Z. sabía de la importancia de la primera impresión. Podías hacer lo que quisieras, pero si te presentabas en los sitios con un aspecto descuidado, tenías el triple de trabajo de aceptación. La primera impresión, el primer olor, la primera mueca o sonrisa, el primer saludo… Había cosas que no podías controlar del todo, los nervios te podían traicionar. Pero sí podías cuidar tu forma de vestir, de peinarte, tus complementos. Podías asearte, joder, dedicar las horas anteriores a sacarte brillo. No tenía nada de malo. Ser un poco presumido, presumida, un poco picajoso para contigo, un poco pijo, un tanto irritante. O incluso perfeccionista. Muchas de esas cosas no son positivas a medio plazo, pero te ayudan a tener un buen aspecto, y la gente puede decir misa, pero siguen valorando y comiendo con los ojos. No se ponen a esperar a que hables, manteniendo el marcador de prejuicios a cero. Lo que hay que entender es que la gente es cualquier cosa menos comprensiva o abierta. Da igual lo que digan. Lo que quieren es que alimentes la idea de que el aspecto exterior es fiable. No necesariamente porque ellos lo crean en el fondo, pero es más cómodo pensar en esos términos. Es más fácil.
No cuesta nada hacer la vida más fácil a los demás. No cuesta nada llevar a cabo el acuerdo tácito de fingir que la vida es fácil.
Z. lo ritualizaba. Ya pasó su fase juvenil en que todo le molestaba. La corbata, la camisa, el traje… Todo era un problema para él. Su única idea sobre vestirse y salir, era ponerse unos tejanos. Ahora lo que hacía era seleccionar cuidadosamente cada prenda. Las coloca sobre la cama y las observa atentamente. Puede llevar un tiempo. Primero seleccionas, luego combinas. En el momento de combinar puede comenzar a haber dudas. Es posible que ya estés vestido, decidido, y que de pronto no te guste lo que ves en el espejo justo antes de salir.
Habrá quien diga que la gente que se cuida y sabe vestir, luego puede tener tendencia a llegar tarde a las citas. Como si hubiera que elegir entre llegar tarde y vestir mediocre. Pero Z., a esas alturas, sabía que sólo una de esas dos cosas puede ser elegante.
Llegaba tarde Marilyn.
Vestía mal tu tía la del pueblo.
Por suerte, esta vez la puntualidad no sería un problema. Lo cual no quería decir que Z. no se apurara. Uno no puede pasarse el día haciendo probaturas y desgastando el espejo. Llega un momento en que tienes dar el siguiente paso. Esa entrevista incómoda, esa cita con Helena de Troya, esa silla que te espera en la última cena. Los demás invitados tienen que ver los resultados. No esperas que te acomoden entre cojines de seda y te den uvas, pero cuando sabes que has acertado con tu outfit, casi puedes notar cómo se quedan con las ganas.
Esta vez era una ocasión irrepetible, así que había que ser cuidadoso. Uno no se va de viaje así más que una sola vez. Z. salió al balcón. Piso veinticinco. Está impecable, arrebatador.
Cuando notaba el aire, cada vez más violento al caer, no pensaba que ya no había marcha atrás. Sólo podía pensar en cómo le iban a mirar todos allí.
La pena es que el traje se va a ver lleno de salpicaduras de sangre, ¿no hubierra sido mejor un buen puñado de pastillas y un pijama de seda, como dormido en su cama e incluso un ramo de rosas rojas en la mesilla de noche? Oye… es una idea para una puesta en escena inmaculada.
Jaja, y es una buena idea. Gracias por la visita 😀
¡Por qué será que estamos tan pendientes de la opinión de los demás? ¿Tan inseguros somos? Son preguntas que siempre me hago a mí misma….
Muy buen relato!