Si tienes pareja, y si –aunque sutilmente– te presiona para que conozcas a sus padres, tu mente se desata. Si usas más de la cuenta la cabeza, tropiezas con trampas existenciales. No sé bien a qué me refiero con lo de usar más de la cuenta la cabeza, pero estoy seguro de que mucha gente lo tiene claro.
Figúrate que tu “suegro”, por lo que has oído, es un gilipollas. El perfil ideal para la supervivencia in extremis. Lo de currar para nunca ganar, lo de no hacerse preguntas, ese tipo de cosas.
Quiero que quede claro que todo esto le pasó a un amigo. Ni siquiera eso, era más bien un conocido. Amigo de un amigo. Me da igual lo que penséis.
La madre de ella era la madre de toda la vida. Aún no era de esas madres que hacen malabares con la rutina y fardan de novio “cocinero”. Era una mujer sufrida empantanada en el océano machista habitual. Ese entorno en el que se hacen bromas sobre las “obligaciones” de la mujer, y donde esas bromas no hacen más que describir la realidad del día a día. La mujer institucionalizada en casa igual que el anciano de Cadena perpetua en la cárcel.
Ella te trata muy bien, asiente y ve el lado positivo, está acostumbrada a ello. No encaja en el perfil cacareado de la suegra entrometida y estúpida. Podrías haber cumplido condena por asesinato, y ella te ofrecería repetir plato.
El padre te ve demasiado rebuscado y poco práctico para su hija. No valora tus proyectos como viables. No has heredado el negocio (la vida, la actitud) de tu padre, has visitado el Inem un par de veces. De modo que te conviertes automáticamente en sospechoso.
Comienzas a hablar poco. El ambiente se vuelve tenso. En determinado momento dices algo parecido a que no te importa mucho el dinero. Dices algo sobre que todos nos vamos a morir, aunque nos portemos de maravilla con nuestros jefes. Es luego cuando ves un crucifijo en la pared cerca de la tele. Respetas todas las creencias, aseguras, pero añades que tú no crees.
No es que este ambiente tuviese que ser necesariamente alarmante. Hay gente que se limita a fingir que te acepta, y luego te ponen verde cuando has salido por la puerta. Pero por desgracia no fue el caso.
Eso cuenta la leyenda, al menos; una historia que ha pasado a los anales de las epopeyas sobre chicos que van a conocer a los padres de su novia. Algo que a mí me gusta convertir más bien en aparatosa anécdota.
No es por asustar al recurrente chaval de diecisiete años que se ha prendado de una compañera de clase; pero es importante entender que esa chica no vendrá sólo con su ropa interior perfumada y horas y horas de sexo y conversaciones edulcoradas; esa chica tendrá padres, amigos, lastre, útero, cientos de tardes de compromiso, abuelas aún vivas, algún sobrinito, etc. Esa chica, para tu desgracia, no viene nunca sola. Tendrás que hacer el papel, o tendrás que ser tú mismo. Y esa elección, por más sociable que seas, nunca es lo que se dice fácil.
Sin haberte dado cuenta, ya estabas en el suelo, tu nariz sangrando. Habías dicho algo sobre sexo, porque ya te estabas hartando de las indirectas constantes de ese tío; así que incluiste de alguna manera a su hija y el sexo en la misma frase. Con otros ánimos, la cosa podría no haber pasado de un momento incómodo, pero ese hombre deseaba claramente tu desaparición. No quería matarte, pero sí que te pasara algo, que, de algún modo, te tragara la tierra. Un coma, una salida a por tabaco sin retorno, otra chica… Quería que dejaras de estar presente en su órbita.
Lo que cuentan las crónicas negras, es que te levantaste y descargaste tu puño derecho en su mandíbula. Era un tío cercano a los sesenta años; puede que ya no muy joven, pero enérgico, saludable y muy conservador. Alguien claramente peligroso. Tenías que defenderte. Hay habladurías que exageran o tergiversan lo que pasó, rumores morbosos facilones como que maniataste a sus padres y tuviste sexo delante de ellos con su hija. Pero todo apunta a que tú y el viejo os revolcasteis por el suelo, en una maraña de golpes e insultos.
Acusabas al tipo de homosexual, porque sabías que era un homófobo de pacotilla. Le decías que si no salía del armario ya, acabaría atragantándose con su yo auténtico.
Nadie sabe cuánto duró esa fase de lucha libre entre sillas y comida, pero luego vino lo de la ventana. En algún momento adoptasteis algún tipo de posición de luchador amateur. Quizá os poníais en guardia en pantomima de boxeador. Le empujaste. Hay diferentes versiones sobre cómo reaccionaban tu novia y su madre a lo que estaba pasando. Hay quien dice que llamaron a la policía enseguida. Otros que tu novia intentaba separarte de su padre. Otros dicen que se marcharon del piso a buscar ayuda, pero no se conoce que ningún vecino interviniera en ese sentido.
El padre cayó desde el segundo piso sobre un toldo y luego un coche de forma ovalada. Quizá un Twingo. Quedó dolorido, pero se incorporó y te gritó que eras una nenaza, y que seguro que no tenías huevos de bajar a la calle y pelear como un hombre. Nunca habías pensado que hacer nada “como un hombre” tuviese sentido o pudiese no ser una torpeza, pero lo que cuentan es que bajaste a su encuentro. Te pilló por sorpresa justo al salir del portal. Te cogió por el cuello. No podías desasirte. En ese momento, quizá sí o quizá no, se comenzó a oír la sirena de la policía. Quizá tu novia y su madre os gritaban desde la ventana que paraseis de hacer el burro. El dueño del posible Twingo, salió de su casa a inspeccionar el techo de su coche. Se puso a gritar como un energúmeno. Ni os disteis cuenta; te zafaste y rodeaste con los brazos a tu “suegro”, intentando derribarlo. No tenía heridas visibles de la caída. Se revolvía como algún tipo de mamífero extinto, te sentías como luchando contra el eslabón perdido. Quizá en parte lo era, algún tipo de criatura de transición, hueco y consumidor compulsivo de fútbol. El tío del Twingo estaba maniobrando con el coche para alejarlo de allí. Cruzaste la calle, le gritaste al viejo que su hija estaba embarazada. Era mentira, pero él vino a por ti en el momento adecuado.
Le pasaron las cuatro ruedas por encima. Incluso parecía que una le había pisado la cabeza. Lo lógico hubiese sido que quedara inconsciente. O muerto. (O roto.) Pero se levantó poco a poco. Sangraba con profusión por un ojo que, al parecer, se le había reventado. Aquí algunos cuentan que un coche patrulla llegó y, al no entender los dos agentes lo que veían, se limitaron a llamar refuerzos. Te quedaste donde estabas. Unos dicen que finalmente te aniquiló con sus propias manos; otros que te exiliaste; algunos se atreven a asegurar que en realidad todo se calmó, que te acabaste casando con tu novia, y que su padre la llevó al altar con un ojo de cristal.
Sólo en una cosa están todos de acuerdo. Ese tío volvió al trabajo al día siguiente. Ese tío vio el siguiente partido de liga de su equipo. Continuó pagando impuestos. Volvió a roncar despertando cada noche a su mujer. Volvió a votar en las siguientes elecciones. Volvió a no planchar jamás una camisa. Ese tío continuaría existiendo aún durante mucho tiempo. ¿Y tú? Tú más valía que simplemente te quitaras de en medio.