Nunca me he sentado a escribir la lista de la compra. Voy de memoria. Y tengo una memoria espantosa.
No me dan ninguna envidia las idiosincrasias de las parejas, sobre todo las más estables. Esa obsesión por ciertos detalles, esas conversaciones, esas discusiones gratuitas que me cuesta mucho imaginar a nadie teniendo consigo mismo.
Y no me atrae en absoluto la paternidad.
No hablo sobre ciertas intimidades, no quiero convertirlas en anécdotas, ni trivializarlas, no quiero presentarlas como currículum. Me da nauseas cómo mucha gente habla de sexo, contabilizando “humildemente” sus medallas.
Creo firmemente en que los hijos nacen a veces del ansia de algunos por demostrar que una vez echaron un polvo.
Creo que es mejor que el cacao deje grumo.
Creo en los secretos bien administrados.
No creo en la gente transparente, tienen demasiados secretos.
Una vez salí de una cafetería para poder fumar (una de tantas). Creo que estaba un poco mosqueado. Me fumé el pitillo en unas cuatro caladas, con ansia. Luego, al volver a entrar al local, me sentía mareado de cojones. Era relativamente raro, fumo todos los días.
Creo en el tabaco.
No creo en la gente aparentemente extremista para con el cuidado de su cuerpo o su entorno. Suele haber un eco narcisista en ello. Operan de determinada manera en el trato con los demás; luego les imagino sin esfuerzo mezclando la basura, yendo y viniendo del veganismo. Un torbellino de supuesta conciencia. Ahora hay mucha gente así. Quieren mejorar el mundo (o eso aseguran), pero no pocos lo hacen a base de enterrarte en moralina de marca blanca. Parece ser que la superioridad moral te ofrece un colocón flipante, tío.
No creo que ellos crean que es una cuestión de conciencia; creo que intuyen que suele ser una cuestión de estilo. En los ochenta llevaban hombreras; ahora comen en un vegetariano.
No creo en las chapas, ni en los brazaletes, ni en la insignias, ni en cualquier cosa que se asemeje a una bandera, escudo o símbolo ideológico.
No creo ni de broma en la militancia. Me parece el atajo más directo hacia la información parcial, el sectarismo y la ignorancia basada en la retórica.
No creo en las conclusiones fáciles y cómodas, sobre todo cuando el problema es histórico, enorme y difuso.
La derecha trata de estúpidas a las personas; la izquierda les ofrece un chupete, un sonajero y un discurso mullido. Lemas para los colectivos oprimidos (las soluciones son otro cantar).
No creo en las explicaciones cortas y cerradas.
Creo en los problemas, en su evolución, en su complejidad. No creo en entes casi etéreos como el Patriarcado, ya no. Esos entes tan difíciles de demostrar como de refutar. No creo en las discusiones estériles, en las que ningún bando quiere llegar a un acuerdo, sólo revolcarse en el barro.
No creo en la gente que usa la política como entretenimiento.
No creo en las inercias tribales. Creo que la unidad no está haciendo la fuerza porque la gente que dice unirse no hace más que separar a todo el mundo.
No creo en la coprofagia, aunque la idea de la lluvia dorada a veces me tienta.
No creo demasiado en mí mismo.
Creo que necesito otro pitillo.