Treinta formas de esconder los objetos cortantes (10 de 30) – Buen chico

Durante meses, teniendo unos diecinueve años, caminaba por la calle mirando al suelo. Por aquel entonces yo era todo un ejemplo, al menos según lo que entiende la sociedad por ser un ejemplo. Curraba por las mañanas y estudiaba por las tardes. De modo que según la opinión a bote pronto de los demás, yo era lo que llaman un Buen Chico. Esforzado, responsable y demás gaitas. Todo bien, excepto que yo me sentía como un trapo. Había “elegido” un camino teóricamente seguro, o al menos inteligente. Aprender un oficio. Lo que estaba haciendo en el trabajo eran prácticas de lo que estudiaba por las tardes. No importa la profesión, sino que no tenía que ver ni remotamente con nada que a mí me interesara. No había sido buen estudiante, de modo que el sistema me empujaba en una dirección supuestamente práctica.
La gente acepta ese proceso con la mejor y más obstinada cara, siempre hay una gran antimasturbación colectiva, sobria, atea y de lo más católica, como respuesta a ese sistema. Dicen que es duro pero justo, e inevitable.
Más allá de lo que pensara yo años después de todo ese asunto, lo que importa es que en aquel momento no pensaba nada. Me habían convencido de que pensar no era lo mío, de modo que, tanto literal como figuradamente, bajaba la cabeza y me dejaba llevar.
Cuando salía de casa por las mañanas, me negaba dentro de lo posible a mirar a mi alrededor. Me convertí en un ciego parcial. Intentaba No Sentir. Estaba atrapado, y procuraba no darle a la jaula el lujo de regodearse en mi aceptación de la única existencia a la que tenía oficialmente derecho.
Pasaba las horas yendo de un lado a otro según el pastor de turno silbaba. Mi carácter en off, a poco de morir por abandono.
Ser activo o proactivo no tenía nada que ver contigo, sino con la producción o el examen de turno. Si te felicitaban es que habías pasado un día de mierda. Obviamente no se me daba muy bien todo eso de desconectar, por más que lo intentara. Y creedme, hubo muchos testigos de que lo intentaba.
Por desgracia era demasiado consciente, incluso aunque no pensara en ello.

Aun así, llegué a conseguir perfeccionar notablemente mi estado de “autozombificación”. Estaba a pocos pasos de poder competir con plantas o máquinas. Tanto es así, que me pasé todo un día enfermo sin advertir que lo estaba. No conseguía desconectar del todo de mi situación, pero llegué a no diferenciar el estado saludable del estado enfermo.
Sólo noté cambios al llegar a casa y ducharme. Me vi el cuerpo lleno de granos, y fue justo en ese instante cuando noté picores. Mi parcialmente autoanulada percepción mental había evitado que me diera cuenta de nada, hasta que mis ojos me traicionaron. Pese a mi edad no había pasado la varicela. Y de repente se presentaba a mis diecinueve, como si mi cuerpo se revelara. Era como si la naturaleza hubiese tenido que tomar cartas en el asunto, y que al menos me dieran temporalmente la baja.
Había estado con fiebre y hecho una mierda, o eso dijo el médico. Silbó y yo le hice caso. Se me iban a acumular un montón de tareas. No saqué ninguna conclusión al respecto, aunque me gustó no tener que madrugar ni mirar al suelo ni etcétera durante unos días. No estaba desarrollando ningún superpoder debido a mi musculada capacidad para la negación. No hubiera sido responsable otorgarme nada parecido a eso. Un buen chico con varicela. Un pequeño traspiés. Ay, qué contratiempo. A veces quería destrozar a puñetazos al tío que veía en el espejo. Los demás sonreían y hablaban de mis actos y sus consecuencias. Se exculpaban porque era yo quien había creado el mundo, y encima tenía la desfachatez de no creer en Dios.

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