Archivo por meses: junio 2018

Una mejora

Me siento bien, voy masticando todas las guarradas que me dan. Las ha traído una chica que ha estado de viaje en Méjico (yo digo Méjico, el resto dice México). Estamos en su casa, casi diez personas, comemos mientras nos graba para su canal de youtube. Me siento parte del presente, sin una gota de cinismo, intento decir cosas ingeniosas sin que parezca que lo intento. No conozco a la mayoría, sólo a un par de colegas. Íbamos a ir a cenar todos juntos, pero antes hemos acabado aquí. ¿Os importa?, nos han dicho, y luego la cámara no ha dejado de grabar. Chupitos de tequila y snacks picantes, golosinas con sabores que no sabemos leer, y al menos tres tías a las que miro si no miran, y que no parecen solteras o libres. No conozco los parentescos ni los acuerdos. Nos han presentado a todos, para mí el protocolo es administrativo, cumplo y olvido.
Mastico la siguiente cosa, gomosa y que no lleva a ninguna parte. Cero sabor, cero valor nutricional, todo risas. Cosas rojas o verdes, cosas azules, gominolas que saben a ketchup y viceversa. Una bebida misteriosa y marrón caca que sabe a fresa con cerveza. Otro chupito de tequila. Una bolsa de plástico con una foto de fuego quemando a un cocinero, la abrimos. Hay una especie de ganchitos negros dentro, pican menos de lo que parecía. Luego unas moras verdes que parecen de plástico nos queman la boca. Muecas de disgusto y carcajada. La fiesta del estómago minado. La cámara en la cara, los ojos llorosos, 2018. Hacemos lo que toca. Masticamos y engullimos.
No acabamos de salir. Nos dejamos caer en sillones. Una de las chicas, una rubia, resulta estar soltera, libre y libérrima. Es de baja estatura, pies pequeños, tetas grandes, risa fácil, un máster en Lingüística, inglés perfecto, mente amueblada. Hace tres meses acabó una relación de doce años con un pelirrojo, su primer novio serio. Tiene treinta y pocos y un polvo descomunal.
Hablo con ella mientras mis colegas se enzarzan en una discusión sobre paracaidismo. Las otras dos chicas mencionadas han venido con sus novios. La anfitriona y viajera (carismática en el mejor sentido) es lesbiana y dice que su novia tiene que estar al caer.
Acabamos pidiendo pizza, y alguien me susurra que es el cumpleaños de la rubia. Hablo tranquilo con ella porque me parece totalmente fuera de mi alcance. No es que lo formule así, pero sí de forma subconsciente. El problema es tener posibilidades. La tranquilidad se asienta cuando el cambio es imposible. Nunca he creído que la gente cambie porque quiere, cambian cuando no les queda más remedio, por las circunstancias, por la presión. El optimismo surge cuando es la única opción, el optimismo parece cosa de pobres, pensamiento maniatado.
Si la chica mostrara algún tipo de interés por mí, el cambio sería inevitable, y tendría que afrontarlo, a veces las cosas tienen la irritante manía de mejorar.
Una mejora no es necesariamente mejor, de hecho trae consigo futuros problemas y dolores de cabeza, a veces incluso tragedias. Una mejora trae mejoría, y también un montón de cosas que perder.

Alguien ha incorporado porros a la reunión. Hay dos sillones de tres plazas que van a colapsar. Apretados, tengo a la rubia pegada y una erección ya casi completa. Los tejanos la disimulan cada vez menos. Me acomodo y el roce lo empeora. A los diez minutos el líquido preseminal moja mis calzoncillos, lo que estabiliza mi pene en modo morcillón.
Llega la novia de la anfitriona, y nos ofrece a todos unas pastillas. Dice:
–No preguntéis, sólo dadle el play.
De algún modo, decido fiarme porque es lesbiana, porque estoy rodeado de modernidad, porque acabamos de grabar un video de “Comemos chucherías mexicanas”, y porque las pizzas deberían estar a punto de llegar.
Me trago la pastilla sin rechistar. Le pego otra calada a uno de los tres porros que circulan. Aunque por lo que sé sólo hay una youtuber, digo:
–Yo pensaba que los youtubers eráis super sanos, que corríais por las mañanas y luego hablabais de lo maravilloso que es todo el mundo aunque esté gordo.
Se ríen. Quizá hasta les caigo bien.
Cuando llegan las pizzas, la anfitriona dice que ella lo paga todo, que no saquemos las carteras, que sus padres son los dueños de todas las manzanas de Periferia. Dejan la cena en un aparte por drogadicción responsable, dicen que aún tenemos que notar las pastillas.
Lo que sea que me he tomado, se suma al colocón del porro, y por momentos tengo que acordarme de tragar. Cuando la rubia me habla, pienso: me encantaría recordar su nombre, daría un huevo y un dedo meñique. Pero nadie habla con nombres, todo son motes bisílabos que un recién llegado no debería usar. Cuando la rubia me habla la miro a los ojos como jamás haría mi versión sobria. Tiene los ojos enormes y verdes y azules, y juraría que al fondo se ve una atracción de parque acuático por la que bajan decenas de adolescentes sonrientes. Un subidón de verano reciente. No sé si vocalizo mejor o peor que antes. Ella se siente igual, estamos empatados. Tiene dientes blancos, labios pequeños y saliva apetitosa. Pone la mano en mi pierna izquierda para no hundirse, su cadera contra la mía. Suena el teléfono.
Nos dicen que el pizzero ha tenido un accidente. La lesbiana youtuber pide silencio, pone el manos libres y pregunta por su estado. ¿No le habrá pasado nada, verdad?
Una vocecilla dice que el pizzero ha muerto.
Un momento, pienso. ¿Las pizzas no habían llegado?
Eso me irrita especialmente. No sólo que la Muerte se haya llevado nuestra cena, sino que además yo pensara que ya estaba aquí, que todo iba bien. Un daily, unas chuches, un sábado, porros, pastillas. La rubia apoya la cabeza en mi hombro y dice:
–Pobre pizzero.
No había llegado ninguna pizza, sino un paquete, un rollo de Amazon. La anfitriona creía que eran las pizzas, luego yo leí mal la situación y los comentarios, y la chica al otro lado del teléfono, llorando, nos dice que el pizzero quería adelantar a un coche, y que un camión venía en la otra dirección. Tópico pero eficaz. La muerte no suele apreciar la originalidad, suele ser previsible; sabe que lo de escarmentar no entra en nuestros planes.
La pizzera cuelga y la anfitriona dice que aún quedan chuches mejicanas, pero que en realidad las compró en un chino. En méjico, eso sí.
Digo en voz alta que lo siento y todo eso, pero que tengo un hambre atroz, hambre de restaurante y no de tienda de souvenirs. Por suerte, el resto me apoya. Decidimos llamar a otra pizzería. Probar suerte otra vez. Raro sería que. Un rayo no cae dos veces en. Hay que seguir adelante con. Y los porros nunca cesan, para cuando tres se acaban, otros tres se encienden. La muerte no planea, simplemente está, pero siempre es así, y no tardamos mucho en recuperar el ánimo. Nadie suspende el partido.

El segundo pizzero llega vivo, aunque se retrasa más de media hora. Dejamos a un lado los porros y comemos como niños negros geográficamente desafortunados. Ya han pasado casi tres horas desde las gominolas. El color de los ojos es el rojo. En mis tejanos, si te fijas, hay una pequeña mancha de humedad en la entrepierna. Pero hay que fijarse. La rubia ha seguido a mi lado más o menos todo el tiempo, se siente cómoda, creo que cree que soy inofensivo, algo así como un gato pero un poco más feo. Y sin polla. El hecho de que hable le hace cierta gracia, casi más que lo que digo. Abro los párpados sólo a medias. Cojo trozos de pizza sin hacer cálculos, claramente va a sobrar, la anfitriona parece gastar como quien abre el grifo. Estoy hambriento, aturdido y cachondo como el animal que soy.

En cierto momento, parecemos recordar todos a la vez el asunto del cumpleaños. Lesbiana 2 corre hacia la cocina. La cumpleañera no quería celebrar nada, no quería regalos, de hecho la reunión no era exactamente por ella, o eso entiendo, pero no ha podido escapar a la tradición. Se apagan las luces y de la cocina sale un pastel flotante en la oscuridad. Una vela con forma de interrogante espera a ser soplada. Después, todos aplaudimos y casi todos cantamos el cumpleaños feliz. Creo que no es el orden habitual. Las luces se vuelven a encender y lesbiana 2 se vuelve a ir. Vuelve con un paquete enorme.
–Ya sé que no querías regalos, pero te jodes.
Dentro del primer paquete hay otro, y así sucesivamente hasta que queda una cajita que cabe en una mano. Reímos y nos pasamos los porros. Es la monda. Dentro de la cajita hay una suerte de colgante, algo que parece ser tiene valor sentimental para la cumpleañera y la pareja de lesbianas. Es un regalo y no lo es, es un cumpleaños como excusa. Luego nos dan explicaciones para llenar los huecos en blanco, explicaciones aburridas que colocados resultan fascinantes y románticas, increíblemente excitantes y propias de la magia de estar vivos y ser relativamente jóvenes ya bien entrado el siglo XXI. Sólo puedo pensar: gracias por dejarme compartir este momento. Sois la leche.

Nos comemos el pastel y lesbiana 1, la anfitriona, nos dice que mejor salir al jardín, tomar algo en el jardín de la parte de atrás, el jardín es genial, nos dice, es una obra de arte de su madre, un “rollo hetero-burgués” exquisito, flores de todo tipo, “olores que flipas”, un caminito empedrado, una zona donde colocar mesitas monísimas metálicas y beber o fumar o conversar.
Salimos y procuramos no pisar donde no debemos. Era una piscina o esto, dice la anfitriona, y mis padres prefirieron flores, plantas, trabajo de jardinería.
Casi todos nos sentamos en el suelo, en una zona con césped que parece habitable y a salvo de destrozos. Balbuceamos y procuramos que no se nos caiga la baba. Nadie pregunta qué eran las pastillas, parecen habernos sumido en un estado de euforia catatónica, relajación agresiva o concentración dispersa. Me doy cuenta de que la tengo dura como el mármol, aunque el alcohol empieza a fluir y ya no deja de hacerlo. Una voz dice que su padre a veces corta rosas del jardín y le prepara un ramo a su madre. Otra voz encadena argumentos pastosos que nadie entiende. Una tercera voz intenta beberse el porro y fumarse el vodka. Advierto que tengo ganas de mear unos ocho litros de cumpleaños encubierto. Me dicen que no puedo usar el lavabo, que está de reformas. Me cuesta creer que la casa tenga un solo lavabo (me huele a táctica higiénica). Me dicen que use la arboleda que hay tras la casa. Me levanto y hago eses y uves dobles, y me caigo. Oigo risas y me vuelvo a levantar, intento controlarme. Hace unos minutos, pienso, he perdido de vista a la rubia. Me encamino hacia la parte trasera de la actividad, las voces cada vez más amortiguadas, la noche cada vez más madrugada. Oscuridad ecuánime y evidente, estrellas huyendo de la contaminación lumínica. Luzco una notoria tienda de campaña. Quizá eso también haya provocado risas. Me adentro en el bosque, parece extrañamente ordenado, árboles alineados, arbustos recortados, bichos mecanizados. Me llego hasta un tronco de buen perímetro. Me la saco e intento no mojar aún más los pantalones, pero riego sin querer mis zapatillas. Apunto mejor y miro hacia un lado. Veo en cuclillas a la rubia, tras un arbusto, pantalones y bragas por los tobillos. Si me miras no puedo hacerlo, dice, y luego dice: es broma. Acabo me de mear e intento ubicarme.
Qué está pasando.
Lidio con el pene erecto.
Oigo: Ven, échate.
Me doy cuenta de que camino con la polla fuera. La rubia parece formarse de colores y texturas, como si sólo pudiera reconocer su silueta, las caderas prominentes, el pecho con los pezones apuntando al suelo, la postura de meada de emergencia.
La lluvia dorada.
Y la voz dice: Nunca había hecho esto. Creo que soy yo el que lo dice, sobreexcitado. El olor a amoniaco, el sabor a ácido úrico, fuerte, aunque el color del pis es claro. No impresiona tanto después de las golosinas chino-mejicanas. Oigo risas y son suyas. Trago un poco y escupo el resto. La visión de su ano, apenas perceptible, los labios vaginales. Las risas apagadas.
Nos van a pillar, dice, pero yo alargo la lengua, hago contacto, la paseo, algo más consciente, agitado. Hablamos de los números de teléfono, creo que de los nuestros. Una mejora. Noto calor en los testículos, ya consciente de que he eyaculado. Tenemos una primera misión. Llegar hasta los demás, lidiar con ellos, con lo que dicen, con lo que traen, las pastillas sin nombre, los futuros pizzeros muertos, los nombres desusados, otros tres porros y una nueva, enorme y aterradora idea.

Lluvia-dorada

Un nuevo yo

Me despierto de golpe, miro el reloj a oscuras, me duele el cuello. Dicen que las tres de la madrugada es el momento ideal para comunicarse con los espíritus. Es la hora de ver fantasmas, cuando la mano gélida de tu abuela muerta se posa sobre tu hombro mientras sacas ropa del armario. A las tres de la mañana es cuando el Otro Mundo visita el nuestro; al menos sobre el papel. Aunque no sea así, es una historia, y siempre he confiado más en las historias que en las noticias. El mayor “fantasma” es la información objetiva. Ven y haz pequeño mi mundo, cuéntame los únicos tres problemas y qué tres soluciones tienen. Señálame al culpable.
Las personas que no creen en las historias llevan a cabo el mayor acto de cinismo posible, y su doble moral es casi tocable cuando tienen miedo a la oscuridad. Dirán que temen a un ladrón, lo que encima les convertirá en unos mentirosos.
Necesito ir al baño. Odio ir al baño de madrugada, es como tener que abrir el envoltorio del condón y ponérselo. Me corta el sueño, me desvela, probablemente me jode el día. ¿Cuántas horas he dormido? Tres, con suerte. Camino sin encender luces. Lo bueno de que tu piso sea minúsculo, es que no hace falta aprendérselo de memoria. Tocas aquí y allá, y llegas a donde quieras.
Sí enciendo la luz del lavabo. Ya estoy con los ojos como platos, por supuesto; no lúcido, pero en absoluto apto para la cama. Conozco este camino, es largo y uso el café como medio de transporte.
Faltan siglos apara que se haga de día. Después de mear, el paso lógico es la cocina. Ni siquiera tengo un perro al que sacar de paseo. Tampoco hago nada parecido a salir a correr o montar clubs de lucha. Ni siquiera desdoblo la personalidad; soy todo el tiempo el mismo patán.
Preparo café. Procuro que cada gesto sea algún nuevo tipo de religión asiática, lento y tranquilo, el nuevo hombre tranquilo, el budismo es una rave. Decido comer algo. Tengo un cajón lleno de bollos y todo tipo de guarradas, es lo que hago en lugar de hacer deporte. Mi cocina me define mejor que mi ropa o mi peinado, y no por los azulejos o la distribución de los elementos.
Llevo el café y un par de bollos al salón; no tengo una de esas cocinas con una mesa central en la que hay una jarra de zumo de naranja en medio y niños gritando alrededor. Aunque tengo la edad.
Merodeo un momento, abro la persiana y todo sigue igual, ni un rayo de luz. Miro hacia la calle, y ahí están todos, durmiendo en su cama. Hace muchos años que no me relaciono con la noche igual que la mayoría. A veces la he usado para trabajar, pero me gusta sobre todo para desperdiciarla. Ser insomne no está tan mal si no se recrudece. Dormir dos o tres horas al día no es que sea sano, pero es como ir borracho sin castigar el hígado. Puede que no al principio, pero sí a medida que pasan las horas. En mi trabajo no tengo que usar la cabeza, sólo la paciencia. Entro a las ocho. Lo más jodido es aprender a no mirar el reloj.

Aquí estoy, aún no son ni las tres y diez. Nadie se preocupa y sale de su habitación a echar un vistazo. Sobre todo porque vivo solo, pero tampoco es algo extraordinario. Igualmente luego tendré que dar los buenos días a un montón de gente, y me los devolverán. En la empresa hay una chica de seguridad que me gusta, pero más o menos en todos lados hay una chica que me gusta. No es bonito, es algo que padezco. Parece algún efecto secundario de la heterosexualidad. Antes sólo se criticaba a los homófobos, pero ahora el problema es la heterosexualidad en general, quizá el enamoramiento indiscriminado sea una de sus taras, aparte de lo de sojuzgar a la sociedad bajo el yugo de nuestros gustos y genitales. Parece ser que es algo que planeamos ya cuando elegimos una posición ventajosa antes de nacer. La verdad es que nunca me ha importado con quién folla nadie, de hecho normalmente me aburre soberanamente la gente que lo cuenta. Quizá no sea un buen hetero.
Tampoco es exactamente enamoramiento. Podría ser simplemente necesidad. Andar necesitado. Podría.
Me bebo el café y muerdo los bollos. No son ni las tres y cuarto.
Como el error físico e ideológico que soy, cuando acabo de desayunar llevo los cacharros a la pila. Me pongo a fregar como si hubiera algo más que un vaso sucio. Hasta me pongo el delantal; es uno de esos con el David de Miguel Ángel. Si no fuera por la panza, parecería que voy desnudo.

Entonces oigo algo. Un siseo en el suelo. Miro a un lado y a otro, pero no siento nada. Hace no mucho estuve un par de meses con vértigos. Era incómodo, y sobre todo se hizo largo. Me quedo pensando en eso, y se me olvida por qué estoy moviendo el cuello.
Luego lo veo.
Una cucaracha gorda y asquerosa, del tamaño de un ratón, como cuando una rata parece un gato. Como cuando yo no meto barriga ante el espejo. Es asqueroso.
Me llego hasta el papel del cocina. Lo que hago cuando veo un bicho, es recogerlo con las manos protegidas y tirarlo al váter. Pero esta vez me parece demasiado grande. No puedo arriesgarme a que esa cosa me roce un dedo. Esa cosa tiene que morir. Lenta o rápidamente, tengo que asesinarla. Es ella o yo.
Está en el suelo y va de un lado a otro. Cierro la puerta de la cocina, tengo que tenerla localizada. Juraría que en algún sitio había un producto para asesinar cucarachas. Para acabar con ellas y poder dormir tranquilo, la gente que duerme. Doy portazos por toda la cocina, hasta que por fin doy con el veneno adecuado. Todo el tiempo susurro cosas como “vas a morir, zorra”, “estás muerta, hija de puta”. Hablo entre dientes, me siento mejor, tengo una misión. Puede que sean las tres y media de la mañana. No tengo prisa, más bien tengo todo lo contrario. Puedo recrearme. Que no usen toros, que usen cucarachas. ¿Alguien siente otra cosa que no sea asco por las cucarachas? Los insectos siempre me han parecido la grieta argumental de los veganos. Los insectos y todos sus parientes tienen que morir, sobre todo los grandes. ¿Alguien se va a dormir tranquilamente si ve una araña en su puta casa? No. Lo que haces es armarte y matar a esa cabrona, asegurarte de que no te va a picar en un ojo mientras roncas. Luego puedes seguir siendo vegano en Twitter.
La cucaracha, viva y repugnante, me hace un quiebro tras otro, no puedo dejar que vuelva a su ranura, no sé por dónde ha venido. Espero a tenerla más o menos acorralada. Apunto con el espray, y disparo.
Se forma una capa blanca en su caparazón, pero se niega a morir.
Luego algo me inquieta.
¿Ha gritado?
Es como si hubiese emitido algún tipo de silbido agudo, una señal de sufrimiento. Casi imperceptible.
Ahora corre más que nunca, no parece que la haya conseguido debilitar. Me da asco tocarla con las zapatillas, pero tengo que cortarle el paso, evitar que se cuele por algún resquicio. No vas a volver a ver a tus amigas, tu casa ya no existe. Puta.
Vuelvo a atacar, disparo sobre ella, pero la cabrona se mueve y me dificulta la ejecución. Se oye un siseo asqueroso de las patas, y nuevamente (creo) una especie de grito. La palabra «grito» me vuelve a la mente. Un alarido increíblemente agudo, tremendamente apagado, pero punzante, asqueroso, una vida a destruir. Suena como:
Iiiiiiiiiiihhhhhhiiiiiiiiiihhhhhhhhh…
Cada vez corre más rápido. Es evidente que el espray no puede sentarme de maravilla, no puedo estar respirándolo como si fuese colonia. Eso me irrita aún más. Cada vez tengo más ganas de matar. El bicho corre desorientado, no parece que tenga salida. No podría pisarlo, sería repugnante manchar así la zapatilla y el suelo. Quiero que se muera y se convierta en algo que poder barrer.
No eres un espíritu, no eres las manos de mi abuelo, ni un recuerdo o una señal. No significas nada, no tienes cara, no eres mona, ni siquiera simpática, nadie te quiere, eres un ser vivo de libro de texto, contenido de un examen de primaria. Quizá se te coman en alguna cultura, pero morir sigue siendo tu sentido. Das sentido a la muerte. La gente se alegra cuando mueres, incluso la más positiva, animalista e hipócrita.
Murmuro, intento no oír su grito, su voz.
Iiiiiiiiiiihhhhhhiiiiiiiiiihhhhhhhhh…
Comienzo a disparar a destajo, la maldita corre que se las pela, busca un escondrijo. No lo encuentra.
¿De dónde has venido? Si aún no se ha escapado dentro de la cocina, es que ha entrado a ella desde otro lugar. Comienzo a toser por el puñetero mata-cucarachas, hay una nube química conmigo. Pero no puedo abrir la puerta, el bicho se saldría y tendría más rincones a los que huir. Disparo a discreción, hasta grito como si estuviera en la selva, como si fuera de una generación anterior, aguerrido, un hombre de guerra, futuro abuelo sentado en el salón, llamándote maricón, hablando de los putos negros, de los amarillos, de los moros, de lo guarras que son todas las tías.

Me despierto de golpe, me duele el cuello, la nuca, me he caído, es lo primero que pienso. Mareado. Estoy de espaldas contra el suelo. He perdido el conocimiento. Entonces noto algo en el labio, ¿una llaga? La cucaracha se impulsa y entra en mi boca. Noto el sabor amargo a espray en su lomo, sus patas contra mi lengua. Intento escupirla, pero forcejea. La bilis sube por mi traquea. Reflujo, se llena mi boca. Un espasmo muscular, algo instintivo. Me doy cuenta de que no puedo escupir, así que trago…
Noto cómo baja hasta mi estómago, y luego se aposenta en él. Parte de mí.

Me paso media hora vomitando de todo en el lavabo. Pero no lo que intento vomitar. Sí que he notado el sabor a espray, es mejor que nada. Nunca me ha sido tan fácil vomitar.
Es al cabo de un buen rato cuando comienzo a sentirme bien. Bien de verdad. Pongo música y, cuando me doy cuenta, se está haciendo de día. Me lavo los dientes y me ducho. Me visto y me dispongo a salir. Antes de eso, entro un momento en la cocina. O bien ya no huele a espray o bien lo tengo demasiado interiorizado.
Al llegar al trabajo, entro por la puerta de personal. Las dos chicas de seguridad, ante sus pantallas, me saludan tras el mostrador. La que me gusta dice no sé qué, yo digo no sé cuántos. Mucho más que Buenos días. Digo No sabes qué noche he tenido. Ella sonríe y algo se revuelve en mi estómago, como si yo ahora fuese la nave que ella pilota.

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Paquete de viaje

Vimos el camión de Matutano, amarillo, viejo y chillón, un armatoste, parecía ladeado, los neumáticos a punto de ceder. Parecía fuera de su horario. Estaba aparcado y nutría una tienda, un tío iba y venía con cajas. Nos miró, esperó, obstruíamos la acera. Yo era ese tío la mayor parte del tiempo, conocía esa mirada resignada, esforzada. Siempre se habla de hacer un ejercicio de empatía, pero a menudo la empatía surge sin más, como una maldición. Yo curraba en menesteres similares, aunque no fuese con un camión de Matutano.
Esta vez, sin embargo, era de los que estorbaba, íbamos camino de una fiesta. Era el cumpleaños de alguien. Nunca recuerdo la clase de fechas señaladas que te convierten en el detallista medio. Recuerdo la Navidad, por los mensajes subliminales. Esta vez compramos un regalo entre varios. Un colega dijo que no había que comprar algo que la cumpleañera necesitara, sino algo que quisiera. Creo que fusiló un diálogo de Love Actually. Este tío llevaba algo así como toda su vida detrás de ella, y parecía intentar quedar bien con ella incluso cuando ella no estaba presente. Como si los demás tuviéramos que tomar nota. La chica había cortado con su pareja, con la que llevaba nueve años. Hace nada vi al ex en Instagram, con el traje de Salto Base; creo que mueren más o menos la mitad de los que lo practican. Lucía una gran sonrisa de Hombre Libre. Estoy bastante seguro de que tus pretensiones de Libertad tienden a ser inversamente proporcionales a tu esperanza de vida.
Eran casi las nueve de la noche y era sábado, y aún era de día, recordaba esas noches de Halloween que aquí no se daban, recorríamos una zona residencial, pero no había niños con caretas y sacos de caramelos. Mucha gente envidia las tradiciones de otros países; el nacionalismo suele ser orgullo a la desesperada. La bandera americana al menos me hacía gracia.
Llegamos a lo que a mí me parecía una gran casa. Era todo lujo y espacio por comparación con mi piso. Había mucho ambiente, hay toda una historia detrás, amigos de amigos, muchos que llevaban un tiempo follando entre sí, hermanos, algún primo, quizá un par de bebés o tres al cuidado de los abuelos. Buena gente. Daños colaterales.
A veces la educación con la que algunas personas te hablan me parece más irritante que muchas formas de sequedad. Cómo parecen seguir un guión, de una forma ya mecánica e interiorizada que intentan hacer pasar por natural. Es la gente con don de gentes. En realidad lo hacen peor de lo que creen, pero tú siempre quedas por debajo.
Estuve dando dos besos por aquí y por allá. Conocía como mucho al cincuenta por ciento. No era un cumpleaños cualquiera.

Qué pasaba. Ella tenía que estar muerta hacía ya un tiempo, pero al parecer se salvó milagrosamente. Vivió un proceso largo y suicida de médicos y salas de espera. Le habían localizado un tumor (creo), e incluso le habían dado fechas límite potenciales. Caducidad programada. Había una operación, pero era extremadamente sensible. Sin embargo se llevó a cabo, y poco tiempo después el mal remitió, dejó de insistir o reproducirse.
Lo que hacía especial este cumpleaños, es que era una auténtica celebración de la vida, a diferencia del cumpleaños habitual, que es más bien una representación de esa idea.
No conocía muy bien a la cumpleañera, pero parece ser que quiso invitar no sólo a sus amigos, sino a casi todas las personas que conformaban los seis grados de separación. De esta forma, yo era algo así como el amigo del primo de alguien que una vez vio de lejos a su ex. Ni siquiera estaba ahí por ella exactamente, sino que durante un tiempo tuve cierto vínculo con el nuevo novio de la muerte. Un par de amigos me insistieron y me hablaron del regalo en grupo, y dada la naturaleza extraordinaria del evento, no me salió decir que no.
El regalo era uno de esos paquetes de viaje, no sé muy bien cómo va, lo compramos en una librería. Era ese rollo de “regalar experiencias”. Creo que fue una idea pésima, nunca me ha parecido de recibo colarse en la agenda de los demás y removerlo todo. Pero no dije nada. Puse mi parte y aproveché para pillar un par de cómics.
Comencé a beber algún tipo de ponche dulzón, de los que te acaban matando como el veneno adecuado disimulado en un pastel. Dos horas después sentía ese ir y venir de la cabeza, como si caminara por la cubierta de un barco que surfeara un tsunami. Intentando ser amable con los demás, procurando no mirar más de la cuenta los escotes y los culos, y también los pies femeninos más visibles. Para mí los pies pueden ser tan atractivos como las piernas o los hombros al aire. Pero no se me da muy bien disimular.
Coincidí en un corrillo con la cumpleañera. Estoy bastante seguro de que se llamaba Clara. Era muy blanca de piel, con pecas y un pelo rojo como la carne cruda. Su nombre podía ser una idea de sus padres cuando vieron el aspecto del bebé. Me parecía guapa y no parecía tener el carácter de quien invita a cien personas a ninguna celebración, incluso con coartada. Sus padres estaban fuera de la ciudad, no sé si sólo esa noche o si sería algún tipo de segunda luna de miel. Creo que oí algo al respecto. Había un par de tíos sobrios dando vueltas, creo que estaban contratados. Parecían más construidos que paridos, uno de los dos tenía rasgos asiáticos, sus manos parecían poder romper cristales sin darse cuenta.
Empezaba a sospechar que la fiesta había sido idea de los padres; buena o mala, parecía evidente que había sido la primera. No sabía de qué hablar con la cumpleañera, dado que encima yo tenía más que ver con su ex que con ella. Fue ella quien decidió intercambiar alguna anécdota. Por lo que intuí, su ex se quitó de en medio para dejar espacio al tumor. No es que le culpe, hay loterías que poca gente sabe cómo cobrar. Creo que ella tampoco estaba amargada a ese respecto, aunque el chaval no había sido invitado, ni directa ni indirectamente. Parecía lo único que había quedado claro, a quiénes no había que invitar.
Los humanos queremos pensar que somos como Armstrong pisando la luna, pero diría que nos parecemos más a Armstrong cambiándose la sangre. Nos nos gusta aceptar nuestra condición fugaz y natural, sobre todo en cuanto a omnívoros y depredadores. Hay demasiadas capas de hipocresía basada en la conciencia como para intentar ser coherente. De modo que interpretamos un personaje. Yo soy sensible; yo soy resignado; yo soy vegano; yo no me arrepiento; yo le he ganado la batalla a la muerte; yo te cuento lo que pasó; yo no quiero líos; yo separo la basura; yo soy relleno; yo soy segurata; yo hago el amor; yo decido… No es una película fácil, y el rodaje dura más de lo que sabemos soportar.

A veces me quedo paralizado ante la fascinación que me produce mi entorno, todo él, la dinámica humana, por así decirlo, lo que es capaz de proyectar y lo que es capaz de destruir, y todo lo que una persona es capaz de dejar exactamente igual de bien o mal que estaba, aun viviendo ochenta o noventa años. Siento esa fascinación por el devenir global, como si lo pudiera ver todo desde fuera, cómo evoluciona, cómo sigue o cómo termina. Y el bajón llega cuando recuerdo que formo parte de ello. Es imposible no quedar salpicado. Puede que tú no cambies nada, pero absolutamente todo te va a cambiar a ti.
Si Dios existe y puede hacer eso, si puede ver este espectáculo desde los márgenes, incluso aunque no pueda intervenir, debe pasárselo literalmente teta. Debe flipar sin parar. Esa siempre ha sido mi idea sobre Dios: el voyeur definitivo, alguien que puede mirar y escuchar, y que no necesita hacer nada más. Alguien que se interesa con el mismo ánimo y regocijo por una gran celebración que por un gran atentado terrorista. Dios, el colega definitivo.

Dios podía fijarse en un montón de cosas en esa fiesta. No sé si le interesan los detalles, no sé si es más un detective o un pervertido, pero cuando hay tanta gente no das abasto. El idiota destaca; en una reunión numerosa, cuanto más superficial seas, mejor. No se valora el ingenio, sino la astracanada. La adolescencia es menos una etapa que una actitud.
Si te callas y te arrinconas, luego sólo podrás hablar sobre lo callado y arrinconado que estás en las fiestas. Yo era así, más o menos. Lo era menos con casi treinta años, pero no me gustaban más las fiestas. Debía hacer años que no iba a una fiesta de verdad. La casa se fue ensuciando y llenando de ruido como a cámara lenta. Pero de forma irremisible.
La pelirroja no estaba muerta.
Comencé a ir de un lado a otro, perdí de vista a mis colegas, compañeros de regalo. Bajé el ritmo en cuanto al bebercio. Ahora manoseaba mi vaso de plástico. Descubrí un jardín y una piscina en la parte de atrás. Puede que esto sea lo que al final respetan los tumores. El césped estaba saturado de grupos, cada vez un poco más descontrolados. Cuando el primer idiota se tiró a la piscina, el resto de su especie no tardaron en imitarle. El idiota que abre la veda es como un Ideólogo, con la diferencia de que como mucho vomitará en tu piscina, en lugar de comerte la cabeza. Algunas veces es mejor seguir al idiota, ser más listo que tu compañía, y rehuir conscientemente a animales ideológicos y activistas. No hay nada más pequeño y ridículo en el Universo, que una persona que se cree en posesión de La Verdad.
Un idiota ni siquiera tiene una opinión, sólo quiere pasarlo bien.
Pero no me apetecía meterme en la piscina. Y además comencé a ver conocidos aquí y allá, esa gente a la que prefieres no saludar por la calle, y mucho menos ponerles al día. Cuando me veo obligado a hacerlo, acabo diciendo cosas como: Aquí estoy aún, sigo vivo…
No siempre se conforman.
Se acumulaban las chicas con las que no quería hablar pero sí follar hasta la muerte. No por una cuestión de cosificación, o sí, pero hubiese pensado igual si fuesen los tíos los que me pusiesen cachondo. De momento pensar es libre, puedes pensar en todo tipo de aberraciones. Incluso esa persona que crees intachable, lo hace, piensa en cosas terribles, abominables. Quizá acaba por no hacer ninguna de esas cosas precisamente porque puede pensar en ellas. Es posible que las mejores personas tengan la mente llena de basura. Lo único que hacen es retener más y mejor que los demás. Esto explicaría también muchas explosiones de violencia. De no existir opciones como el porno, probablemente mucha gente perdería su capacidad de retención, y una fiesta sería muy parecida a algo con lo que Dante haría rimas.

Yo no formaba parte de ese estrato social. En esa fiesta había mucha gente que no sabía cuánto dinero tenía, pero sobre todo no le importaba. Porque sabían que, incluso sin mover un dedo, ese pozo se secaría mucho después de que ellos murieran dentro de sesenta o setenta años. Así de jóvenes eran, y así de ricos eran sus padres. No se me ocurre atajo más efectivo para convertirte en un gilipollas. Y ni siquiera hablo de lo vagos y maleantes que serían por tener la vida solucionada; es algo mucho más profundo que eso, es mucho peor cuando son tan conscientes de sus privilegios que comienzan a intentar compensarlos. Esa gente es insoportable, porque no sólo parecen avergonzarse de ser quienes son (cosa que no se han ganado, pero que tampoco pidieron), sino que además procuran que los demás les acompañemos, les perdonemos.
Personalmente prefiero a los “vagos y maleantes”, los que se bañan con champán de botellas que cuestan como un coche de segunda mano. Ellos al menos saben que nadie les va a perdonar que sean ricos, y se limitan a intentar disfrutar. Puede que sean idiotas, pero no son unos hipócritas, y no te piden clemencia. Se limitan a vivir la vida como la mayoría de gente sueña vivirla, la misma gente que habla sobre la dignidad que hay en los madrugones y la explotación laboral. No es que hagan ningún bien, pero siempre nos darán una lección mucho más interesante que la que nos intentan colar los avergonzados bienhechores.
Los unos sólo son unos pesados (y a menudo unos falsos), pero los otros te hacen pensar. ¿Eso es lo que yo quiero? ¿Qué quiero exactamente? ¿Bañera de champán o comprar ropa carísima de la que no lo parece? ¿Soy tan humilde y ascético como creo que soy?

En algún momento comenzamos a salir en fila india de la casa, y del jardín. Tras la propiedad privada había un bosque. Comenzaron a verse focos de linterna de móvil. Eran ya como las cinco de la mañana. Éramos supervivientes, también en el sentido metafísico. Nadie sabe qué define su propia época, estás demasiado en el ajo. Se sabe cuando han pasado cincuenta años. ¿Como nos recordarán a nosotros? A veces creo que seremos la versión superficial de los hippies. Eso pensaba yo. No acabaremos con la crisis, y la crisis no acabará con nosotros. Sólo nos pasará por encima, nos dejará recogiendo los pedazos, mientras los de siempre se siguen bañando en champán.
Y cómo les vas a culpar.
Con qué argumento blindado. Con qué retórica de izquierdas saturada de ego, paternalismo, pedantería y etiquetas. Con qué idealismo cutre de quinceañero. Ya no eres joven, ahora te dices: soy de izquierdas; y te ves aguantándote la risa cuando el cabrón más cínico de derechas te suena razonable.
Nos adentramos en ese bosque del siglo XXI, ya casi en su tercera década. A la cumpleañera le sonó el teléfono. Me pasé la noche intentando recordar si alguna vez me había masturbado con sus fotos de Facebook.
Estuvo un bueno rato hablando. El resto comenzamos a buscar dónde poner el culo. Varias parejas habían ido a follar tras algún arbusto. Oí cómo alguien vomitaba.
La cumpleañera volvió de su aparte telefónico. ¿Quién hablaba por teléfono ahora? ¿Qué clase de estrés era ese?
Dijo:
–Mi ex ha muerto.

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Jóvenes profesionales

Sabía que la familia de al lado se había mudado. Creo que había muerto alguien, o alguien se había quedado sin trabajo. Había pasado algo que no se podía barrer bajo la alfombra comprando cosas, y decidieron cambiar de aires. Eso obviamente tampoco solucionaría necesariamente el problema, pero supongo que la decisión es comprensible. La racionalidad no es más que otro ingrediente del que calcular la dosis.
Esto no quiere decir que yo estuviera muy informado de los avatares del vecindario. Más bien entraba y salía del barrio lo más rápido posible. El barrio sólo era el lugar en el que tenía el piso. Allí no tenía amigos o familiares, y tampoco ganas de intimar.
Pronto un nuevo inquilino ocupó el lugar de la familia. Vivía solo, tenía entre treinta y cuarenta años. Estábamos pared con pared. Jóvenes profesionales. Creo que tenía un trabajo similar al mío, algo que soportábamos de lunes a sábado en el turno de noche. En realidad acabé sabiendo que nos rotaban el turno a ambos, lo que hace que acabes por no recordar muy bien lo que es estar descansado. Sus ojos rojos eran los míos, su edad también, su situación profesional, su soltería, su aparente carencia de objetivos. Su pereza, una clase de pereza que hace que la idea de conocer a alguien y formar una familia te suene a enfermedad terminal.
Eran casi todo suposiciones, pero bastante acertadas.
El resto de vecinos del edifico dormía de noche y vivía de día. Nosotros éramos los únicos que o bien estábamos en el curro o bien intentando dormir; un jet lag constante sin necesidad de movernos del sitio.
Tenía la misma relación con él que con el resto de vecinos. Parca, cordial de un modo seco y funcional.
Eramos funcionarios de lo funcional. Él tampoco debía tener mucha vida social, o debía estar constreñida. Lo que tiene el turno de noche seis días a la semana, es que sales del curro el sábado por la mañana, y vuelves a entrar el domingo por la noche. Tu fin de semana se reduce al sábado por la tarde. Una tarde libre real en toda la semana. No importa si técnicamente no es así, porque así es como lo percibes. No puedes disfrutar del domingo haciéndote la víctima irónica cuando sabes que tu turno empieza a las diez de la noche.
Yo era lo más cerca de un niño moreno cosiendo balones que había en mi grupo de amigos. El resto habían sido más o menos aplicados. Ellos al menos tenían tiempo para quejarse.

Por si fuera poco, me estaba haciendo viejo. Tanteando los cuarenta. Como se suele decir: no tenía nada. Nada propio, se entiende. Sí que tenía padres y algunos amigos, pero no había construido nada. Ni siquiera me había dejado llevar por la inercia vital predominante, para poder pensar después: menos mal. Podría haber estado cambiando pañales, en el fondo igual de jodido o más, pero al menos sintiéndome más civilizado, menos individualista, más amoroso. Al menos tendría algo que enseñar, de lo que hablar, podría abusar de los diminutivos y hacer chistes sobre el insomnio de los padres, la lactancia o los períodos de excedencia laboral. Estoy bastante seguro de que no me sentiría mejor, pero sí tendría más herramientas para fingirlo.
Lo cierto es que pensaba en todo eso, pero no lo echaba de menos. No me sentía fuera de lugar. Claro que fantaseaba con algún tipo de ideal de mujer, o que encontraría otro curro, algo a poder ser menos esclavo, o, ya puestos a pedir, más creativo. Menos de ser un tornillo y más de ser un lápiz, por así decirlo. Era poco realista darle vueltas a eso.
Siempre me he considerado un romántico.

Si tenía suerte, el horario del curro no cambiaba en varias semanas seguidas. Pero tarde o temprano comenzaba a dar bandazos. De la noche a la tarde, de la tarde a la mañana, y vuelta a la noche.
Para decir la verdad, la noche era mi hábitat. Eran mis horas predilectas para leer o escribir o ponerme una peli; para estar solo, en definitiva, lo que era mi fiesta favorita. Pero currar no es desde luego la mejor tarea para hacer de noche, no en algo completamente opuesto a lo que eres y sientes. La noche es el mejor momento para hacer tus cosas, y el peor para hacer las de los demás.
Un día llegué tarde a casa, después de haber tenido el turno de tarde y haber tropezado con un colega. Nos habíamos puestos tibios de café. Se suponía que yo ahora tenía que dormir. Reconozco que no soy el mejor planificando. Me senté en el sillón, con los ojos abiertos como platos. Me puse la mano en la panza, ya no era tanto una barriga como una panza. Me plantee seriamente comenzar a comer menos. Durante una época lo probé y bajé diez kilos. Me sentí como un héroe del esfuerzo y el sacrificio. Luego, ante ni pasmo, dejé de adelgazar, de golpe. La gente me decía que era normal, que lo que había perdido era sobre todo líquido, que era relativamente fácil perder diez kilos. Más o menos siempre ha funcionado así: cuando creo que he logrado algo, viene alguien y me aterriza. Nunca es para tanto. Nunca gano del todo.
Oí un ruido que venía del piso del vecino. Mi reflejo. Un golpe seco, una puerta. El café me levantó del sillón, algo sobresaltado. Me fui a espiar por la mirilla. Eran casi las dos de la mañana.
El tío arrastraba una suerte de fardo, negro, aparatoso, muy pesado. Hacía auténticos esfuerzos por trasladarlo, resoplaba y se le marcaban las venas en la sien. Tenía que bajar dos pisos. El colocón de café estuvo a punto de hacerme abrir la puerta y ofrecerme a echar una mano. Pero algo además del café me había puesto alerta. Si lo que arrastraba no era un cuerpo, ¿qué era? ¿Algún tipo de muñeca hinchable? ¿Las hay que pesen noventa kilos? ¿Hay muñecas hinchables como yo?
Al final logró levantar aquello y acomodárselo para poder bajarlo. En el edificio (tres pisos en total) no había ascensor.
Apagué la luz y me puse a espiar por la ventana. Salió con el fardo y se llegó hasta su coche, a unos veinte metros en la otra acera. Dejó caer el fardo en el suelo, abrió la puerta de atrás y lo metió como pudo. No se planteó usar el maletero. Arrancó el coche y se fue.
Me quedé paralizado, pensando en la logística. No me entró miedo, sólo me pregunté por qué no había usado el maletero. Luego supuse que debía llevarlo ocupado, puede que un pico, una pala, cuerda… a saber. Por algún motivo, eso me tranquilizó un momento.
Esperé a que el coche volviera. Ni me planteé ir a dormir. Seguía con las luces apagadas. En teoría tenía que levantarme a las seis para ir al curro. De repente tenía el turno de mañana. Eran más de las dos. Aunque me fuese a dormir en ese justo instante, sabía que apenas dormiría un par de horas. Tenía clarísimo que el día siguiente sólo sería un día más: abotargado, falto de sueño, un muñeco de trapo manejando maquinaria pesada. Riesgos laborales en marcha.
Estaba acostumbrándome a nos sentir nada. O a sentir sólo cansancio. La resignación era mi máximo. Si estaba resignado era un buen día. Si un día dormía seis horas era una utopía. Yo no disfrutaba de los detalles pequeños, los detalles pequeños eran mi mayor meta. Si lograba ver cómo el tío volvía en su coche y luego me dormía hora y media, habría sido un día medianamente aceptable.
Lo que pasaría, sin embargo, es que el tipo volvería una hora después con el coche vacío y la ropa sucia, subiría a su piso, cerraría la puerta, y yo me revolcaría en la cama hasta que sonase el despertador de mi móvil sin haber dormido una gota.

El insomnio se da por hecho. Era la clase de cosas que inconscientemente creía merecer por no tener otra clase de vida, una vida más desprendida, más adulta.
Cuando al día siguiente salí del trabajo, la siesta que me eché por la tarde volvió a ponerlo todo en su sitio. Fuera de lugar. Eran esos días de turno caótico.
Ni siquiera era un completo drogadicto. Solo fumaba y bebía café. Ni siquiera le daba al alcohol. No se me daba muy bien ser un desperdicio; digamos que dejaba las cosas a medias incluso para autodestruirme. No la cagaba del todo, no ganaba del todo, no me mantenía apenas. Apenas me mantenía en pie, pero con aplomo. Me hubiera lamentado mucho si hubiese tenido el tiempo y la energía para ello. Hubiera pensado mucho en ello si hubiese dormido al menos cinco horas diarias.
Quién las pillara.
En el fondo poco importaba que no tuviese un bebé nuclear; me despertaba con la misma frecuencia que si lo tuviese. Pero no podía decir: el bebé no me ha dejado dormir. A veces hubiese podido decir: la siesta no me ha dejado dormir. Los momentos en que menos recomendable era perder la consciencia sobre la almohada, ahí estaba yo, frito como el lactante de algún colega.
Casi todos tenían ya uno o dos críos; alguna niña que ya caminaba sola y algún otro monstruito uterino. Yo preferí compartir escalera con un psicópata. Una pesadilla por otra. Lo debí achacar también al karma. Era como si la vida me estuviese dando pistas. Esta es tu gente, este es tu rollo; hay gente que hace cosas y hay gente que hace daño: creo que sabes dónde encajas tú.

Al paso de los días, comprobé que el tipo sacaba al menos un par de fardos a la semana. Su horario era incluso más caótico que el mío. Iba por ahí con un mono azul, no sé en qué curraba. Alguna vez incluso vi cómo llegaba a casa con otro tío, más alimento para el fardo. De entrada pensé que tenía que llamar a la poli, pero claramente subestimé mi atroz pereza, mi absoluta irresponsabilidad cívica. Creo que lo que hacía era follárselos y matarlos, puede que no en ese orden. Por lo que vi, siempre eran tíos y siempre era el mismo plan. Ellos creían que iban a mojar, mi vecino aumentaba la estadística. Llegué a intentar comprender su ánimo, su estado mental, su crueldad, el por qué, por más arbitrario o terrible que fuera. No podía dejar de mirar, hasta pegaba la oreja en la pared. Es fácil empatizar con las víctimas, hoy en día incluso resulta demagógico, a juzgar por la redes sociales. Yo me justifiqué pensando que estaría más cerca de comprender el mundo entendiendo a mi vecino. Él era representativo. Seguro que los de su especie son menos, pero es evidente que son los que toman las decisiones. Son los que comenzaron siendo buenos o del montón, y luego acabaron teniendo poder. A veces ni les hacía falta el poder. Mi vecino era como yo pero con ciertas habilidades morales. Yo no era mucho mejor teniendo en cuenta mi política de no intervención, pero ¿no es así como funcionan las cosas?

Una noche fue aún peor. Decidí que esperaría a que cayera por su propio peso. Tenía el turno de mañana, intenté ir a dormir a las once. Pensé que aunque yo no fuera a la poli, el tío acabaría pringando. No puedes llevar ese ritmo homicida sin que te pillen. O eso es al menos lo que se suele decir. Si eres lo suficientemente malo, pagas tarde o temprano. El tío pagaría, yo me haría el dormido, yo alegaría turno de noche, sorpresa, incredulidad, horror ante el descubrimiento de la auténtica naturaleza de mi vecino.
Si es que me preguntaban.
Balbucearía como el pringado que soy. Asentiría. Eso se me da bien. Me sale natural.
Claro que no iba a dormirme a las once. Mi biorritmo estaba desquiciado, la psicosis me rodeaba. Di vueltas en la cama casi hasta la una de la mañana. Oí ruido en la escalera. Me alegré, era una excusa para levantarme a mirar. Sólo un poquito, me dije. El vecino llegaba con uno de sus ligues. Siempre parecían drogados, con la mirada perdida, sonreían ensimismados. Era muy probable que les echara algo en la bebida. Parecían a poco de caer químicamente rendidos.
Apenas pasaron cinco minutos y ya escuché el trajín propio de trasladar el cadáver. No debía ser fácil meterlo en esa especie de bolsa gigante de viaje. Tenía que acomodar el cuerpo y cerrar una larga cremallera.
Esta vez el muerto lo era a todos los niveles, debía de pesar bastante más de cien kilos. Ya estando en la escalera, estudiaba cómo demonios trasladarlo sin tener que arrastrarlo y golpear su cabeza contra cada escalón. No se podía permitir hacer más ruido de la cuenta. Si se le resbalaba bajando por los peldaños, podía golpear la puerta de algún vecino. Estaban todos durmiendo, si había alguien con el sueño ligero se levantaría a ver qué leches había sido ese ruido.
Por un momento parecía que volvería a empujar el cadáver dentro del piso. Pero se detuvo a pensar; y entonces miró hacia mi puerta. El corazón me comenzó a latir como desde Cristina la de primaria. Los pequeños detalles eran mi meta, esto era lo más parecido al amor romántico ahora en mi vida. ¿Me elegirá el psicópata?
Se acercó hasta mi puerta. Por un momento pensé que me veía, me eché hacia atrás. ¿Qué pretendía hacer?
Llamó al timbre. Un toque rápido. Los ojos desorbitados, sudaba, nunca le había visto desde tan cerca. No podía abrir enseguida, pero seguro que sabía de mi vida disoluta, ni bien ni jodido del todo, follado por los horarios, frito por el café, envejeciendo a pasos agigantados, acumulando pajas con porno cada vez más sutil y sofisticado. Sin interés por el futuro e inmovilizado bajo su peso. Este tiene que estar despierto, pensó. Este no hará preguntas. Ni de broma.
Di una vuelta por el piso y me dirigí hacia la puerta intentando que se notaran mis pasos descuidados. Sólo un vecino más. Ni tan solo me planteé hacer silencio y esconderme.
Abrí sin poner cara de sueño.
–Perdona que te moleste a estas horas.
Vocalizaba bien y miraba como quien no ha roto nunca un plato contra la cabeza de un niño.
–…
Yo le miré fijamente, sin atender al fardo en el suelo.
–Tengo que bajar esto y no sé…
–Ah…
Me comenzó a contar un rollo sobre la fábrica textil de su padre, algo para sacar a colación maniquíes y asuntos familiares, se montó una película que me recordó a esos hilos de Twitter donde personas humildes y desinteresadas hablan de cómo han mediado en una pelea, han ayudado a una vieja a cruzar la calle o han defendido a alguien en apuros de madrugada. Los nuevos superhéroes sin capa: cuántas veces tengo que decirte que soy una persona íntegra y humilde, cuántas viejas voy a tener que decirte que he paseado por los pasos de cebra. Esas buenas personas sobre el papel. El tío se montó un rollo que se podía desmontar con un par de preguntas, que yo desde luego no hice. Quizá algo sobre los maniquíes con obesidad mórbida y desde cuándo los fabricaban. Podríamos hablar sobre inclusividad, otro terreno para nuevos adalides de la moral. Las buenas personas desafiantes, humildemente henchidas de ego.
Este ni siquiera podía engañarme, él sabía que no podía. Estábamos llegando a un acuerdo silencioso: yo no diría nada y él no haría nada al respecto. Cogí al gordo por los pies y él lo aferró por los hombros. No sudaba tanto desde Cristina la de primaria.
Pensé: este es el fin. Justo hoy alguien husmeará, nos verán acarreando un cadáver, y no será alguien con Twitter, será alguien que actuará, que llamará a la poli. Comencé a pensar en mi celda, en cómo sería. Cabrones, pensé, no me pillaréis, no he hecho nada. Estoy ayudando a un vecino a bajar el maniquí gordo que su padre le ha hecho guardar. No había espacio en el pequeño y humilde almacén para maniquíes inclusivos. Y eso no quiere decir que haya que tirarlos o quemarlos. Si ves a la vieja, cruzas con ella, le hablas del tiempo, le sonríes, le das los buenos días. No juzgas a esa pobre mujer.
De vez en cuando dejábamos al muerto en el suelo y respirábamos hondo. Se estaba convirtiendo en una labor más. Sacar la basura. Una mudanza. Al día siguiente siempre podía pensar que lo había soñado. No recordaría bien la rigidez del cuerpo, que comenzaba a oler, que no era una broma.
Justo ese día había aparcado más lejos. Comenzamos a hablar de aparcar y del tráfico horrible de la ciudad. El cuerpo cada vez se nos resbalaba con más frecuencia. Era muy difícil de aferrar envuelto en aquella tela.
Cuando llegamos al coche, metí mi morcilla:
–¿En el maletero?
Estábamos junto a un descampado, estética de la crisis, edificios proyectados sólo a medias.
–No –dijo.
Sacó un paquete de tabaco y me ofreció un cigarrillo. El fardo seguía en el suelo junto al coche. Acepté. Le pregunté si tenía ocupado el maletero. Me dijo que era pequeño. Antes follábamos en los asientos de atrás, ahora son prácticos.
Era un Marlboro, suave, apropiado.
El tío me miraba de reojo, me estudiaba. Parecía pensar: ¿así es una persona normal? Ahora sé que no le gusté. No entendía mi actitud, ni de lejos. No encajaba. Él sabía que la había cagado, que había apelado de una forma absurda a mi ingenuidad. Yo me podía mostrar todo lo ingenuo que quisiera, pero no era tan tonto. Era evidente que había tomado malas decisiones, decisiones mediocres, que me había dejado llevar cuando tocaba decidir, que había tomado decisiones cuando tocaba dejarse llevar. Había que saber decir no, pero también había que saber elegir el momento. Había un momento para pasar página y otro para insistir; eso también lo hacía mal. Ese caos personal, demasiado perceptible y colorido, eso que me ayudó a tener amigos o gustar a algunas chicas, a otras personas les inquietaba profundamente. Dadas las circunstancias, esta vez esa actitud pareció afectar especialmente al tarado que tenía al lado. Ahora sabía que incluso matar no era garantía de nada. Porque no percibía el rechazo en mí. No sabía que apenas había espacio en mí para eso. Se cubrió la cara con las manos. Comenzó a sollozar.
Yo no dije nada.
Le animé sotto voce y le ayudé a meter el cuerpo en el vehículo. El tipo no parecía exactamente arrepentido, estaba profundamente confundido. Su cabeza debía haber entrado en ebullición. Yo no le eché una mano con eso, no podía hacerlo, no podía intentar explicarlo. Lo que pasaba era sobre todo asunto suyo, su pecado. Yo sólo me había dejado llevar. Levanta esto, desplaza aquello, mueve esto otro, aparta de ahí, apunta al centro, ponte el condón, cierra aquello, baja aquí, espera allí. No se me daban mal las tareas sencillas. Eso podía hacerlo. Pero me costaba mucho adquirir otro tipo de responsabilidades. Era alguien definido sólo sobre el papel.
No condujo a ningún sitio. Caminamos de vuelta hasta nuestro edificio. El tío ya no lloraba, pero creo que algo se rompió o recompuso dentro de él. Al día siguiente dejó el piso, y ya no le volví a ver.

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