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La feria de la dignidad

Mi madre siempre me ha dicho que de crío, muy crío, tenía un amiguito negro en el pueblo donde íbamos a veranear. Yo no me acuerdo. Algo que me chirría en algunas películas, es cómo familiares o amigos que no se han visto en mucho tiempo, enseguida hablan con confianza cuando no tienen más remedio que encontrarse, aunque sólo sea para tirarse los trastos a la cabeza. Seguramente la última vez que fui hábil socialmente, fue con aquel niño negro.
Al salir voy confiado, y luego empiezo sudar. Es algo con lo que tengo que lidiar. La confianza me dura unos cinco minutos, luego la mancha en mis axilas comienza a crecer. Eso empieza hacia finales de marzo, y dura hasta que vuelve el frío.
Es la putada de llevar sólo una camiseta de manga corta, es una jodienda que se retroalimenta; cuanto más sudo más me preocupa el sudor, y por ende sigo sudando. Da igual que me duche tres veces al día. Mi rutina con la higiene no importa. Todo el mundo sabe que lo importante es lo que pareces. Y no te puedes poner a dar explicaciones. Tienes que hacer como si nada, aunque no puedas fingir para ti mismo. Es inútil y no puedes hacer nada. Es la clase de cosas que sólo pueden carecer de importancia para quien no las sufre, y no es que lo haga.
Pero el sudor es lo de menos, claro. Aunque para cuando llegue al bar, parecerá que me he salido a media maratón por un esguince, todo el mundo sabe que lo importante es todo lo que viene después, que básicamente soy yo. Lo importante no está en el interior por nada. Así que interior y exterior –igualmente importantes– se alían para joderte como es debido. Ponerse a pensar hasta qué punto es culpa de uno, es lo más parecido que conozco a una pérdida de tiempo. Es casi como querer viajar atrás en el ídem y decir Sí aquella vez que dijiste No, o viceversa.
En el bar, aparte de sillas y mesas, hay una pista de baile cubierta con algún tipo de tela y cojines por todas partes. Lo que menos me apetece es llegar y revolcarme por el suelo como si estuviera de lo más cómodo con mi cuerpo. Espatarrar mis treinta y cinco años como si llevara una barba tupida y todos lo grupos que escuchara fueran desconocidos. Como si las apariencias engañaran y tuviera dos carreras y acabara de llegar del cuerno de África de echar una mano. A mí lo que me gusta es beber café sentado en una silla delante de una mesa, como cualquier otra persona aterrorizada.
No digo que eso sea bueno, sólo digo que es lo que a mí me gusta.
Ahora hay que aclararlo todo. Tienes que estar todo el tiempo dejando claro que lo que tú dices es lo que tú dices, y por tanto sólo tu opinión. Ahora todo lo que no sea dar la razón y chuparle el culo a todo el mundo, te puede traer problemas. Todo está lleno de drogatas de la indignación. Quieren que estés todo el tiempo aplaudiéndoles por no ser machistas, racistas u homófobos, y si dicen alguna gilipollez en ese contexto, nadie puede echárselo en cara. Creen que por no ser skinheads no pueden equivocarse o pasarse de la raya. Creen que si les dices que siempre están cabreados o a la defensiva, y que eso no es inteligente o práctico, es porque en ellos no aceptas el cabreo permanente pero sí lo haces en fachas y machistas. Recuerdo que de más joven decía de pasada cosas como: “todo el mundo es gilipollas”, aunque no me lo creyese del todo. Ahora, de mucho menos joven, empiezo a creerlo, aunque no lo diga.
Internet ha arrojado luz sobre el mundo interior de mucha gente anónima. Ahora puedes verles las tripas. Creen que lo que se ve es una feria de la dignidad, la “visibilización” y la conciencia, y en un 90% sólo parece un circo barato de tres pistas, animales incluidos, sobre todo gatos.
Hay datos irrelevantes, o relevantes sólo para ti. Me encantan. El rugido del Tiranosaurio Rex en Jurassic Park se produjo con una combinación de sonidos de tigre, caimán y un bebé de elefante. Mi mundo interior tiene poco que ver con la concienciación. Claro que no tengo problemas con las demás razas y preferencias sexuales, y claro que que entiendo que hay una preniciosa problemática con el machismo integrada en el ADN de la sociedad, pero no quiero volver a insistir en que yo soy de los que se sienta en una silla y da sorbitos de café. Todo el mundo debería conocer sus limitaciones. A mí me encantaría correr los cien metros en nueve segundos, pero nunca tuve lo que hay que tener, el deporte se me da como el culo. Otros, sin embargo, quieren cambiar el mundo (o eso dicen, a veces cuesta imaginarles a gusto en ese mundo), y para ello entran en Twitter…, y demuestran que se les da como el culo. Lo más que consiguen es autoviralizarse; puede que acaben publicando un libro recopilatorio de cabreos; pero el mundo sigue intacto y muerto de risa, disparando rayos mortales contra negros, mujeres, gays y lo que se ponga por delante.
No me da la gana levantar el puño en señal de lucha, no de esa manera; no me fío casi nunca de los que lo hacen ahora, y no quiero ser como ellos. Raramente suele haber motivos más allá de vacíos personales para actuar de esa manera. Creo que el mundo lo nota, y creo que sólo cambia cuando los que comienzan a actuar diferente no lo pregonan sin parar.

El monopatín se inventó en 1963. Y me paso como una hora esperando la compañía. Lo bueno es que yo he elegido mesa, y quien quiera estar conmigo va a tener que sentarse en una silla y no en el suelo, por mucho que mole fingir que estás cómodo ahí. Ni siquiera se puede fumar, ni tabaco, no puedes pincharte heroína, no puedes hacer nada de lo que pega con tirarse en el suelo. Sólo puedes tirarte encima uno de esos cócteles de a nueve euros que hacen aquí. Esas crías de cono invertido rellenas de algo rojo, dulzón y sólo pasable. Con el borde de la copa cuajado de azúcar, eso sí. Ahora ser pijo está sólo un peldaño por debajo de parecer concienciado. Se ha logrado que ser estudioso sólo sea otra forma de alimentar el ego. Gente inmortal de tan consciente. Los capullos de siempre con otro envoltorio. Gilipollas, y no mejores que yo y la demás purria.

Y todo esto para qué. Por qué. Conversaciones digitales. Y el vuelo más largo que ha hecho una gallina es de trece segundos. No es que no me dé pereza quedar. De hecho quedar con gente me parece agotador. Sin embargo hay personas que necesitan estar con gente, y asocian el estar solos con alguna clase de profundo fracaso, o al menos con un aburrimiento mortal. Hay cierta adicción de fondo al ruido. Cosas tan esenciales como pensar, como darle vueltas a algo, meditar, se han vuelto poco recomendables, a no ser que se trate de una inversión. Una inversión económica, claro está. Lo que llaman ahora Formación tiene que ver sobre todo con mamársela a alguien en un despacho. Puede que no se la chupes a nadie, pero la metáfora viene al pelo. Te preparan para el futuro, dicen (que será igual, claro); esas cosas las van diciendo por ahí padres de niños y niñas de diez años. Meterle mierda en la cabeza a un hijo es una de las pocas cosas que puedes hacer sin que nadie te pida antes el currículum; y quizá una de las pocas con las que habría que pedirlo.
Así vamos a cambiar el mundo, con gente procreando con el seso licuado, y los “activistas” explorando distintas formas de masturbación. Ceros y unos como vibradores, ceros y unos por el culo.
El primer año de un perro equivale a veintiún años humanos, cada año canino posterior es de cuatro años humanos. Ahora todo el mundo ama a los animales, por el proceso de fotografiarlos. Ellas llegan al cabo de casi media hora, impuntuales. No sé qué idea se han formado de mí, pero es equivocada. Nunca fui el chico malo, ni tampoco el bueno. Ni equidistante.
La silla eléctrica fue inventada por un dentista.
Se supone que tengo que estar de buen humor, es sábado por la tarde. He hablado sobre todo con una de ellas, de forma no presencial. Da la sensación de que ambas han venido para que la otra no esté sola. Hago los mismos comentarios de mierda de siempre, relacionados con ser “de provincias” e ir sólo a veces a la gran ciudad. Se supone que tengo cierto bagaje cultural, criterio, gusto, etcétera. Soy unos años mayor que ellas. Una de las peores cosas de haber crecido viendo cine y leyendo simplemente porque te gustaba, es descubrir que ahora hay gente que lo hace por lo que proyectas con eso. Lo convierten en otra asignatura. Lo usan para ligar. Lo rebajan.
Pensar es sólo una inversión económica; tener cultura, como tantas otras cosas, se usa sobre todo para follar.
La tierra pesa alrededor de 6.588.000.000.000.000.000.000.000 toneladas.
Y aquí estamos.
Al menos no estamos tirados por el suelo.
Hablamos de nada durante unas dos horas. Siempre fingiendo que tienes algún proyecto que te importa (o importante), casi sin mencionarlo. Humildad que ya no sabes hasta qué punto es falsa o hasta qué punto está empezando a ser verdadera. Ellas son de fuera, venían por asuntos profesionales que no me han quedado muy claros, y me dijeron si quería tomar algo. Yo también he tenido que coger el tren, una hora. Tienen veintitantos y aún les brillan los ojos como a una botella de champán. Yo tengo treinta y tantos, y me siento agotado. Son la clase de chicas que con el tiempo se preguntan por qué les parecían interesantes ciertos tíos antes. Se ponen a recordar y se les pone la piel de gallina.
En 1694 los jueces se vistieron de negro para llorar la muerte de la reina María II, y así se han quedado.
Después de la tertulia, vamos a una exposición pictórica en familia. Es del amigo de una de ellas, lo que hace que se esfume cualquier posibilidad de que la exposición me interese. No sé bien por qué es, pero cuando la obra de arte siempre está rodeada (sólo) de amigos del artista, normalmente ni hay arte ni hay artista. Sé que no tiene por qué ser así, pero es mi prejuicio favorito.
Las galerías de arte me suelen transmitir sobre todo frialdad, y no es distinto con la que visitamos. No queda más remedio, las obras tienen que poder respirar, tienen que poder ser El Centro. Al menos en teoría. Si coincide que es la presentación de la exposición, como es el caso, lo que te encuentras es a un montón de extraños que se ven unas tres veces al año, y de los que llega un murmullo de alegría exaltada controlada constante. Eso y copas de vino y otros alcoholes, que el servicio (la mayoría parecen estudiantes) va repartiendo con bandejas.
Conocemos al protagonista. Huele a limpio, sonríe, me estrecha la mano. Hace tantos esfuerzos por proyectar humildad, que casi empiezas a echar de menos que fuese un poco creído, y así poder odiarle por una certeza y no una teoría. La verdad es que no sé lo que está pasando, pero lo interesante es que tampoco me importa. No sé qué es esto, no sé si es un simple rollo de amigos o si ellas han planeado algo. Prefiero no pensar en ello. Si alguien espera que comience a captar señales, ha elegido al treintañero equivocado. No jugaba a eso ni con veinte años; ahora directamente me parecen costumbres exóticas de otro planeta. Si alguien quiere algo, tendrá que poner la propuesta sobre la mesa, firmada y sellada, con todas las clausulas claras. No es que yo nunca quiera nada, y ellas me caen bien, especialmente una de ellas; pero me siento incómodo, lejos de casa y nada travieso. Ahora mismo soy un funcionario del tiempo libre. No se pueden esperar de mí comportamiento crípticos, que me espatarre por los suelos, haga pasos de baile o comience a lanzar proposiciones. En ningún momento voy a decir nada parecido a “¡Eh, chicas!”. Eso no va pasar. Sé ser amable, y he aprendido a decir “Bien” cuando me preguntan cómo estoy, pero no pienso actuar como si fuese todo el día como unos cascos verde fosforito al cuello.

El corazón humano late más de cien mil veces en un día. Siempre me ha fascinado que pueda no parar durante años, décadas. Es como si fuera quien mejor me aceptara. Es lo bueno de los órganos: hacen lo suyo, no te juzgan. Es comprensible que con el tiempo se haya querido convertir a las personas en órganos, todos al servicio de alguien sin juzgarle, aunque extorsione, aunque mate, aunque arrase el planeta.
Nunca he sido bueno como órgano. He rebotado de un curro a otro, y sin duda los mejores lapsos de tiempo, en los que más he aprendido, leído, sentido, escrito, aprendido, vivido, ha sido en etapas de paro, cuando he tenido tiempo para aburrirme, y he descubierto que aburrirse no solo es bueno, sino absolutamente imprescindible. Si fuese por mí, el sistema vigente habría infartado hace mucho. Lo irónico es que soy todo corazón. Lo juro.
La mayoría de las veces que ves venir un tópico, el mismo se hace realidad. La chica con la que yo hablaba en la pantalla; su amiga y el artista humilde. Qué mejor que esperar a que la galería de arte cierre e ir los cuatro a tomar algo. Una terraza, noche de verano, más cócteles a nueve euros, estoy rodeado de ellos. Lo mínimo que parece gastar la gente cada vez que saca la cartera, son diez o veinte euros. Convierten la vida en eso: pagar para dar el siguiente paso. No todos estamos forrados, pero eso es una realidad que raramente contemplan, a no ser de forma muy vaga, hablando de política, rebuznando concienciación. Por eso aburrirse es un lujo. Hay un plan trazado, en el que cuanto más lúcido y consciente seas de lo que te rodea, más difícil será tener pasta. Saber cosas es contraproducente; quien va tirando (o siempre tiene pasta) es quien cierra los ojos y se toma regularmente sus pastillas para la hernia. Suele coincidir que el cinismo más abrasador viene con la más respetada capacidad de sacrificio. Cuando te digan que alguien es muy trabajador, procura no confiarle nada, mucho menos tu vida.

Les cuento algo, me abro. Creo que es por el alcohol. En mi piso cutre hay un fantasma. Pero no en mi piso, sino en el de al lado. El vecino me lo ha contado. No le hubiese creído a ningún nivel a no ser por el barullo que monta algunas noches. Encima, al ser yo el único vecino que conoce su crisis, a veces me llama al timbre de madrugada, y me pide dormir en mi sillón. No tiene por qué ser un fantasma, pensaréis. La gente se pone muy pesada con el empirismo, y hay algo que les aterroriza mucho más que los fantasmas, y es la idea de que no lo controlen todo en cierta manera. Están dispuestos a reconocer que no lo saben todo, pero el control… eso ya es harina de otro costal. Necesitan creer que conocen el mundo que habitan, y que no hay otros mundos, ni energías, y que los muertos sólo son muertos, materia en descomposición. Necesitan estar convencidos de que lo que el ser humano no sabe explicar, un día tendrá una explicación larga y aburrida, y en ningún caso abstracta, compleja o ambigua.
Mi vecino podría estar loco, le podría estar creciendo un tumor dentro del cráneo (aunque ya fue al médico, y nada), pero al margen del ruido de los muebles arrastrándose y los gritos de terror, hay otra cosa. Algo que ni le he contado al vecino, para no acentuar su crisis. En el pasillo de la escalera hay instaladas luces que se encienden con el movimiento. A media que pasas se deberían ir encendiendo. Detectores. Los dos que hay junto a la puerta del vecino, cuando llego tarde, jamás se encienden. Camino varios pasos en la oscuridad. Un día llamé por mi cuenta a un técnico. Dolió, pero lo pagué yo, sin decir nada a los vecinos. Quería saber qué pasaría. Cuando el tipo hizo la instalación y los cambios adecuados, al probarlo todo estaba perfecto. Eso fue una mañana de sábado. Al llegar yo por la noche, las luces volvían a no funcionar.
Le pregunto al vecino que por qué no se muda, y siempre comienza a balbucear. Luego un día me cuenta que consultó con alguna especie de parapsicólogo, y le dijo que la clase de entidad que tiene en casa no es de las que se quedan ahí cuando uno se muda. De alguna forma, el fantasma está asociado al vecino, y no al piso. Otro día me confesó que había estado un fin de semana en un hotel, por trabajo, y que allí también lo vio. Dijo que lo que el parapsicólogo le dijo, era que lo que necesita se parece más a un exorcista que a un chamán o un cazafantasmas.
No era un fantasma, era un demonio. Le pregunté qué forma tenía. Me dijo que era una mujer joven, guapa, pero con rasgos cambiantes. Ha asumido que un demonio adopta una forma agradable, pero no entiende por qué. Si ese algo demuestra que no tienes el control, y que no sabes cuándo te va a pasar algo malo, ¿importa mucho que se parezca a Marilyn Monroe?

Me dicen que quieren verlo, muy entusiasmados. Pagamos la cuenta, cogemos el tren y nos vamos a mi edificio. Lo encuentro precipitado, pero me dejo llevar. Subimos en el ascensor (cuatro pisos), y salimos al pasillo. Técnicamente son sensores de movimiento. Se enciende uno, luego el otro, y llegamos a la zona conflictiva…
Cada día de trabajo en el rodaje de ‘El Exorcista’ , gran parte del reparto acudía a la Iglesia buscando ayuda espiritual, asustados por los fenómenos que sucedían, y que no lograban entender.
Probablemente la mayor mentira de mi vida, haya sido fingir autocontrol ante esta historia del vecino. Contarla como si no me hubiera asustado más que cualquier otro lance vital. Después de una noche de movimiento en su casa, al día siguiente me siento preparado para cualquier cosa. No puedo imaginar en qué estado de nervios estaría si me pasara a mí directamente.
Creo que las personas somos recipientes.
Al pasar junto a la puerta protagonista, las luces vuelven a no encenderse. Al menos no he quedado como un mentiroso.
Qué hacer. ¿Les invito a pasar? No es que mi piso esté mal; no me considero un maniático de la limpieza, pero sí cuidadoso. Aireo abriendo las ventanas, barro, sacudo el polvo, paso la fregona. No es por la esperanza de tener un buen picadero potencial. No siempre. En ese lapso de dudas, cuando los demás comentan la jugada mientras yo pienso qué hacer, una de las dos luces protagonistas se enciende. Y no solo eso, se ilumina de un modo imposible. Aumenta el brillo durante unos cinco segundos, y luego estalla con un sonido metálico estremecedor. Todos hemos cerrado los ojos, nos hemos cubierto con los brazos. Al recomponernos, el artista humilde está en el suelo, inconsciente.

Esa noche nadie folla. Cuando la ambulancia se ha ido y me quedo solo, me pregunto por la naturaleza de ese muchacho, por su grado de falsead o maldad potencial. Luego pienso en el vecino; la verdad es que no sé cómo es, sólo le he visto asustado, lógicamente asustado, ya sea por un tumor o por un demonio.
Me cuesta dormir menos de lo que pensaba, lo hago pensando en la feria de la dignidad.

Me despierta el teléfono. Es ella. Me dice que el artista humilde (tardo un momento en asociar el nombre que me dice a él) ha estado gritando incoherencias ingresado. Me pregunta si creo que los seres humanos somos recipientes. Nunca sé qué responder para atraer el sexo.

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Tsunamis aparte

Desde el momento en que supo que sus padres querían mudarse (lo cual la convertía a ella en un paquete más), comenzó a pensar en las novelas de Nicholas Sparks. En las películas. En las que una chica engañosamente del montón (una chica obviamente atractiva, escrupulosamente elegida para para gustar a cualquier organismo vivo que respondiera con sinceridad), llegaría a un nuevo entorno de amigos, en verano, el verano justo antes de comenzar la universidad, y conocería a un chico del montón (un chaval obviamente atractivo, elegido con ojos obsesivo-comerciales de casting en busca de alguien rematadamente guapo capaz de memorizar más o menos un guión), con el que tendría una aventura amorosa, a pesar de parecer inicialmente muy distintos.
No es que hubiera leído nada de Nicholas Sparks.
Puede que hubiera visto entera El diario de Noa.
No se sentía tan atractiva como las chicas de esas películas. Pero estaba bastante segura de no ser en realidad una anciana que le estaba contando su historia de juventud a algún hijo treintañero egoísta y ocupadísimo, demasiado centrado como para escuchar a una vieja. Excepto ahora, que todos –él, ella, el público– sabéis que va a morir de una terrible enfermedad, y que por tanto la narración está teñida de cruda nostalgia y apología de la juventud. Casi de la niñez.
Como en esas pelis.
Como si los ancianos que hacen de contexto estuvieran ahí para compensar tanta juventud y belleza. Y que así algún autor parezca más sensible de lo que es.
Ella sabía que no había que fiarse demasiado de la gente que habla maravillas de los ancianos. Si se puede generalizar, la gente joven (o aún no demasiado mayor) es mala y falsa hasta el aburrimiento, miserables de tapadillo, ladrones metafísicos, tunantes emocionales; pueden usar cualquier estrategia para parecer mejores de lo que son. También los que escriben.
La gente buena real no es fácil de detectar, suelen estar bajo veinte capas de cabrones sonrientes, tiernos y cuentistas.

Pero ella, buena o no, estaba bastante segura de ser real, y no una historia, ni un flashback. Al menos tanto como pueda estarlo cualquier ser humano al que en el fondo le aterra la muerte y no entiende este mundo ni por qué ha de esforzarse por vivir y encajar en él.
Tenía ganas de leerse una novela de Nicholas Sparks.
El coche familiar y el abultado equipaje. A papá le habían dado un puesto en no sé qué bufete a doscientos kilómetros. Era importante porque era importante para papá. Ni siquiera estaba sin trabajo, era un ascenso (más jerárquico que de sueldo). Era un aparatoso ejercicio de respeto al paquete del patriarca, su papel de padre y su masculinidad. Se suponía que iban a un barrio mejor y una casa mejor. La verdad es que sólo era un punto de inflexión, seguramente gratuito. Otra vez intentar huir de ti mismo cambiando el entorno, el peinado arquitectónico. El señor padre no iba a hacerles más ricos, sólo les llevaba de A a una sospechosa B. Las vidas de su mujer e hija no iban a cambiar en lo material, y lo material era el único motivo. Decisiones adultas, la mar de adultas, adultérrimas, maduras y gordas como sandías maduras.
La madre trabajaba en casa como modista por su cuenta. Quien pagaba el pato social era la protagonista de la nueva no novela de Nicholas Sparks. Todo el mundo sabe que el círculo de amistades de los adultos se suele estrechar; son los jóvenes los que necesitan vincularse a un grupo más o menos numeroso de amistades o trasuntos de las mismas.
Aquí nadie se llamaba Bella ni iba a conocer a un vampiro millenial. Eso aún menos. Aunque tampoco se trataba de despreciar cualquier tipo de ficción. La ficción refleja, la ficción es el resultado de haber filtrado el dolor o distintos tipos de obsesión o colores, ya sea interesadamente o no.

Lo que más pereza le daba es que, a hasta cierto punto, sí tendría que hacer las cosas que esos personajes hacen en las películas. Tendría que abrirse, llevar a cabo aproximaciones, comunicarse, puede que hasta ir a alguna fiesta. Iba a tener que construir otra vez desde cero su vida social, y no sentía que tuviese una experiencia previa que la ayudase. Sí había tenido amigos, se había comunicado, más o menos. Pero no sentía que eso fuese a servir para nada.
Al llegar se acordó de Mi vecino Totoro, cuando las dos niñas llegan con su padre a la nueva casa. Pero ella no tenía hermana, ni pequeña ni mayor. Ni la echaba de menos. Y su madre estaba sana.

Era un palo. Un cambio odioso. Los cambios eran muchas veces una huida hacia delante, sin más, no tenían por qué traer nada bueno. Pero la gente adulta tiene tendencia a rechazar el caos. Tienen una o dos ideas sobre cómo se mejoran las cosas. Y da igual cuánto fracasen esos métodos, siguen siendo los más populares.
Mudarse no tiene que ver sólo con el futuro. El propio proceso es tal coñazo, que por fuerza te ocupa la mente, y hace que lo que sea que te preocupa o amenaza, pierda fuerza. La teoría que flota en el ambiente, es que a papá no le han ofrecido un empleo mejor lejos de aquí, sino que él ha movido hilos para que eso pase, porque se quiere alejar de algo o alguien. Y como suele pasar, cree que ha podido engañar por completo a su mujer y su hija.
Una mudanza raramente se lleva a cabo para emprender algo; se suele hacer para escapar. No eres alguien valiente que ha decidido dar un paso, sino sólo un ser que corre con una gran mandíbula chasqueando justo detrás.
La tradición humana más asentada es disfrazar las limitaciones o el patetismo de necesidad, o responsabilidad, o valentía, o toda una larga lista de increíbles tonterías.
Siempre todos negando –consciente o inconscientemente– ser una mota flotando en el espacio.
No es que sus padres se parecieran mucho a los padres Sparks. Su progenitor era en esencia una bola calva con dos carreras, y su madre básicamente había asumido el papel de ama de casa. No eran padres jóvenes, ni parecía que hubiesen tenido juventud.
El retoño había salido entre los últimos estertores del reloj biológico. Su padre no se esforzaba por no parecer anticuado, y su madre encajaba siempre todas las inercias machistas con una sonrisa y algo cociéndose en la cocina.
Con todo, nadie estaba agrediendo a nadie, no había conatos de maltrato físico y nadie llegaba borracho cada noche a casa tensando el cinturón para darle una buena tunda a su hija antes de violarla. El clima familiar era, al menos a simple vista, tranquilo, previsible, conocido. Consumidores al uso, procurando no pensar demasiado por el método de hacer cuentas y trazar planes concretos.
Mudarse es seguramente el plan estrella. El definitivo.
Ella se llamaba Beatriz, Bea. No le gustaba su nombre, ni completo ni amputado. Y Bea desde luego aún no era como sus padres, ni tenía ningunas ganas de serlo. Puede que la distancia generacional en este caso fuese para bien, ya que era tan insalvable que quizá eso hiciera que ella de verdad construyera una identidad propia.
Era algo en lo que había pensado.

La diferencia, o la excusa, o el motivo llamativo, la causa infantil, o el asidero con el que argumentar en determinados momentos para defender la mudanza… era que la playa estaba cerca donde vivirían. Y no cerca de coger el coche y conducir un rato; cerca de ponerse las chanclas y caminar no más de cinco minutos desde tu cama hasta la orilla.
Bea tenía que reconocer que eso tenía su encanto. Y también le hacía pensar (tsunamis aparte) en la pasta que debía valer la casa, y en lo grave que tenía que ser aquello de lo que huía su padre. Tanto como para calcular con mucho cuidado cómo vender el sueño de la nueva etapa.
Imaginaba que quizá había fundado otra familia en la ciudad y la cosa se había complicado. O que se había enamorado de otra mujer y necesitaba alejarse de ella (poco probable). Hasta llegó a plantearse que su papi medrador hubiese matado directa o indirectamente a alguien. Al fin y al cabo era abogado, uno de los gordos. No era tan raro que se pudiera meter en líos de cualquier tipo. Desde el adulterio hasta la mafia. Nada era demasiado chocante como para no poder haber sucedido.
No es que fuera un tipo carismático, y desde luego no era atractivo, pero tenía dinero, y también algo de poder. Era una de esas pocas personas que objetivamente pueden cambiar las cosas. A mejor o a peor no importa. Un abogado no hace justicia, sólo hace su trabajo. Es lo que pasa con el trabajo tal y como aún funciona: no te hace, te perpetra.

La vida pasa mucho más lenta sin elipsis. Durante varios días todo aconteció en la casa o sus aledaños. La gente iba y venía de la playa. También rebaños de chicos y chicas, todos aparentemente estúpidos a determinada distancia. Todos respetando esa ley no escrita que dice que si hay más de tres personas en un grupo, hay luz verde para ser idiota.
Todos tan desconocidos y extraños, como si absolutamente todos hubiesen nacido y crecido necesariamente en la zona. Todos con amistades añejas y círculos cerrados.
Puede que siendo chico lo hubiese tenido más fácil.

Papá y mamá tenían un plan. En la zona vivían ciertos familiares. La hermana de mamá. La tía guay de las pelis, que en este caso sólo era tía. Bea sabía que le preguntaría si tenía novio o no, y que luego bromearía al respecto independientemente de la respuesta. Y otros grandes éxitos de la Torpeza.
Como la mayoría de adultos, no era tanto alguien con quien estar como alguien a quien soportar. Otra vez la condescendencia de alguien mayor que habla como si lo supiera todo no sabiendo casi con toda seguridad una mierda.
Esa persona que se presume inteligente sólo porque ya no puede presumir de joven.
Esa invasión.
Y ese primo, también. No el primo guay o gay y gracioso e inteligente de las pelis, sino sólo un primo. Un desconocido hetero del montón que antes de verla estaría pensando casi seguro en la pereza que le daba intentar integrarla en la vida social del pueblo. Había coincidido con él en varias ocasiones, aunque no muchas. Parecía target para cualquier anuncio, reality o emisora de la FM. Más o menos estudioso y a la vez hermético a cualquier idea que no resonara a diario por todos los altavoces y medios con poder. Lo que popularmente llaman “la señora de Murcia” cuando intentan referirse al Gran público al que muchas películas intentan llegar. Él era nada más y nada menos que una más. Si había colorines y ruido, ahí estaba él, con todos los demás, coreando el último éxito, diciendo a todas horas cosas como “Es una cuestión de gustos”, o mintiendo sin darse cuenta al decir memeces como: “Sobre gustos no hay nada escrito”.
Un fiel más, ya con novia fija y raíl propio camino a alguna oficina. Él también iba a comenzar la universidad después del verano, pero Bea estaba segura de que no veía la carrera como nada más que un boleto. Su padre era vete a saber qué pez gordo, uno de los marionetistas de siempre, y su hijo nada más que otro peso muerto de forma antropomórfica colgando de su taller.
Los padres de Bea les ponían siempre como ejemplo de cómo se hacen las cosas.

El primo le enseñó el pueblo y le presentó a algunos amigos. Y también a su novia. Bea pensó que quizá la novia de su primo podía ser una oportunidad de comenzar a socializar con alguien. No fue así.
Salió un sábado por la noche con un grupo de casi diez personas. Todos idiotizados sólo de ser tantos, por el ruido, por el hecho de ser sábado, y en realidad pasando de ella. Porque ¿quién quiere hacer tareas de integración? Nadie. A no ser cobrando (aunque sea en especias). Bea intentó no parecer demasiado esquiva. Intervino en algunas conversaciones y no le dieron de lado. Pero a la vez sabía que era un elemento extraño. No sintió que conectara con nadie. Y nadie sentía que tuviese que hacer esfuerzo alguno por conectar con ella. Ella sabía dónde podían estar las personas más parecidas a ella: o en casa o en un ambiente muy distinto.

Pasaron los días de la forma más o menos absurda o neutra que a veces lo hacen. Y más en verano a determinada edad, cuando no sabes qué hacer, y encima tu vida social, tal y como la conocías, no existe.
No volvió a contactar con el primo, ni él con ella. A pesar de que los adultos implicados, aun viendo que no había ningún tipo de química, seguían negando el fracaso de su plan. Un plan que, por otro lado, sólo podía funcionar ya si alguien se negaba a sí mismo y cumplía una orden. Los adultos tenían eso en su ADN, habían crecido con eso. Para ellos tenía más sentido poner el culo, y así solían educar a los hijos. Por suerte, los hijos no siempre heredaban esa forma de pensar, lo cual tampoco era necesariamente una ventaja, ya que el mundo no era nunca de los hijos, jamás, siempre era de los padres. Nadie heredaba el mundo. Los hijos se abandonaban a sí mismos y se ponían la piel de los padres. A partir de ahí, articular un discurso sobre por qué eso tenía sentido, era de lo más fácil. Vivir con lemas o viejas doctrinas, siempre ha sido el más socorrido de los métodos. Y muchos colectivos, o al menos los más importantes, ya sean bienintencionados o simples empresas para ganar dinero, recurren a él. Si hay un mar de gilipollas, por más gilipollas que seas, te vas a sentir coherente y lógico, una persona de bien, centrada y realista.
Bea se sumergió en libros y películas, y en Internet, y llegó a pensar que su verano se reduciría a eso. Tampoco le parecía tan mal. Normalmente apenas tenía tiempo para leer o ver según qué series. Generalmente siempre estaba haciendo lo que llaman: “algo constructivo”; lo cual se solía reducir a tareas que unas veces sirven para que un adulto tenga la conciencia tranquila, y otras para que se enriquezca de un modo u otro gracias a tu esfuerzo.

Paseaba por la playa algunas mañanas. A veces muy tarde, por las noches. La zona (tsunamis aparte) no parecía peligrosa en hora alguna del día.
El propósito era tan simple como salir de casa. La desventaja era que en la playa era difícil no encontrar gente, excepto excesivamente tarde o temprano. No es que madrugara, se desvelaba; no trasnochaba, tenía insomnio. Aun así, pensó que le estaba viniendo bien esa especie de burbuja forzada por las circunstancias. Podía esperar un par de meses, en la universidad iba a conocer gente quisiera o no.
Pero las cosas no fueron así, obviamente. No fueron ni como sus padres planeaban ni como ella pensaba.

¿Qué se le dice a alguien cuando no quieres decirle nada? Sus padres organizaron una reunión en casa. Al parecer el papá tenía amigos no muy lejos, y también acudieron los tíos de Bea y algún que otro crío desconocido. Nadie de la edad de Bea. Algún que otro baboso cincuentón la miró como si fuese su cumpleaños y ella fuera la tarta. Amigos de papá. Padres de amigos; adultos aún mayores que los adultos. Era muy factible que allí hubiese mafiosos de todo pelaje, legales, ilegales y alegales. Ni Bea ni su madre eran tan tontas como para no oler la cabeza del caballo muerto. Su padre había estado rebotando de aquí para allá durante unos diez años, con horarios absurdos y viajes inesperados. Mamá tenía bastante claro que a papá se le activaba el wifi cuando pasaba por delante de los puticlubs. Cuando había mucho dinero a mano, no era tan fácil ponerse moralista. La gente no es buena a pesar de ser pobre, más bien ser buenos es a veces lo único que les queda.
El Mal, su elección, no se condensa en una decisión, seguramente es algo que llega de forma gradual. Cuando te quieres dar cuenta, debes estar en la última planta de un rascacielos esnifando Producto rodeado de hijos de puta que un día te cayeron bien. Ni siquiera debe ser una vida fácil, pero al menos diferente. Y no debe parecerse tanto a la Muerte como fichar cada mañana y producir precisamente para ese tío en el que crees acertado no haberte convertido.
O eres el que disfruta el rascacielos o eres el que lo limpia.
No es así, pero es así como funciona, y suele funcionar así gracias a los que más te quieren.
Lo que le dices a alguien cuando no quieres decir nada, suele tener que ver con el tiempo que hace, le fecha del calendario, la broma sin gracia pero conocida, o el hecho de que estás o no de vacaciones.
Si ese alguien a quien le hablas sin decir nada, te mira como una versión burda de James Mason cuando miraba a Sue Lyon en Lolita, y si eso te pasa no una vez, sino hasta cinco o diez veces con distintos tíos, aclarándote en qué ambiente te mueves (o se mueve tu padre), lo mejor es salir de la casa. Pero no salir a pasear. Sólo salir de la casa. Yendo demasiado lejos, y siendo de noche, uno de esos tarados te podría seguir, y no para amarte ambiguamente como un Humbert Humbert, sino para follarte al estilo sección de sucesos.

Un ruido ensordecedor, los acontecimientos se precipitaban, y ese era el ruido (puede que también el sentido). Bea despertó. Si no hubiese estado bajo el agua, boqueando cual chica submarino en su propia habitación, habría recordado al chaval que conoció la noche anterior. El que estaba merodeando alrededor de la casa y que dijo le gustaba pasear de noche y Radiohead. Llevaba unos cascos. El chico que no había visto antes, ni en el grupo de su primo ni entre los que llenaban de ruido cada día la playa. El chico con el que habló durante unas dos horas, a salvo de violadores y pederastas, mafiosos y políticos. Que no parecía un idiota, parecía tener gustos propios, criterio más allá del “sobre gustos no hay nada escrito”, y referentes, referentes culturales, y no solo estudios. Habría trasteado en su teléfono y buscado su número, que él le había dado, puede que incluso para llamar. Y claro que puede que no fuera lo que aparentaba, pero en cualquier caso era un buen actor. La mayoría de veces hay más cuando se trata de buenos actores, siempre hay más buenos actores que buenas personas. Qué se le iba a hacer. Y no se besaron, y ella no tenía ningún tipo de angustia por perder la virginidad. Él no intentó nada en ningún momento. Habló de amigos con los que no le apetecía quedar, y de noches de viernes que eran como el Día de la marmota.
Había peces en su habitación, podía ver sus siluetas recortarse en el brillo de la luz matinal que entraba por la ventana, aun con la presión del agua sometiéndola contra la pared. Si hubiese podido pensar, habría supuesto que al menos en primera línea de playa el agua, aun salada y salvaje, no estaría tan sucia como la que llegaría tierra adentro.
Le pareció que la presión no era excesiva, pero sí constante, era más una cuestión de insistencia que de fuerza.
Pensó que iba a morir. No estaba en nada de Nicholas Sparks, ni de Miyazaki. Al parecer sólo podía aspirar a Roland Emerich. Un cadáver entre miles, de los que añaden de forma digital para desaparecer bajo la ola, por el bien del espectáculo. La muerte vacía de significado, pura pirueta básica, el malabarismo con tres pelotas del cine.

La descripción del esfuerzo por la supervivencia no siempre es emocionante o viene a cuento, y la estadística de muertos, si no salpica a tus allegados, es mera carne de telediario. Puede que sea egoísmo o simple reacción física cerebral, para que no te vuelvas loco.
Mamá sobrevivió porque subió al tejado de la casa. Y papá quizá por lo que siempre dice de la mala hierba la señora de Murcia, que a veces acierta igual que un reloj roto acierta la hora cuando el día se acomoda a su posición.
Bea sobrevivió porque llegado cierto momento, la presión menguó, y consiguió bucear, y salir, y luego trepar.
No es que una sobreviva porque sea la mar de despierta y valiente, ya estamos otra vez con lo mismo. Normalmente la gente tiene la misma culpa de vivir que de morir. Las circunstancias se dan como se dan. El caos no existe para complacerte, sólo para acompañarte. Te guiña el ojo, pero luego quizá te mate, o te quiera, o ambas.
Bea pregunta si sus padres están vivos a la enfermera. La enfermera le dice que sí, todo va bien en ese sentido. Lo que quiere decir que papá y mamá siguen a lo suyo, o podrán hacerlo. Excepto que la enfermera añade que, después de publicarse una lista de supervivientes, la policía ha venido a por papá. Papá y su plan de Casita frente al mar. En cuanto se recupere, parece ser que tendrá que contar alguna historia, algún cuento de buena persona prefabricada.
Bea no tiene claro que pueda averiguar si el chico estará vivo. Sólo tiene su nombre de pila. El móvil ahora vive con el barro. Quizá sí sea una anciana, mero flashback. Tu padre y yo nos conocimos la noche antes de un tsunami. Yo al día siguiente pensé que no volvería a verle…
Una historia babosa a la que aspirar. Algo tan feliz que asquee a cualquiera que cuente con un mínimo sentido crítico y trabajada sensibilidad. Que haga que Sparks parezca Dennis Cooper. Mudarse puede que no sirva para nada, pero quizá el caos –si es alguna clase de dios– sea más benevolente cuando te ha visto surfear el desastre. Puede que para él ahora seas una gata de Schrödinger.
Pasadas unas horas, tan interesante y lúcido como el día anterior, tan despierto y sano, tan conveniente, el chico no vino a verla. Y ella soltó un bufido de alivio. Sólo el caos sabe lo que pasó después, aunque probablemente nada. Tsunamis aparte.

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