Archivo por meses: marzo 2018

20 propiedades del limón (20 de 20) – Como un hombre

Si tienes pareja, y si –aunque sutilmente– te presiona para que conozcas a sus padres, tu mente se desata. Si usas más de la cuenta la cabeza, tropiezas con trampas existenciales. No sé bien a qué me refiero con lo de usar más de la cuenta la cabeza, pero estoy seguro de que mucha gente lo tiene claro.
Figúrate que tu “suegro”, por lo que has oído, es un gilipollas. El perfil ideal para la supervivencia in extremis. Lo de currar para nunca ganar, lo de no hacerse preguntas, ese tipo de cosas.
Quiero que quede claro que todo esto le pasó a un amigo. Ni siquiera eso, era más bien un conocido. Amigo de un amigo. Me da igual lo que penséis.
La madre de ella era la madre de toda la vida. Aún no era de esas madres que hacen malabares con la rutina y fardan de novio “cocinero”. Era una mujer sufrida empantanada en el océano machista habitual. Ese entorno en el que se hacen bromas sobre las “obligaciones” de la mujer, y donde esas bromas no hacen más que describir la realidad del día a día. La mujer institucionalizada en casa igual que el anciano de Cadena perpetua en la cárcel.
Ella te trata muy bien, asiente y ve el lado positivo, está acostumbrada a ello. No encaja en el perfil cacareado de la suegra entrometida y estúpida. Podrías haber cumplido condena por asesinato, y ella te ofrecería repetir plato.
El padre te ve demasiado rebuscado y poco práctico para su hija. No valora tus proyectos como viables. No has heredado el negocio (la vida, la actitud) de tu padre, has visitado el Inem un par de veces. De modo que te conviertes automáticamente en sospechoso.
Comienzas a hablar poco. El ambiente se vuelve tenso. En determinado momento dices algo parecido a que no te importa mucho el dinero. Dices algo sobre que todos nos vamos a morir, aunque nos portemos de maravilla con nuestros jefes. Es luego cuando ves un crucifijo en la pared cerca de la tele. Respetas todas las creencias, aseguras, pero añades que tú no crees.
No es que este ambiente tuviese que ser necesariamente alarmante. Hay gente que se limita a fingir que te acepta, y luego te ponen verde cuando has salido por la puerta. Pero por desgracia no fue el caso.
Eso cuenta la leyenda, al menos; una historia que ha pasado a los anales de las epopeyas sobre chicos que van a conocer a los padres de su novia. Algo que a mí me gusta convertir más bien en aparatosa anécdota.
No es por asustar al recurrente chaval de diecisiete años que se ha prendado de una compañera de clase; pero es importante entender que esa chica no vendrá sólo con su ropa interior perfumada y horas y horas de sexo y conversaciones edulcoradas; esa chica tendrá padres, amigos, lastre, útero, cientos de tardes de compromiso, abuelas aún vivas, algún sobrinito, etc. Esa chica, para tu desgracia, no viene nunca sola. Tendrás que hacer el papel, o tendrás que ser tú mismo. Y esa elección, por más sociable que seas, nunca es lo que se dice fácil.

Sin haberte dado cuenta, ya estabas en el suelo, tu nariz sangrando. Habías dicho algo sobre sexo, porque ya te estabas hartando de las indirectas constantes de ese tío; así que incluiste de alguna manera a su hija y el sexo en la misma frase. Con otros ánimos, la cosa podría no haber pasado de un momento incómodo, pero ese hombre deseaba claramente tu desaparición. No quería matarte, pero sí que te pasara algo, que, de algún modo, te tragara la tierra. Un coma, una salida a por tabaco sin retorno, otra chica… Quería que dejaras de estar presente en su órbita.
Lo que cuentan las crónicas negras, es que te levantaste y descargaste tu puño derecho en su mandíbula. Era un tío cercano a los sesenta años; puede que ya no muy joven, pero enérgico, saludable y muy conservador. Alguien claramente peligroso. Tenías que defenderte. Hay habladurías que exageran o tergiversan lo que pasó, rumores morbosos facilones como que maniataste a sus padres y tuviste sexo delante de ellos con su hija. Pero todo apunta a que tú y el viejo os revolcasteis por el suelo, en una maraña de golpes e insultos.
Acusabas al tipo de homosexual, porque sabías que era un homófobo de pacotilla. Le decías que si no salía del armario ya, acabaría atragantándose con su yo auténtico.
Nadie sabe cuánto duró esa fase de lucha libre entre sillas y comida, pero luego vino lo de la ventana. En algún momento adoptasteis algún tipo de posición de luchador amateur. Quizá os poníais en guardia en pantomima de boxeador. Le empujaste. Hay diferentes versiones sobre cómo reaccionaban tu novia y su madre a lo que estaba pasando. Hay quien dice que llamaron a la policía enseguida. Otros que tu novia intentaba separarte de su padre. Otros dicen que se marcharon del piso a buscar ayuda, pero no se conoce que ningún vecino interviniera en ese sentido.
El padre cayó desde el segundo piso sobre un toldo y luego un coche de forma ovalada. Quizá un Twingo. Quedó dolorido, pero se incorporó y te gritó que eras una nenaza, y que seguro que no tenías huevos de bajar a la calle y pelear como un hombre. Nunca habías pensado que hacer nada “como un hombre” tuviese sentido o pudiese no ser una torpeza, pero lo que cuentan es que bajaste a su encuentro. Te pilló por sorpresa justo al salir del portal. Te cogió por el cuello. No podías desasirte. En ese momento, quizá sí o quizá no, se comenzó a oír la sirena de la policía. Quizá tu novia y su madre os gritaban desde la ventana que paraseis de hacer el burro. El dueño del posible Twingo, salió de su casa a inspeccionar el techo de su coche. Se puso a gritar como un energúmeno. Ni os disteis cuenta; te zafaste y rodeaste con los brazos a tu “suegro”, intentando derribarlo. No tenía heridas visibles de la caída. Se revolvía como algún tipo de mamífero extinto, te sentías como luchando contra el eslabón perdido. Quizá en parte lo era, algún tipo de criatura de transición, hueco y consumidor compulsivo de fútbol. El tío del Twingo estaba maniobrando con el coche para alejarlo de allí. Cruzaste la calle, le gritaste al viejo que su hija estaba embarazada. Era mentira, pero él vino a por ti en el momento adecuado.
Le pasaron las cuatro ruedas por encima. Incluso parecía que una le había pisado la cabeza. Lo lógico hubiese sido que quedara inconsciente. O muerto. (O roto.) Pero se levantó poco a poco. Sangraba con profusión por un ojo que, al parecer, se le había reventado. Aquí algunos cuentan que un coche patrulla llegó y, al no entender los dos agentes lo que veían, se limitaron a llamar refuerzos. Te quedaste donde estabas. Unos dicen que finalmente te aniquiló con sus propias manos; otros que te exiliaste; algunos se atreven a asegurar que en realidad todo se calmó, que te acabaste casando con tu novia, y que su padre la llevó al altar con un ojo de cristal.
Sólo en una cosa están todos de acuerdo. Ese tío volvió al trabajo al día siguiente. Ese tío vio el siguiente partido de liga de su equipo. Continuó pagando impuestos. Volvió a roncar despertando cada noche a su mujer. Volvió a votar en las siguientes elecciones. Volvió a no planchar jamás una camisa. Ese tío continuaría existiendo aún durante mucho tiempo. ¿Y tú? Tú más valía que simplemente te quitaras de en medio.

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20 propiedades del limón (19 de 20) – Muérete

La gente se preguntaba quién había sido. Habían empujado a un buen chaval de sexto curso. Bajó aparatosamente un largo tramo de escaleras en el colegio, incluso se dejó dos dientes. Estaba en el hospital, tenía algunas lesiones graves.
En realidad no era un buen chaval, pero no soy quién para tener una opinión objetiva. O quizá sí. En cualquier caso, lo que importa es que en general la gente creía que era un buen chaval, carismático, gracioso para las chicas, convincente para el profesorado. Un chaval con visibilidad. Más o menos lo contrario a mí, a casi todos.
Este muchacho brillante y seductor, le daba a todos los palos. Y también se acabó juntando con el grupito que hacía bullying aquí y allá. Un bullying, por así decirlo, controlado. Nada de lo que preocuparse en los años noventa. Los niños no solo encierran a otros niños en lavabos o les roban la ropa en el vestuario, no juegan siempre a extremos, como darte de hostias o escupirte en la boca mientras otros te sujetan.
También trabajan la humillación verbal. Con “sutilezas”, sin necesidad de gritos, ni siquiera amenazas. Es un desgaste gradual, día a día (y pasas MUCHOS días en el puñetero colegio), te inyectan un veneno en dosis minúsculas, pero tremendamente efectivas.
No había respuesta posible ante eso. O sí, pero si intentabas vacilarles o rebotarte, te parecías ridículo a ti mismo. Te callabas, eras un niño.
No sólo era muy difícil responder a esa dinámica, además, concluí (cosa que sigo pensando) que es imposible eliminarla. Solo se puede controlar hasta cierto punto, y a veces ni eso. Comprendí ya de crío que las relaciones humanas son como son, y que eso no se ha arreglado jamás, ni se va a arreglar. Sólo te queda rezar para que tu hijo (o hija), influido por su entorno ajeno a ti, no se convierta en acosador ni en acosado, y se mantenga en una posición neutra de espectador, que parece ser el máximo realista al que se puede aspirar en términos de no violencia. Puedes intervenir puntualmente, pero nunca solucionarás el problema global, esencial.
Luego siempre habrá gente que protestará, con más o menos torpeza. Benditos sean, pero al final las cosas son como son. Contexto, conciencia, animales. Incluso un activista es un mamífero, y quizá la mayor dignidad sea no pecar de una fanfarronería que no te puedes permitir.
No podía articular todo esto entonces, pero lo sentía, sabía que los años de colegio serían siempre así. En la vida adulta las cosas no cambiarían, pero sí el contexto; amistades más elegidas, contacto humano más filtrado. Pero a poco que salgas de casa, tarde o temprano tendrás que soportar a un gilipollas, puede que alguna vez a un gilipollas violento. El viento sopla, los árboles florecen, los gilipollas respiran. Todo forma parte del mismo principio, incluso con la conciencia de por medio.
Puedes comer todo el tofu que quieras, pero tu verdadero yo sale a relucir cuando matas mentalmente a alguien que te ha hecho la pirula en la carretera, aunque fueras camino de una perrera para adoptar al chucho más viejo y feo.
Aunque sepas que tú controlas perfectamente tus impulsos violentos, pretender que eso un día será así en TODAS las personas, es creer que el pollo es dieta vegetariana.

El buen chaval se juntaba con un tarado y dos niñas que se dedicaban a sacarles motes a todos, y eso si tenías suerte. El mote era lo mínimo. Sabía de muchas de sus marranadas, un día vi cómo arrinconaban a un niño en el gimnasio, y le decían:
–¿Te sientes humillado? ¿Eh? ¿Te sientes humillado?
Vocalizaban como si hubieran escuchado la frase en una película. Continuaron así hasta que el crío comenzó a lloriquear, y entonces le dejaron salir corriendo.
Casi nunca intervenía nadie. Los únicos que lo hacían eran los profesores, porque podían, eran la imagen (y el físico) de la autoridad. Casi con toda seguridad no intervendrían en una pelea de bar para separar a nadie. En el colegio actuaba la jerarquía, quizá su única vertiente auténticamente útil: parar puntualmente a los abusones.
Lo que yo veía es que maltratar les hacía sentir bien, superiores. El buen chaval quería sentir eso también. No quería conformarse con la parte aceptable del pastel.
El abusón principal se dedicaba sólo a eso, cada día buscaba una víctima distinta. Las niñas comenzaron a ir con él en cuarto curso. Iban siempre juntas, eran endiabladamente guapas, y parecía natural que acabaran por unirse al gilipollas oficial. Les gustaba sentirse duras por contraste con el resto de crías, que tendían más a la timidez o una feminidad que ellas despreciaban.

Yo nunca había tenido ningún roce grave con ellos. Hasta que una tarde me quedé veinte minutos más en clase. Era una especie de castigo, tenía que terminar deberes que no había hecho para ese día.
Nadie se quedó conmigo, tampoco el profesor. Solo de vez en cuando alguien correteaba por el pasillo. Los portones del colegio no se cerraban hasta las siete. Había críos haciendo predeporte, entrenando, armando ruido en los patios.
Vi con no poca inquietud que de pronto entraban ellos en clase. El buen chaval, el chaval tarado y las guapas “convertidas” a la estupidez. Realmente se sentían más poderosas; hacía apenas un año te miraban como corderos degollados para pedirte prestado un lápiz, ahora no sonreían en clase a menos que alguien lo pasara mal. Tenían una idea sobre lo mucho que habían madurado, creo que lo interpretaban así.
Me comenzaron a hablar entre todos. Sobre mis notas, sobre mis padres (sobre lo «viejos» que eran), sobre qué pasó tal día o tal otro. Todo con la única intención de hacerme sentir lo peor posible.
Y lo lograron, por supuesto. No hacía falta que tuvieran razón. No es que estuvieran trabajando la verdad, no tenían intención alguna de “ponerme en mi sitio”· Simplemente estaba solo, y eso les dejaba vía libre. Podría haber sido cualquier otro alumno. Yo no les contestaba, sólo esperaba a que se largasen.
Pasaron al menos media hora allí, por momentos ni me hacían caso, pero sabían que me aterraba su sola presencia. Antes de irse, me tiraron al suelo todo lo que tenía en el pupitre. Lo pisaron y se fueron sin prisa. No paraban de decir:
–¡Está a punto de llorar!
Fue un mal rato, me sentía furioso. Pero a los pocos segundos me sentí relativamente seguro.
No sabía por qué, pero el que peor me caía era el “buena chaval”. Porque él sí era respetado. Él podía hacer lo que quisiera. El tarado ya tenía fama de tarado, y esas niñas en el fondo habían sido así desde que aún se meaban en la cama. Todo el mundo sabía eso. Y sin embargo todo el mundo creía que el buen chaval era de verdad un buen chaval. Buen estudiante, deportista, incluso altruista. Y joder, ahora también hacía bullying. Hasta las profesoras humedecían las docentes bragas.
Cuando por fin terminé los deberes, lo metí todo en la mochila y me dispuse a salir. Vi que alguien gritaba en busca de alguien por los pasillos.
Era él, estaba solo, quieto ante las escaleras.

A veces me gusta pensar que todo el mundo lo supo, pero que creyeron más correcto decir que no. Yo no había solucionado nada, pero me gusta pensar que lo que pasó se instrumentalizó a modo de advertencia.
Un procedimiento relativamente elegante de silencios.
La gente conocía los tránsitos y sabían que yo me había quedado esa tarde castigado. No era difícil culparme, interrogarme, pero no lo hicieron.
No puedo negar que fue un auténtico placer. Lo cierto es que no me pudo ver. Le empujé tan fuerte (dije: “muérete”) por la espalda, que voló sobre algunos peldaños. Oí cómo crujían los huesos que se le rompieron al caer, cómo su cabeza rebotaba, los clac de su cráneo. En ese momento no era yo mismo; o bien lo era más que nunca, como ser humano.
Quedó inconsciente, pasé por su lado, me sentía muy bien, y luego entumecido, pero ya no asustado.
El bullying no se erradicó en el colegio, pero sí ese año en esa clase. Nadie volvió a acorralar y humillar a nadie. Era como si ahora pensasen que había un auténtico loco suelto, y que estaba atento a los matones. Estaban equivocados, pero todo fue cierto.

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20 propiedades del limón (18 de 20) – La persona que sabes

Un día la conociste y nunca se ha ido.
Las variables por las que no estás con esa persona pueden ser lo suficientemente aparatosas o vergonzosas como para no querer detallarlas. Pero quieres soltar lastre, así que lo encriptas todo, esperando no convertirlo en mero entretenimiento. Esto no pueden ser puertas que se abren y cierran con personajes entrando y saliendo, soltando réplicas y contrarréplicas pretendidamente graciosas. Tampoco hace falta ser especialmente rebuscado, ni tan siquiera ingenioso. Sólo lo suficientemente sincero desde la ambigüedad o la mentira.
La verdad no suele ser efectiva para transmitir lo que se siente. Puede que en un juicio sujeto a determinados hechos. Pero no aquí.
La verdad tiende a ser pura subjetividad, y también burda, irrespetuosa. Puedes ser totalmente sincero y estar totalmente equivocado. Contar lo que pasó es muchas veces la peor forma de intentar explicarse.
Un libro de ficción o un buen poema acostumbran a ser mejores para informarse que un telediario. Al menos con las cosas importantes.
Pretender entender el mundo con datos es la forma de ingenuidad más respetada.
No es fácil plantarle cara a eso. No es sencillo asumir que la naturaleza o la existencia no encajan necesariamente con lo políticamente correcto. El ser humano es la especie más arrogante con diferencia. Pero al final no va a salvar nada ni a nadie, tampoco a sí mismo. El final de la historia es que nosotros perdemos.
La gracia está en el desarrollo, y también la desgracia.
La gente parece perdida, ahora sobre todo la que siempre ha estado segura de su discurso bienhechor. Ahora necesitan cámaras de eco para sentirse cómodos, eliminar las opiniones discrepantes y quedarse sólo con iguales, o mejor aún, con los que se limitan a seguirles y repetir el sermón.
Hasta esa gente sabe en el fondo que las cosas no son así. Que a veces las cosas son jodidas que te cagas, inasumibles. Que veces te sientes así o asá, y no es racional, pero es inevitable. Que la utopía que dicen perseguir es imposible.
Esa gente cree de verdad que todo se puede elegir. Creen que en la vida todo es construcción social. No creen ser animales, o sí, pero sólo en teoría; es curioso que a su vez suelan presumir de amar a los animales, cuando ellos reniegan tanto de esa parte de sí mismos.
Esa gente, si supiera que un día conociste a una persona y luego nunca se fue, se lo llevaría a la broma, o al cinismo. O pensarían que eres peligroso, o que estás fuera de ti misma. Esa gente, esa gente que no conoció a la persona precisa. Que creen tener el control y saber señalar el mal, y que presumen del “bien”, incluso a veces lo rentabilizan.
Ese ser de luz al que un arbusto con forma antropomórfica podría atizar con una novela romántica, hasta dejar sólo pulpa roja en el asfalto.

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20 propiedades del limón (17 de 20) – Entre pitillos

Nunca me he sentado a escribir la lista de la compra. Voy de memoria. Y tengo una memoria espantosa.
No me dan ninguna envidia las idiosincrasias de las parejas, sobre todo las más estables. Esa obsesión por ciertos detalles, esas conversaciones, esas discusiones gratuitas que me cuesta mucho imaginar a nadie teniendo consigo mismo.
Y no me atrae en absoluto la paternidad.
No hablo sobre ciertas intimidades, no quiero convertirlas en anécdotas, ni trivializarlas, no quiero presentarlas como currículum. Me da nauseas cómo mucha gente habla de sexo, contabilizando “humildemente” sus medallas.
Creo firmemente en que los hijos nacen a veces del ansia de algunos por demostrar que una vez echaron un polvo.
Creo que es mejor que el cacao deje grumo.
Creo en los secretos bien administrados.
No creo en la gente transparente, tienen demasiados secretos.
Una vez salí de una cafetería para poder fumar (una de tantas). Creo que estaba un poco mosqueado. Me fumé el pitillo en unas cuatro caladas, con ansia. Luego, al volver a entrar al local, me sentía mareado de cojones. Era relativamente raro, fumo todos los días.
Creo en el tabaco.
No creo en la gente aparentemente extremista para con el cuidado de su cuerpo o su entorno. Suele haber un eco narcisista en ello. Operan de determinada manera en el trato con los demás; luego les imagino sin esfuerzo mezclando la basura, yendo y viniendo del veganismo. Un torbellino de supuesta conciencia. Ahora hay mucha gente así. Quieren mejorar el mundo (o eso aseguran), pero no pocos lo hacen a base de enterrarte en moralina de marca blanca. Parece ser que la superioridad moral te ofrece un colocón flipante, tío.
No creo que ellos crean que es una cuestión de conciencia; creo que intuyen que suele ser una cuestión de estilo. En los ochenta llevaban hombreras; ahora comen en un vegetariano.
No creo en las chapas, ni en los brazaletes, ni en la insignias, ni en cualquier cosa que se asemeje a una bandera, escudo o símbolo ideológico.
No creo ni de broma en la militancia. Me parece el atajo más directo hacia la información parcial, el sectarismo y la ignorancia basada en la retórica.
No creo en las conclusiones fáciles y cómodas, sobre todo cuando el problema es histórico, enorme y difuso.
La derecha trata de estúpidas a las personas; la izquierda les ofrece un chupete, un sonajero y un discurso mullido. Lemas para los colectivos oprimidos (las soluciones son otro cantar).
No creo en las explicaciones cortas y cerradas.
Creo en los problemas, en su evolución, en su complejidad. No creo en entes casi etéreos como el Patriarcado, ya no. Esos entes tan difíciles de demostrar como de refutar. No creo en las discusiones estériles, en las que ningún bando quiere llegar a un acuerdo, sólo revolcarse en el barro.
No creo en la gente que usa la política como entretenimiento.
No creo en las inercias tribales. Creo que la unidad no está haciendo la fuerza porque la gente que dice unirse no hace más que separar a todo el mundo.
No creo en la coprofagia, aunque la idea de la lluvia dorada a veces me tienta.
No creo demasiado en mí mismo.
Creo que necesito otro pitillo.

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20 propiedades del limón (16 de 20) – Trompas

Supongo que era un sueño. Estaba en La vecina de al lado. Dentro de la película, a varios niveles. Hablaba con los protagonistas y me entendían, todos dialogábamos en un fluido castellano. Estábamos sentados en los peldaños de entrada a la casa de Matthew (Emile Hirsch), ya de noche, aunque iluminados por una luz del set de rodaje. Estaba él y también estaba Elisha Cuthbert, que nos ponía nerviosos a ambos con su sola presencia. Hay personas que crees sólo te harían caso en cierto sentido si lograras reunir las siete Bolas de Dragón.
–Las cosas nos van bien por aquí –dijo Emile.
–¿Por aquí?
¿Por aquí?
–Por aquí, en las pelis de la década de los 2000. El estándar ha bajado.
–Eso es seguro –dijo Elisha–, pronto seremos de culto.
Pensé en universos paralelos donde los actores se quedan atrapados rodando (viviendo) una y otra vez la misma película, satisfechos.
–Esta es la escena del primer encuentro –decía Emile –, es importante.
–Siempre lo es –agregó Elisha, mirando al cielo, vehemente, convencida.
Es la escena en que Matthew sale un momento a sacar la basura, y ve por primera vez a Danielle, su nueva vecina, caminando provocativa por defecto desde su coche deportivo hasta su casa.

Más tarde, en la escena de la fiesta, sin comerlo pero bebiéndolo, me veo con un vaso de plástico en la mano. Un ponche muy sobrecargado que en realidad es zumo de uva. Llevo ropa de 2004 que aún atufa a años noventa. Es la escena del beso. La repiten una y otra vez. Yo me fijo en la bragueta de Emile, buscando un bulto, descontrol, pero es todo un profesional.
Un tipo de figuración me dice:
–Todos están cada vez más contentos, pero la peli sigue sin ser nada del otro mundo, ¿verdad?
–Bueno –digo–, hay que reconocer que el estándar ha bajado.
–Oh, “el estándar ha bajado”, ahora no oigo otra cosa. Cuando la vi en su día pensé: qué buenos primeros diez minutos desperdiciados con una trama en la industria del porno que no se cree ni el director. La chica es muy mona, pero actuar es parecer otra cosa, ella no parece ninguna actriz porno, parece una actriz buscando su oportunidad fuera de la serie 24.
Tras varias tomas y conversaciones técnicas, la escena se da por terminada.
Veo de repente en el set un bebé elefante. No recuerdo ninguna escena que incluyera un bebé elefante. Veo que Elisha corre hacia él y lo abraza. El equipo parece montar una celebración en torno al animal. Ha terminado la jornada de rodaje. Una chica de figuración me dice:
–El bebé elefante. Si no viene al rodaje no hay rodaje. Estoy harta de escuchar chistes que incluyen trompas, Elisha Cuthbert y 24.
Me siento en el césped, con esa sensación de desapego, como si estuviera a punto de despertar. De golpe el elefante está a mi lado. Se sienta sobre su culo.
Dice:
–¿Eres nuevo?
Habla como si un trombón hablara.
Le digo que no lo sé.
–¿Te gusta la peli?
Le digo que me gusta mucho más ahora que cuando se estrenó.
–El estándar ha bajado.
Ya. Eso dicen.
–¿Te gusta ella?
–Sí. Ella es muy guapa.
–La conocí muy lejos de aquí, ¿sabes?
–Lo imagino.
–No. No te haces una idea… Creo que es la definitiva. Cada vez que la veo pienso en crías de elefante y una casa con valla blanca.
–Una vaya blanca.
–Todo el mundo quiere una valla blanca, incluso esos tíos, los técnicos tatuados, los hijos de la FP. Esos follarines. Siempre tengo que estar pendiente de ellos.
–Entiendo.
–No, no es que no me fie de ella, pero un hombre tiene que mirar por lo suyo, ¿verdad?
Aparece la chica de figuración de antes, parece colocada, y no de zumo de uva. Le grita al bebé elefante:
–¡Tú no eres un hombre!
–¿Qué? ¡Y tú sólo eres una figurante!
–Chicos… –murmuro.
Elisha Cuthbert llega, muy seria, y el elefante se incorpora. Ella lo monta, y comienzan a alejarse lentamente. La chica vuelve a gritar.
–¡Tú no eres un hombre!
Luke Greenfield, director de la película, responde apareciendo de repente y pegándole un puñetazo en la cara. La muchacha queda inconsciente en el suelo. Luke mira cómo Elisha y el bebé se alejan con parsimonia. Observo que tiene los ojos bañados en lágrimas, y un bulto en el pantalón.

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20 propiedades del limón (15 de 20) – Sin pena ni gloria

El chaval me dijo que yo podía hacer de cámara, que eso podía hacerlo cualquiera (dejando claro que lo suyo no). Yo estaba poco predispuesto a tomar decisiones, lidiando con un bajón que no sé hasta qué punto se podía distinguir de la depresión. Él era uno de esos chavales que mueren jóvenes. Y no me refiero a estrellas del rock o figuras con algo llamado: legado. Me refiero a idiotas a secas, a tontos del culo, capullos que no valoran la vida a ningún nivel, o que son tan rematadamente imbéciles que creen que a los veinte años no se muere, que las balas te rebotan o el suelo se vuelve mullido en el momento adecuado.
Le dije que sí, cedí casi por no comparecencia.
Se iba a colgar a pulso desde una estructura metálica de la azotea de un rascacielos de Periferia.
Pasé de hacerle las preguntas que él quería que le hiciera, sobre lo peligroso que era y demás discursos maternales. No quería engordar más su ego.
También hay gente que hace salto base; si no quieren que nadie se compadezca de ellos por morir jóvenes, es esencialmente su problema, ¿no? No mueres tan fácilmente reventado contra la falda de una colina. Tienes que encadenar decenas de decisiones de auténtico flipado. Eres un tío “echao palante”, puede que te hincharas a follar en el erasmus, pero no vas a llegar a los treinta. Enhorabuena, otros soportaremos esa crisis.
Qué se le va a hacer, no todos podemos ser un anuncio de Nike.

Me dio algunas indicaciones, me dijo cómo se colaba uno en un edificio lleno de empresas aunque con escasa seguridad. Era sábado por la tarde, se convirtió en una pequeña aventura. Había conocido al chaval un par de meses antes. Yo no tenía muy claro por qué le caía bien. Creo que no era exactamente eso, supongo que debía intuir parte de mi opinión. Le debí dar pie. Ahora creo que me quería demostrar algo. Él decía que yo No Lo Entendía, y que cuando lo viera, todo tendría sentido.
Ya estando arriba, me sorprendió su calma, pero sobre todo la mía. Yo no suelo hacer estas cosas. Y con estas cosas no me refiero a bailar en las cornisas, me refiero a tener amistad con la gente que hace estas cosas. Puedes acabar muy mal junto a alguien que siempre ve el vaso medio lleno. Son los cantos de sirena más peligrosos. Esta gente te puede acabar cayendo bien, y acabas cayendo con un arnés desde vete a saber dónde. Tu vida pendiendo de una visita a Decathlon.
Y eso en el mejor de los casos.
Está bien, pensé, lo voy a decir.
–¿No tendría más sentido hacer lo mismo pero con un sistema de seguridad?
Me dijo lo de siempre, que lo que pasaba es que yo aún no lo entendía.
Comenzó a hacer el gilipollas desde el principio, se acercaba a las zonas más peligrosas y comenzaba juguetear en el borde. Yo lo grababa todo. Él miraba a cámara como el experto en encajar en un anuncio-juvenil-que-siempre-incluye-pelo-afro que era.
Un surfero de asfalto. De vez en cuando, sólo de la alegría de ser él mismo, gritaba algo como:
¡¡Yuhuuuuu!!
Yo fingía intentar fingir profesionalidad con la cámara. Que él se regalara, yo sólo era el ojo habitual, esperando el momento, rodando para Coca-Cola: esto también es el entusiasmo, podría ser un nuevo spot. He aquí a un soplapollas, ellos también tienen sed y andan sueltos por ahí en verano. Fijaos en su pelo rubio, su mechones ondulados. Hace que te den ganas de comer melón en la playa.
No me tensaba el que nos pudieran pillar, no tenía ánimo para preocuparme. No me era emocionante o extraordinario. Me sentía como dentro de un video de youtube. Adelante con ello, dale al play. La ociosidad se regodea.
El tipo comenzó a caminar por esa estructura metálica, una suerte de grúa de tamaño mediano. Ninguno de los dos conocía su utilidad, y uno de los dos sólo usaba las cosas para una cosa.
Primero se comenzó a colgar con los dos brazos. Me gritaba que no dejase de grabar. Me acerqué todo lo que pude, tirando de zoom y procurando no decepcionar al Diablo. Comenzó a hacer flexiones de brazos con el vacío debajo. Después se sujetó sólo con una mano.
Y finalmente con ninguna.
Me miró un instante cuando ya era consciente de que iba a caer. El terror, la revelación. Descubrir algo vital cuando ya es tarde. Su mano debió patinar debido a alguna irregularidad del metal. Apenas reaccioné, casi como si ya lo esperara, como si mi presencia hubiera sido clave en la desgracia. Procuré que se viera todo, tuve la suficiente sangre fría, enfoqué en dirección a la calle. El surfero cada vez más pequeño, y luego un punto rojo, setenta pisos más abajo.
Podría haber quien dijera que me regodeé, pero lo tenía todo, no podían acusarme de haber empujado a nadie en ningún sentido.
Me quedé un rato más allí arriba. No subía nadie. Luego oí sirenas, supongo que la ambulancia, la policía.
Y es que a veces la gente no aprende. Y me refiero a mí. Una vez más, me quedé sin entender eso que no entendía.

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20 propiedades del limón (14 de 20) – Aliado

Yo conocí a un ejemplar de lo que ahora llaman: aliado. Era un buen chaval, algo atolondrado, algo esnob. Eso me pareció al principio. La clase de persona cuyo gigantismo de conciencia por las injusticias contrasta con la placidez general de su vida. No dejaba de hablar de sus «privilegios de tío blanco hetero». Estaba especialmente obsesionado con lo que él llamaba «deconstruirse». Parecía incomodarle de verdad la posibilidad de tener una buena vida. Jamás contemplaba que esa posición también era un buen lugar desde el que mejorar, sin la obligación de intentar depreciarse constantemente. Debía medir algo menos de metro setenta, tenía una barba pelirroja siempre perfectamente recortada. Trabajaba haciendo algo dentro de un edificio de cristal.

Una noche el aliado y yo volvíamos caminando a casa. Era sábado, habíamos estado con unas veinte personas en un bar. Puede que fuésemos algo borrachos. Yo tenía un dolor de cabeza atroz, estaba deseando empastillarme.
Me preguntó si yo no me sentía culpable. Me dijo que nosotros éramos dos tíos adultos que podían volver de noche a casa sin miedo de que les intentasen violar. Yo asentía. Me dijo que era importante que revisáramos nuestros privilegios, que los rechazáramos hasta equilibrar la situación. Había puesto el piloto automático argumental. Yo le había conocido hacía más o menos un año. Le consideraba una especie de compañero de bares, de terrazas. Creo que nunca le oí decir algo de cosecha propia, ni tan siquiera construía el discurso a su manera, nunca matizaba, nunca relativizaba, pretendía que hablaba solo con verdades.
Yo asentía.
Y también me preguntaba cómo podíamos revisar el privilegio de volver tranquilos a casa. Quizá debíamos dar un rodeo, buscar las calles chungas. Puede que no nos violaran, pero quizá sí nos limpiaran la cartera. Con un poco de suerte nos darían un navajazo.
No dije nada de todo esto en voz alta.
Este aliado en concreto miraba fijamente a la nada mientras se ponía muy rojo cuando alguien ironizaba.
Está claro que yo no era muy gracioso, y él básicamente consideraba la comedia un peligro.
Mi dolor de cabeza aumentaba mientras él revisaba en voz alta todo su pasado en busca de micromachismos. Dudaba al describirme situaciones en las que le había abierto la puerta a alguien o asumido su género.
Le dije que no se preocupara, que yo dudaba que ese tipo de cosas fuesen el fondo del iceberg de las violaciones. Obviamente no debí decir nada. Con lo bien que se me daba asentir.
Levantó la voz y volcó sobre mí otra vez todo su argumentario, ese que no era suyo. Yo asentí y asentí, pero no puedes volver a meter la pasta de dientes en el tubo.
En las conversaciones en grupo, la discrepancia o duda ajena siempre le resultaba ofensiva. Calculaba el grado de feminismo o moral de los demás a peso, según qué ensayos hubiesen leído o qué expresiones usaran. No contemplaba la bondad o las buenas intenciones como elementos potenciales inherentes al ser humano. Lo más lógico si no alcanzabas cierto grado de erudición teórica, era que acabaras, como mínimo, dándole un cachete a alguien.

Me gustaría hacer una descripción detallada, pero no sé qué demonios pasó. Para cuando era consciente de que la noche se había torcido, ya estaba revolcándome en el suelo con un desconocido. Lo achaco a mi estado de ebriedad, porque creo que de otra forma me hubiera largado a paso ligero.
Yo iba asintiendo y mirando al suelo, haciendo un esfuerzo consciente por no comenzar a sangrar por los oídos. Sí que había visto una pareja en la otra acera, pero nada en ellos me llamó la atención. Cuando me quise dar cuenta, el aliado ya estaba allí, gritando en la cara del tipo, alguien que pesaba y medía el doble que él.
Después de los gritos, comenzó a darle empujones. De tanto en tanto, la miraba a ella y decía:
–Tranquila.
A lo que ella hacía comentarios como:
–¿Tú quién eres?
Crucé la calle al primer puñetazo que encajó el aliado. Él respondió con un puño flácido que impactó como una pelusa en el pecho del tío. El segundo puñetazo derribó al aliado, y no fue el último. El problema era que aunque no sabía pelear, seguía sin callarse. Ahora sé cómo suenan los puñetazos en la vida real, secos y húmedos a un tiempo, un pop apagado que te pone los pelos de punta. La chica se apartó y comenzó a blandir su móvil, decía:
–¡Como no paréis voy a llamar a la policía!
Aferré al tipo desde atrás y le grité al aliado que se «callara la puta boca». El tipo se revolvió contra mí, pero por suerte no se decidió a atizarme, vio la bandera blanca en mis manos extendidas. Me separé de él. Le pregunté por impulso a la chica si le habían hecho algo. A lo que contestó algo como:
–Que os den. Yo me largo.
Tenía la sensación de haber participado en una performance masculina con otros dos tíos más. Desubicados, desorientados, tíos igual de tontos que sus padres y abuelos, a los que el posmodernismo se les estaba haciendo demasiado largo.
Sin añadir nada más, le tapé la boca al aliado y me lo llevé de allí. Era como un pelele. Tenía media cara hinchada, un ojo inyectado en sangre. Fuimos a urgencias y lo despacharon con preguntas incómodas y calmantes. Le acompañé a su casa.

Ya en mi cama, me puse a trastear en el móvil. Vi el nuevo tuit del aliado. Venía acompañado se su foto hecho mierda. Un borracho pretencioso hecho mierda. El texto decía:

Esto va para esos tíos que aún creen que las mujeres exageran cuando dicen que de noche tienen miedo por la calle. Este fue el resultado de pararle los pies a un ACOSADOR, ayer por la noche en Periferia.

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20 propiedades del limón (13 de 20) – Hablar con un profesional

Escúcheme. No se deje una coma. No dibuje pollas con alas, tome nota, aunque luego me recuerde con un embudo en la cabeza. A estas alturas ya me importa poco y menos.
La gente siempre acaba sacando a colación la profesionalidad. Y lo hacen a distintos niveles, aunque sea sin darse cuenta. No solo te dicen que recurras a un profesional, también dejan claro que tú no lo eres, en ningún sentido.
Ellos, obviamente, no lo necesitan.
Ustedes trabajan la condescendencia profesional. Pretenden que son los que logran enviar cohetes al espacio de la sociología. Dicen cosas como “oh, no tenga prisa, esto puede ser un trabajo de años”. No crea que no lo entiendo, también tienen hipotecas que pagar ¿verdad? No crea que le trato de usted con distancia irónica, es pura inercia. Tampoco pienso que todos sean iguales, en todo caso que todos forman parte de la misma mentira. Yo siempre fui el candidato a alumno que un día llega armado a clase. Pero en mi ordenador no encontrará catálogos de armas, puede que de tetas. No quiero hablar en nombre de todos los locos oficiales, pero los de su profesión no tienen el monopolio de la retórica.
¿Sabe cómo les imagino? Imagino un campo de batalla después de la confrontación. Ustedes son los que se pasan a saquear los cadáveres. Supongo que es una forma práctica de vivir las cosas desde fuera.
¿Sabe que soy coleccionista? Acumulo toda la obra de los gurús de la psiquiatría y la autoayuda que se acabaron suicidando. Empiezo a quedarme sin espacio. Leo esos libros con delectación. Es como leer recetas de cocina para el cianuro. Seguro que lo encuentra enfermizo. Si no, me decepcionaría.
No crea que no me doy cuenta, sé que he metido la psiquiatría y la autoayuda en el mismo saco. Pero no se confunda, el target de público es el mismo. La gente elige entre venir a verle a usted o leer “El Secreto”. Creen que usted será más efectivo porque es mucho más caro. La educación capitalista me pirra, hace que las cosas parezcan sencillas; caras, pero sencillas. Yo mismo me paseé por esos pasillos de las librerías. Es como ir a comprar kleenex sin pensar en la masturbación.
Ir a ver a un profesional no es más que una muestra de solvencia económica. Es como ofrecer un rasgo de cordura potencial.
Yo hoy lo dejo, señor. Voy a entregarme a lo que sea que venga, a lo que se presente en mi cabeza. Puede que me enamore. Me abriré. Me gusta ser mediocre, ¿sabe?, me gustaría. Voy a intentarlo de verdad. Iré a cenar con gente, les contaré mis historias aburridas después de escuchar las suyas. Conoceré a alguna muchacha más tranquila e inteligente que yo. Le contaré cómo no ametrallé a mis compañeros de clase, violé a varias chicas y abusé de varios críos. Le explicaré cómo uno no aprende a disparar o añadir somníferos en bebidas o sopas. Le detallaré cómo no manipular a los demás para conseguir favores, ya sea sexo o bienes materiales. Le daré a entender cómo eso tan sencillo es una buena base sobre la que construir. Y seré más sincero que la gran mayoría.
Voy a manejar los ingredientes igual que todos los demás. Pero airearé mis pensamientos oscuros. Los tenderé en el jardín junto a tangas y pieles sintéticas.
La única forma de lograr un buen resultado es ambicionar uno superior, ¿no?
Si me pasa esa libreta, hasta le diré qué polla con alas es la que le ha quedado mejor, y jamás volveré a discutir su obra.

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20 propiedades del limón (12 de 20) – Pelea con un gitano

Una vez me peleé. Más de una vez, para ser sincero, pero sólo una vez potencialmente grave. Siempre eran peleas infantiles, pero cuando te dan una patada en los huevos o un puñetazo en la sien, duele incluso cuando tienes once años. Los niños, en contra de lo que dice la teoría popular, no son de goma. Son de carne y hueso. Y aunque a veces sepan muy bien lo que hacen, en otras ocasiones no tienen ni idea. Eso, obviamente, no nos pasa a los adultos, ¿verdad? Si quieres entender (o recordar) cómo es un niño, es mejor no escuchar a radicales, nada de ideólogos tribales de izquierdas o derechas, conservadores o buenistas. Para recordar cómo son los niños, lo mejor es hacerles puto caso. Escucharles, tomarles en serio aunque sólo sea cinco minutos. El principal problema de los niños, son los adultos. Los adultos son su red salvavidas y a la vez los tiburones que hay debajo.
Yo crecí en los 90, aunque en el año noventa ya tenía ocho años. Pero lo importante es que eso da igual. Cada puñetera generación construye un discurso sobre por qué ellos son especiales. Los niños también son ajenos a eso. La idea es que un niño no siente que tenga ciertas obligaciones. Y no me refiero al sonsonete adulto sobre pagar un piso y el mérito de ser un grano de arena más. Lo que digo es que el niño no necesita parecer nada o pertenecer a ningún plot sociológico, simplemente es, y tiene la esperanza de que sepamos cómo dejarle en paz.

En el barrio había una conocida familia gitana. Eran conocidos simplemente por ser gitanos. La diferencia marca, luego se etiqueta (esto lo hacen tanto “buenos” como “malos”), y los padres niegan la mayor. Si eres diferente no es que seas peor, es que eres peligroso. Un montón de adultos “de bien” pensaban así aquel día a aquella hora. Aquella familia tenía dos hijos. Los recuerdos de hace tantos años son más bien una interpretación, casi una reformulación. El montaje del director. Intentas conectar una suerte de faros antiniebla de la memoria.
Me tiraron una piedra en la cabeza. La sangre me comenzó a bajar por el cuello. Me acojoné como solo un niño sabe hacerlo. Era una mezcla de miedo atroz y rabia lloriqueante. No sabía quién me había tirado la piedra. Los dos gitanos, los críos, estaban por allí. Los demás niños, y también los adultos, les comenzaron a señalar. Yo no tenía relación con los gitanos por el mismo motivo por el que hice cosas como la comunión. Era lo que la gente hacía. Estaba más o menos en los raíles marcados. Reconozco que de crío me enrabietaba con cierta facilidad. Era como si los demás siempre tuvieran una información vital que yo no tenía, como si les pareciera divertido que eso fuera así.
Muy pocas personas hacen un esfuerzo real por entender la reacción de los demás en base a cómo y dónde crecen. El exponente máximo de ello es el terrorismo religioso. Hay gente que parece que de verdad crea que de haber nacido en Palestina, ellos se mantendrían al margen aunque se vieran en medio de un conflicto; seguirían siendo las personas educadas y abiertas con Vestuta Morla en los auriculares que son. Y ni siquiera son exactamente así con el viento a favor. La empatía es la lección más dura, porque conlleva toneladas de orgullo que tragar, e ignorancia que reconocer.
Las mentalidades más políticas parecen ser las peores, las más sectarias, las más cerradas, incluso cuando basan sus principios en la tolerancia y el respeto a toda costa. Son los más necesitados de enemigos.
La política es a veces la religión de Occidente. Cada vez parece más así. Todos esos movimientos supuestamente justos o libertarios; de un lado o de otro o del supuesto centro… Siempre las banderas, omnipresentes, ya sean de un país, un partido político o una idea. Por más lógica que parezca la idea de turno, el grupo que se adhiere a ella negando las demás siempre encontrará un modo de emponzoñarla. La sobrecargarán de teoría, le inyectarán Verdad Indiscutible y lemas cerrados hasta que enferme y la mayoría de gente no se quiera acercar a ella, o más bien a los que presumen de ella.
Nadie quiere parecer imbécil por asociación.
Sólo hay una forma de ser aún más pequeño que un ser humano en el Universo; y es siendo un ser humano que cree que el símbolo ideológico de su pandilla encierra toda la verdad necesaria para entender las cosas.
Seguramente por eso los que hacen eso suelen ser tan intransigentes, en el fondo saben de la risible debilidad de ese discurso; no de esas ideas, sino de ese discurso.
La necesidad, por otro lado lógica, de simplificar las cosas, acostumbra a ser nuestra celda abstracta más querida.
Piensa en ese niño. Que no pensaba en nada de todo esto. En esos niños. Los gitanos estaban condicionados, yo también lo estaba, e igual con cada capullo que me rodeaba. ¿Qué había pasado? Yo me fui corriendo a por el gitano al que más señalaban. Nos enzarzamos. Pero él tenía más fuerza que yo, o al menos más habilidad. En anteriores peleas la cosa no había sido igual, todo era mucho menos violento. Por comparación, yo era un pijo, nunca me había peleado de verdad. Acabé de espaldas al suelo. Me dio al menos cuatro puñetazos en la cara, me clavaba a conciencia los huesos de la mano. Me soltó un diente y la boca se me llenó de sangre.
Cuando alguien lo separó de mí (creo que su padre), yo estaba casi inconsciente. Estaba aturdido. Mi padre se llegó hasta donde estaba; se limitó a cogerme por un brazo y empujarme hasta casa. Mi madre estaba asomada por la ventana, mirándome, negando con la cabeza.
Recuerdo haber pensado en aquellos gitanos muchas veces antes de la pelea. Básicamente se les marginaba, era una especie de efecto dominó racista. Era un No te metas con ellos y no se meterán contigo. Se daba por hecha la rivalidad. Ese fenómeno no es exclusivo del ambiente de barrio, ni de una postura ideológica concreta. Sentí que estaba preso de aquella dinámica, aunque no lo supiese articular. Mis amigos hicieron piña a mi alrededor, decían: «putos gitanos». Jamás, después, les volví a oír decir algo así. Los que he visto crecer no muestran una sola traza de xenofobia o racismo. Hay una idea muy impopular sobre el aprendizaje, defenestrada por los que pretenden hacernos creer que nacieron aprendidos, o en cuyo defecto que ellos están aprendiendo mejor.
Tenía la cara hecha un cristo. No recuerdo que luego me volviera a pelear. Creo que aquello me dio cierta fama en el barrio. Tenía casi más valor haber encajado la paliza que si hubiera sido yo el que la diera. Había algo peligroso en ello, como si hubiese ido al infierno y a la vuelta aún pudiese contarlo.

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20 propiedades del limón (11 de 20) – Titanic

Nadie conoce, lógicamente, la pequeña historia de Charlotte Moore, hundida con el Titanic. Moore no viajaba precisamente en primera clase. Tenía treinta y ocho años, era de Southampton y pretendía llegar a Nueva York. Viajaba sola, aunque obviamente no estaba sola en su camarote. Había tres mujeres más y un puñado de ratas.
Moore huía de su marido. Creía en la idea de desaparecer, lo que ahora parece una ironía. Moore no hablaba, pero cuando rompió a hacerlo, les detalló a sus compañeras de viaje hasta la forma y el tamaño del pene de su cónyuge. Les dijo que se fue porque no tenían hijos, porque no le quería, y porque no se le ocurría nada mejor. Las demás la consideraban valiente cuando estaba delante, e insensata cuando no.
Charlotte escribía. No se movía sin su material de escritura, que le costó bastante conseguir. Escribía lo que vivía, lo ficcionaba. Normalmente huía sin moverse del sitio; pero esta vez era una excepción. Estaba escribiendo algo titulado “Titanic”. Imaginaba una historia para ella. Hacía unos años, una Señora para la que había trabajado, se había dignado a enseñarle algunas cosas, como a leer y escribir. No era altruismo, sino más bien ego, pero fue igualmente funcional, una puerta abierta que Charlotte no dudó en cruzar.
Sus compañeras de camarote se quedaron fascinadas cuando Moore les dio a entender que nunca había tenido un orgasmo. Con su marido ni tan siquiera se excitaba, jamás en veinte años. No sabía ser tierno, tampoco duro, y desde luego no era largo (tampoco gordo). Le preguntaron si se tocaba, les dijo que sí, pero que nunca resultaba. Escribía en gran parte por eso, buscando la imagen adecuada, un momento, una idea, lo que demonios fuera que necesitaba.

A las 22:00 horas del catorce de abril, estaba sola en el camarote. Sus compañeras pasaban horas investigando y cuchicheando, y ella aprovechaba para escribir. Estaba embebida de su narración. Una vez su Señora le dijo que en una historia siempre ha de haber una crisis, mayor o menor, algo que interrumpa bruscamente la rutina de los personajes. Si por ejemplo el protagonista conduce, se le puede pinchar una rueda. Ahí ya tienes algo con lo que trabajar. ¿Cómo se podía pinchar una “rueda” del Titanic? Podía oír a veces a sus compañeras, pasillo arriba y pasillo abajo. Salía de la historia y volvía a entrar. No llevaba la cuenta de los folios, pero ya casi la estaba terminando. Puede que no fuera una gran narradora, pero disfrutaba con ello, y no quería que nadie leyera su material aún.
Cuando por fin terminó, sintió esa punzante emoción de quien escribe. Llegaba el momento de releer. Y no solo de releer.
No mucho después, cuando estaba llegando al fragmento erótico (siempre su favorito), arrastró con no poco esfuerzo una de las literas para bloquear la puerta. Pensó que el entorno ayudaba, la incertidumbre, la situación. Ni siquiera sabía bien qué iba a hacer en Nueva York. Pensaba en eso a la vez que recorría las líneas con sus ojos verdes, mucho más encendidos que días atrás. Una mano para los papeles, la otra para buscarse una vez más, para encontrarse en algo más que un baño agradable o un alivio de la vejiga.
Vaya –pensó a los pocos segundos–, parece que está funcionando… Aunque aún se sentía lejos de lograrlo.
En cierto momento notó un gran estruendo.
Todo el camarote se sacudió. Charlotte cayó de culo al suelo, y así se quedó. Apenas paró un momento de estimularse, de intentarlo, de leer.
Continuó, y afuera parecía haber todo un escándalo. De vez en cuando alguien aporreaba la puerta. Eso la desconcentraba, aunque luego volvía a centrarse.
Escuchó algo repetidamente, lo que la gente gritaba. Decían que el barco se hundía.
Moore notó un conato de esa electricidad en su entrepierna. No sabía si por el texto o por los gritos, el pánico. El pánico era bueno, al menos un acceso de él. Estoy a punto de lograrlo, pensaba, no voy a dejarlo ahora, no puedo.
Releía la parte clave. El personaje masculino (un atractivo “niño rico”) y el personaje femenino (una humilde muchacha que viajaba en tercera clase) se lo montaban en la parte de atrás de un taxi que había en el barco. Lo que más la inspiraba, era imaginar los cristales empañados del vehículo; el calor de lo que estaba sucediendo dentro. Cerraba los ojos y se concentraba en ello, la imagen, el momento.
¡Señora!, ¡señorita!, gritaba alguien desde fuera.
¡Charlotte!, gritaron sus compañeras, pero no podían abrir la puerta, ni a golpes y porrazos. Se les acababa el tiempo. Ya ni podía oír el ruido de la sala de máquinas, justo debajo. Lo que más al fondo está, es lo primero que se hunde; funcionaba así en la vida, pero en un barco era literal.
Su entrepierna era exigente, pero, justo ese día, parecía responder. Cuando el camarote se comenzó a ladear, su cuerpo pareció acomodarse mejor en el suelo. En una esquina bajo la litera, vio una caja metálica, debía de ser de una de esas mujeres. Luego cayó en algo: había escrito que el barco se hundía, y el barco se estaba hundiendo. A veces lo evidente, por su enormidad, cuesta de asimilar.
Releyó una vez más su escena. El personaje femenino (ella) apoyaba una mano temblorosa en el cristal del taxi, desde dentro de la cabina. Y Moore lo comenzó a notar, arqueó su espalda. Suspiró, casi con violencia. Comenzó a entrar agua en el camarote, un charco creciente. Agua salada, helada. Charlotte convulsionaba. Era como si sintiera algo nuevo, porque efectivamente lo sentía. Las palabras de su Señora volvieron a resonar. No mueres si dejas algo, por eso escribe la gente.
Ya no se oía nadie por el pasillo. Se notaba cómo todo el barco gruñía, se torcía, se resquebrajaba lentamente. Se escuchaba el agua, entrando aquí y allá, a presión. Y por supuesto, los gritos.
Pero Charlotte no tenía fuerzas, no tenía respuestas, y no tenía miedo.
Se incorporó, aunque aún le temblaban las rodillas, y palpó bajo la litera en busca de esa caja metálica. Era pequeña pero pesada, parecía tener el mecanismo de cierre de una caja fuerte, pero se abrió sencillamente con un clic. Dentro había fotos, alguna joya barata, y ahora el manuscrito de Charlotte, que firmó. Un relato de Charlotte Moore. Cerró la caja y se recostó en su litera.
Esto es mejor, pensó, esta muerte. Esto es mucho más de lo que yo imaginaba.

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