Una cosa antes de acabar

1.

Estoy mareado. Vagueo por el desierto, a ver qué se cuece. Algunas cosas se están cociendo literalmente. He visto al tonto de capirote, va de un lado a otro, a veces se entretiene mirando algo sin interés. Habla solo, dice cosas como: “Se ha quedado buen día”. Veo también a la gilipollas mayestática. A veces dice algo que parece haber oído antes, nunca dice nada de cosecha propia.
Ya no tenemos nombres (para qué), les bauticé en secreto.
El sol no parece afectarles. Procuro no toparme con ellos. A veces me miran, no acabo de interesarles. Una vez me dirigí al tipo, le dije:
–Estoy mareado como una mierda.
Pensaba que le haría gracia. No me dijo nada, parecía ocupado, observaba las púas de un cactus.
En otra ocasión, le di los buenos días a la mujer. Me miró y escupió a mis pies. Dijo:
–Nosotras no hacemos eso.
Pasó un minuto y dijo:
–Cerdo.
No sé, ahora nunca les digo nada.
La carencia de vegetación hace que sea difícil no verles, más lejos o más cerca. Nunca hablan entre ellos si no es para discutir. Él parece carente de interés en general, excepto por las cosas inertes. Ella me odia igual que a él, no ve diferencias entre ambos.
Hay algunas caravanas, algunas tiendas de campaña. La mayoría de gente aún no quiere airearse. No vamos en grupo, cada cual hace lo suyo. Reina una vaga desconfianza.

2.

Un día la gilipollas mayestática llora aferrada a su móvil inservible. Tiene la pantalla quebrada. Ni siquiera podemos ver los vídeos, los penachos sobre las grandes ciudades. Ya no hay «actualidad», sólo presente. La supervivencia ha sustituido a la moda. Ya no «elaboramos» nada, sólo lo encontramos, o lo cultivamos. Ya no «degustamos», sólo comemos, y eso con suerte. La comida ha sustituido a la «cocina». La acción ha sustituido a la «acción positiva». Ya no hay buenas o malas intenciones, sólo intenciones. El activismo de sofá ha muerto.
Ya no se trata de aburrirse o experimentar. Sólo vivimos o morimos.
Ahora si salvas o te follas a alguien, a nadie le importa. Ni siquiera pueden fingir que les importa, ya no hay canales de comunicación. Imagínate salvarle la vida a alguien para que nadie lo sepa. Sólo habrás salvado una vida, no computará, no lo podrás incluir en el currículum. Ni aunque hagas un trío con gemelas asiáticas.
Imagínate poder hacer sólo cosas desinteresadas o constructivas. O tener que valorar el placer prescindiendo de todo lo que le rodea.
Imagina tener que ser de verdad una Persona.
Eso es lo peor del fin de la civilización conocida: se te acabo el trampear, es el fin de la pose. No puedes publicar tus fotos, y desde luego se te acabó el veganismo, aunque quizá lo primero ya anulara lo segundo.
Las ideologías vuelven a ser papel mojado.
La única diferencia es que ahora la mayoría, tanto hombres como mujeres, no tenemos puta idea de qué coño hacer.
Estamos fuera del tablero, y sólo nos prepararon para el tablero. Incluso los tíos más brutos, manitas y supuestamente resistentes, se sienten perdidos como académicos. Todos tenemos unas gafitas relucientes en la punta de la nariz y somos de lo más avispados, y eso a la intemperie le importa tres cojones.

3.

La reacción de la gente era imprevisible. La mayoría están compartiendo comida por simple y llano miedo. Todo el mundo está cagado con la idea de un confrontamiento. Ahora un confrontamiento siempre es presencial.
El hambre se hace más presente a medida que pasan las semanas. Poco a poco más gente se atreve a respirar abiertamente. Buscan más comida y más agua. El cuerpo es una máquina exigente, y eso es algo que antes sólo podíamos intuir.
No hace mucho, vi a cierta mujer de unos treinta años. La recordaba de hacía apenas tres meses. Entonces estaba con un chico en una terraza. Hablaba con mucha claridad, un punto de pedantería autoconsciente, una mujer culta, se le intuía un trabajo de alto perfil. El tío la escuchaba, parecían allanar el terreno para follar más tarde. Follar como personas civilizadas.
Una mujer de unos sesenta años se les acercó pidiendo; la despacharon como pudieron. Cuando vuelvo a ver a esa mujer joven y preparada, va sola de un lado a otro en busca de limosna. Sólo una semana antes se limitaba a llorar hecha una bolita. Creo que eso es lo más duro para algunos: ahora somos todos iguales.

4.

Se ha disuelto tanto la idea de la independencia personal como la idea del colectivo. Hay cosas más importantes de las que preocuparse. Como por ejemplo qué hacer si llega el momento de suicidarse. No hace tanto de las bombas, no sabemos hasta qué punto está contaminado el aire, ni si estamos lo suficientemente aislados.
Es evidente que no somos personas sufridas.
Yo llevo de serie un mareo desde hace como dos meses. Cuando comencé a notar que la cabeza se me iba, pensé que enfermaría gradualmente hasta morir, pero la sensación ha ido yendo y viniendo. La alimentación irregular y la escasez general. Qué si no. Es un tanto extraño cómo la gente ayuda y a la vez mantiene las distancias. Nos movemos cada cuatro o cinco días, casi nadie te deja tirado si le pides unirte a su coche o caravana. Nos somos una gran familia. Es una cuestión de tiempo que la convivencia se tuerza.
Creo que aún no nos acabamos de creer lo que pasa, como si más pronto que tarde fuésemos a volver a casa. Una ducha y el telediario.

5.

Cuando comenzamos a ver ciertas cosas, callamos y negamos. Está claro que la negación ya se nos daba bien antes. Es verdad que ahora las circunstancias te ponen a prueba, pero es nuestro músculo mejor entrenado.
La educación estandarizada, el matrimonio, la muerte…
La negación es nuestro armamento pesado. Hemos sorteado hipocresía mediante cientos de obstáculos, defendido cientos de discurso absurdos, y justificado miles de acciones despojadas de ética.
El canibalismo no iba a ser menos.
Es sorprendente lo fácil que es encontrar unos prismáticos si te acercas a una familia o grupo. Si atisbas a lo lejos un puntito negro que se agita, si sabes mirar por el lado correcto de los prismáticos, lo que verás una de cada cinco veces es a personas civilizadas destripando y comiéndose a alguien. Parece que un grupo no poco numeroso de ex contables y oficinistas anda por ahí comenzando de cero. Hay gente que sabe adaptarse a la nueva estética. El desierto y la violencia acaban yendo de la mano. El hambre empieza a apretar. No todo el mundo puede o sabe cazar o hacer fuego. Pero no tiene sentido intentar racionalizarlo. El raciocinio es nuestras hombreras.
Cazar seres humanos se reduce a una cuestión de voluntad. La conciencia ha mutado, nadie se mira las arrugas del traje. Si un asiento chirría, le pegas un codazo. Si un insecto corre, lo mejor es que acabe en tu puño, y masticar para no tragárselo vivo. A veces pasa que vomitas, pero merece la pena probar.
Tarde o temprano, todos acabamos deglutiendo la carne de algún Julián.

6.

No tardamos en ver cómo la gente usa intestinos delgados y desecados para tender la ropa en carreteras y autopistas. No es que nos estemos comiendo entre nosotros, sólo intentamos evitar cruzarnos con ellos. Acabo perdiendo la pista de Tonto y Mayestática. Un día se adelantaron. Poco después acabo viendo sus cadáveres saqueados. Ella tenía buenos muslos, él aún estaba gordo como John Candy. No me sorprende mi escasa reacción emocional.
Cuando vemos agua, ya sea estancada o en un riachuelo, nos amorramos como los animales que por fin hemos reconocido que somos. Me he acostumbrado a vomitar sin apenas esfuerzo, a veces lo hago con el desinterés de quien escupe un gargajo de mocos.

7.

Una intensa fiebre sustituye parcialmente al mareo. He perdido por completo la noción del tiempo. Da lo mismo ocho o que ochenta. Puede que hubiesen pasado un par de nocheviejas.
Cuando comprendo que me queda poco para morir, me sorprendo en medio de un ataque de nostalgia. Cómo comenzó todo, cómo entrábamos en grandes almacenes aún llenos de comida, tanta que no podíamos acarrearla.
Una vez entablé conversación con una chica, nos hicimos amigos. Creo que me enamoré un poco, quizá sólo fue el hecho de que me hacía caso, me buscaba, conocía mi nombre, e incluso yo me aprendí el suyo. Pensé mucho en condones, en la libertad relativa del fin del mundo. Mi polla aún funcionaba, me iba lejos de todos cuando quería masturbarme, miraba al cielo y me la meneaba, aunque sólo de día para poder ver los bichos.
Al final no hicimos nada; creo que lo decidió ella, perdí mi oportunidad de comportarme como un adulto y adelantarme, decirle que era sucio hacerlo, que no podía ser, que era demasiado arriesgado.
Al final supe que tenía catorce años. Se fue con otra gente, conocía a alguien.
Fue un poco antes de comer homónimo por fin.

8.

Paliar el hambre parece ayudar con la fiebre. Un día muere un tío del grupo. Iba solo. Preparamos un fuego. El proceso es largo, usamos el método primigenio, la fricción y la paciencia. Cortamos la carne de los glúteos y los muslos. Usamos material de camping, una parrilla que alguien tiene en su caravana. Hay un carnicero entre nosotros, pero desde el principio se niega a cortar carne humana. La única que decide dar el paso es una mujer de unos cincuenta años. No es que disfrute, pero no parece desubicada, hay algo en sus ojos que te dice que estaba preparada para algo así. No para la carne, pero sí para la situación, como si en el fondo estuviéramos recibiendo nuestro merecido, y eso a ella le complaciese.
De modo que tenemos a un carnicero, pero la tarea la hace ella, aunque no de forma limpia o depurada. Recuerdo el penalty que tiró Miroslav Đukić y que debería haber tirado Bebeto. Antes nos hacía gracia la cantidad de mierda que almacenamos en la memoria, ahora me parece sumamente inquietante.

9.

No pasa tanto tiempo hasta que comienzo a saber qué me gusta más de lo que antes me hubiese parecido repugnante o inmoral. Esto incluye comer carne humana, pero también muchos otros detalles, que paso a no enumerar. Nuevos vicios, nuevos ángulos. No se puede describir lo que significa cambiar de verdad. El nuevo gusto por la violencia, la autodefensa llevada al terreno de la adrenalina, la nueva montaña rusa en forma de hachazo o acto de supervivencia.
De comer carne humana pasamos a matarla. No necesariamente sólo para comer, a veces simplemente para que no nos coma a nosotros. Creo que algo se activó en nuestro razonamiento, algo relacionado con haber cruzado determinada línea roja moral, tras lo cual ha dejado de haber líneas, porque ya no nos las podemos permitir. Nos damos cuenta de que lo que antes entendíamos por «ser bueno» estaba sujeto a la opción de serlo. Éramos buenas personas con el estómago lleno, sin una amenaza de muerte diaria. Ahora todo eso son pamplinas. Aunque siempre puedes dejarte matar.

10.

El día que me encuentro peor, nos estamos comiendo a un violador. Le pillamos intentando forzar a una cría de unos once años. Estaban solos en medio de la nada. Lo cogemos entre todos. Hemos adquirido cierto gusto por la tortura. Comenzamos a tirar de sus extremidades hasta oír cómo ceden. Es asqueroso, aunque es divertido como lo era cuando torturabas a los insectos de crío. El tío se acaba desencajando por todos lados, pero no tarda en desmayarse. Hace que recuerde a mi amiga de catorce años. No soy tan distinto a él, aunque yo jamás la hubiese forzado. Pero entiendo su impulso, eso puede pasar. Ahora es mucho más difícil clasificar los comportamientos. Lo cual es frustrante. Creo que por eso torturamos al violador, decidimos que es peor que nosotros, y nos regodeamos en ello. Aunque sabemos que somos capaces de hacer cosas iguales y peores. Llega un punto en que es difícil saber cuándo actúas por necesidad y cuándo te estás recreando. La cárceles se han quedado para vestir santos.

11.

Esto ha terminado siendo más largo de lo que tenía pensado. Lo que quería era lanzar un par de conceptos, como cuando un profesor te mantenía sentado en el pupitre, aun habiendo sonado ya el timbre, y decía:
–Una cosa antes de acabar.
Mi muerte fue hermosa, quiero que esto quede claro. Estuve estirado toda la tarde con la cabeza apoyada en una roca. Les dije que quería ver atardecer. Lo cierto es que me trataron muy bien. No se largaron sin más y me dejaron solo. No pensé apenas en mi anterior vida, la de cocinar y degustar, la de las acciones positivas, el veganismo, las buenas intenciones y el activismo de sofá. Todo eso me parecía algo lejano, pero sobre todo artificial. Pensé mucho más en mi amiga aún menor; donde estaría, si aún viviría; la clase de cosas que pensaban los ancianos del mundo civilizado. Ahora no hacía falta ser viejo para temer una llamada al fijo. Qué suerte no tener teléfono.
Cuando ya me empecé a cansar, cuando el sol ya se había ido, les señalé qué roca quería. Les repetí varias veces que apuntaran bien, que se aseguraran de hacer tortilla de cabeza (puede que también literalmente), y que luego hicieran con mi cuerpo lo que quisieran (porque os he ahorrado varios capítulos sobre necrofilia).
Dos hombres y dos mujeres cogieron la roca a pulso. La alzaron.
Y ahora estoy aquí. Sigo mareado.

southbomb

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