico o mental.
Mientras esperábamos a que el enorme trasto engullera, para tener espacio en el que tirar más cajas, la maquinaria comenzó a chirriar. Es como cuando tragas por mal sitio y te pones a toser. No pasa nada, pero necesitas un momento, una ayudita, un trago bien pegado. En el caso de la máquina, un reponedor que la bloquee apretando el botón, entre en el hueco en el que se lanzan los cartones, y que mientras está ahí, y cuando su compañero ha ido un momento fumarse un piti en un ángulo muerto para las cámaras, llegue un jefe de sección, vea restos de cartón, y le dé por apretar el botón sin ver al reponedor que hay dentro.
Nuevamente: gritos.

Algo curioso como apunte en el margen: Este jefe de sección no solo la cagó. Además venía de haber estado de baja como un año por depresión. Se rumoreaban incluso intentos de suicidio, pero nadie tenía claro que eso fuese cierto. La depresión, sí. Algunos aprendimos aquel verano que se puede diagnosticar ese rollo, y que no es como estar en casa viendo pelis resfriado.

Varias costillas rotas, un brazo, la tibia de la pierna izquierda… El problema fue, además del despiste, que quien apretó el botón no se quedó a mirar. Como todo jefe de sección, hacía un cosa y salía disparado en otra dirección. Creo que era por las cámaras, una cosa era que un reponedor se entretuviera, pero si lo hacía un jefe de sección y alguien de seguridad con ganas de lucirse lo veía en las pantallas de las oficinas, podía ser inmediatamente no despedido, pero sí degradado.
De modo que cuando oí los gritos y me puse a correr, vi que el jefe también corría en esa dirección. No entendía qué pasaba. ¿La máquina se había puesto sola?
Esa vez no solo se le dio la baja a mi compañero. Ese jefe volvió a desparecer misteriosamente, engullido por su propia maldición.

¿Sabéis cómo de mal hay que girar con una carretilla para que vuelque? No es fácil hacer que una carretilla elevadora vuelque. Yo no lo sabía en aquel momento, porque las carretillas, las pocas que había allí, estaban reservadas a los veteranos. Yo fui carretillero después, pero no en aquella época y empresa.
La única forma de hacer volcar una carretilla, o la forma con más posibilidades, es hacer el tonto con ella.
Si quieres volcar con una carretilla, lo que tienes que hacer es tener un día de mierda, haberte comido un montón de horas extra, estar en el patio haciendo el bobo después de la hora del cierre, coger velocidad con ese trasto tosco sólo preparado para el currele, gritar que vas a hacer un trompo, y efectivamente intentar hacerlo.
Algo más difícil aún que volcar, es hacerlo de tal forma que, en lugar de salir despedido o quedar sujeto gracias al cinturón, se dé la carambola idónea de la física para que salgas despedido no lejos del vuelque, sino de modo que caigas al suelo, y esa máquina, que con su batería pesa más que un Twingo de la época, se te venga encima.
Encima de verdad.

Recuerdo hablar de aquel funeral, al que obviamente yo no asistí. El accidente se produjo de tal forma que por suerte tampoco lo vi, aun estando presente. Lo que sí vi, fue la mancha que quedó en el suelo, que no hubo forma de lavar del todo, y que luego taparían con cemento. Una mancha redonda, casi geométricamente redonda, con variaciones de intensidad, casi como si nos observara el Hal 9000 del curro de almacén.
Aquello fue entrado agosto. No era el final, quedaba aún un buen trecho de verano.

Si te eras sincero contigo mismo, aquellos accidentes, aquellas tragedias, eran terribles, sí, pero si te eras sincero contigo mismo, de una forma cruda, sin cortar, y teniendo en cuenta que no hablamos de seres queridos, sino tan solo de seres, todo aquello tenía un punto emocionante. Era como seguir un atentado terrorista por televisión, de repente todo son rumores de nuevos focos de terror, de nuevas explosiones o tiroteos. Sí, te puede parecer terrible, y de estar en tu mano evitar que esas cosas pasasen, lo harías; pero a la vez esas cosas aniquilan la rutina. Y en este caso la rutina podía ser de lo más tediosa.
Todo aquello que venga para luchar contra esa clase de rutina (masiva, ademas), es ruidosa o calladamente bienvenido.
Por eso mucha gente ha hecho culto del morbo, por sádico que sea, o el chismorreo. Es el placer inmediato; enseguida caduca, pero siempre está ahí si lo buscas. El placer real, el sentirse vivo de verdad, necesita que te involucres.

Daba esa sensación de que flotaba alguna clase de maldición en el ambiente. Como si esa nave industrial de repente estuviese embrujada o saturada de fantasmas.
Yo sólo doy opciones.
Si quieres quedarte ciego, tienes que hacerte con una carretilla elevadora y comenzar a maniobrar para intentar bajar un palé sin haberlo hecho jamás. En ese proceso, tienes que golpear una de las bases de la estructura que tienes detrás, hasta conseguir doblarla, y que al final todo (unos veinte palés cargados) acabe cediendo de tal forma que tu carretilla y tú acabéis enterrados en todo tipo de material, incluidas un montón de botellas de amoniaco, varias de las cuales revientan y se vierten en tus ojos.
Varios chicos acudimos al desastre, el cual convirtió esa parte del almacén en zona de guerra.
Otra vez un chico de Frutería la ha vuelto a liar.
A finales de agosto, con el sol brillando ahí fuera y la gente chapoteando a una hora de coche en la playa, tienes que escuchar a un muchacho de veinte años gritar: ¡¡Estoy ciego!! ¡¡Estoy ciego!!
¿Qué íbamos a pensar? Nada, por supuesto; sólo que todo se había derrumbado de tal forma que el chaval no había sufrido un rasguño, y que ahora estaba asustado. Sí, puede que le hubiese caído algo en los ojos, pero ¿para dejarle ciego más allá del momento?
Si eras cliente los días siguientes, si prestabas atención, podías escuchar chistes sobre la ONCE.
Así es como la gente buena y currante sobrevive.

Dos días antes de que se me acabara el contrato temporal, alguien vino a decirme que ya-sabes-quién se había suicidado.
No siento que aprendiera nada relevante o mínimamente importante en todo aquel verano, no fue edificante ni me preparó para nada relacionado con el futuro. Estar allí fue sobre todo absurdo y cruel. Puede que divertido a ratos.

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