Siempre he querido ser una máquina. No un sofisticado cíborg, más bien un electrodoméstico. Un electrodoméstico con extremidades, quizá. Cuando camino por la calle me dan envidia las farolas y los transformadores. Su estatismo, su pragmatismo azul metálico. Su tarea, concreta y ajena al sufrimiento. Poesía del atardecer. Es lo que más brilla en la ciudad, a falta de un paisaje natural real. Me gustaría cargarme como cargo mi móvil. No tener que decir nunca nada. Ver pasar los días. Con el tiempo me transformaría, la vida y la muerte me serían ajenas. La idea de los robots con sentimientos está sacada de quicio. Prefiero un cajero, una lavadora, una linterna, un vibrador, un vibrador indiferente mientras lo usan. Formar parte del paisaje me parece mucho más noble que modificarlo. Es más bonito, es puro, y es eterno. Una máquina no al servicio del ser humano, sino desinteresada. A gusto abandonada y a gusto utilizada. A gusto humillada. Perfecta en una feria o en una crisis nuclear, en medio o apartada. Digna en los albores y digna entre los despojos del fin del mundo.
Nadie sabe estar como las máquinas. El ser humano tiene que ir por ahí pavoneándose.
Ser botella de plástico, eso también estaría bien. Aplastada y semienterrada durante quinientos años, sin propósito, sin más.
Digo me gustaría ser, pero obviamente lo que me gustaría es no ser. Si fuera fácil expresarlo no tendría que dar tantos rodeos; pero lo realmente ideal es que no necesitara expresar nada. Este periplo de la justificación ya es un problema en sí mismo. Algo en lo que jamás pensarían una tostadora o una barrera de peaje.
Es lo que le digo a la desconocida. Me parece guapísima, se me ha olvidado su nombre en dos minutos. Estamos en la amplia terraza de alguien, la terraza maqueada para la fiesta. Un buen trabajo cosmético. Fuera no hay mucha gente, la mayoría está dentro. Ya hay luces de navidad en las calles, aunque aún no encendidas. Fumamos. El final del atardecer. Me gusta cómo brillan los faros de los coches cuando el cielo agoniza. Eso no lo digo en voz alta, de repente me ataca la prudencia. No vaya a ser que la ahuyente.
Mi especialidad es frenar tarde.
Los problemas que tenía de crío con las matemáticas, los tengo de adulto con las personas.
Viernes. La fiesta ha empezado temprano. Supongo que es algún nuevo concepto urbano: fiesta por defecto. Vamos y venimos con bebidas. Alguien habla con Ella y por suerte dice su nombre, lo memorizo. La gente va y viene, pero al final siempre quedamos los dos. Procuro que no salgan temas aburridos como su pareja o la mía, si es que la tenemos. Sólo necesito una Persona que no me use para parecerlo intensamente, divulgando su Historia. Quiero que me cuente lo que no le cuenta a nadie, cosas pequeñas y grandes, y no me refiero a secretos; quiero neuras, sinsentidos, profundidad. No lo quiero por encontrar al amor de mi vida, no preparo el terreno ni intento provocar nada, no doy rodeos interrogativos para que me hable de sus logros o derrotas. No me importa su pasado ni lo que espera del futuro, o si es vaga o esforzada. Me cansan la ironía o el sarcasmo (a no ser que se utilicen puntualmente y con maestría), y soy muy hipócrita con eso. Puedo parecer exigente, pero no pido nada en voz alta, intento no dar a entender nada. Quiero conocer a alguien auténticamente raro. No necesariamente imprevisible o loco, sólo agresivamente raro en su transparencia. Que no me cuente lo que sueña sino lo que le gustaría soñar, que me reconozca cuándo le gustó sufrir, qué relación tiene con la idea del suicidio, o qué ruidos e imágenes le emocionan.
Si alguna vez ha fantaseado con empujar a alguien a la vía del tren. Si ha tenido que sacar de su mente pensamientos terribles antes de que cristalicen. Si odia a sus padres o “seres queridos”. Un odio puro y sin mácula, pulido y cortante, nada del rollo superficial y peliculero cebado de amor. Si se come los mocos. Si le gusta sinceramente el olor de su mierda. Si cierra los ojos a ciento treinta en la autopista y cronometra cuánto aguanta sin abrirlos. Si ha utilizado alguna vez a alguien sólo para follar o ganar algo (o si sólo hace eso). Si se considera lo que llaman: una mala persona. Si el asesinato no le parece tan mala idea, aunque se postule sinceramente contra la pena de muerte. Si alguna vez cometió incesto. Si probó su pis o hasta sus heces (o los de otros). Si tiene tentaciones de darse un paseo por las cloacas y acunar a una rata como si fuese un gatito. Si siempre ha querido ser un villano, un sociópata terminal cuya de idea de prosperar es sumar víctimas de cualquier índole. Si le gusta aguantar varios días sin ducharse. Si la moral le parece un eufemismo del interés particular disfrazado de interés general. Si ha escrito cartas de odio. Si es una persona tan falsa que los demás piensan que es un ejemplo a seguir. Si alguna vez ha deseado patear a su mascota como si fuese un balón de rugby. Si hace años o décadas que no llora. Si se masturba de forma compulsiva. Si tiene objetivos absurdos imposibles de conseguir y le encanta tenerlos. Si calcula con qué edad morirá y piensa en ese justo instante, si dolerá, si la drogas ayudarán. Si siempre ha querido ametrallar a todos en una fiesta.
Etcétera.
Pero nadie quiere parecer desequilibrado o peligroso. Piensan que todo lo que pasa por la mente de sus amigos es inofensivo o constructivo. La sinceridad se asocia a los asuntos comunes: trabajo, relaciones, inercia generacional, proyectos. El ser humano no puede ser complejo. No puede ser relativamente bueno y sorprenderse de la mierda que puede pasar por su cabeza. El ser humano no es una bomba nuclear que deja millones de víctimas reducidas a sombras en el suelo. El ser humano es la Navidad.
Todo el mundo ha compartido espacio (sillón, acera, suelo, fluidos) con seres humanos. Pero a menudo nada más que eso. Para la mayoría de occidentales, experimentar es gastarse un dineral en según qué restaurantes, o viajar y que alguien les instruya sobre el funcionamiento del motor de explosión o las propiedades del aloe vera. Una aventura es ser igual de tonto o follar en otra franja horaria. Todo parece formar parte de un ritual global para contener todos los instintos y adocenar la auténtica curiosidad. No hablo de gente que no haga puenting o lucha libre, hablo de especímenes incapaces de escuchar un disco entero, leer un libro o ver una película que aguante los planos más de un segundo. ¿Cómo extraer algo que despunte de una especie cuyo pastor podría ser una oveja? Los folios se cortan el dedo con ellos. Los bosques hacen libros con ellos. El gas tiene miedo de que ellos exploten. El papel higiénico se limpia el culo con ellos. La lluvia los usa como chubasquero. El amanecer se va a dormir cuando ellos despiertan. Los perros les miran recoger la mierda del suelo. El tofu espera cortado en daditos a que ellos presuman. Las zapatillas se los calzan para correr maratones. El sudor no supura de ellos, huye. El cáncer tiene miedo de contraerles. La esperanza de vida aumenta de tanta pereza como le está dando ya a la muerte.
Lo que ellos creen que hacen, les hace. No sales a la calle y comienza a nevar, comienza a nevar, lo ves, y sales a la calle. No nieva porque sea invierno, es invierno porque nieva. Esa gente le ha estado poniendo nombres a todo, y ahora creen que han definido el mundo y no al revés. El único mérito que creo han tenido, es la creación de lo inerte. Cosas que ellos piensan que son prácticas sin más, de las que jamás sabrán ver la involuntaria belleza.
Electrocutémonos.
Cuando alguien tiene algún juguete de broma que te da una pequeña corriente, mucha gente siente la necesidad de tocarlo. De entrada se negarán, se reirán estúpidamente, iniciarán un simulacro de discusión. Diran: “Ni de coña”. Pero desde el primer momento saben que quieren tocarlo. Quieren superarlo.
Quieren no ser los únicos rancios o cobardes. Pero en realidad tiene poco que ver con eso. Quieren comprobar que es inofensivo. Quieren ver qué se siente, por qué los demás reaccionan así o asá al participar. Es probable que incluso sea curiosidad, aunque la mayoría de veces la misma les es tan extraña como la escritura oriental.
Alguien tiene uno de esos juguetes en la fiesta. Algunos comienzan a jugar a aguantar. Cuántos segundos puedes aguantar la descarga. Luego añaden las fotos al juego, las caras que ponen. Finalmente uno de ellos desfallece, y se lo tienen que llevar.
La fiesta no se cancela.
Una fiesta es lo que ves que hacen en la tele cuando necesitan descansar. La cultura popular ha concluido que una fiesta es la última válvula de escape. Un ejercicio colectivo de autoanulación parcial. (De joven vas de fiesta, de mayor tienes hijos.) Alguna gente lo encuentra divertido, otra sólo intenta no quedarse fuera de la dinámica imperante. Lo cierto es que una fiesta puede ser muchas cosas, pero es sobre todo una máquina de generar marginados. Quienes no hablan ese idioma, se van a pasar mínimo dos décadas sientiéndose torpes para relacionarse. La fiesta es la reunión de los extrovertidos. Aún no existe nada que opere con la misma efectividad social para los introvertidos.
Ser raro siempre ha sido mucho más fácil que parecer del montón, pero la mayoría de personas hace un esfuerzo sobrehumano por no parecer raros. En ese “universo observable” puedes ver de todo; hasta parejas que se han unido sólo por su afán de parecer una pareja al uso. Mucho esfuerzo, todo el dinero y cualquier matrimonio, dedicados sobre todo a esa labor. La mediocridad, en su acepción de “Persona de poca importancia”, suele ser la opción favorita. Alivia, dejas de luchar (dudar), vives en una certeza (o una equivocación muy popular, que viene a ser lo mismo). Supongo que se sienten arropados, acompañados. Esa cálida manta ideológica bajo la que esconder cadáveres. Están todos ahí debajo, los vivos con los muertos, y a nadie le molesta el olor, porque la responsabilidad consiste en vomitar con gusto.
Nos movemos, ni siquiera avisamos a nuestros amigos. Casi toda la energía la dedico a no pensar en sexo. Fracaso a medias. La fiesta la organizaba un extraño, aunque no de los peores. Lo comentamos de pasada. Pero ella me empieza a hablar de los lienzos que pintaba con su sangre cuando hacer algo así no resultaba ideológico. Nos quedamos embobados mirando las luces de navidad aún apagadas, mientras pienso en el trauma nulo que les supondrá encenderse. Dice que fue lo primero que hizo al tener sus primeras reglas. Le gustó el color, le asqueó y le gustó; es casi una definición sexual. Primeras veces.
Un antisistema rompería un escaparate, un auténtico antisistema se limitaría a esperar. Lo más frustrante del fin del mundo no es tanto que no llegue como que sucede a cámara super lenta. El fin del mundo no se provoca, se habita, se contribuye respetuosamente a él. Ahora los escaparates siguen operativos y mostrando seguridad. Saben que no tienen que hacer nada: la gente entrará en la tienda y eso es todo. La ley de la gravedad es discutible por comparación.
No se me va de la mente la posibilidad de bailar alrededor de un cable pelado, uno realmente grueso, que se agite y arroje chispas como desgarrado por un huracán. No es falta de miedo a la muerte, sino más bien un vago desprecio por la vida. Jamás me colgaría a pulso de la cornisa de un rascacielos, pero es sólo porque ya hay quienes lo hacen y parecen idiotas. Un suicida al menos entra en el ascensor con las cosas claras. Yo tampoco tengo las cosas claras, pero no pienso en las redes sociales; si voy a hacer el gilipollas, tiene que ser con un valor añadido: no hacerlo como todo el mundo.
Con esto se comete el error de análisis de concluir que es un intento de destacar o dar la nota a algún nivel, pero a veces es más bien una forma de reacción a la gente que analiza así las cosas: partiendo de pensamientos automáticos. Ahora esa gente habla todo el tiempo. Te entran ganas de quemar sus torres de marfil, pero en realidad basta con no contestarles. Paradójicamente parecen estar tan necesitados de atención como cualquiera; quieren que respetes y admires su control, su empuje, su pensamiento parcial, y qué coño, también su belleza natural. Destilan combate de salón. Hablan en plural mayestático, parece que están ahí para “los suyos”, pero en realidad no hay nada, es como tener una radio puesta entre dos emisoras. Nuevos moralistas; ultracatólicos modernos. La mayoría de acciones y narrativas sólo forman parte de un proceso masturbatorio. Mucha gente dice estar inmersa en una lucha colectiva, pero lo cierto es que dan mucha más impresión de depender de esa lucha. Hablan de objetivos y los objetivos es lo que menos les interesa. ¿En qué se centrarían si el problema desapareciera?
Adictos a las crisis globales. Quién sabe si es en parte por ellos que ciertas putadas nunca dejan de suceder. Quién sabe si otra gente simplemente reacciona a ese narcisismo insoportable, y justo cuando están a punto de echarse atrás, el recuerdo de esos adictos les hace finalmente lanzar el puñetazo, clavar el cuchillo o apretar el gatillo.
Entramos en un par de cafeterías. Ella me cuenta cómo cuando tenía siete años barajó la posibilidad de asfixiar a su hermanita en la cuna. Dice recordarlo con claridad.
En aquella época sus padres no dejaban de discutir, luego a su madre se le hinchó el vientre y se le deshinchó, luego siguieron discutiendo, y después se divorciaron con un bebé de por medio. No fue un caso de celos infantiles; ella dice recordar cómo usaron a su hermana; entonces sólo lo sentía y no sabía articularlo, pero ahora sabe que su hermana sólo era un intento de reflotar el puñetero matrimonio. Matarla hubiese sido una forma de darles una lección. Pero cuando un día decidió apretar un cojín contra su cabecita, los lloros comenzaron, y ella misma empezó a llorar; se dio cuenta de haber estado a un minuto de destrozar varias vidas (al menos sobre el papel). Ahora ese bebé estudia veterinaria.
Me dice que su primer novio era perfecto hasta que le descubrió pinchándose heroína. Dice que el resto que ha tenido eran tan sanos como aburridos. Le digo que mire, que ya han encendido la Navidad. Salimos y paseamos buscando mensajes subliminales que hayan podido dejar los instaladores de luces. Siempre hay alguno si rebuscas ángulos de visión. No tardamos mucho en ver la forma de una polla con sus huevos. También la palabra SEX, y hasta una frase completa: puto sueldo. Es más artístico de lo que jamás harán muchos estudiantes de ídem.
Empiezo a pensar en el momento en que nos despidamos más tarde. El momento de no caer en el lugar común de los titubeos. Sería desastroso, se cargaría toda la magia el intentar besarla. Abrazarla sería incluso peor. No modifiques el paisaje, fúndete con él. Fíjate en el mobiliario urbano y toma nota.
Caminamos y entramos en otro lugar bien iluminado, aún es la hora de las familias. Le cuento cómo una vez estuve a muy poco de comprar una lata de gasolina. Me pregunta para qué la quería. Yo tenía unos doce años. Había discutido con mis padres. Fue por mis pésimas notas. En aquel momento me pareció importante; ahora sé que es una estupidez; todo, las notas, la reacción de mis padres y la mía propia al enfadarme tanto. Ahora creo que todo aquello era una gran farsa; lo que me sigue fascinando es ver aún a la gente participar de ella.
Pero en aquel momento me cabree como pocas veces en mi vida. La noche siguiente decidí salir de puntillas y llegarme hasta una gasolinera. Lo tenía todo pensado, o casi todo. La primera parte del plan estaba clara. Rociaría de gasolina la cama de mis padres con ellos durmiendo dentro. Lanzaría una cerilla. Me daba igual si morían o no. Sólo quería que se diesen cuenta, que estaban pagando, que les había costado caro. Quería provocar un trauma, joderles bien, provocar dolor, herir, humillar, que me tuvieran miedo, convertirme en una maldición.
Después de eso, tenía mis dudas sobre si ir y provocar un incendio en el colegio. Aunque mi fantasía era focalizar la desgracia en los profesores. (No sabía dónde vivían.)
Llegué con frío a la gasolinera. Entré, el interior bañado de una luz mortecina. No había ningún cliente. El hombre –mayor, al borde de la jubilación– esperaba tras el mostrador. Me preguntó. Luego siguió haciéndome preguntas. Perdí seguridad. No sabía si llevaba suficiente dinero, o si tendría que haber llevado mi propio recipiente y extraer la gasolina de un surtidor. Así que empecé a balbucear sobre todo ello. El tío cada vez me miraba con más extrañeza. Ahora creo que sospechaba algo; no lo que yo quería hacer, pero sí que quería hacer algo, algo de lo que acaba saliendo en la prensa.
Retorcí mi discurso, dije algo sobre un recado que tenía que hacerle a mi padre. Hice mi papel de niño de doce años, lo que se espera de uno. Intenté transmitir confusión, como si me hubieran encargado algo y hubiese olvidado cómo llevar a cabo el encargo. Di un paso atrás. Finalmente compré una bebida y alguna golosina, intentando devolver al tío a su rutina. El hombre pareció rebajar su preocupación, pero obviamente todo le resultó de lo más absurdo; alarmante. Me lo puedo imaginar viendo el periódico los siguientes días con más interés del habitual.
Cuando llegué a casa, era la casi la una de la madrugada. Mis padres, como no podía ser de otra forma, se habían levantado. No había conseguido ser lo suficientemente silencioso, se habían olido el percal. Me cayó otra bronca, porque no entendían nada y yo no supe dar ninguna excusa. Simplemente había salido de casa y vuelto a la media hora. Llevaba la chaqueta sobre el pijama.
Me fui a dormir entre gritos maternos y comentarios paternos de estupefacción. No había quemado a mis padres ni incendiado el colegio, no saldría en la prensa, pero me sentía mucho mejor. Había hecho algo al respecto para no hacer nada al respecto. Os recomiendo a todos un paseo nocturno hasta la gasolinera más próxima, mientras pensáis en todo lo que vais a desfigurar, matar y destruir. Pero nunca digáis que os recomendé algo más que un simple paseo.
La verdad es que también cenamos. Casi sin querer, acabamos en un restaurante más caro de lo que pretendíamos. Un italiano. Desde fuera no parecía ninguna apuesta por el lujo, pero dentro hemos tenido que armarnos de valor.
Mi intención era tener una especie de “anti-cita”. Se lo digo sin más. Otra vez me paso de frenada. Ella no dice nada en especial, creo que simplemente se calla las réplicas más previsibles. No debería haberle dicho de forma subrepticia cómo tiene que actuar para no disgustarme. Es lo que hace sin parar todo el mundo, y es repugnante. La gente al uso suele ser sobre todo aburrida, pero también saben dar suficiente asco y grima para montar un negocio (y lo han hecho, vaya si lo han hecho). A veces da asco incluso el modo que tienen de disculparse. Quizá es porque hemos crecido con métodos asquerosos para aprender. Casi nadie intenta sacudirse ciertas formas de razonar.
Quería lo contrario (o algo muy distinto) a una cita, y esto ahora se parece en todo a una cita. Hasta hay dos putas velas en la mesa. Ha venido un tipo repeinado a encenderlas, nos ha dado las buenas noches. Sólo falta que se acerque un violinista. Cuando se ve a una pareja así, se piensa que o bien son novios o bien él quiere follar. Nadie piensa en vínculos familiares, amistad u otras opciones. Lo que tiene el pensamiento automático, es que no te hace trabajar, y además es un paraíso para los prejuicios. Por eso es tan popular: te hace creer que entiendes (controlas) el mundo y sus códigos, ofrece ilusión de seguridad.
Por eso tu hijo aún no te ha dicho que es gay.
Por eso tu pareja no te ha pedido el divorcio.
Por eso nunca te dijo que no quería tener hijos.
Por eso tus padres y tus abuelos no saben lo egoístas que han sido.
Por eso tu vida es un calco de casi todas las demás.
O no por eso. Pero no nos engañemos, la posibilidad de que sea por eso es altamente probable. A eso sirve la gente con tal de no tener que dar explicaciones. Pensamiento automático. Encajar en el prejuicio de los demás siempre funciona.
La cuenta, pagada a medias, nos ha desplumado. Me siento obligado a acompañarla a su casa. No es que lo comentemos. No sé si es caballeroso o machista (ahora es difícil saberlo), pero surge sobre todo de una forma “natural”.
Para no pensar en el momento incómodo ante su puerta o portal, le cuento el episodio personal más escabroso.
Puede que no escabroso, quizá simplemente humillante, lo suficientemente humillante, y finalmente trágico. Es la historia de un amigo calvo.
Cuando eres muy joven, no es raro tener muchos amigos, o muchos conocidos, mucho daño colateral. Estás rodeado, y no todo el mundo te va a caer muy bien; puede que incluso haya quien te caiga muy mal. Nuestro amigo calvo tenía novia desde los quince años. Su novia nos caía fenomenal a todos, daba gusto estar con ella, verla y conversar.
Daban la sensación de ser una pareja malamente unida por los sentimientos. Suena a paradoja; pero se conocieron tan jóvenes y compartieron tantas crisis y primeras veces, que luego ya parecía una gran incongruencia separarse. Ni tan siquiera plantearse lo que querían.
Él comenzó a perder pelo desde los dieciocho. Hay tíos a los que les pasa que simplemente bromean y se resignan, y hay otros que niegan su realidad. Cualquier opción es respetable. Deja que tu calva brille, o ponte peluquín, o haz lo que hizo nuestro amigo calvo. Él decidió invertir en ello. A los veintisiete años comenzó con un proceso de injertos. Algo mucho más aparatoso y asqueroso de lo que pensábamos. Acudió a cierta clínica especializada. Fuimos viendo cómo evolucionaba. No le podías decir nada, pero era claramente pelo de muñeca, incluso siendo pelo natural extraído de otras zonas. Al parecer se arranca del modo adecuado, y luego se “cultiva” en la calva. Algo por el estilo. Conllevaba varias sesiones y mucho tiempo y paciencia. Tiende a quedar horrible, o como mínimo extraño, notas que hay algo fuera de lugar. Es una de esas cosas pensadas para engañar que no te engañan ni a cincuenta metros en la calle. Se hace para disimular, y si gritaras a pleno pulmón hasta perder la voz, no llamarías más la atención.
Sin embargo, él tenía derecho a intentarlo. En cierta manera daba ternura, y su novia le apoyaba. No había nada inexplicable en ello, ni tampoco maldad. Sí algo de cachondeo cuando no estaban delante. No has conocido gente si no te has burlado de gente a sus espaldas. Puedes hacer una larga lista de motivos perfectamente justificados para convertirte en un ermitaño.
La verdad es que nunca me dio sensación de progreso capilar. Puede que fuera porque no llegamos a ver el resultado final.
Es mejor especificar cuánto quería este muchacho a su novia. En teoría era mutuo, pero en cualquier caso no se trata de culpabilizar a nadie en modo alguno. A nadie presente, al menos. Cuando no estaban, comentábamos en trazo grueso lo impresionante que le había sentado ser adulta a ella, y el alfeñique en que se había convertido él. La calva era lo de menos. Si ella era una gacela, él era un nanas de fregar los platos.
Llegamos a especular cómo de terrible sería para él que ella le dejara. Luego lo llegamos a ver. Aunque tiene más desarrollo.
Nos fuimos de viaje. Cinco tíos palurdos en Londres. Era un “viaje de tíos”. Alguien lo decidió así porque su pareja tenía otro compromiso. Éramos cuatro y nuestro amigo calvo. Hicimos toda ruta turística conocida. Si te acercabas mucho a su calva podías ver los puntitos rojos de los injertos, parecía pelo púbico rapado al dos. La mayoría del tiempo llevaba gorro o gorra. Hablamos inglés cavernario para pedir cerveza o preguntar dónde estaban los servicios. Hacíamos comentarios misóginos y contábamos chistes machistas. Hablábamos mal de todo conocido no presente. Fuimos a un par de garitos nocturnos. Hicimos botellón en Trafalgar Square hasta que nos llamaron la atención. Gastamos dinero en muñecos de Star Wars. Una noche nuestro amigo calvo lloró en su cama a oscuras sin comentar luego nada al respecto. Al día siguiente las vibraciones no eran positivas; el viaje de tres días se quedó en dos. Cogimos un vuelo y nos volvimos. Nuestro amigo calvo nos dijo si queríamos ir a su casa a cenar esa noche. Sonaba incongruente, pero su humor parecía restablecido.
Nadie había informado a nadie. Todo fue impulsivo y no había motivo aparente.
Nada más abrir la puerta, se podía oír todo. En el mismo salón, sobre el sillón de tres plazas, la novia de toda la vida de nuestro calvo, montaba a un desconocido. Nos vio y al principio se detuvo, pero luego continuó.
Continuó (continuó…) y nosotros no nos fuimos. Agarramos al afectado (que no dejaba de gritar sobre zorras y putas) y fuimos a la cocina. Cerramos la puerta. No es que el problema dejara de oírse. Nos miramos entre nosotros mientras intentábamos calmar la situación. El tío al que se estaba follando ella sin parar, era totalmente calvo, debía tener unos cincuenta años y poseía una espectacular barriga. Nuestro colega no dejaba de gritar, luego susurraba, luego amenazaba. Dada la reacción de ella al vernos, le hubiese preguntado si él le había hecho algo a ella antes, como ponerle los cuernos (y eso en el mejor de los casos). Pero había todo tipo de cuchillos cerca. No voy maquillarlo, aquello era una putada, pero si no era tu putada, en el momento resultaba de lo más emocionante. La mayoría de gente se muere sin tener una historia así para contar. Así eran ellos y así era yo. No estuvimos poco tiempo en aquella cocina. Nadie interrumpió nada. Fue una larga jornada a caballo y nosotros oímos todo el trayecto. Creo que eso sólo la excito más. Nos turnábamos para la contención y que nadie hiciera ninguna tontería. Pero no se puede frenar a alguien indefinidamente. Cuando el jinete llegó al poblado, dejó ir al caballo y dio unos toquecitos en la puerta. Abrimos, frenamos entre todos la embestida del cornudo. No podíamos irnos sin que uno de los dos tomara una decisión. Al final la tomó él. Le ayudamos a hacer dos maletas. Ella no dio ninguna explicación. Ni siquiera se puso la ropa. Nadie la increpó, era evidente que no conocíamos toda la historia. Era importante que el amante fuera calvo. Era decisivo que ella fuera cruel. Era obvio que nada era gratuito.
Tres días después él abrió mansamente la ventana de su hotel, un quinto piso con vistas.
Decido dejar ahí la historia, aunque el funeral tampoco necesitó pan. Pero estamos ante la puerta de la ya no tan desconocida. No hay mucho que hacer, excepto sentirse algo violento. Tras un minuto de masticable titubeo, me comenta algo sobre una “casa encantada” no muy lejana. Dice que se puede ir andando.
Lo hacemos.
Es una media hora a pie, cerca de un polígono industrial.
Hay una ventana rota un tanto alta, pero se puede entrar por ella haciendo un esfuerzo. Ella es bastante bajita, me dice que la aúpe. La agarro y acabo con su culo en mi cara. Por la acera, contra todo pronóstico, viene una familia nuclear. Supongo que es lo suficientemente temprano, deben tener una cita. Nos miran, pero no dicen nada. A mí me da la risa. Ella dice:
–Aquí no se ve nada, ¿me puedes sacar el móvil del bolsillo?