Treinta formas de esconder los objetos cortantes (12 de 30) – Cabañas

Íbamos a cerros a las afueras de la ciudad. Aprovechando la vegetación frondosa, ahuecábamos, buscábamos cartones, los colocábamos de cierta manera, y a eso lo llamábamos cabaña. Allí era donde íbamos a no hacer nada. Al día siguiente siempre había algún niño del grupo con un costado de la cara rojo. Era la hostia que le habían pegado por llegar tarde el día anterior. El sábado era día de cabañas, y el domingo de recogimiento forzado. Te pegaran o no, habías recibido tu correspondiente bronca por haber vuelto a casa a las diez de la noche. Cada uno decía que había estado en la casa del otro. Los padres se telefoneaban. Lo sabíamos, pero nos daba igual.
Respondíamos al miedo sólo uno o dos días. Teníamos once o doce años. No soy bueno para recordar cuándo pasó qué, pero durante un tiempo la masturbación aún era algo de lo que sólo oíamos hablar. Estaba al caer. La época de las cabañas se solapó con ese “descubrimiento”.
No tardaron en acumularse revistas porno allí. También un rollo de papel higiénico. Hacíamos un agujero poco profundo, lo cubríamos de hierba y a eso lo llamábamos escondite.
Era la razón para salir de casa sin necesidad de juntarse con nadie. El único miedo era querer cascársela, llegar y encontrarse a un mendigo.

Otras veces acordábamos comprar chucherías con la calderilla que nos dieran. Y alguien se apropiaba del transistor de sus padres. Lo llevábamos todo allí, y a eso lo llamábamos Fiesta. No recuerdo roces, discusiones, peleas ni conflictos serios. Nadie se comportaba como lo haría años más tarde, por ejemplo, en Twitter. Nadie estaba así de amargado.
No es que nunca hubiera desacuerdos, ya fuera con cabaña o sin ella, pero cuando los había eran cara a cara. A patadas y puñetazos. Eran actitudes MUY puntuales, y cuando llegaba el perdón mutuo habitual, nadie sacaba el tema meses después para atacar a nadie. Había cierta clase de honor que se daba por sentado.
No era la previa a la edad adulta, sino lo Contrario.
Seguíamos siendo humanos, pero por desgracia en proceso de desgaste.

Antes, eso sí, llegaron las niñas. Íbamos con ellas a todos lados excepto a robar revistas porno. También venían a las cabañas. No recuerdo esa fase de rechazo infantil al sexo opuesto que se ve en algunas películas. No en mi grupo de amigos. A nadie le dio asco nunca la idea de dar un beso. Mucho menos todo lo demás. Cronológicamente, eso sí, las revistas porno y las niñas llegaron casi a la vez. Era un contraste brutal, ya que en realidad para nosotros no tenía nada que ver una cosa con la otra. Las niñas nos potenciaban la timidez. Sin embargo las revistas porno, en contra de la opinión adulta sobre la grave confusión que nos tenían que provocar, sólo eran pura fantasía. Ver las fotos de una revista porno formaba parte del mismo ámbito que ver una peli de Schwarzenegger; simplemente una cosa era divertida, y la otra excitante.
Teníamos claro, aunque no supiéramos articularlo, que ambas cosas eran Ficción, cada una a su manera; y nunca mezclamos la ficción con la realidad.
Es paradójico que con los años muchos adultos que vivieron así esa etapa, ahora se convenzan de que los niños y las niñas son mucho más estúpidos de lo que son. Casi se diría que ahora no los educan o protegen de determinada manera porque lo sean, sino, inconscientemente, PARA que lo sean. Hay una especie de orgullo progenitor terriblemente nocivo, relacionado con una idea muy tóxica sobre la responsabilidad. El adulto se reafirma, mal. Los adultos se comparan entre sí, aunque no lo reconozcan. Y los niños están en medio, como objetos arrojadizos.

Mi primer beso.

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