Archivo por meses: septiembre 2017

La última batalla

Camino bordeando la vía del tren, sopesando los pros y los contras. Los contras ganan por goleada mientras decido dónde. Pero iré como siempre al Stendhal. Octubre avisa, lo tiene todo a punto. Septiembre se revuelca en el suelo perdiendo el tiempo, aunque ni siquiera le han tocado. Siempre parece tiempo de descuento.
Tras la barra encuentro a las dos camareras de a diario. El dueño del local casi nunca está en mi turno del café. Esto está aislado, seguro que por eso siempre acabo aquí. Tengo que darme un montón de razones, pero al final nunca buscas lo mejor, sino lo menos malo. Es como votar en las elecciones, preferirías no hacerlo. Cada vez me parece más inteligente la gente que no lo hace. Los que procuran no hacer nada. Y aún más los que no ponen ninguna excusa. Militantes de la parálisis; el cinismo ya pasó, cosas del siglo XX.
Ahora sólo tienen fuertes convicciones los flipados. Corren a toda velocidad con los ojos vendados.

No hay batalla más perdida de antemano que la de intentar hablar de la belleza. Describirla sin sonar como un cretino presuntuoso. Pretender que tu metáfora acierta, o que tu crudeza es apropiada. Lo de llamar Stendhal al local nunca fue una ironía. Cuando abrió hace diez años no estaban ellas, sólo el dueño y un chico familiarmente secuestrado. Creo que era un sobrino.
Pero ahora todos tenemos que sufrir.

No sé cuántos clientes asocian el nombre de la cafetería con la Idea.
Me arrincono con mi taza y procuro normalizarlo. Veo que llega el poeta. El tío de cuarenta años que ha perdido la perspectiva. Otro más. Mira al frente y hasta habla con las camareras. He visto caer a muchos más fuertes e inteligentes; pero este tío cree que la trampilla no se abrirá bajo sus pies. No sabe disimular. O mejor dicho: no sabe aceptar que no sabe hacerlo. Yo sé que no sé hacerlo, no intento actuar, no finjo seguridad. Me bebo mi puto café.
Les sonríe y habla. El tío habla. Cuenta cosas. Quiere ser divertido.
Una es más seria que la otra, pero basta con que una sonría. No puedes saber con seguridad si es cortesía. Debes asumir el laberinto. El poeta no lo hace. No es una forma de hablar, ha publicado varios libritos de lo que llaman poesía urbana. Un día me regaló uno mientas las miraba de reojo. Miserable Bienqueda. “Compañerismo entre clientes habituales”. Todo lo que escribe es seco y aburrido, la ciudad desprovista de alma. Al hablar se muestra más lírico, no sé si a conciencia. “Conversa” más con la sonriente pero está colado por la seria. Eso quiere proyectar. Yo salgo a fumar un cigarrillo con mi cortado a medias.
La verdad es que ellas me acojonan. Lo bueno es que sé que no soy el único. Nadie habla de lo extraño que es. A veces he oído hablar de novios, de que quizá los tienen. La sola idea es ridícula. ¿Tíos elegidos, aptos, con la suficiente entereza? No he conocido jamás a nadie así. Y menos a un hombre.

El poeta cree prosperar en su misión. Es feo, sobre todo por dentro. Aunque ellas parecen estar por encima de ese tipo de valoraciones.
No te pones a discutir con la tormenta perfecta; si tienes suerte, sobrevives, la contemplas. El poeta cree que puede barrer la playa o surfear el tsunami.
Hay bastantes tíos así, creen tener la solución porque no se rinden fácilmente. Creen que todo es parecido a madrugar y hacerle la pelota a alguien. Trabajo duro, todo dientes, morder y reír, todo predisposición. Votantes de a primera hora. Los verás detrás de la reportera en las conexiones del telediario. No descarto que éste ya tenga novia. No se conforman con la monogamia, y tampoco con la poligamia acordada. No sólo quieren todos los trozos del pastel, quieren convencerte humildemente de cómo después cagan pepitas de oro y mean champán.
El tío multimoral, multiética.
Aun así, hay algo que ha sabido hacer bien. No ha intentado regalarles nada. Y mucho menos preguntarles a qué hora cierran. Se ha dado cuenta de algo. Han pasado días y semanas. Pero después no ha sabido digerirlo.

Un miércoles por la tarde hay una mujer en la calle subida en una especie de cajón. Un discurso, una arenga. Otra batalla perdida de antemano es la de intentar hablar de la sexualidad, del género, de la identidad y la atracción. La cultura o la biología. Todo lo que conlleva, la violencia y la muerte inherentes. La mujer, muy joven, escupe estadísticas parciales. No sé si el show es improvisado. Tienes que decidir creerte ciertas cosas, o decidir desecharlas. En cualquier caso, siempre tienes que relativizarlas. Hay que poner en una carpeta aparte todo lo que se dice gritando. La gente que grita suele ser sospechosa por defecto. Algunos tíos miramos con los brazos cruzados, de pie. Escuchamos. Nos controlamos de reojo. Hay uno que se hace llamar «aliado». Lo verbaliza. Está con un grupo de mujeres que aplaude a rabiar a la compañera del cajón. En unos diez minutos dejan claro quién es quién en la sociedad. A juzgar por el tono, no cabe la menor duda. El discurso es tan cerrado que cualquier discrepancia toma forma de provocación opresora.
Es un barrio pequeño, sobre todo zonas residenciales, ni pueblo ni ciudad, lo que se ve cuando vas en tren. Empiezo a dejar de escuchar y me encamino por inercia al Stendhal. La mujer del cajón no saca a colación la estadística de suicidios masculina.
Se supone que ya habrán enterrado al poeta. Ayer mucha gente llegó tarde a casa. Aquí pasa a veces cuando intentas volver en tren.

Lo radical casi siempre está sujeto a un análisis parcial. Desechas unos datos y te aferras a otros. El sentimiento natural si intentas observar el todo, no es el cabreo, es la frustración. No te quedan ganas de atacar o insultar a nadie. Sería como intentar culpar a todas las mujeres por la muerte del poeta. Lo peor es que no fue el tren lo que lo mató, sino su propia determinación. No su determinación a morir, sino a triunfar.
Entendemos triunfar por follar, porque hablamos de quien hablamos, aunque parece evidente que se obsesionó más allá de lo físico. Quizá fue eso lo que no pudo soportar. No lo vio venir. Tenía novia, por cierto, o al menos eso decía el periódico. Era una pequeña celebridad local (él). Un gran gilipollas, pero sólo uno más. Yo lo soy, tú lo eres, sólo se trata de cómo lo gestionas. Es una suerte, la lucidez no parece traer casi nada bueno. Eso es lo que me parece que las camareras proyectan. Al mirarte te presentan la naturaleza, por entero. Es una forma de decirlo. Hablan poco, pero el agradable timbre de voz no ayuda. El poeta no es el primero, sólo es el primero del que he visto algo en la prensa. La palabra tabú parece vulgar para el caso, para describir el sentimiento en la zona. Da igual lo raro o habitual que sea el conflicto, la gente sólo quiere sobrevivir, negar las preguntas, o entregarse a dos o tres respuestas como a una nueva religión.
Estoy harto de dudar, dime qué debo pensar y te lo compensaré con creces. Dame evangelios y doctrina, dame dogma, dame un saliente antiespiritual que pueda vender como racionalidad absoluta.
Las religiones ateas.
El amor romántico no puede existir, lo que siento es solo un efecto secundario del lavado cerebral. Tampoco es química, es tu puta culpa. Me lo dijo el gurú, él es más listo que tú.

Si lees sobre el síndrome de Stendhal, todo se relaciona con obras de arte, pero parece que también es aplicable a personas. Quizá el peligro es que dichas personas no entienden lo que proyectan, el efecto que causan en los demás. No lo entienden ellas, no lo entienden los demás. Como casi siempre, nadie entiende nada, simplemente algunos deciden hablar. Puedes escuchar o no, yo casi siempre lo hago, lo que no es necesariamente la mejor opción. Me parece un requisito para estar vivo, pero sólo es mi opinión.
A veces voy a una zona donde la urbanización comienza a acabar y la naturaleza comienza a empezar. Ojalá supiera contártelo mejor, pero ni siquiera sé si es mejor no tutear. Odio cuando las rimas salen solas, y extrañamente pasa mucho cuando intento hablar de todo esto. Aún no me planteo qué energías hay en juego.
Si lo que quieres saber es qué trato tengo yo con ellas, precisamente eso es lo que siempre me pregunto cuando paseo por estos andurriales. Llego hasta una zona donde un gran puente sigue sujetando el paso del tren. Me gusta ver la arteria eléctrica por debajo, parece que mires bajo la falda del sistema. Me he convencido de que es bonito.
No lo voy a negar, el asunto del Stendhal no parece sentarme bien. Pero creo haber encontrado un método para no usar el tren como cianuro. Me siento una especie de esbirro silencioso. A veces pienso que si ellas me encomendaran un asesinato, no me quedaría más remedio que acatar la orden.
La historia apenas es conocida fuera de la zona, pero este tramo de vía ya es célebre por su orgía suicida. Nadie va a encajar las piezas, porque no las hay, no hay nada que se pueda probar, sólo algo parecido a mi fantasía, que consiste tanto en no negar como en no publicar. Si esto fuera un puzzle policial, yo sería el último en intentar montar el paisaje de la caja.

Un día estoy sentado bebiendo café. Oigo los lloros de un bebé salir de la trastienda. O al menos algo que parecen unos lloros. Me refugio en el periódico y mi móvil. Contraseña del wifi. La camarera más seria desaparece de vez en cuando y los lloros cesan. Poco después vuelven a oírse. Hace semanas que no veo al dueño. Antes aparecía uno o dos días de cada diez. Enrojecía como un pintalabios hablando con sus empleadas. Nunca hay más de dos o tres clientes cuando voy. Antes nos mirábamos a veces entre nosotros. Creo que con el tiempo no nos ha parecido buena idea seguir haciéndolo.

Hay personas realmente jodidas con su trabajo, y aun así cada tarde acaban volviendo aquí. Mírame a mí.
No hay nada extraño en esas mujeres, se reflejan en los espejos, se les cae un vaso de vez en cuando, se comunican para saludar o devolverte el cambio. El sonido de la caja registradora es lo que imaginas.
Sólo en algunas ocasiones me pregunto si alguno de los clientes busca respuestas. Qué clase de respuestas es algo que se me escapa. Lo que a mí me quita el sueño es qué pasaría si dejo de venir. O qué si dejo de venir y vuelvo al cabo de dos o tres meses. Qué podría desencadenar eso. No puedes negar lo que sientes. La teoría de la autosugestión es un chiste malo a esta alturas: una justificación producto de un cinismo color sepia. Quien ha venido aquí y ha reaccionado justo como le pedía el cuerpo, o bien no ha vuelto o bien no lo ha contado.
De momento me sigo sintiendo seguro en casa. Aún no he comenzado a creer en Dios. Cada vez me gustan más los discursos sociopolíticos. Me hacen sentir en el mundo que conocía. Problemas económicos, conflictos recurrentes, racismo, machismo, votaciones, aplausos, abucheos, conspiranoia. Ninguna mano fría posándose en mi hombro cuando estoy solo.

Los lloros se han ido oyendo todos los días. No estoy seguro de si comenzó justo después de la muerte del poeta. Creo que no. Pero cada vez pienso menos en un crío cuando los oigo. Una tarde un cliente, poco antes del momento adecuado de volver a casa, comienza a llorar sentado a su mesa. En ese instante no llora nadie en la trastienda. El tipo parece desconsolado, se atraganta y no puede contener el llanto. Durante un instante pienso que eso es positivo. Quizá alguien reaccione (somos tres clientes más). Quizá alguien intente consolarle. Quisiera decir que soy yo quien se pone en pie y se acerca. En absoluto. Como yo, nadie se mueve de su sitio. Las camareras se quedan tras la barra. Una friega los cacharros, la otra parece ocupada, de espaldas, llevando alguna cuenta, garabateando en un papel.
Soy tan ingenuo como para haber creído que harían algo. Simplemente proceden como si no se dieran cuenta. No parece que disimulen, ni que estén disfrutando o preocupadas. Son agujas del reloj, parecen machihembradas con el tiempo y la materia. Que un cliente llore resulta algo demasiado nimio aquí. No suma, no resta, y desde luego no es relevante.

No hablo con nadie del asunto. No quedo con nadie en el Stendhal. No comento suicidios ni narro mis tardes de entre semana. Los fines del semana son para el ruido blanco y agradable, amigos, películas, chatear con alguna mujer con la que prefiero no quedar. Posponer, poner excusas, evitar cambios, fantasear con el futuro y la vez no hacer nada. Escribir historias de fantasmas. Desahogarse, leer, leer, leer, desconectar para poder ser, para que el mundo vuelva a parecer real. Sus benditas miserias, tangibles, mi pobre espíritu al estilo del siglo XXI. Apagado, sonriente, irónico, rápido, actuar, beber poco alcohol, fumar mucho, dar largos paseos, salir a las dos de la tarde y andar sin rumbo. Observar el paso del tren, no cogerlo nunca, pensar en la chica recurrente lejana en el tiempo y el espacio, evitar escribir poesía, hacer carantoñas para bebés ajenos, mirar al cielo, desear que llueva, buscar terrorismo en la tele, crisis globales, explosiones de ideología, potaje sociopolítico, calórico, morboso, ver porno, acostarse tarde, despertar jodido, actualizar redes sociales, revisar el correo, beber un vaso de agua entero al pensar en las piedras en el riñón de 2010…
Estar vivo más o menos como la gente cree que es estar vivo.

He tenido acceso a una parte del espectro de la realidad que te deja indefenso. Eso parece. Ya casi no pienso nunca en un tumor cerebral, pero cada vez me preocupa más cuando lo hago.
Todo esto es una parte de la realidad que no puedo intuir orgánica o material. No sé pensar en ello como algo conocido que simplemente mi ignorancia no sabe abarcar. No me considero muy listo, pero jamás me han abducido, no hablo con fantasmas, jamás he visto moverse solo un objeto, todos mis abuelos están muertos y quietecitos. Nada me ha parecido nunca inexplicable, aunque yo no lo supiera explicar. Nunca he sido el epítome del cinismo o el narcisismo, pero siempre me he considerado lo suficientemente cabal.
Me gustaban las historias que me ponían la piel de gallina. Ahora pienso a menudo en mí mismo en pasado.
Esto te deja indefenso porque no es admisible. No se lo cuento al médico. Sólo le hablo de pesadillas “ultra-realistas”. Le hablo de una percepción extraña del entorno. Procuro ser lo menos claro y más alarmante posible, sin parecer desesperado, y a la vez sediento de alguna solución.
Los ojos llorosos en la consulta. Me delatan. El doctor me pasa un pañuelo de papel. Es agradable poder mentirle a alguien sobre ello. Intentar decir la verdad no es una opción. Sería incapaz de intentar articular ese discurso en voz alta. Oírme a mí mismo me dejaría a pocos pasos de la vía. El raíl en la mejilla. La rueda metálica escribiendo Fin en tu cabeza. No puedo suicidarme, soy incapaz, da igual cuánto piense en ello.

El resultado de las pruebas es que podría estar más sano si dejara de fumar. Lo que dice el médico es que mi único problema son los cigarrillos, y quizá el exceso de actividad rutinaria. Dice que me sentaría bien hacer un viaje. El tío cree que tengo dinero. Cree que cuando pasen lista en el Stendhal y vean mi silla vacía, no habrá consecuencias. Me ha despachado casi como si fuese un crío resfriado.
Ya se hace de noche muy temprano. Una tarde pasa el tren y creo ver la cabina del maquinista vacía. No sé si tiene sentido, pero no me altera lo más mínimo. Después de haber descartado el tumor, siento una relativa paz. Si lo que pasa es real, sólo tengo que ver lo que pasará; estoy en el epicentro, o al menos en uno de los puntos clave. Si lo que pasa puede matarme, no puedo hacer nada por evitarlo, parece evidente; y si en realidad no pasa nada, sólo debo dejar que el tiempo actúe.
Uno siempre prefiere pensar que «no pasa nada». Hay gente que es capaz de decir esa frase hasta en un funeral. Aquí no funciona.
Mi estado de ánimo mejora, pero luego se “estabiliza”.
Otra cosa que me dijo el doctor es que podía hacer terapia, «hablar con alguien». El terreno de la psiquiatría. Tengo un nombre en un papel, y una dirección.

Dos semanas después bebo café con leche. A veces me suelto el pelo y gasto un par de monedas más. No quieras saber lo que cobro. Un café con leche es lo más parecido a viajar que hago. Reservo mi calderilla para la conexión a Internet, el tabaco y los libros de segunda mano. El resto son las necesidades básicas.
Un buen café con leche mientras veo el panorama por una de las ventanas. Policías y bomberos, gente manipulando gente moribunda un sábado por la mañana. En cuanto me he enterado he venido al Stendhal. Como si fuese un cliente de guardia.
Creo que una de las partes de esas mantas térmicas se usa para dar calor, y la otra para conservar el cadáver. Lo leí en algún sitio.
El loquero no me contesta, ni mensajes ni correos ni palomas mensajeras. No tengo ni que esperar a la lista de fallecidos para hacerme una idea. Debo intuir que se han matado varios pájaros de un tiro.
Ha descarrilado tan cerca del Stendhal como era posible. Ahora mismo somos el local oficial de la tragedia. Provocador y patrocinador.
A pesar de todo el movimiento y el caos, dentro sólo somos cuatro clientes. Los demás lloran, gritan y salvan vidas ahí fuera, cortan hierro con radiales, cada segundo cuenta, vida o muerte. La estabilidad de cien familias en juego, de doscientas. El destripe cruel, el dolor inenarrable. Los demás se esnifan la vida jodiéndose el tabique, pero dentro del Stendhal simplemente tomamos algo. El sol brilla con alegría, ilumina orgulloso la escena. Dice: “Observad, confiad en mí”. El Sol, el niño tonto y sus muñecos.

Dejo pasar los días como quien deja que su sopa se enfríe. Y sin embargo se calienta cada vez más. Quiero pensar que soy ajeno a ello, o al menos más resistente. A veces camino y me quedo mirando a la gente por la calle.
No Tenéis Ni Puta Idea.
Ya pasó el tiempo de creerme loco. El psiquiatra me decía que mi situación es más común de lo que parece. Mis mentiras fueron evolucionando. Me convertí en un narrador en primera persona de mí mismo. Examen oral dos días a la semana. Cuatro sesiones. Me gustaría tener grabaciones. No tengo claro que el tío tragara, pero sin duda atendía. No me apetece sonar humilde, la hora se le pasaba volando. Cuenta un historia y a lo mejor aciertas con la esencia, cuenta la verdad y prepárate para las consecuencias. La Verdad tiene mucho de constructo como forma de bondad; funciona sólo a veces, y a veces sólo jode las cosas, las entorpece, daña a todos, enturbia lo auténtico y lo inspirador. La verdad es muy a menudo la excusa de los mezquinos y los limitados.
Quizá por eso ahora el psiquiatra está muerto, mi historia era mejor que la verdad, le ponía en la pista de algo, le podía hacer pensar, dudar. Si le hubiese contado la verdad, lo que he sentido, lo que he visto, se hubiera cerrado en banda desde el principio. A veces decir la verdad, o intentar hablar claro, hace que las personas clasifiquen y etiqueten todo lo que dices. O bien dejan de tomarte en serio, o bien te ven como un rival del otro bando, o bien te toman por loco.
Lo que parece cada vez más evidente, es que no estoy a salvo.
Da igual dónde esté, tengo la sensación (certeza) de que o bien me pasará algo malo a mí, o bien a quien de algún modo me escuche o intente ayudarme.
Tengo la extraña sensación de que, si no dudara, si no me planteara nada, si tuviese dos o tres ideas fijas, todo esto no me hubiese afectado. No acuso a mi imaginación, no intento describir ningún tipo de austosugestión deluxe. Intento decir que el ente que parece personificado en esas camareras, no quiere que piense. No quiere que hable o remueva nada. Tengo la terrible idea de que lo que quiere, de algún modo, es que me posicione.

Creo que buscan asentar cierta clase de silencio. Lo importante no es lo que se dice, siempre y cuando lo que se diga sea completamente previsible. Sobre todo cosas que ya se hayan oído antes, que de alguna forma programen a las personas, las conviertan en algo ya conocido.
Es mucho especular, pero no me queda nada más.
Tengo también la impresión de que los clientes del Stendhal no elegimos venir aquí.
De que las camareras, insisto, no son camareras.
Ni mujeres.
Ni hombres.

Estos días he estado recorriendo un pasillo a oscuras en sueños. En el pasillo hay puertas a ambos lados, y tras ellas se oyen gritos espantosos y roncos, ruidos de asfixia, sonidos que parecen huesos partiéndose.
Al despertar no tengo miedo.
Creo que estoy perdiendo esa capacidad, y tampoco me da miedo eso.
A veces he fantaseado con ver el fin del mundo, algo que seguramente es más usual de lo que parece. En mi ideal del Apocalipsis, llego a muy viejo (obviamente), y cuando ya estoy harto de vivir, algo (una gran ola, una lengua de fuego, un meteorito, lo que sea), viene a destruir el planeta. La clave es que yo lo veo, puedo verlo todo, cómo todo va desapareciendo, cómo la muerte se cierne sobre todos; los animales, los bosques, las ciudades, los humanos, sus putas mascotas, sus críos recién hechos. Sin futuro. Y yo me río a carcajadas justo antes de morir, dando gracias a la naturaleza, por todo, por lo bueno, pero sobre todo por lo malo.

Sospecho que mis pensamientos ya no son sólo míos. Creo que a estas alturas no son tanto pensamientos como información. Información para quién. Probablemente no tenga un nombre o una forma. Los seres humanos estamos obsesionados con nosotros mismos. Nos subimos en un cajón y le decimos al Universo lo que es, cómo es, cómo se llaman sus hijos y que nosotros somos mejores que ellos. Nosotros les sustituiremos.
No soy capaz de ir más allá. Ya sólo puedo ver a las camareras como un Lenguaje. Las personas necesitamos una cara hacia la que dirigirnos. O al menos una cara que poder imaginar. Palabras, un teclado, control relativo que poder hacer pasar por control absoluto. Ahora me parece irónica la muerte del poeta, o más bien desconcertante. Al principio pensaba que sólo era otro pretendiente más muerto. Un estorbo que eliminar. Ahora creo que la poesía –dentro de los parámetros en que empiezo a creer que se mueve esta crisis –es un claro ejemplo de amenaza.

Creo que han pasado suficientes meses de esto como para poder contar en años. No es tan difícil perder la cuenta cuando has perdido la confianza en ella. El Tiempo y el Espacio se pueden volver más teóricos que reales. Sólo necesitas la suficiente acumulación de ideas nuevas en tu cabeza.
¿Cuál es el tiempo estimado correcto (según el reloj) antes de irse del Stendhal? He calculado que son unos cuarenta y cinco minutos. Es el tiempo que alguien relajado y sin miedo podría pasar tomando algo solo, ojeando el periódico o absorto con el móvil.
Luego tienes que levantarte sin intentar fingir excesiva calma, dirigirte a la caja registradora, y pagar según dictan los cánones del mundo que todo el mundo ha dado por único.
Siempre había sido así, al menos hasta que hoy ha habido una variante, y aun pasados los cuarenta y cinco minutos no me he movido de mi silla.
La camarera sonriente se ha sentado en la otra silla disponible de mi mesa. No ha mediado palabra. No lo ha hecho durante unas dos horas. Pasadas las dos horas, mi camiseta es un cincuenta por ciento sudor frío.
Debido a esta variante, todo el mundo se ha quedado en su lugar. Nadie está cenando en su casa como hubiese sido lo habitual. Quizá a algún otro cliente le espere alguien en casa, pero ningún móvil suena. Es muy probable que no puedan sonar. Lo que no he hecho es ponerme a consultar el mío como si no estuviera visiblemente aterrorizado.
Ya casi me había acostumbrado a la anterior situación. No me gustan los cambios, nunca me han gustado. Las mujeres ya me ponían nervioso antes, pero al menos no las veía como un Recipiente. Sólo espero no ser yo otro.
El Tiempo no es una preocupación para ella. La compañera sigue tras la barra, se mueve cuando comienzan a oírse lloros en la trastienda.
El mismo tío de la otra vez arranca a llorar también.
Nunca irrumpe nadie en el local cuando quieres que lo haga.
La camarera sonriente ahora no sonríe. Corre por mis venas esa falta de paciencia de quien espera que el ordenador reinicie o instale algo. A ella parece importarle lo mismo que a mi ordenador.
Es luego cuando sé que no voy a morir, pero que quizá lo hubiese preferido. No sé si nos cuenta la verdad o una historia, pero espero de verdad que sea la verdad, porque si es una historia no cabrá la posibilidad de que se haya equivocado. Tenéis que entender que no podemos entendernos del todo. Estáis aquí como elementos desestabilizadores. Y no sois los únicos. Vuestro turno como especie está llegando al final, pero no os preocupéis, vosotros no lo veréis. No podemos deciros quiénes somos porque vuestros protocolos de comunicación no podrían asumirlo. Si queréis saber quién llora ahí dentro, sólo tenéis que poneros en la peor situación. Este dato no os servirá para resolver nada, pero quizá sí para buscar una analogía. El problema de base es la imposibilidad de convivencia. Lo que hacemos es allanar el terreno. Nos aseguramos de que vuestros sistemas de símbolos siguen vigentes. Nos aseguramos de que os seguís moviendo en grandes grupos. Mantenemos a raya la evolución que más problemas nos podría traer. Alimentamos vuestras dificultades para discurrir a cierto nivel. Queremos que vuestra civilización haga lo que vosotros llamáis prosperar, para que pueda por fin colapsar. Hay un cálculo, este lugar nos interesa, lo necesitamos, pero ya no queremos matar. Nuestra mayor arma es vuestra incapacidad para ver las distintas variables. O dicho de otro modo: si intentáis contar esto, nadie os creerá. Queremos que vosotros tengáis una vida plena. Queremos daros las gracias por escuchar.

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