No hay un motivo por el que negar la influencia de algunas drogas. Pero los efectos actúan en ambos, quizá desatando lo que tenían dentro, lo que el decoro de la sobriedad encierra a menudo en una jaula de hipocresía. La moral prostituida tantas veces por las ideologías, usada como escudo, como espada, raramente para el bien, tantas veces por interesado y político narcisismo.
Y él mete la cabeza en ella. Abajo. A bucear. Estudia con distintos tipos de lamidas cuáles son las que ella prefiere. Aún lleva el sujetador puesto. La lengua profundiza y luego busca el botón, y luego nuevamente se dedica a clavar. Ella le empuja hacía sí la cabeza con las manos, susurra no sé qué. Él se aparta un momento, le pregunta a ella si tiene ganas de hacer pis. La lengua ya parecía rebuscar fluidos de varios tipos desde el principio. Aletea y acierta cada vez más, y luego sorbe con los labios, probando nuevamente, buscando los movimientos adecuados. Pero no quiere dejarse el ano. Demasiado hambriento para tener manías. Se pasea por ahí esparciendo la saliva; ella se toca y chapotea. Él la tiene dura y mojada en la punta, empieza a colgar líquido preseminal. En un movimiento brusco, la cama chirría, ella le empuja, lo acomoda y se mete el capullo en la boca. Lo succiona, araña el pubis con las uñas, tira del vello púbico con los dedos, alarga los brazos y palmea sobre su torso. Un sonido de atragantamiento. El cuerpo cavernoso se dobla levemente ante las embestidas de la garganta. La saliva de ella comienza a reblandecer el vello más abajo, cada vez más abundante, pegajosa. Araña la parte accesible de los glúteos, no deja quietas las manos. Cuando él dice que se va a correr, ella para de golpe, palmea la polla tres veces, le clava fugazmente las uñas. No te vas a correr. Se monta a horcajadas sobre él. Restriega los labios vaginales sobre la morada superficie. Los testículos parecen hinchados, contraídos, queriendo colocarse encima sobre la base del pene, aplastados. Las manos de él manosean el culo, ella le pellizca los pezones, y con apenas un gesto, se coloca el capullo en la entrada. Se comienza a mover con él dentro. Se quita el sujetador mientras procura que ese imbécil no se corra. La saca fuera y le aprieta los huevos. Me hace falta hielo. El tío gime y dice: para. Ella vuelve a colocarla dentro. Se mueve un poco más rápido para que recupere la vitalidad. Se acuerda del condón, de su ausencia, y se mueve más rápido. Porque es irresponsable. Así es como las cosas salen mal, y por lo que nunca dejan de hacerlo. Decide que hará que el tipo se corra fuera. Al menos. Él parece aguantarse el semen dentro, todo el tiempo a punto de acabar.
–Eres un cerdo –le dice. Pero riendo.
Eso le gusta aún más. Ella deja de culear un momento.
Si le dice que no se corra dentro, a la siguiente embestida parecerá una fuente.
–Eres un cerdo. Un cerdo.
Él le da un cachete en el culo. Dos. Ella se mueve más rápido. Es un idiota pero la tiene bastante grande, piensa. Es útil para hacer las cosas mal, cuando más se disfruta de hacerlas así. El tío está sudando como un ídem.
Ella se para y se pone a cuatro patas. Le gusta a cuatro patas. Decide vigilar a ese cenutrio, darle una coz antes de que se suelte a presión como un caballo en su vagina. Él comienza a empujar con rapidez, con ansia. Ella se deja llevar unos segundos. Córrete, se dice a sí misma. Córrete y luego ordéñale.
Nota sus gotas de sudor cayéndole en la espalda. Eso le gusta, le gusta mucho. Cierra los ojos con fuerza. El orgasmo se presenta sin timidez, la hace temblar, un hilo de baba cuelga de sus labios.
Ese cerdo sigue empujando. Ella abre los ojos y le aparta con fuerza. Le agarra la polla y la succiona, aletea sobre su frenillo. Él suelta un gruñido y el semen comienza a salpicar el cielo de la boca. Gruñe como si estuviera intentando levantar cien kilos.
Ella le coge la cara con la mano derecha.
–Abbe a boca…
Él la abre, obediente. Ella suelta toda la mercancía líquida dentro.
–Trágatelo… Trágatelo.
Él obedece, con los ojos como platos.
Entonces ella se pone en cuclillas, y parece comenzar a ejercitar la vagina ante él, y también parece sufrir un ataque de risa. El chorro amarillo tarda un tanto en salir, pero finalmente lo hace.
–¿No querías esto?
El pis le cae en la cara, pero él decide abrir la boca. Tose. Y ella sigue riendo. Se le vuelve a poner dura.
Se la comienza a cascar mientras ella se comienza a vestir.
–Eres un cerdo.
–¿Puedes decirlo más?
–Eres un cerdo.
Mañana es posible que no sea otro día, piensa ella. Y también piensa: PERO. Y ya está recorriendo el pasillo camino a las escaleras, camino al vestíbulo, camino a la calle.
Archivo por meses: mayo 2018
Poniendo las calles
En líneas generales, vivir se me da fatal. No tengo habilidades sociales, así que prácticamente no tengo habilidades. Llevo al equívoco, se me da mejor hacer demostraciones de lo que no soy que llevar a cabo lo que siento. Si eso tiene algún sentido. Obviamente no me voy a saber explicar bien, puede que me contradiga, aunque en eso no me siento solo. Sé de sobras que no soy especial, que quede claro. Raro, quizá, pero ser raro no tiene mérito, no necesariamente, y desde luego no es especial. Tomates, siempre se me olvida ponerme esos guantes de plástico para manosear la fruta y las hortalizas, las señoras me llaman la atención constantemente. Les enseño mi mejor cara de bobo, y me voy hacia la cajera. Cuando hago cola, siempre empiezo a sudar. Preparo un billete mientras la gente parece hacer meditación trascendental pasando la tarjeta o rebuscando suelto en el monedero en el último momento. No sudan, sólo sudan. Pero ya no me ponen nervioso, de verdad. Cada vez me cuesta más cabrearme, rebotarme. Aunque creo que también me cuesta aprender a expresarme de otra manera. Puedo tener las pulsaciones a mínimos mientras te insulto. No estoy enfadado, pero te mando al carajo. Como si un asesino en serie ya no quisiera matar y estuviera profundamente arrepentido, pero ya sólo supiera expresarse cortándote el cuello. Para decirte que te quiere, o para pedirte el cambio exacto. La cajera mastica chicle como imaginas. Le he dado un billete de veinte, pero me ha cobrado como si fuera de diez. He comprado frutas y hortalizas, no es lo que se dice una compra golosa, así que no me jodas. Estúpida.
Ella abre los ojos como platos, pero no añade nada. He susurrado, estoy prosperando. Hace tiempo que ella me gusta.
Lo mejor es que piensa que soy un gilipollas. Que tenga razón o no me parece irrelevante; me recuerda. Sólo puedo mejorar. Creo que sobre todo está desconcertada. Hay días que soy amable, sonrío y digo buenos días y puede que esté mintiendo, pero encajo.
Ahora soy como una prostituta que buscara un empleo respetado y se presentara con medias de rejilla a las entrevistas.
Cada vez me “gusta” más la gente, pero les veo como cactus sobrepoblando un desierto. Y tengo que atravesar ese desierto cada día. Cactus que se mueven, humor amarillo, y yo sigo aprendiendo a no quejarme. Si ellos me caen mal, imagínate yo a ellos. He estado cultivando eso durante muchos años. Ya no soy «mono». Hay un par de generaciones que vienen empujando, extrañamente conservadoras, embriagadas de moral, como globos de colores llenos de agua en un cumpleaños infantil. Yo soy una aguja entre tantas, escondida en el pastel.
Creo que sería un padre aceptable, por las ataduras. Puede que tenga hijos con la cajera. Sus padres extremadamente educados me pondrán educadamente a parir.
Sólo me peleé una vez. Me dejé llevar. Había estado hablando digitalmente con una chica. No sé por qué me gustaba, pero me gustaba y mucho. Un día estaba cortando una zanahoria y lo supe, estaba colado, no había marcha atrás. Era totalmente irracional, y por tanto absolutamente verdadero. No lo podía articular, sólo sentirlo. Estuve días intentando convencerme de lo poco que me atraía en realidad la muchacha, de lo poco interesante que era hablar con ella. Intenté con todas mis fuerzas sacármela de la cabeza. Sé mentirme muy bien a mí mismo, pero esta vez ningún truco funcionó, la pólvora de mi negación estaba mojada. Sentirse así es un problema potencial, un problema de los gordos.
Como no había manera de volver a mi rutina emocional, entumecida y carente de sorpresas, un día quedamos. Lo acabó proponiendo ella, por supuesto, yo jamás habría dado ese paso. Para mí socializar es como caminar sobre brasas. Normalmente, cuando llego al otro extremo, y a diferencia de muchas personas, tengo los pies chamuscados y paso meses sin poder andar, a veces años, sin haber aprendido nada, con mucho más miedo al riesgo. El gurú me odia.
Nos encontramos y nos dimos dos besos y comencé a sudar. Caminamos, tomamos algo. Yo aún tenía cierta autoestima, estaba intentando dejar de fumar. Ella pidió café, yo gin tonic, esas copas de balón desproporcionadas en las que parece que niños pintados de verde echen cosas al tuntún. Creo que había hasta rodajas de plátano. Mi idea no era tanto emborracharme como tener todo el tiempo algo enorme de lo que beber. Agrio, fuerte, frío, que me hiciera rechinar los dientes.
Incluso así, ella me gustaba tanto que la prefería al tabaco. Esa tarde estuvo libre de tentaciones de volver a fumar. Estaba embotado, pero silbaba como una olla a presión. Tenía una semi-erección permanente, agradable. Me solté. Hablé demasiado, incluso hablé del miedo que me daba que ella me gustara (que alguien me gustara). Le dije que estaba aterrado, pero que me sentía aliviado cerca de ella. En el fondo eran sólo palabras, o al menos así parecía encajarlo; podía achacarlo a la ginebra (tres gin tonics) y mi evidente inquietud. No era el tipo educado y ocurrente de los mensajes privados, pero quizá sí un equivalente.
Cuando yo ya estaba verbalmente desparramado, borracho como sólo alguien que se alimenta a base de café puede estarlo, nos cruzamos con dos chavales. Iban igual o peor que yo. Uno de ellos soltó la mano y le agarró el culo a mi compañía. Incluso sacó la lengua y dijo alguna obscenidad. De forma impulsiva, cargué el brazo derecho y le solté un puñetazo, sonó como partirle el cuello a una gallina.
Me destrocé dos dedos y le fracturé el pómulo. Él cayó de culo, momentáneamente inconsciente. Acabamos todos en urgencias, mirando al suelo. El suelo siempre está ahí para ti, esperando, a todos los niveles.
La mano de las pajas. Salí de allí con un guante de boxeo hecho de yeso. Mi brazo derecho pesaba el triple que el izquierdo.
Al otro tío se le infló una cabeza accesoria en la cara, brillante y morada, tamaño recién nacido, y más o menos igual de bonita. Sólo podía verme por un ojo, su colega le impidió contraatacar varias veces. Con su cara se partió también la tarde.
Nuevamente, di el último paso fuera de las brasas, y volvía a tener los pies achicharrados. Pisaba lento y profundo, en lugar de rápido y sonriente.
Fui perdiendo el contacto con la chica. Ella me dejó de hablar poco a poco. Quizá hiciera algún tipo de lectura ideológica de lo que pasó, puede que relacionada con la “masculinidad tóxica”. Pero lo más probable es que simplemente yo no hubiese estado a la altura. Puede que emborracharme y soltar un discurso sobre el miedo y el asco que me da la gente, no sea tan encantador. Puede que sólo sea una mala idea, una sobrecarga de mala sinceridad, igual que hay colesterol malo.
Conozco muy bien el oficio. Sé cómo se siente la cajera. Yo fui cajero, fui reponedor, fui mozo de almacén, respiré el cartón y el polvo, barrí alguna que otra rata muerta, usé la transpaleta como patín, trepé por estanterías, llevé el toro, hice inventarios de madrugada. Aprendí a no mirar el reloj durante horas. En esa clase de trabajos, sólo tienes que usar la cabeza el primer día; aprendes la mecánica. El resto es un océano de tiempo, de aburrimiento. Es algo que se te puede ir de las manos, te puede anular, coger tu persona, arrugarla como un folio y tirarla a la basura. Mucha gente no sabe lo duro que es, aunque creen que sí, pero sobrestiman su imaginación. Y en cierta forma trabajas justo para esa gente, para mantenerles ignorantes, para que sigan haciendo el chiste sobre quién pone las calles por las mañanas. Eso es justo lo que haces currando en un supermercado: poner las calles.
Sonará exagerado, pero creo que estos trabajos son los que hacen creer en utopías, en un mundo que algún día será completamente pulcro y seguro, donde el exterior será sólo una extensión de tu salón. Una imagen de orden perpetuo entra de maravilla por los ojos. Muchos dicen que les gusta pasear por el centro comercial por el aire acondicionado, pero es mucho más que eso. Es probable que en términos de equilibrio o paz interior aporten más los reponedores que la psiquiatría.
Me prometo a mí mismo no decir todo esto en voz alta. Aunque me parezca perfectamente coherente. Siempre hay que recordar que la sinceridad no tiene necesariamente nada que ver con la verdad. Puedes ser totalmente sincero y estar totalmente equivocado. Yo he sido un experto en eso. Pregúntame cualquier cosa, tengo un pensamiento sincero para lo que quieras. A veces incluso sonaré rotundo y convincente.
Tengo una pregunta yo para ti: ¿Quién repone para los reponedores?
Una tarde vi salir a la cajera, nos saludamos de pasada y luego de alguna forma rompimos a hablar. Creo que ella estaba algo a la defensiva. Creo que hace un tiempo yo llamaba su atención, primero le resulté interesante y luego un capullo, y ahora supuro algún tipo de confusión que le hace bajar la guardia. Aunque con reservas.
Quedamos otro día y decide que soy inofensivo. Paseamos. Yo tengo mi propia ruta favorita, aunque desprovista de encanto para el canon. Por así decirlo. Hay que atravesar un polígono industrial, bordear una vía, llegarse hasta zonas residenciales. Los perros te ladran desde sus patios y el sol parece abrasar en cualquier momento del año. Tengo localizados un par de bancos en los que me gusta fumar.
Procuro no soltarle el rollo, le digo que la zona me gusta, sin más. Me gustan los contrastes, los bosques junto a grandes almacenes. Es especialmente poético en verano, en las horas más jodidas, de tres a seis de la tarde. Gorra y beber de las fuentes que te cruces.
Caminamos juntos, pero sin grandes alardes. No me siento ocurrente. Creo que el silencio parcial que practico le está gustando. Cree que estoy un poco nervioso. Estoy un poco de todo, pero sólo importa lo que ella crea. Esto no es una prueba, no hay nada ensayado, no puedes fallar, pero tampoco acertar. No se puede ser natural pensando demasiado. No es que yo no piense, pero ha habido días mucho peores.
Nos sentamos. Le hablo un poco de lo que hago, de lo que soy; no es emocionante. Se supone que lo interesante tengo que ser yo. Si ella lo enfoca como una entrevista de trabajo, no tengo nada que hacer. Mis méritos se reducen a seguir vivo y parcialmente sano. Apoya la cabeza en mi hombro y para mí esto ya es una novela de Nicholas Sparks. Mantén el listón bajo, el perfil por lo suelos. Vemos pasar el tren a unos cincuenta metros. Cuando cruza zonas habitadas, hace sonar la bocina para ahuyentar a los despistados y los suicidas. Yo aún soy de los primeros. Atrévete a decirme que esto no es una victoria.