Archivo por meses: agosto 2017

Treinta formas de esconder los objetos cortantes (30 de 30) – Carta de un machista

No sé cuál fue el origen de todo este asunto. Hay quienes tienen sus teorías cerradas. Hay mucho odio, mucho asco, mucha rabia. Todo justificado en esencia.
Mi generación tampoco supo verlo. Crecimos sentados a comer, o en el sillón, o tirados en la cama. Alguien venía y recogía la mesa, lavaba los platos, nos lo traía todo al trono del varón. Alguien nos hacía la cama, nos lavaba la ropa, y vuelta a empezar. Cocinar, limpiar, servir. Un largo etcétera de tareas culturalmente asignadas.
Siempre era la misma persona. Y siempre era una mujer.
Papá trabajaba, o no, pero siempre tenía una identidad, era Alguien. Mamá se movía según le dictaba su propio sexo condicionado.
Fuimos estúpidos, no supimos verlo. Ni siquiera sospechábamos que había algo, algo enorme, masculino y hetero, algo que no encajaba. No cedíamos.
Era la versión oficial, la dinámica predominante. No veíamos por qué no dejarnos llevar por esa corriente.
Eramos conscientes y no lo eramos. Sacábamos partido. Las niñas, las mujeres, nuestras hermanas, sólo eran una extensión de nuestro ego. Estaban siempre presentes y a la vez siempre ausentes, atentas a cualquier desbarajuste que arreglar. No tenían derecho a quejarse, no podían perder los nervios, tenían prohibido desbarrar. Sólo nosotros teníamos derecho a todo eso. Ellas eran delicadas, no podían ser unas histéricas. Nosotros, sin embargo, podíamos cabrearnos, irritarnos, quejarnos, pegarlas, violarlas, y también matarlas.
Nadie se alarmaba. Eran asuntos domésticos.
Era natural.
Cosas de familia.
Al hombre se le podía ir la mano.
La mujer tenía que entenderlo.
Fuimos ignorantes y estúpidos, porque, como en casi todo lo demás, dimos por hecho que el mundo ya estaba construido cuando llegamos a él. Acabado. Hacía mucho tiempo que se habían asignado los roles y las tareas. Si mamá siempre era la que estaba de pie, era porque era su deber. Si necesitaba ayuda, estaban las niñas de la casa, que ya tenían que empezar a aprender cuál era su futuro.
Nosotros teníamos la nariz metida en la tele, en los videojuegos, jugábamos a meternos la cabeza por el culo. Estábamos en nuestra casa, y la casa era nuestra.
Mamá cocinaba follaba reía se maquillaba.
Un bombón. Esta mujer tarda horas en salir del lavabo.
Fuimos machistas, años y años de machismo. Todos de acuerdo, diciendo chorradas, proyectando mal gusto, cerebros del tamaño de una nuez, gritos roncos, abrazos ruidosos. Gilipollas, sosos, violentos, atontados.
Algunos ahora lo saben, otros se siguen comportando «como un hombre». Puede que sea difícil aprender a cambiar, pero no es difícil recordar lo que fuimos, lo que aún somos. Podríamos haber madrugado un día, y en lugar de ir a nuestros machos trabajos, reunirnos y caminar hacia el amanecer. Todos agarrados de la mano, haciendo chistes de maricones, hasta llegar a algún gran desierto, donde algún chef moderno nos cortara la polla y la guisara para Afrodita.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (29 de 30) – Piscina ajena

Había visto hacerlo en muchas películas veraniegas. Lo asociaba a tener una juventud sana, el momento de «cometer locuras». Así que se puede decir que fue idea mía.
Sábado de madrugada. Salimos de cierto garito y vagabundeamos por cierto barrio. La zona residencial denominador común, todo jardines y piscinas privadas. Había hasta nomos de cerámica. La felicidad en la tierra de la gente con pasta. Lo que se supone que has de hacer con determinado nivel de ingresos.
No dudamos mucho. Cuando vimos un área privada que nos gustaba, comenzamos a escalar una valla.
Qué diversión eso de hacer algo prohibido pero inofensivo. ¿Qué podía pasar?
La idea era simple. Pegarnos un baño. Hasta existía la posibilidad de que los dueños estuviesen de vacaciones. Podía saltar la alarma de turno, pero tendríamos tiempo de sobras para largarnos pitando. Largarnos riendo y soñando. Viviendo el relamido pero factible sueño de la juventud.

Luego ella consiguió saltar de vuelta. A mí me pillaron. Dos tíos me arrastraron por todo el césped. Se había activado algún sensor de movimiento, se encendió una luz cegadora, y la alarma comenzó a bramar.
Todo el mundo se despertó. La casa era mucho más grande –y estaba mucho más habitada– de lo que pensábamos.
Un riesgo del allanamiento de morada, y sobre todo con tanto lujo de por medio, es que la casa puede ser de un mafioso. Un narco. El cartel local.
Me metieron en el vestíbulo chocando mi cabeza con cada saliente. Recuerdo el miedo, pero sobre todo una nebulosa. El alcohol. Pensé que acabaría vomitando en alguna obra de arte.
Me sentaron en una silla y me maniataron.
El patriarca no confiaba en la policía. Eso dijo. De verdad parecía que si le preguntaras, contestaría “importación y exportación”. Su mujer unos treinta años más joven (de mi edad) lo observaba todo desde un rincón, quitándose legañas.
El tío parecía auténticamente furioso. Su primera pregunta (lo juro), fue:
–Quién te envía.
Le dije que no era nadie, que sólo tonteaba con una amiga, que nos colamos para bañarnos en la piscina.
–¿Una amiga, hijo de puta?
Por algún motivo comenzó a insultarla a ella. Hay tíos que no dejan pasar una oportunidad de sacar a pasear la misoginia. La mujer en sí es una banalidad, un entretenimiento, sólo la clase de historia que te hace perder el norte. Esa zorra. ¿Una zorra, eh?
Pero no me creía.
–Quién te envía.
Lo que él creía, obviamente, es que quería habérmelo cargado. Me cachearon. Lo más peligroso que llevaba encima era las llaves; puede que mi carnet añejo del videoclub, plastificado.
–Cada vez son más jóvenes.
Cuando el alcohol ya no me hacía efecto, comencé a acojonarme de verdad. Otro tío, el Tom Hagen de turno, comenzó a hacer llamadas.
–Una amiga, dice el cabrón.
Pensé que no tenía ninguna posibilidad.
Le dije que tenía coartada, de qué discoteca venía, a qué universidad iba, quiénes eran mis amigos, mi familia.
–¿Te crees que soy idiota?
Supongo que los matones preparan las coartadas, y supongo que son mucho más elaboradas que tú madre diciendo por teléfono lo bueno que eres.
Me preguntaron si había alguien más. Le dije que sólo había venido con mi amiga, pero que se había ido corriendo.
–Así que el chochito fantasma se ha ido corriendo…
Algo empezaba a no cuadrarles. Les faltaba algún ingrediente. Parecía que sus defensas comenzaban a dudar.
–Oye –le dije (pensé que no era mala idea tutearle)–, sólo estaba de fiesta, estaba con una chica, con un zorrita… Intentaba echar un polvo. Beneficiármela. Esa puta es dura de roer. Sólo quería impresionarla.
Intenté hablar en su idioma, pero en realidad sólo imitaba lo que había oído en películas. Otra vez.
El tío ya dudaba visiblemente.
–Chaval. O dices la verdad o eres un gilipollas de primera categoría…
Juro que digo la verdad. Gimoteo. Llevo semanas trabajándome a esa puta, murmuro, y mira cómo he acabado. Joder.
El capo le habló al oído a ese Tom Hagen.
Éste me cruzó la cara. Hasta se parecía a Robert Duvall.
Notaba la sangre en la boca. Creo que no sabían qué pensar, así que estaban tirando de piloto automático. Comenzaron a hurgar en mi móvil. Les canté el pin, les dije que miraran lo que quisieran.
Les lloré clemencia. Escupí dos dientes.

Recordé un vídeo terrible y supuestamente real que me pasaron una vez. Dos tíos sentados con la mirada vacía. Detrás, una pared gris, cemento. Ni tan siquiera estaban atados. Imaginabas un cañón fuera de plano sin dudar, apuntándoles. Calidad VHS. Una sierra eléctrica entraba en escena. Alguien muy corpulento la ponía en marcha al segundo intento. Los tíos no gesticulaban ni hacían muecas. Eso lo hacía todo más terrorífico. Habían aceptado su destino, su sino sucio y macabro. Comenzaron a cortar el cuello de uno de ellos; sus ojos se ponían en blanco, la lengua quería escaparse de la boca. La sangre salpicaba (bañaba) al tío de al lado, que seguía sin inmutarse. Se suponía que era un ajuste de cuentas por drogas. Algún patio interior en alguna casa de México DF. O eso se decía. La angustia casi me hizo vomitar.

Me hablaban y ya no escuchaba. Me volvieron a atizar y perdí el conocimiento.
Desperté en el suelo junto al portal de mi bloque de pisos. Mis cosas sobre mi pecho, las llaves, la cartera, el móvil. Incluso los cigarrillos.
Estaba amaneciendo. Primero lloré y luego reí.
Me habían descartado.
Ya fuera por la dosis de realidad extrema o por mi estado lamentable, pensé que estaba enamorado de ella.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (28 de 30) – Esto también cuenta

Es una vieja filosofía adulta: dejar claro qué es la vida y qué no. Aunque es bien sabido que abunda el optimismo barato, los lemas, las simplificaciones. El golpecito banal en el hombro. Hace falta un optimismo de más categoría. Eso resulta bastante indiscutible.
Incluso se hace mucho dinero con eso. La autoayuda es sin duda la sección más sórdida de cualquier librería. Benito Taibo una vez dijo que todos los libros ayudan menos los de autoayuda.
La gente que dice que sólo se trata de tener un pensamiento positivo, o bien se intentan convencer a sí mismos, o bien te quieren robar.
Hay personas que gastan mucho dinero a cambio de que les digan que ser feliz depende sólo de una sencilla elección. Yo estoy más con Bill Hicks. No se trata de lo sencillo o difícil que es vivir. La elección es entre el amor y el miedo.
El ser humano medio está cagado. Y muchos lo racionalizan. Aunque obviamente no hablen jamás del miedo. Hablan del sacrificio, del esfuerzo, de descartar, de la honorabilidad, de ser razonable y abandonar ideas propias en favor de las comunes.

Mi generación ha crecido bañada en la culpa. Y ni siquiera somos muy creyentes; no somos religiosos. No pensamos que vayamos a ir al cielo. Pero hemos aprendido a sentirnos culpables con facilidad. Pequeñas raciones de culpa por doquier. La culpa, según dictan aún los principios del sentido común adulto predominante, está directamente asociada al placer.
Seguimos siendo así. Esa sigue siendo nuestra esencia.
Si estás haciendo algo que no quieres hacer, si lo haces durante horas, días, años. Si lo haces sacrificando lo que de verdad te gustaría hacer. Si, en definitiva, los malos ratos superan con creces a los buenos, es muy raro que nadie te diga que estás en el mal camino, o que estás desperdiciando el tiempo de tu vida.
Cuando llegan las acusaciones y los problemas, es cuando disfrutas. De hecho, si disfrutas y luego te pasa algo malo, es que debes haberte pasado disfrutando. Si estás encendido, inspirado, si te diviertes, si el tiempo se te pasa volando, si sientes que te expandes y creces, y que vivir merece la pena, alguien vendrá pronto a decirte que eso no cuenta. Eso no es la vida.
La vida de verdad es cuando estás «dando el callo». A ser posible para beneficio ajeno.
Mamas eso durante toda tu educación. Aprendes a disfrutar casi a escondidas. Si no es la hora oficial semanal para disfrutar, la has cagado. Estás comprando tu boleto para el infierno de los ateos.
Reírse así no cuenta. Así no son las cosas. Lo lógico, lo que te hace persona, lo que te hace digno y respetable, es sufrir.
Disfrutar forma parte sobre todo de una mentira. Disfrutar es una ficción. No estéis demasiado contentos, no cojáis ese desvío, no investiguéis, no traméis nada. No queráis hacer nada por vuestra cuenta.
Es el nuevo “si te masturbas te quedarás ciego”. Una versión mejorada, deluxe, más elaborada y mucho más efectiva.
Amiguitos, lo que tenéis que hacer es fichar por las mañanas.

Una vez estaba sentado en el banco de un parque. Había un niño cavando un agujero, revolcándose, riéndose con otro. Sus padres estaban en un banco cercano. Parecían querer pegarse un tiro. Su hijo estaba feliz, jugaba con otro crío, quizá un primito. Y los padres tenían más jeta que cara, esa jeta de quien ha acumulado toda la dignidad oficial que mandan los cánones. Agotados de seguir las normas, de ser ejemplares, de acumular horas; de aferrarse al sábado para aguantar un poco más. Jetas como Dios manda. Padres aún jóvenes, ateos creyentes.
En determinado momento, los jetas responsables deciden que hay que irse a casa. El padre coge al crío por el brazo. El crío quiere quedarse un rato más.
Se produce una de esas escenas de lloros y rectitud adulta de mierda. Quien te quiere te hará llorar.
Y el tipo comienza a meterle un discurso al niño, como si el niño tuviera mucha más edad. Y le dice que no puede estar todo el día «ganduleando». Suelta todas las máximas inamovibles que ya le escuchó nuestra generación a sus padres. El estancamiento es inquietantemente típico en las familias nucleares. El no dar un paso más. El repetir los mismos errores de base una y otra vez. Repetir los patrones. Hacer con tus hijos la clase de cosas inútiles e irritantes que tus padres hacían contigo.
En algún momento, el padre dijo: «Esto no cuenta. La vida no es esto». Aludió a algo sobre los deberes. Pero hablaba en términos amplios. Pasarlo bien sólo era el pequeño descanso de lo realmente importante: Pasarlo mal.
Quise levantarme y meterle un rollo a ese tío. Agarrarle por la camisa y decirle: ESTO TAMBIÉN CUENTA. Esto TAMBIÉN ES VIVIR. La vida TAMBIÉN ES ESTO. Ese niño no merece ser como tú, NO LE HA HECHO NADA A NADIE.
No lo hice. Tenía miedo a su reacción. Pero hay algo peor; pensé que si yo tuviera un hijo, quizá cediera fácilmente a la presión.
Fíjate, hijo mío. Eso que hay en la mesilla es una Biblia. Tú no hagas caso. Pero haz todo lo que diga.

FIESTAS DE LOS ARCOS.

Treinta formas de esconder los objetos cortantes (27 de 30) – La sensación positiva

Cuando pienso en ello ahora, no carece de cierto encanto. No sé por qué. Vivir no fue encantador en aquella época. La época FP (así pienso en ello) no era tan distinta a la época ESO, ni a la época EGB. Sucedió todo en las mismas instalaciones, aunque en distintas zonas. La etapa Salesianos. Pasar cerca de ese lugar, ahora que tengo más de treinta años, me hace sentir bien. No sé con qué tiene que ver. Fui un estudiante horripilante. No me harté precisamente de halagos y coños. Fueron años de esperar viernes, catear y esperar vacaciones. Sí hice algunos amigos (a los que no he vuelto a ver), pero la sensación positiva actual no encaja con la vivencia.
Cuando paso al lado del edificio todo son buenas vibraciones. Ese lugar en el que rezaba para que los días pasasen.
No es como echarlo de menos, porque no quisiera volver a aquella rutina, pero al acercarme a aquellos patios y aulas, me posee algún fantasma de la benevolencia.

Tenía un profesor en FP. Era una especie de hortera de unos treinta y muchos. Una gran barriga, siempre bronceado, siempre somnoliento. Quejumbroso. Era un reflejo perfecto de lo que sentías en un aula a las ocho de la mañana. Contra tu voluntad, por supuesto. No sé ahora, pero FP en aquellos años era el lugar en el que aparcar los culos de los estudiantes menos estudiantes. Yo sólo con pensar en la universidad me daba la risa.
Así que no habías elegido, sino que no había otra opción. Generalmente, mientras creces, nunca tienes la sensación de que haya opciones. O los raíles preparados o la soga.
Este tío llegaba a clase, nos daba Electrónica general o algo por el estilo. E intentaba bromear. Decía siempre aquello de “A esta hora aún no soy persona”. En esas horas en las clases sólo había balbuceos y asentimientos mecánicos, no había un solo cerebro en marcha. Algo como la motivación era tan real como volar o mover objetos con la mente. La motivación era una puñetera Historia. Había que centrarse en el esfuerzo.
A esta hora aún no soy persona.
Pues imagínate nosotros.

Pero persiste la sensación positiva. Es sin duda algún truco del cerebro. Es haber pasado unos veinte años madrugando para fingir que hacías caso a tíos como el de Electrónica general, y que ahora la mente te diga: Qué guay fue aquello, ¿no? Y tú estés en esencia de acuerdo.
Pero no, oiga, no fue así. Hay Pruebas de que no fue así. Para empezar los jodidos cadáveres son una prueba de narices. Yo el primero. Me costó años despertar de alguna forma de aquel puto letargo. Era poco más que imbécil. Lo era yo y lo eran mis compañeros de sobresalientes. Aquello no fue encantador, fue una escabechina. El colegio era el colegio, y en casa te tenías que sentir culpable porque te mantenían. “Esto no es un hotel para que entres y salgas cuando quieras”, y otros grandes éxitos de la paternidad rancia.
Quizá los adultos reaccionen así por esa sensación positiva al pensar en ellos mismos y su pasado escolar. Es como un colocón no elegido. Algo que te convence de que, aunque tu juventud fuera más bien mediocre, en el fondo fue la repera.
Tampoco siento que fuera la repera por contraste con la edad adulta. En la edad adulta la gente parece ser más infantil en cierto modo. Alimentan un miedo concreto, y el mismo parece asociado a la idea de que no van a morir.
Y joder sin van a morir…
Pero no, el adulto va por ahí con el ceño fruncido, dando cada paso en la dirección que le digan, como si el tiempo no se terminara.
Sin un café no soy persona.
No sólo hay optimistas idiotas. También hay realistas idiotas.

Lo único que sé, es que aún no he descifrado el misterio de la sensación positiva, y de vez en cuando paso cerca de mi colegio. Esnifo el aire y atravieso paredes y puertas con la mirada. Me empapo. Saco un cigarrillo, me mantiene en el presente. Veo a los críos de ahora. Les digo sin hablar: Cuidado, todo ese rollo de las mochilas, las pizarras y la hora del patio, es una mierda muy perniciosa. El sol por la tarde hace que todo parezca puro y maravilloso en el mundo.
Por suerte ahora se me da mejor volar y mover objetos con la mente.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (26 de 30) – Impulso a trozos

Me entero de que cierta pianista viene a la ciudad. Dará un recital en uno de esos teatros históricos. Entrada cara. No me apetece decírselo a nadie. No conozco a nadie a quien que le interese de verdad la música clásica. Puede que tuvieran cierta curiosidad por el espectáculo, pero siento que es algo que tengo que hacer solo.
Hacer el qué.
Lo cierto es que yo tampoco soy un entendido en música clásica. Quien me interesa es ella. Me interesa más ella que lo que hace con su piano.

Así que voy y compro la entrada anticipada. De todas formas ese riñón no me hacía falta. Me convenzo a mí mismo.

A medida que se acerca el día del concierto, me pregunto cuáles son mis intenciones al ir. Tengo fantasías imposibles, y algunas otras más factibles. De todas formas creo que he elegido hacer algo por los motivos equivocados.
Es como ir a la playa porque tienes ganas de beber agua.

El día antes intento informarme de cómo llegar al teatro, el recinto pijo o lo que demonios sea. Paso un rato desagradable ante el ordenador. Me pregunto cómo funciona la mente de la gente que disfruta planificando. Hay gente auténticamente enferma ahí fuera.

Al día siguiente, cuando voy de camino, aún tengo serias dudas de saber llegar a ese lugar.
Cuando por fin estoy en la calle indicada, frente a la fachada del teatro, tengo dos horas muertas por delante. A veces necesito tomar este tipo de precauciones.
Me siento en una terraza cercana. Pido café una y otra vez.

Cosas y fantasías. Secuestrarla y provocarle un síndrome de Estocolmo que compense mi síndrome se Stendhal. O algo más sencillo, como ver dónde va después del concierto y acosarla; la táctica masculina de toda la vida. Controlar el rollo territorial. No sé qué recovecos tendrá el teatro. Siempre he imaginado algún tipo de sala de fiestas elegante adjunta. Un lugar en el que poder entrar o colarme, en el que poder verla, mirarla, primero de lejos, luego un poco mejor.
Siempre me preocupa ese acercamiento. La forma más fácil de abordarla es ir como fan; la cara encendida, el móvil en la mano, una felicitación rápida, ¿te importa una foto? Olerla un momento, llevarte, con suerte, una sonrisa, un poco de escote, puede que un roce; quizá hasta se deje rodear con el brazo. Pero como toda opción fácil, es la que más lejos te deja de cualquier caramelo. El fan es automáticamente descartado; no sabe controlarse, y eso en el mejor de los casos; también puede ser un salido o un psicópata; la forma inteligente de tratar con él, es sonreír un momento, posar otro momento, un pellizco de amabilidad, un poco de sal, y dejar que el instante se cueza en su mente mientras se va otra vez lejos de ti, en favor de tu seguridad.

Lo ideal casi sería fingir no conocerla. ¿En serio eres pianista? Vaya… Esa clase de conversación casual. Que ella no sintiera que otro tío quiere sacarle la sangre de algún modo. Que viera que se interesan por ella como mujer. Y no como alguna clase de elitista celebridad, o como la mejor pianista del mundo. Sólo una mujer.
Hoy eso no podrá ser.
Lo ideal sería no parecer ni un fan ni un desconocido ajeno. Ahí radica la dificultad.

Veo todo el concierto extasiado. Vale cada mal rato planeándolo pasado ante el ordenador. Es una ola de estímulos. Todo lo que suena, y todo lo que se ve, claro. El vestido negro de cuerpo entero y tirantes no deja lugar a la imaginación (que le den a la imaginación); es ajustado, una segunda piel brillante, y regala un gran escote. La abertura de la falda es el Gran Cañón de las promesas guarras.
Toda ella brilla como un año entero de amaneceres y atardeceres, sobre todo atardeceres.
Estoy tenso en mi butaca. Tengo que decidir qué hacer luego si consigo tenerla delante y captar su atención. La idea de actuar como mero fan –por aburrida que suene– se impone. Puede que no uno de los histéricos, pero sí uno de los que quiere su lote de foto, sonrisa y roce.

Aplaudimos de pie unos cinco minutos al acabar el concierto. Me viene una localización a la mente. El vestíbulo. Hay una posibilidad en el vestíbulo. Estoy bastante seguro de haber visto revuelo antes del concierto ahí. Es posible que ella entrara por ahí. Quizá también salga por ahí.
Bajamos unas grandes y suntuosas escaleras. Me quedo por allí, titubeando, despistado. Tiene que parecer que espero a alguien. Lo cual no es mentira. Cada cual se pone el listón donde le da la gana.

Como a veces pasa con las cosas que de verdad te importan, todo pasa muy rápido. Ella baja con una comitiva, pero no salen. Se abren dos grandes portones. Entran a otra sala.
Es justo como yo imaginaba el campo de juego ideal.
Lo cual me pone nervioso, me ataca. Me siento obligado a actuar, a hacer algo.
Creo que en el recinto se da por hecho que todo el mundo aquí es del mundillo. Se da por hecho que todos podemos permitirnos un recital de este tipo todas las semanas.
Es por esto por lo que he pagado.
Ella es un estrella, pero no es una estrella del pop. Es otra clase de estrella, la clase de astro rutilante que difícilmente se valora. Para la mayoría de gente la música sirve para sudar o ligar. Aquí la música tiene entidad propia. Eso no se suele tener en cuenta, por lo que los portones se quedan abiertos.
¿Querrá un copa el caballero?
Tendríais que ver cómo voy vestido.

Notting Hill es el cuento de hadas definitivo. No haré el chiste con que es ciencia-ficción. Pero sí es el cuento de hadas definitivo. Eres un tipo bien parecido, aún joven, tienes una librería en Notting Hill. Y un día entra en ella la mujer-celebridad-fantasía-definitiva que más te impresiona. Y os liáis…
Hace que todas las demás películas se parezcan un poco a La lista de Schindler. Un amigo mío tiene la rebuscada teoría de que La lista de Schindler es la peli que aúna todas las pelis. Y yo siempre le digo: no; Notting Hill. Además, si te fijas, incluso con los cuentos de hadas de toda la vida puedes hacer una lectura retorcida. Pero no puedes hacerlo con Notting Hill, aunque a ratos pretenda ser naturalista y salpicar pequeños dramas. No cuela. Notting Hill es el cuento de hadas definitivo.

Esto es lo contrario a Notting Hill. Soy yo mezclado entre la purria (esta vez purria con pasta), y practicando el “si la montaña no viene a Mahoma”. La jodienda de siempre; la dinámica que muchos quieren llamar Vida, para no sentir que la están desperdiciando. La magia no existe, y otros tópicos.
Hace corrillo con algunas personas. Camareros pasean con bandejas, champán. Entonces pasa algo que me parece escandaloso. Ella se separa del grupo y se encamina sola hacia una mesa con canapés.
He visto cómo algunas personas se han acercado antes a saludarla. Todo muy breve. Pero ahora no está con NADIE. Ni amigos ni admiradores, ni babosos ni pretenciosos musicales.
No sé, quizá me haya colado sin saberlo.
La presión y el miedo (a perder la oportunidad) parecen empujarme en su dirección. Camino a duras penas, tengo un holocausto en cada rodilla. La librería de Notting Hill en mi cabeza. Indiana Jones en mi estómago (la escena del puente).

Se vuelve hacia mí y sonríe. Es el piloto automático de la amabilidad. Se siente obligada a ser cortés o hasta encantadora hasta que acabe la noche.
Como no tengo ni idea de qué decirle, hago algo que en realidad nunca planeo, y que a veces me pasa.
Se lo digo TODO. Me sincero. La felicito, obviamente, pero también le hablo de mí sentado ante el ordenador ordenando entradas anticipadas, y de que he venido solo, y que quería verla, y que me gusta la música clásica pero aún me cuesta… TODO. O al menos casi todo.
Algo hace que me escuche carente de esa actitud de quien sólo está esperando a que te calles. Tengo el Infierno de Dante en el bajo vientre. Ella está decidiendo qué soy, si soy un baboso, un salido, un perdedor o alguien a quien conocer.
La cosa se asienta cuando, mientras ya hablamos como si fuéramos conocidos, otras personas se hacen fotos con ella, y luego ella vuelve a atenderme a mí.

Luego, en la calle, ya solo, me enciendo un cigarrillo con las manos temblorosas. Sujeto mi móvil. Ella me ha preguntado el nombre. Quizá iba algo borracha. Quizá sólo formaba parte de su ritual de cortesía. Veo la notificación de Twitter.
Mientras vuelvo a casa, entro en pánico ante la idea de que me mande algún mensaje. Mi carroza se convierte en calabaza. No va a pasar nada, me digo. No Va A Pasar Nada.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (25 de 30) – Hacer sábado

Nunca lo piensas antes de disfrutar. Es como la resaca, sabes que estará ahí otra vez. Pero vuelves a picar.
Si has hecho lo que tenías que hacer, la tarea no sera tan ardua. Si te has preocupado de extender un plástico en el suelo antes, si has cubierto los objetos cercanos. En fin, si eres medianamente despierto y has tomado precauciones, te habrás ahorrado la mitad del trabajo. Lo mejor es recoger primero el plástico del suelo. Con cuidado, por las puntas. Procurando que la sangre se acumule en el centro. (Doy por hecho que ya habrás concluido tu rutina para librarte del cuerpo.) Así que, si has calculado un poco las medidas del plástico, podrás “embolsar” la sangre, dirigirte al lavabo, y una vez allí, pinchar por debajo. Que caiga todo dentro de la taza, o tendrás dos habitaciones para limpiar. No es buena idea tener la fregona siempre rojiza, como si hubieras estado torturando a alguien.
Si has usado una silla para el proceso (quizá te gusta maniatar), recuerda limpiar a fondo las patas antes de colocarla en otro sitio.
Una vez el plástico haya dejado de gotear (paciencia), lo mejor es meterlo en la bañera, o en la ducha, pero si tienes una bañera, mejor. Lávalo como si fuera tus cuchillos, que todo el rojo se vaya por los desagües.
Luego vuelve a la habitación y echa un buen vistazo al suelo. Dependiendo de lo bien que te lo hayas pasado, quizá aún haya zonas salpicadas. No tires aún de fregona. Usa antes otra cosa, como papel de cocina, para eliminar lo más sustancioso. Luego friega todo el suelo como si tuvieras que comer en él.
Si has usado sierra eléctrica, probablemente vas a tener aún mucho que hacer. Primero fíjate en los objetos o paredes más cercanos. Si las paredes o el techo han salido muy malparados, quizá tendrás que volver a pintar la habitación. Es una putada, pero es peor inventar explicaciones. Limpia todos los objetos o plantas o artilugios que hayan podido quedar salpicados.
Una vez tengas la zona más conflictiva controlada, fíjate en los rincones más lejanos. Busca esas gotas rojas que se han exiliado, como esos trocitos de cristal del vaso que rompiste hace tres meses. Piensa en la sangre como si fuese cristal. No puede quedar NADA. Piensa como la policía. Rastrea como un perro. Agáchate, arrodíllate, sospecha. Desconfía. Piensa que esa habitación te quiere arruinar la vida. No se lo permitas.
Una vez hayas comprobado al menos cinco o seis veces que todo vuelve a estar impoluto, acuérdate de la cámara y los aparejos que hayas usado. Límpialos a fondo, lo mejor que puedas. Guárdalos, guarda lo que tengas que guardar. Dúchate a conciencia y guárdate incluso a ti.
Abre tu cuenta de Twitter. Sigue trabajando en ese perfil encantador tuyo. Eres una buena persona. Has de sostener esa idea. Te preocupas. Denuncia, acusa, discute, milita. Comparte. Brilla.
Y luego haz una última inspección.

#Marion Arbona-Limpieza

Treinta formas de esconder los objetos cortantes (24 de 30) – Pégame

Me enseñaron una foto de Ella con ese tipo. ¿Con ese viejo?, pensé. Luego resultó que tenía mi edad. Pero tenía el pelo canoso, mucho, parecía desmejorado, o eso me gustaba pensar a mí. Quizá estuviera enfermo, terminal. Puede que estuvieran juntos porque él se iba a morir. Quizá ella necesitaba llenar algún hueco de autoestima. O bueno, era una posibilidad remota, pero quizá le quería de verdad. Parecía la clase de tipo embaucador por el método de la verborrea y un calculado descuido físico. Verborreico referencial. Un pijo rebozado de bohemia, como salido de una escuela de Arte. Profe guay. Siempre esa sonrisa para las alumnas.
Incluso en la foto el mamón parece estar pensando en sexo intentando que no lo parezca. Las mejillas hundidas, la caída de los párpados, el pelo agitado. Parece que lleve gafas de sol sin llevar gafas de sol. Tiene cara de tarjeta de crédito, vino caro y comida experimental. Una barbita de días que dice: Nunca sabrás si es pereza o premeditación.
Todo su aspecto es puro despiste consciente. Pero no cuela. Ni tampoco ese rollo en plan Pasé una época haciendo mamadas en el metro a cambio de heroína. Ese aire de misterio que sólo suele ser misterioso para quien intenta tenerlo. Lo que es un misterio es cómo se puede ser tan sinvergüenza. Y no un sinvergüenza simpático, no un sinvergüenza a quien no le importa demasiado que se le note, sino un sinvergüenza que pretende que desprende un halo de tristeza y talento, como si su problema fuese haber nacido doscientos años antes de lo que le tocaba. Como si dijese Yo soy así, pero al menos podría haber estado rodeado de tontos del futuro.
Te lo imaginas comiendo algas de un plato cuadrado minúsculo, y jurándote que le encantan.

Vale que esto no es nuevo, lo de odiar a quien esté con Ella. Es posible que yo no sea un narrador muy fiable, pero eso no significa necesariamente que me equivoque.
Pasó un tiempo, y el tío no se moría. Un día incluso lo conocí en persona. Me suelo equivocar con las personas en base a su aspecto. Eh, tío, le dije, la primera vez que vi una foto tuya, pensaba que estabas enfermo.
Había bebido, no mucho, pero no bebo, y bastó con eso. Un par de tragos. Salimos un grupito, parejas y solteros. Actuábamos según el preceptivo conceptual llamado: Veranito, yendo de terraza en terraza y bebiendo mojitos. Él no supo cómo reaccionar a mi confesión. Bebía zumos. Encajaba bastante en mis prejuicios. No era artístico (sólo usaba eso como carcasa), había estudiado no sé qué que sonaba a cortarse con folios y pelearse con impresoras, se había sacado un máster en lo que fuere. Tenía una descripción profesional larga, algo que sonaba a empresa que gestiona a otra empresa que su vez mueve el dinero de aquí para allá y refuerza la sensación de que los lunes han de ser necesariamente motivo de sobras para jugar a la ruleta rusa. Pero no era un empleadillo. No supe prejuzgar si era un enchufado. En determinado momento pensé para mí mismo que debía tener la polla pequeña, y me entró un ataque de risa borracho que causó preguntas incómodas.
Luego, tras una par de tragos más, dije: ¿Sabes por qué me reía antes?, porque he pensado en tu micro-pene. ¿Tienes micro-pene?
A veces no hay nada más relajante que decir la clase de cosas que no se dicen entre adultos que además alimentan esa pose. Ser lo que ellos llaman «inmaduro». Actuar sin pensar que eso que haces te molestaría si te lo hicieran.
Pero hay cierta honorabilidad en hacerlo a distancia de puñetazo.
Todos sabían lo que estaba pasando, que había habido una historia entre Ella y yo, y que yo ahora desplegaba la autohumillación. Lo efectivo de la autohumillación a veces, es que jode igual a los demás. Algo que también me gusta de actuar como un cretino, es que, por una vez, la gente que rajará a tus espaldas, lo hará con razón. Es decir, lo pasarán bien haciéndolo, como siempre, pero al menos antes habrán tenido que pagar un peaje de incomodidad.

La cosa se calmó, o yo me calmé. Al menos durante un rato. Lo que de verdad quería era que me pegara. A ser posible que me hiciera daño, algo como la nariz rota, media cara morada… Era lo que me apetecía. Ella me echaba miradas asesinas. Era difícil que se desatase una discusión, quizá era verdad lo del micro-pene, quizá eso le descolocó. Cuando yo desvariaba, todos cambiaban de tema. El tipo tenía aguante, estaba acostumbrado a recibir, era buen encajador, sabía relajar el ano y tenía las rodillas curtidas. No por nada había sido un estudiante de sobresalientes, y ahora curraba en un edificio de cristal equivalente para la mente humana a un matadero para el cuerpo cerdo.
Se encabronaba un poco, claro, pero yo necesitaría mucho más para que reaccionara. Para que me insultara, al menos. Tampoco debía estar acostumbrado a replicar; era de los que usan a menudo la expresión «palabras malsonantes».
Más tarde realicé otros intentos. Hacía comentarios sexuales, volví a aludir a su pene microscópico. Hacía los chistes más burdos que se me ocurrían. De algún modo, conseguí resultar misógino para con un hombre. Hasta dije algo sobre las facilidades de probar el sexo anal cuando casi no hay nada que meter.
Jamás había sido tan y tan gilipollas. Normalmente soy un tío bastante tranquilo. Quizá es que en el fondo no es así.

Seguro que está sonando peor de lo que fue. Sí que largaba todas esas memeces, pero a veces murmuraba, contemporizaba, no hacía monólogos. Si quieres lograr que un tío así se ponga violento, no basta con ser un cabrón. Has de ser un cabrón con estilo. Hacer daño puede requerir de tanta elaboración e insistencia como cuidar a alguien.
La verdad es que me sorprendí a mí mismo. No sabía que tuviese un talento natural para ser un hijo de puta. Tampoco había conocido a tantos de los que aprender a lo largo de mi vida. O sí, pero eran los típicos mezquinos que no sabían a ningún nivel que lo eran. Profesores, ciertos adultos o críos que hacían bullying…
Unos pensaban que te ayudaban, y otros sólo querían divertirse.
Se puede decir que fui un soplapollas autodidacta.

Al final de la noche, fui arremetiendo contra él de forma cada vez más insistente. Dejé de contemporizar. Empalmaba unos insultos con otros. Me empujaban para que me fuera a mi casa, me gritaban, pero no él. Su polla no era tal, estaba metida para dentro, le dije, era una vagina masculina. Una vagina masculina llena de pelos por dentro. No apta para ninguna preferencia sexual. Algo que asquearía a la facción más liberal y activista del desfile del Orgullo. Se acuñaría una nueva fobia sólo para él. La única que todo el mundo apoyaría. Qué asco, ¿no? No puedes meter una cuchilla ahí para depilar. No tiene solución. Sólo das asco. Asco a los hetero, asco a los gays, a los bi, a los trans. La bandera multicolor vomita ovillos de color negro cuando te ve.
Antipolla. Antisexo. Antihumano. El ser que los nazis echarían del campo de concentración por tener asco de él hasta para matarle.
Y otras lindezas.

No sé cómo fue. Pero todo se volvió contra mí.
El tipo, mientras caminábamos por la calle, se sentó en un rincón empapado de meados, y se puso a llorar.
¿En serio…?
Era lo único que no quería que pasara, y sólo me di cuenta cuando pasó.
¿Es que se moría de verdad?
¿Tan pequeña la tenía?
¿Qué estaba pasando?
¿Estaba fingiendo?
¿El muy cabrón estaba… fingiendo?
El muy…
Entonces supe lo que estaba sucediendo. Lo vi en sus ojos, al fondo. Estaba jugando a mi juego. Hizo su primer movimiento. Quería que yo le pegara a él. Quería que le hiciera daño físico. Marcas. Más allá de cuatro encontronazos infantiles, jamás le había pegado a nadie en mi vida. Pero esta vez tenía ganas, auténticas ganas.
No podía dejar que me venciera.
Le dije a Ella: ¿No ves lo que está haciendo? ¿¿No lo ves??
Nadie me creía.
Me ganaba terreno. Le había hecho casi todo el trabajo.
Una inteligencia fría infectada de aguante. Parecía tener la resistencia de un alumno ejemplar y la maldad de un skinhead. Dios mío, pensé, es más fuerte que yo. Cuando nadie le miraba, él me miraba, hasta llegó a sonreír.
Me estaba humillando.
Los tenía a todos en el bolsillo. Sus lágrimas de cocodrilo eran auténticas para todos. Di dos pasos hacia atrás, con la cara contraída de horror. Era el Joker y yo estaba a años luz de ser Batman. Me alejé a paso ligero, mientras todos me insultaban. Todos menos Ella.
Me aferré a eso.
Esto sólo es la primera batalla, pensé. Esto no quedará así, pensé. Sentí que el Diablo me había mirado a los ojos. Sentí que la vida se volvía cómic.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (23 de 30) – Sinsentido y sensibilidad

Vino de la ciudad, decía que era una persona. Según su versión digital, tenía muy afilado su sentido de la sensibilidad. Su opinión era siempre cerrada y moral, y no había nada que fuese discutible. Eras un ente acertado o un ente equivocado. Le dabas la razón o estabas en un error. Para dicha persona el mundo era un lugar fácil demasiado difícil para los demás. Tal y como hablaba, nada te hacía suponer que dudara. No condenaba la duda, pero Dios la librase de practicarla. La duda era, en el mejor de los casos, debilidad; pero casi siempre era otras cosas, cosas que si eras susceptible te colocaban en un bando de criminales.
De una forma u otra, decía que era una persona que merecía un respeto, y miraba a su alrededor con confianza, aunque a veces también con miedo. Si tenía miedo, siempre estaba justificado. Si tenía miedo era un fallo del sistema, o tuyo. La equivocación sólo podía ser ligera o cómica. Vaya, otra vez que llueve y no he sacado el paraguas. Un día me dejaré la cabeza.
Pero en lo importante, esta persona, todo el tiempo con la palabra «feminismo» en la boca y llegada de una gran ciudad, siempre sabía quién merecía morir en las llamas de un infierno ateo.

Como he dicho, vino al pueblo. Sus padres no tenían pueblo. Vino porque su pareja conocía a alguien que conocía a alguien. Conocíamos un poco a esta persona sensible de ciudad porque nos había insultado. Nos había insultado decenas de veces. Nunca de forma presencial, pero siempre de formas muy graves. Los insultos no siempre se le devolvían, y no eran necesariamente producto de un gran desacuerdo. A veces sólo se ponía en duda el hecho de que dicho ser no tuviera absolutamente toda la razón en todo.

Un día su pareja se quedó en cama, un mal resfriado veraniego. Pero ella se unió al grupo por amistades de amistades. Sólo uno o dos integrantes le daban conversación de verdad. El resto sentíamos que nos sentiríamos demasiado hipócritas haciendo acercamientos.

Se nos ocurrió algo. Comenzamos a callejear. Sabíamos que esa tarde se celebraba una matanza. En la versión oficial estábamos paseando. Alguien del grupo se encontró con alguien. Nos detuvimos. A pocos pasos, en cierto rincón, se ejecutaba la matanza. Un cerdo pasado a cuchillo. La sangre se iba por un sumidero callejero. Casi nadie en el grupo había querido ver ninguna matanza jamás. Nos resultaba tan desagradable como a quien más. A su vez, teníamos amigos o familiares –en su mayoría mayores– a los que les gustaba asistir a dicho acto. Les queríamos, aunque no compartiéramos ese gusto por los chillidos terribles del animal. La verdad es que no sabíamos si la persona respetable era vegetariana o vegana. Pero sabíamos que no querría ver aquello. Ni de broma. De modo que de forma no muy sutil, nos acercamos al “show”. Queríamos que la persona lo viera todo, o al menos una parte.
Disfrutamos en silencio cuando tuvo sus primeras arcadas. Y seguimos aguantándonos la risa un poco después, cuando, en una callejuela, vomitaba. Algunos de los ruidos que hacía, no eran tan distintos a los del cerdo.

Lo que tienen los pueblos, es que cada verano puede haber gente nueva. Amistades de amistades. Otro año, al grupo vino a parar otro tipo de persona, muy distinta pero igual de parlanchina y “razonable”. Más habitual –machista, homófoba, etc.– aunque igual de insoportable. Ese verano, en fiestas, decidimos que nuestra peña –en la que había casi paritariamente tanto mujeres como hombres–, todos nos vestiríamos de mujer (quisiera la persona en cuestión o no), y seríamos la Peña Mata-Machirulo.

Esas personas de fuera y su discurso, no nos parecían importantes, ni tampoco muy inteligentes. Quizá muy creídas o ignorantes, poco más que un sinsentido.
Sólo era jugar a ser el “otro bando”; jugar con su idea del mundo. Alguien muy mayor –pero muy sabio y viajado– del pueblo, nos dijo una vez que, lo único que se puede hacer con quien no sabe intercambiar ideas, es intentar divertirse a su costa.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (22 de 30) – Humanos y tsunamis

A veces me siento excesivamente representativo. ¿Cuál es el origen biológico y antropológico de ciertas actitudes? Sin que nadie me haya preguntado, diré que tenemos serios problemas de conciencia. Hay algo que no casa en el ser humano. No somos capaces de hacer convivir la conciencia y el instinto.
Pasa a varios niveles con el sexo, pero también con la comida.
Sería capaz de comerme una hamburguesa mientras veo un documental sobre explotación animal. No lo he hecho nunca, pero estoy seguro de que podría. Bien pensado, es probable que ya lo haya hecho sin darme cuenta. Te pones un documental y quizá no te percatas de que te estás cenando el terrible motivo de su existencia. Es como ver Viven en un avión. Creo que hacemos ese tipo de cosas muchas más veces de las que creemos. Sentimos toda la pena mientras nos comemos toda la pierna de cordero. Somos verdes ecologistas conduciendo. No me gustan los toros, hasta los repudio en público, y lo paso bomba pareciendo tan moral, mientras me como una parte del bicho después de la corrida. Veraneé en cierto pueblo, podría haber pasado perfectamente. Los últimos años ya no iba a ver el espectáculo, me parecía repugnante, era mi postura moral, política, de ser humano avanzado, no como todos esos catetos. Mojaba pan en el tomate de acompañamiento a la morcilla. Con la boca llena, el jugo por las comisuras. Basta de crueldad. Esperad, ¿ya se ha acabado el jamón?
Sé que hay muchos matices, y que una cosa es comer y otra una corrida de toros. Perfecto. Pero sigo percibiendo un batiburrillo muy extraño de instinto y moral.
Quizá la duda no sea si podemos ser buenos, si no si podemos aceptarnos como somos. Como sea que seamos.
Hay gente que decide que sabe qué es lo correcto. Dado que el ser humano es el único animal consciente de su existencia (incluso sabe que va a morir), se supone que eso debería hacerle tomar ciertas decisiones.
Está perfectamente documentado que sabemos ser omnívoros. Y que sabemos hacerlo muy bien. Se puede discutir sobre qué está mal, pero no que un bistec sabe bien y alimenta. De modo que, a lo largo de la historia, y como ser omnívoro, el ser humano se ha comido todo lo que ha sabido tratar o cocinar. Todo aquello que no fuera venenoso, quitara el hambre y se pudiera cagar, ha servido.
A veces he pensado lo guay que sería ser vegano; siempre he pensado “lo guay” que sería; nunca me he atrevido a pensar que fuese «lo correcto», no más que no serlo.
Otra cosa es que se puede ser omnívoro y aun así ser consciente de la terrible explotación industrial en torno a los animales, con los que la tortura y la humillación no tienen límites.
Eso está mal. Ni tan siquiera cabe discusión.
Donde yo nunca llego a una conclusión que me convenza, es en el asunto de lo que te llevas a la boca. El mundo no es un lugar horrible ni maravilloso, simplemente ES. Animales comen animales. Pese a todo eso, el ser humano se cree el centro; no ya del Universo, pero sí de la fiesta. No sólo cree ser lo más importante, además también cree ser la especie con más capacidad para la bondad (sea lo que sea).
Eso es paradójico de por sí, ya que el ser humano ni tan siquiera es bueno con el ser humano. Y diría que, al margen de ciertas “heroicidades” y martirios, básicamente es egoísta y miedoso. Mira por los suyos, y cuando se estrecha más el círculo, sólo mira por sí mismo.
Cuando en unos lugares se morirían por poder comer carne, en otros se puede elegir no comerla. Eso es más obsceno que una corrida de toros, y también que la industria alimentaria. No sólo eso, además habla con mucha más precisión de la moral del ser humano que cualquier parrillada o batido de color verde.
Esto va de decisiones personales, y todas son respetables. Pero los que dudamos también tenemos derecho a poner interrogantes y comillas por todas partes. Luego cada cual tendrá en su nevera lo que tenga.

Una vez una niña me preguntó por la carne. Me sentí más acorralado que si me hubiese preguntado por Dios. Pensé que ahora comer carne es casi tan poco atractivo como ser religioso. Preferiría que me hubiese preguntado si Dios existe. La niña tenía nueve años y era mi sobrina. Comíamos lomo de cerdo en un garito al lado del mar. Le dije que comer carne está fatal, y me metí teatralmente un gran trozo en la boca.
Eso le hizo reír, así que lo repetí hasta acabar el plato. Mi hermano, siempre hábil con las preguntas complicadas, le dijo:
–Puedes comer o dejar de comer lo que quieras. Lo que no puedes hacer es decirle a los demás qué tienen que comer, ni directa ni indirectamente. ¿Lo entiendes?
Ella replicó algo que no recuerdo, refiriéndose a algún concepto muy amplio, sobre el mundo o los seres humanos. A lo que mi hermano contestó:
–Si ahora llegara un tsunami muy grande, no haría excepciones. Si no llega, luego nos bañamos. Así funciona el mundo.

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Treinta formas de esconder los objetos cortantes (21 de 30) – Jardinería

En un verano de hace ya demasiados años, estuve de mozo para todo en cierto supermercado. Encadené varios trabajos de ese tipo. Antivocacionales. La clase de curros que las personas responsables no consideran de verdad, los trabajos asociados sólo o bien a perdedores o bien a estudiantes. La crisis vino luego a aguar un poco esa percepción, pero ni de lejos cambió las cosas.
Ser reponedor o mozo de almacén, se sigue considerando un trabajo aceptable sólo en ese contexto en que la gente dice cosas como “Sólo es un trabajo”, o “Es tan digno como cualquier otro”. Que son encriptaciones de: “Vaya putada”, o: “Pobre capullo”. O incluso: “Haber estudiado”. O hasta: “Algo habrá hecho”.
En cualquier caso, el año que yo me encargué un tiempo en verano de la sección de Jardinería en cierta gran superficie, aún no había llegado crisis alguna, nada con lo que la gente pudiera verme y pensar que quizá tuviese una carrera o dos, un máster, o cualquier otra cosa enmarcable. Si estaba allí regando las plantas y no tenía edad universitaria, es que simplemente era un pobre capullo. Sólo un trabajo. Uno tan digno como cualquier otro.

Cuando ahora lo pienso, no tengo ni idea de lo que pasó. A decir verdad no me ocupaba sólo de las plantas. Me encargaba también de la zona de cámping, junto a otros compañeros.
La zona de cámping era la que absorbía más tiempo. El problema de las plantas, es que están vivas. Requieren de ciertos cuidados dependiendo de qué plantas sean. Nadie iba a contratar allí a alguien que supiera lo que hacía con ellas, algún puto jardinero sonriente que supiera qué necesidades tenía cada especie. El mismo capullo que descargaba palés de los camiones era el que reponía sombrillas y sillas de jardín, atendía a los clientes y tenía que cuidar de las plantas. Estaba acumulando dignidad por el proceso de discutir con señoras sobre los colores de las sillas de sus catálogos fantasma. La gente iba allí a buscar productos de otras cadenas de supermercados. El catálogo que el cartero dejara en el buzón, les valía para el supermercado más cercano. A veces todos refunfuñamos, nos quejamos de lo idiota que es la gente, de lo estúpida e irritante que es. Pero no te haces una idea hasta que no trabajas de cara al público. Te parece imposible que ciertas personas, por cómo razonan, sean capaces de hacer cosas como limpiarse el culo o pagar el parking.
Estás allí, eres reponedor, nada de lo que haces requiere de ti nada más que tu tiempo, y sin embargo hay personas que te hacen sentir como si estuvieses separando el átomo. No colocas flotadores en estanterías, buscas una vacuna para el cáncer.
Juro que una vez conversé con un tío de unos cincuentas años que hablaba así:
–Zzzz… ozzzzz. Zzzzzzzzzzzi. Azzzzzzzzzzz. ¡ZZZZZZZZZZ!
Tuve que usar mi teléfono de circuito interno para librarme de él.
Para cuando el de seguridad llegó, el tipo ya tenía la cara como un tomate, estaba furioso, me miraba como si fuese culpa mía, que le estaba metiendo la polla en la boca.
Los sábados podías acabar desquiciado. La gente se movía como isobaras en el mapa del tiempo. Sólo te veían si te necesitaban. Si no era así, estorbabas, eras basura suicida de peli indie americana de los noventa.

Las cosas estaban así, además de hacer un calor insoportable. No paraba de escuchar el Reveal de REM. Recuerdo noches de inventario en que volvía a casa a las cuatro de la mañana. Es sorprendente cuántas cosas se pueden contar de lo que no hay nada que contar. Fue el verano más anodino de la historia. No lo salvaba ni el hecho de que yo tuviese poco más de veinte años. El previsible adjetivo adecuado era: Deprimente.
Y encima maté de sed a un montón de plantas.
Se dio cuenta una compañera de cámping. Me había saltado la rutina con la regadera. Debí pensar que quizá las plantas podían pasarlo mal, pero que con un chapuzón de vez en cuando la cosa estaba hecha.
Pasados unos días, se dio cuenta el encargado de la zona. El jefecillo. Lo más deprimente/curioso de ser reponedor, es que incluso el tío que está por encima de ti es el último mono. Hace casi lo mismo que tú, se come más horas, y gana un pelo púbico más de pasta al mes. Te da órdenes, pero muchas veces da la sensación de vivir mucho peor que tú.
Mi jefe se quedó mirando las plantas conmigo al lado. Me habían llamado por megafonía.
Me dijo algo como:
–¿Te has dado cuenta de cómo están las plantas?
Y yo contesté (literal):
–Sí, es una pena.
Como si no fuera conmigo.
Al cabo de un par de semanas, cuando tocaba la renovación del contrato, no hubo tal cosa para mí.
Días después iba en el coche de un amigo, contándole mi experiencia como jardinero, intentando que sonara gracioso. Entonces él, muy serio y compungido, va y me dice que el día anterior había atropellado y matado al perrito de una pareja monísima que estaba paseando. No lo voy a negar, eso me hizo sentir mejor.

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