Me tiembla visiblemente el cigarrillo, doy sorbitos de café. Siempre bebo el café de manera que los últimos dos sorbos ya está frío. Un café es una tarde de sábado cuando el dinero escasea. La terraza está atestada, risas, gritos, globos que explotan, alguien no deja de inflarlos in situ y venderlos a los críos. Doy un respingo de vez en cuando, sudor frío, pongo caras raras, finjo mal. Mí compañía es demasiado educada para preguntar. Cuando no te encuentras bien se supone que es mejor volver a casa. Pero obviamente tu casa no siempre es un lugar mejor. A veces es peor que dormir al raso. Hay gente que vive con psicópatas. Lo mío es más largo de explicar.
Hurgo en mi cartera, tengo para otro café, solo. El café solo vale calderilla, un cortado empieza a ser dinero, y de los refrescos no puedes fiarte, las cuentas se disparan. Hace años que no bebo un cubata, y no es que los eche de menos. Eran los años de fingir que entendía el mundo. Ahora, hablar con los demás con el cinismo propio de la ciudad, me cuesta horrores. Lo peor de todo el asunto, es que ya nadie se cree nada. Cada cual tiene sus motivos, pero todos son escépticos; algunos desde una reposada vehemencia, otros directamente desde la burla. La gente que se se jacta de ser normal de un modo u otro, siempre es mayoría. Nunca me cayeron muy bien, y ahora tengo razones de peso para despreciarles.
Ya he descartado, por cierto, lo del médico. Estoy sano, aun siendo una de esas chimeneas que resisten, como las que dejan como rastro de un pasado industrial. La moda de la vida sana no me ha abrazado, el tabaco es tan natural en mí como el miedo.
Todo el mundo sabe lo que quiere una persona que invita a otra a su casa a cenar o «tomar la última». El sexo es el motivo último por el que mucha gente hace lo que hace. Es la base. Todo gira alrededor, ya sea más o menos disimuladamente. Hay tantas capas de moral, falsa moral e hipocresía relacionadas con el sexo, que te hace dudar si merece tanto la pena. La opinión más popular entre la gente normal, es que sí.
La lista de cosas en las que no cree esa gente es cada vez más larga. Su capacidad de fascinación mengua, sus posesiones materiales crecen por defecto con sus ingresos. Son previsibles, sólo le tienen miedo a la inadaptación y la opinión ajena. Viven para los demás, pero no en el sentido filantrópico. Han perfeccionado eso. La filantropía, si acuden a ella, suele ser otro modo de alimentar el ego, o conseguir sexo.
A grandes rasgos, sé cómo se sienten, o más bien cómo evitan sentir, yo también estuve ahí. No puedo hablar claro con esa gente.
Ahora, cuando intento llevar a alguien a mi piso, no es tanto para follar como para no estar solo. No hablo de un sentimiento de abandono, no me refiero a tener más de treinta años y estar buscando a alguien con quien aparentar hacerme fuerte y adulto. No quiero follar más o impresionar a nadie, lo que de verdad quiero ahora es que Alguien Más Lo Vea.
El piso no es nuevo, pero tampoco conozco ninguna historia del pasado que lo haya salpicado de sangre y sufrimiento. No es que haya investigado. Lo que yo quería es tener esquizofrenia o un tumor cerebral. Pero me han asegurado que no, que lo que veo es real, sea lo que sea. No es que me lo hayan dicho así. Según he leído, puede que esté presenciando fenómenos de la física poco conocidos. Google no está siendo de gran ayuda. Los fenómenos paranormales son nada más que una historia divertida. Encontrar información seria al respecto es una labor extenuante. Lo paranormal, como tantos otros asuntos, no es más que una afición, un pasatiempo llevado al paroxismo. Esto se da ahora incluso con la política y el activismo; hay gente a la que le es indiferente que el mundo mejore, sólo quieren sentir que están en la brecha; incluso intentan hacerte creer, sin descanso, que eligieron un posición desfavorecida, que no les vino dada de una forma casual. Es un ideal con el que, si te va bien a nivel individual y a la vez formas parte de un colectivo históricamente reprimido, tienes vía libre moral para decir lo que te dé la gana. Aunque en el fondo no lo tomes en serio, aunque en realidad, a estas alturas, te importe un carajo. He hablado con parapsicólogos que me han asegurado no ver jamás cosas como las que yo he visto. Curiosamente, aun así siempre han tenido una palabra u otra para definirlas. Ese procedimiento se repite. En política te insultan, en parapsicología se ríen de ti. El principio es el mismo. Un narcisismo galopante. De repente te tienes que enfrentar con una realidad que para ellos es más bien una ilusión, teoría, una forma de pasar la tarde, o quizá incluso de ganar dinero. No les importa tanto como les divierte. No hay tanta distancia entre hacer una sentada popular y colarse en una casa supuestamente encantada. Te reúnes con gente con «tus mismos intereses», matas el tiempo y te fabricas una identidad interesante o “seria”, porque no crees que puedas ser Alguien Libre frente al mundo.
Por la calle es importante que parezca que vas a algún sitio, sea por ocio o por trabajo. Ya es molesto que te toquen las narices, pero que te toquen la agenda es inaceptable. Tienes que proyectar eso. Hoy sí venía a hacer algo concreto, conocer a alguien. Cuando me pido el segundo café, ella me pregunta qué quiero hacer luego. Tengo que dar un largo rodeo. No puedo contar la verdad. Es importante que crea que esto sólo va de sexo; y que finjo que no es así. Lo que sea que pasa es más importante que nosotros y nuestras charlas digitales del último año.
La cena está de por medio, y es un problema, significa dinero.
No lo hago muy bien, pero al final le digo que si quiere cenar algo sencillo en casa. En mi casa. Si le contara lo que he visto en mi piso antiguo, de techos altos y sospechosamente barato, sólo podrían pasar dos cosas: o me descarta por tarado, o me cree parcialmente y decide alejarse por su propia seguridad.
Que yo sepa, nadie sabe lo que cuesta mantener una erección pensando en imposibles terroríficos que has visto no lo son. Todo suele empezar de madrugada, hacia las dos. El motivo por el que no he llevado a ningún amigo para ver si él también lo ve, es que nunca hay una excusa natural para ello. La mayoría están en labores de adecentar un piso, gestionar una mudanza o lidiar con un bebé. Están creciendo y asentándose. Siempre en movimiento. No encaja apenas con mi parálisis, que ahora funciona a varios niveles.
No quería un piso para enseñar, sabía que no podía permitírmelo. Sólo algo con un techo y un par habitaciones. Cuando vi mi actual vivienda, se me pusieron los ojos como platos. No tenía sentido que el alquiler fuera tan barato, la sonrisa de la mujer de la inmobiliaria parecía abierta a cuchillo. Decidí no hacer preguntas.
No quería compartir piso. La mayoría de gente pasa de dar explicaciones a sus padres en un piso decente a dárselas a desconocidos en cuchitriles. De todas formas estar solo se ha convertido en un problema. Sentirse acompañado es un problema serio cuando no se trata ni de un ser humano ni de una mascota.
Para más inri, hoy es la noche de Halloween, lo que no sé exactamente en qué posición me deja. Si ella ve algo puede pensar que es una broma. Yo prefiero pensar que me conoce lo suficiente para concluir que eso no me pega. Demasiado evidente. Pero también podría pensar que ambos somos víctimas de la broma. Pero ¿una broma de quién?, ¿de los vecinos? Lo que yo llevo semanas viendo no tiene aspecto de broma. En cualquier caso, yo había propuesto otras fechas para quedar, pero al final ha tenido que ser hoy.
He perdido más de diez kilos en dos meses y medio. El asunto me ha atrofiado el hambre, me ha hecho enfermar, me siento todo el tiempo como si estuviese incubando algo. Es como una fiebre moderada constante; soportable pero suficiente para desvitalizarte como a un diente, matándote el nervio. Tengo accesos de pánico, pero el resto del tiempo voy cabizbajo como un girasol de noche. Nada de todo esto preocupó en exceso al médico, que –tras, eso sí, múltiples pruebas– me envió a la farmacia con una sonrisa, argumentando que mi juventud, cierta dieta y unas vitaminas me devolverían el brillo a la mirada. No lo dijo así.
Al final no viene. Nos entretenemos una hora más, hablando de quedar otro día, de hacer planes, asegurando que no es una forma de hablar. Ella tiene el día siguiente complicado, no quiere complicarse también esta noche. Follar por primera vez con alguien tiende a ser estresante. Me vuelvo solo a casa.
Cada vez tengo menos miedo, pero creo que es porque cada vez tengo menos energía. Claramente necesito una segunda opinión profesional.
En casa todo hace eco; la llave saliendo de la cerradura, mis pasos, mi presencia. La ironía final sería agenciarme un gato. Si suena el teléfono, el susto me pone al borde del llanto. La tele se oye como dentro de una iglesia. Me da cosa ponerme los cascos, aislarme, cerrar los ojos escuchando música. La mayoría de cosas que la gente hace en su casa sin temor, aquí desentonan. Las paredes se aguantan la risa.
He dejado un par de veces una cámara grabando en mi ausencia, pero luego no me he atrevido a ver el material. Creo que me estoy haciendo inmune a los somníferos. Ayer vi que sobraba un chute de Nolotil. Me quedé grogui en la cama. No vi nada.
Pasa algo unas dos o tres noches a la semana. Sólo coincide un poco el horario de madrugada. Cuando parece que ha pasado la tormenta, suele haber una réplica al estilo de los terremotos.
Lo que más me aterroriza, es mudarme, que todo siga igual, y tener que digerir que, de alguna forma, el problema soy yo. Yo sin un diagnóstico médico acorde.
De modo que la noche que planeaba se ha quedado a medias. Ella me gusta. En parte porque no hay razón aparente para que esté conmigo. Es superior en todos los sentidos. No intento ensalzarla; simplemente tiene más valía, tanto en lo calculable como en lo que se puede ver e intuir. No necesito idealizarla para que parezca ideal. Sé que siempre hay un porcentaje de idealización, pero hay personas con las que más bien tienes que asumir una realidad poco probable: son casi exactamente lo que parecen.
Nos gusta racionalizar a la baja por lo que podamos perder. Pero la realidad es mucho más inestable que eso.
Ver según qué cosas te da otro enfoque del entorno y quienes lo habitan.
No tardo mucho en meterme en la cama. Esta semana sólo ha habido una noche complicada. Mi única esperanza es que deje de pasar igual que comenzó a pasar: porque sí. Quizá en unos años consiga convencerme de que todo fueron pesadillas excesivamente lúcidas. O puede que estas historias sucedan de verdad mucho más de lo que trasciende. Creo que todo el mundo sabe que la negación tiende a ser el cimiento principal. Un suicidio seguramente no es más que carencia de negación.
Aun así, todo esto suena mejor de lo que es.
Gestionar el miedo a los sucesos en los que casi nadie cree en serio, es el ejercicio autodidacta más puro, difícil y espantoso que existe. Los libros, informes y estudios a los que puedes recurrir, suelen ser en un 90% como un almanaque deportivo de hace cincuenta años. Cosas divulgativas como la “física para tontos” no sirven para nada. Nunca hay un capítulo dedicado al mobiliario que se mueve solo o la aparición de una vieja escupiendo gusanos por los ojos.
Me arropo y miro al techo con los ojos como platos. Los somníferos se deshacen dentro de mí muertos de risa. Mi organismo parece actuar según reglas distintas desde que todo empezó. Es posible que ahora tenga que comer grillos y beber agua estancada. Estoy en Otro Lugar, quizá también soy ya de otra especie. El mundo conocido es anterior. Puede que el tiempo y el espacio tampoco sean lo mismo, o lo que creía que eran. Quizá es mi percepción, un sexto sentido que he desarrollado, y que de momento sólo me ha hecho adelgazar a la fuerza y lucir ojeras. La risa del médico no se me va de la cabeza. Paso noches de padre de un bebé sin tener un bebé. Ni pareja. Cuando todo pasa, me fumo el cigarrillo post coito. Sin haber follado.
Hoy estoy a punto de darme la vuelta en la cama, lo que significa (quiero pensar) que ya ha pasado demasiado tiempo, que ya no pasará nada.
Entonces noto una sensación de frío en el hombro. Parpadeo y veo el suelo, sobre el que estoy de repente. Apoyo toda la espalda, echo un vistazo. No es el suelo, es el techo. Al mirar hacia arriba, veo mi cama vacía. El ángulo del paisaje que se ve por la ventana (los edificios, el alumbrado eléctrico) no ha cambiado, pero todo en mi piso se ha dado la vuelta menos yo. Oigo un ruido similar al de dos rocas frotándose, como si un mecanismo ancestral hubiese acabado de encajar del todo. La habitación parece esperar algo de mí. Noto piel sólida, fresca, un peso reptando entre mis piernas, algo ha aparecido de sopetón. No una culebra o un pequeño lagarto. Voceo, como siempre, pido ayuda por inercia, el corazón me sacude la caja torácica. Como cada noche que algo pasa, el cuerpo se me inmobiliza. Da igual lo que se acerque o me mire, yo no no puedo defenderme. Es una serpiente, lo que yo entiendo por una anaconda, aunque no conozco las proporciones reales. Comienza a enroscarse alrededor de mí. Grito de esa manera en que luego no puedo entender la carencia de quejas de los vecinos. Puedo notarlo todo, con todo detalle, es aprehensible dentro de su horror, tangible. Cuando la serpiente, más gruesa de lo que abarca mi torso, abre la boca, veo que sale luz de ella. Voy a tener que verlo todo. No habla, pero es como si lo hiciera. Quiere que sepa lo que va a pasar. Noto cómo mis costillas crujen. Primero se parte mi brazo derecho, luego se me disloca el hombro izquierdo y oigo otro crac. Puedo oír y sentir cada desgarro. Mis órganos se amontonan ejerciendo presión en mi cuello. Veo el interior viscoso de la serpiente. Apenas puedo respirar. Mantengo una extraña lucidez mental. No he oído estas cosas sobre la parálisis del sueño. Creo que mis ojos intentan salirse de las cuencas. Me está comenzando a tragar. Lenta y perezosamente, sin aspavientos. Mis gritos apagados dentro de ella, mis temblores. Vomito sangre dentro de la cavidad. Veo que algo se abre paso delante de mí en el túnel del reptil. Mi voz ronca, aún operativa:
Por favor, por favor, por favor…
No hay una fuente de luz concreta, la luz sólo está. Cumple una función. Veo cómo la cabeza de algo parecido a un bebé con gigantismo, empapada en fluidos, se abre paso ahí dentro hacia mí. Mis huesos siguen crujiendo. Comprendo que no soy alimento para la serpiente, sino para la criatura de su interior. Me lo dice la luz, aun sin susurrar, sin articular, sin verbalizar. Vomito sangre en esa cara, pero no parece importarle, parece tomarlo como un proceso habitual. Incluso abre la boca, sorbe el entrante, el principio de su merienda («merienda» es la palabra que me viene). Empieza a beber directamente del chorro que yo expulso. Sus ojos son amarillos, cambiantes en todo menos el color. Sus orejas, minúsculas, su pelo, el de un recién nacido. Me enseña los dientes, afilados, algunos muy pequeños, otros de hasta tres o cuatro centímetros. Hace una mueca, parece sonreír. Me doy cuenta de que estoy por completo dentro de la boa. Puedo entender, oír la digestión; para la criatura dentro de la criatura, es necesario que yo sea papilla, pese a sus dientes. Aquí los dientes no cumplen esa función. Con un tono de amabilidad funcionarial, me dice a modo de saludo:
–Hola…
Mis compañeros no dejan de mirarme la nariz vendada en el comedor. Pasados dos días, aún me duele cada vez que muerdo el bocadillo. Cuando me preguntan qué me ha pasado, insinúo una farra de Halloween, una caída tonta. En cierto modo fue una caída tonta, y fue en Halloween. Dije lo mismo en urgencias, después de que mi piso se pusiera del derecho, y yo me viera de golpe en el suelo junto a la cama. Estoy bastante seguro de que caí desde el techo. Con tener el resto de huesos sanos, me contenté. He perdido un par de kilos más, creo que en sólo tres días. Anímicamente, voy de la pereza más extrema al pavor absoluto. Cuando intento sonreír parezco la Gioconda.
Vuelvo a mi puesto al acabar el descanso. Estoy en una nave industrial, entre cadenas de montaje y material de almacén. Electrónica en curso. Se supone que reparo televisores, entre otras cosas, pero básicamente televisores. Uno entre un montón. Si en una cadena de montaje surge algún problema, se aparata el aparato responsable y le llega a un Oompa Loompa reparador. Lo que yo hago, en resumen, es apañarlo y devolverlo al principio de la cadena de turno. Estoy en la clase de trabajo en que la producción yace en solitario y los humanos somos rebaño en el sentido más literal. Es una gran marca; si en un mes se cierra esta fábrica, iremos todos a la calle porque en otro lado estarán dispuestos a hacer el doble por un tercio de lo que cobramos aquí. Habitualmente gente más oscura y más joven, menos ambiciosos que nosotros, con nuestros caprichos de tiempo libre y dignidad.
Hay gente que no tiene tiempo de tener miedo.
He perdido la cuenta de los episodios de terror. Un segundo médico me ha mirado más serio mientras le balbuceaba mi historia. La gente normal sólo tiene un historial. Me han hecho más pruebas y no han visto nada extraño, excepto irresponsabilidad alimenticia. Yo hablo de «visiones». Creo que mi cuerpo se ha ido adaptando a la nueva situación. Hay un límite para la felicidad, pero no tanto para el sufrimiento, al parecer. Tu mente puede digerir lo incognoscible, quizá para ella no sea más que un proceso mecánico. Cuando me miro en el espejo pienso en Auschwitz. No es ese nivel de desnutrición, pero es esa mirada. Pienso a menudo en las estadísticas de suicidio, y si parte de ellas no tendrán que ver con todo esto. Este puto tercer ojo, la incapacidad de negarlo.
Hablo seguido con Ella. Quedamos un día y temo por mi aspecto. He bajado mucho de peso respecto a la anterior cita. Y sólo hace dos semanas.
Antes de eso, decido ver una noche una de las dos grabaciones que hice hace como un mes. Dejé mi webcam enfocando la habitación. Busco el primer archivo, menos tenso de lo que cabría esperar. La imagen no es muy buena en visión nocturna. Hace que todo parezca fluorescente y amenazante. Son varias horas de vídeo. Tengo que pasarlo a cámara rápida.
Me desalienta descubrir que el principio de la grabación soy yo masturbándome bajo las mantas. Ni siquiera pensé en eso. El encuadre consta de mi escritorio, la cama, un armario y las paredes desnudas. Me muevo más de lo que pensaba cuando estoy durmiendo. No hay audio, supongo que podría haberlo hecho mejor. Al cabo de tres horas de vídeo veo algo. Paro la grabación y voy un par de minutos hacia atrás. Una mosca se posa en mi labio inferior. La mosca apenas se mueve. Aspiro y entra en mi boca. La cierro y se mueve la nuez en mi cuello. Me la trago y sigo durmiendo plácidamente.
Me levanto en presente y me voy a escupir al lavabo con carácter retroactivo. Me lavo los dientes.
Así estoy pasando la noche. ¿Esto es lo que pasa sin la pareja y el bebé con más de treinta años? ¿Quienes eligen la familia nuclear lo hacen porque de algún modo ven venir esto?
Sigo pasando la grabación.
Todo el mundo habla de lo violento que puede ser verse follando en vídeo. Nadie se graba durmiendo solo. Aunque es cierto que me he hecho una paja y eso no es nuevo, todo lo demás, lo de dar vueltas, comer moscas y respirar con la boca abierta, hace que un polvo de lorzas, excesivo bello púbico y ángulos en los que no querías verte, parezca un pase de modelos.
Pero espera.
Poco antes del final del vídeo vuelve a suceder algo.
Mi yo de hace un mes se incorpora y pone los pies en el suelo. Ahora es cuando echo de menos el audio. Parece bastante claro que comienzo a mover los hombros, algo así como al compás de algún ritmo latino. Me pongo de pie sin dejar de moverme. Doy unos pasos torpes y me sitúo frente a la cama. Me echo las manos a la cintura y comienzo a bailar sin apenas despegar los pies del suelo. Parece evidente que lo hago todo a cámara. Cada vez me muevo con más soltura, aunque más bien como si algo desde dentro me moviera, haciendo acopio de todo el esfuerzo posible para que mi físico, totalmente arrítmico, se apegue a los pasos de baile. Incluso parece que sonrío un poco.
La idea de grabar el vídeo era tener algo que poder enseñar.
Es entonces cuando doy un respingo en mi silla. Entra en cuadro una mujer, que prueba a bailar conmigo. Temblando, intento verle la cara. Se mueve con tanta fluidez que es casi imposible. La visión nocturna no ayuda.
Joder.
La piso varias veces. Pero ella sigue insistiendo. Bailamos salsa, o algo por el estilo. Algo que implica contacto, agarrarse, roles masculino y femenino. Algo que no he hecho jamás. No consigo averiguar quién es ella. Pero en un momento dado, la mujer pierde el equilibrio.
Sin sonido todo parece menos chocante, más digerible, como triturado. Pero aun así, rompo a llorar. La cabeza de la chica se incrusta en la esquina izquierda del escritorio. Comienza a chorrear sangre, mientras yo sigo bailando solo. Su cráneo ha quedado casi empalado. Se ha quedado tal que así, sin resbalar y caer hasta el suelo. Yo parezco mejorar con mis pasos. Incluso miro a cámara y parezco invitar a quien mire a bailar conmigo. Me miro a mí mismo, ahora sí tenso y deseoso de que la grabación acabe. Doy una vuelta, una pose y doy por finalizado el baile. Vuelvo a acostarme, con parsimonia.
Estoy a punto de cerrar el vídeo, pero entonces algo me detiene. Ya acostado, algo sale de la boca de mi doble. La mosca. Echa a volar, la pierdo de vista. Pero luego la veo posarse en la chica muerta. El ángulo no es bueno, pero intuyo que entra también por su boca.
Ella empieza a moverse. Se desincrusta a sí misma de la mesa. Se pone de pie. Se dirige hacia la cámara. Me señala, a mí, sentado, sudando y temblando en mi silla. Ríe a carcajadas silenciosas. Se acaba el vídeo.
Me dan unos días libres en el trabajo. Llamé a la puerta del despacho del encargado al día siguiente (no me atreví a abrir el segundo vídeo). “Mi abuela ha muerto” (mi boca es una raya parlante). El tío se me queda mirando, abre un cajón, lo cierra, resopla. Técnicamente no es mentira. Si adorno mucho las mentiras mi cara comienza tensarse y descolgarse a la vez, pero mi abuela materna murió hace diez años, a la paterna ni la conocí.
Leí que viajar puede ayudar. No necesariamente con lo mío; se asocia sobre todo a problemas amorosos, relaciones duraderas que se han acabado. Pero en cinco años esto es lo más parecido que he tenido a una relación duradera.
Me siento extrañamente seguro en el avión. Ni siquiera me preocupa el dineral que me supone ir dos días a Londres. He reservado habitación en un hotel de dos estrellas en el que ya estuve hace unos diez años con amigos. Sólo porque aún existe.
Haber viajado casi nunca en avión, te ofrece una agradable sensación de irrealidad cuando vuelves a volar. No es que yo haya estado escaso de eso (de irrealidad), pero compruebo que sigue siendo efectivo a su manera.
Pasar dos días fuera, además, me puede sacar de la duda de si el problema soy yo o el piso antiguo. Al menos parcialmente. Al menos, si no pasa nada, podré hacerme esa ilusión.
Se me ha olvidado por completo mi segunda cita presencial con mi amiga digital. Me acabo de dar cuenta. En teoría es mañana. Eso me devuelve en parte la ofuscación habitual. Pienso en qué voy a decir.
Me ha tocado junto a una mujer que ha decidido darme conversación. Creo que sabe cómo manejarme, o quizá es que simplemente me cae bien. Creo que le interesa lo de que viaje solo. Solo sin ser por motivos de trabajo. No es nada extraordinario, pero creo que no encaja con mi aspecto y edad. No tengo pinta de mochilero con pasta. La mediocridad siempre ha sido mi terreno, donde yo suelo destacar. No tienes que hacer casi nada para dar la nota cuando eres mediocre. Cuando lo pareces. No importa si lo eres, de hecho, sólo si lo pareces. Si lo pareces, lo eres, así es como piensa la gente, por más que hablen sin parar de las apariencias y el fondo de las cosas. Nos se tragan nada que tenga una forma sospechosa, por muy convencidos que estén de que es un manjar delicioso. Me abro con esa mujer de la misma manera que uno lo hace por Internet. Un encuentro casual en un avión con un desconocido, es seguramente el único encuentro cara a cara similar a un chat. Te sientes a salvo.
Puede que en parte sea eso lo que hace que me comience a sentir raro respecto a ella. Cuando raro significa muy bien. Ella sí viaja por trabajo, según dice. Por momentos, sólo puedo pensar en lo que le voy a decir a la cita de mi anterior vida. Se acumulan las cosas que decir, las vidas. Se acumulan los putos sentimientos, y también estoy pensando en cómo voy a despedirme de la compañera de viaje. Despedirme teniendo algo de ella. No falta tanto para aterrizar.
Me siento totalmente superado por los acontecimientos. Creo que ella me daría su teléfono si yo sacara el tema. Pero no sé si ella sacaría el tema.
Una voz dice que tenemos que ponernos el cinturón de seguridad. Se ha producido un silencio entre nosotros. Tras las conversación, sé algunas cosas; que no tiene novio, que no le gusta su trabajo, que es curiosa, que tiene algo, creo que es su cara (sus ojos), que hace que me afloje por completo. Que me rinda. Le calculo más o menos mi edad, quizá algo mayor que yo. Decido que voy a sacar el tema. Voy a tantearla, intentaré meter la nariz en su agenda, es la única manera. A ver si podemos volver a “coincidir”, abajo, en la realidad.
El avión hace un movimiento brusco. Tanto que estoy a punto de buscar la bolsa para vomitar (de puro terror). Pero no se queda ahí. El tiempo se consume como gasolina encendida. Mi compañera de viaje dice que hay demasiada luz fuera. Por los gritos, nos enteramos de que un motor está ardiendo. Una nueva clase de miedo, cuando veo que una azafata sale de la cabina de pilotos, tapándose la boca con las manos, y con los ojos salpicando lágrimas en ellas. No recibimos mensaje oficial alguno. Saltan las máscaras de oxígeno. Se activa el protocolo de turno. A menudo el último. Ahora el Mal es conocido, cuantificable, un clásico. Nadie se va a extrañar, nadie se va a preocupar. A unos cuantos desgraciados les ha tocado la lotería del accidente aéreo. La clase de historia que puedes contar si sobrevives.
No lo achaco a la dinámica de mi vida. No al menos en términos de exposición a lo sobrenatural. Miro a mi alrededor. Mi compañera me ha agarrado la mano. Tengo miedo y no lo tengo, me invade un acceso de aceptación. Cierto vértigo, nada más. Algún fenómeno conocido de la física hace que el avión comience a desmontarse por secciones. No quieres oír estos gritos. Estamos sentados en la zona izquierda. En la derecha, comenzamos a tener una bonita panorámica de Londres de noche. Preciosa y ecuánime. Las butacas comienzan a salir volando de tres en tres. Abróchense los cinturones. El proceso de ingeniería se revierte. Nuestra ubicación aún aguanta la presión. Caemos en picado. Me fuerzo a sonreír en el último instante. Puede que ahora todo mejore. Veo que nos vamos a estampar contra una iglesia.