Me siento bien, voy masticando todas las guarradas que me dan. Las ha traído una chica que ha estado de viaje en Méjico (yo digo Méjico, el resto dice México). Estamos en su casa, casi diez personas, comemos mientras nos graba para su canal de youtube. Me siento parte del presente, sin una gota de cinismo, intento decir cosas ingeniosas sin que parezca que lo intento. No conozco a la mayoría, sólo a un par de colegas. Íbamos a ir a cenar todos juntos, pero antes hemos acabado aquí. ¿Os importa?, nos han dicho, y luego la cámara no ha dejado de grabar. Chupitos de tequila y snacks picantes, golosinas con sabores que no sabemos leer, y al menos tres tías a las que miro si no miran, y que no parecen solteras o libres. No conozco los parentescos ni los acuerdos. Nos han presentado a todos, para mí el protocolo es administrativo, cumplo y olvido.
Mastico la siguiente cosa, gomosa y que no lleva a ninguna parte. Cero sabor, cero valor nutricional, todo risas. Cosas rojas o verdes, cosas azules, gominolas que saben a ketchup y viceversa. Una bebida misteriosa y marrón caca que sabe a fresa con cerveza. Otro chupito de tequila. Una bolsa de plástico con una foto de fuego quemando a un cocinero, la abrimos. Hay una especie de ganchitos negros dentro, pican menos de lo que parecía. Luego unas moras verdes que parecen de plástico nos queman la boca. Muecas de disgusto y carcajada. La fiesta del estómago minado. La cámara en la cara, los ojos llorosos, 2018. Hacemos lo que toca. Masticamos y engullimos.
No acabamos de salir. Nos dejamos caer en sillones. Una de las chicas, una rubia, resulta estar soltera, libre y libérrima. Es de baja estatura, pies pequeños, tetas grandes, risa fácil, un máster en Lingüística, inglés perfecto, mente amueblada. Hace tres meses acabó una relación de doce años con un pelirrojo, su primer novio serio. Tiene treinta y pocos y un polvo descomunal.
Hablo con ella mientras mis colegas se enzarzan en una discusión sobre paracaidismo. Las otras dos chicas mencionadas han venido con sus novios. La anfitriona y viajera (carismática en el mejor sentido) es lesbiana y dice que su novia tiene que estar al caer.
Acabamos pidiendo pizza, y alguien me susurra que es el cumpleaños de la rubia. Hablo tranquilo con ella porque me parece totalmente fuera de mi alcance. No es que lo formule así, pero sí de forma subconsciente. El problema es tener posibilidades. La tranquilidad se asienta cuando el cambio es imposible. Nunca he creído que la gente cambie porque quiere, cambian cuando no les queda más remedio, por las circunstancias, por la presión. El optimismo surge cuando es la única opción, el optimismo parece cosa de pobres, pensamiento maniatado.
Si la chica mostrara algún tipo de interés por mí, el cambio sería inevitable, y tendría que afrontarlo, a veces las cosas tienen la irritante manía de mejorar.
Una mejora no es necesariamente mejor, de hecho trae consigo futuros problemas y dolores de cabeza, a veces incluso tragedias. Una mejora trae mejoría, y también un montón de cosas que perder.
Alguien ha incorporado porros a la reunión. Hay dos sillones de tres plazas que van a colapsar. Apretados, tengo a la rubia pegada y una erección ya casi completa. Los tejanos la disimulan cada vez menos. Me acomodo y el roce lo empeora. A los diez minutos el líquido preseminal moja mis calzoncillos, lo que estabiliza mi pene en modo morcillón.
Llega la novia de la anfitriona, y nos ofrece a todos unas pastillas. Dice:
–No preguntéis, sólo dadle el play.
De algún modo, decido fiarme porque es lesbiana, porque estoy rodeado de modernidad, porque acabamos de grabar un video de “Comemos chucherías mexicanas”, y porque las pizzas deberían estar a punto de llegar.
Me trago la pastilla sin rechistar. Le pego otra calada a uno de los tres porros que circulan. Aunque por lo que sé sólo hay una youtuber, digo:
–Yo pensaba que los youtubers eráis super sanos, que corríais por las mañanas y luego hablabais de lo maravilloso que es todo el mundo aunque esté gordo.
Se ríen. Quizá hasta les caigo bien.
Cuando llegan las pizzas, la anfitriona dice que ella lo paga todo, que no saquemos las carteras, que sus padres son los dueños de todas las manzanas de Periferia. Dejan la cena en un aparte por drogadicción responsable, dicen que aún tenemos que notar las pastillas.
Lo que sea que me he tomado, se suma al colocón del porro, y por momentos tengo que acordarme de tragar. Cuando la rubia me habla, pienso: me encantaría recordar su nombre, daría un huevo y un dedo meñique. Pero nadie habla con nombres, todo son motes bisílabos que un recién llegado no debería usar. Cuando la rubia me habla la miro a los ojos como jamás haría mi versión sobria. Tiene los ojos enormes y verdes y azules, y juraría que al fondo se ve una atracción de parque acuático por la que bajan decenas de adolescentes sonrientes. Un subidón de verano reciente. No sé si vocalizo mejor o peor que antes. Ella se siente igual, estamos empatados. Tiene dientes blancos, labios pequeños y saliva apetitosa. Pone la mano en mi pierna izquierda para no hundirse, su cadera contra la mía. Suena el teléfono.
Nos dicen que el pizzero ha tenido un accidente. La lesbiana youtuber pide silencio, pone el manos libres y pregunta por su estado. ¿No le habrá pasado nada, verdad?
Una vocecilla dice que el pizzero ha muerto.
Un momento, pienso. ¿Las pizzas no habían llegado?
Eso me irrita especialmente. No sólo que la Muerte se haya llevado nuestra cena, sino que además yo pensara que ya estaba aquí, que todo iba bien. Un daily, unas chuches, un sábado, porros, pastillas. La rubia apoya la cabeza en mi hombro y dice:
–Pobre pizzero.
No había llegado ninguna pizza, sino un paquete, un rollo de Amazon. La anfitriona creía que eran las pizzas, luego yo leí mal la situación y los comentarios, y la chica al otro lado del teléfono, llorando, nos dice que el pizzero quería adelantar a un coche, y que un camión venía en la otra dirección. Tópico pero eficaz. La muerte no suele apreciar la originalidad, suele ser previsible; sabe que lo de escarmentar no entra en nuestros planes.
La pizzera cuelga y la anfitriona dice que aún quedan chuches mejicanas, pero que en realidad las compró en un chino. En méjico, eso sí.
Digo en voz alta que lo siento y todo eso, pero que tengo un hambre atroz, hambre de restaurante y no de tienda de souvenirs. Por suerte, el resto me apoya. Decidimos llamar a otra pizzería. Probar suerte otra vez. Raro sería que. Un rayo no cae dos veces en. Hay que seguir adelante con. Y los porros nunca cesan, para cuando tres se acaban, otros tres se encienden. La muerte no planea, simplemente está, pero siempre es así, y no tardamos mucho en recuperar el ánimo. Nadie suspende el partido.
El segundo pizzero llega vivo, aunque se retrasa más de media hora. Dejamos a un lado los porros y comemos como niños negros geográficamente desafortunados. Ya han pasado casi tres horas desde las gominolas. El color de los ojos es el rojo. En mis tejanos, si te fijas, hay una pequeña mancha de humedad en la entrepierna. Pero hay que fijarse. La rubia ha seguido a mi lado más o menos todo el tiempo, se siente cómoda, creo que cree que soy inofensivo, algo así como un gato pero un poco más feo. Y sin polla. El hecho de que hable le hace cierta gracia, casi más que lo que digo. Abro los párpados sólo a medias. Cojo trozos de pizza sin hacer cálculos, claramente va a sobrar, la anfitriona parece gastar como quien abre el grifo. Estoy hambriento, aturdido y cachondo como el animal que soy.
En cierto momento, parecemos recordar todos a la vez el asunto del cumpleaños. Lesbiana 2 corre hacia la cocina. La cumpleañera no quería celebrar nada, no quería regalos, de hecho la reunión no era exactamente por ella, o eso entiendo, pero no ha podido escapar a la tradición. Se apagan las luces y de la cocina sale un pastel flotante en la oscuridad. Una vela con forma de interrogante espera a ser soplada. Después, todos aplaudimos y casi todos cantamos el cumpleaños feliz. Creo que no es el orden habitual. Las luces se vuelven a encender y lesbiana 2 se vuelve a ir. Vuelve con un paquete enorme.
–Ya sé que no querías regalos, pero te jodes.
Dentro del primer paquete hay otro, y así sucesivamente hasta que queda una cajita que cabe en una mano. Reímos y nos pasamos los porros. Es la monda. Dentro de la cajita hay una suerte de colgante, algo que parece ser tiene valor sentimental para la cumpleañera y la pareja de lesbianas. Es un regalo y no lo es, es un cumpleaños como excusa. Luego nos dan explicaciones para llenar los huecos en blanco, explicaciones aburridas que colocados resultan fascinantes y románticas, increíblemente excitantes y propias de la magia de estar vivos y ser relativamente jóvenes ya bien entrado el siglo XXI. Sólo puedo pensar: gracias por dejarme compartir este momento. Sois la leche.
Nos comemos el pastel y lesbiana 1, la anfitriona, nos dice que mejor salir al jardín, tomar algo en el jardín de la parte de atrás, el jardín es genial, nos dice, es una obra de arte de su madre, un “rollo hetero-burgués” exquisito, flores de todo tipo, “olores que flipas”, un caminito empedrado, una zona donde colocar mesitas monísimas metálicas y beber o fumar o conversar.
Salimos y procuramos no pisar donde no debemos. Era una piscina o esto, dice la anfitriona, y mis padres prefirieron flores, plantas, trabajo de jardinería.
Casi todos nos sentamos en el suelo, en una zona con césped que parece habitable y a salvo de destrozos. Balbuceamos y procuramos que no se nos caiga la baba. Nadie pregunta qué eran las pastillas, parecen habernos sumido en un estado de euforia catatónica, relajación agresiva o concentración dispersa. Me doy cuenta de que la tengo dura como el mármol, aunque el alcohol empieza a fluir y ya no deja de hacerlo. Una voz dice que su padre a veces corta rosas del jardín y le prepara un ramo a su madre. Otra voz encadena argumentos pastosos que nadie entiende. Una tercera voz intenta beberse el porro y fumarse el vodka. Advierto que tengo ganas de mear unos ocho litros de cumpleaños encubierto. Me dicen que no puedo usar el lavabo, que está de reformas. Me cuesta creer que la casa tenga un solo lavabo (me huele a táctica higiénica). Me dicen que use la arboleda que hay tras la casa. Me levanto y hago eses y uves dobles, y me caigo. Oigo risas y me vuelvo a levantar, intento controlarme. Hace unos minutos, pienso, he perdido de vista a la rubia. Me encamino hacia la parte trasera de la actividad, las voces cada vez más amortiguadas, la noche cada vez más madrugada. Oscuridad ecuánime y evidente, estrellas huyendo de la contaminación lumínica. Luzco una notoria tienda de campaña. Quizá eso también haya provocado risas. Me adentro en el bosque, parece extrañamente ordenado, árboles alineados, arbustos recortados, bichos mecanizados. Me llego hasta un tronco de buen perímetro. Me la saco e intento no mojar aún más los pantalones, pero riego sin querer mis zapatillas. Apunto mejor y miro hacia un lado. Veo en cuclillas a la rubia, tras un arbusto, pantalones y bragas por los tobillos. Si me miras no puedo hacerlo, dice, y luego dice: es broma. Acabo me de mear e intento ubicarme.
Qué está pasando.
Lidio con el pene erecto.
Oigo: Ven, échate.
Me doy cuenta de que camino con la polla fuera. La rubia parece formarse de colores y texturas, como si sólo pudiera reconocer su silueta, las caderas prominentes, el pecho con los pezones apuntando al suelo, la postura de meada de emergencia.
La lluvia dorada.
Y la voz dice: Nunca había hecho esto. Creo que soy yo el que lo dice, sobreexcitado. El olor a amoniaco, el sabor a ácido úrico, fuerte, aunque el color del pis es claro. No impresiona tanto después de las golosinas chino-mejicanas. Oigo risas y son suyas. Trago un poco y escupo el resto. La visión de su ano, apenas perceptible, los labios vaginales. Las risas apagadas.
Nos van a pillar, dice, pero yo alargo la lengua, hago contacto, la paseo, algo más consciente, agitado. Hablamos de los números de teléfono, creo que de los nuestros. Una mejora. Noto calor en los testículos, ya consciente de que he eyaculado. Tenemos una primera misión. Llegar hasta los demás, lidiar con ellos, con lo que dicen, con lo que traen, las pastillas sin nombre, los futuros pizzeros muertos, los nombres desusados, otros tres porros y una nueva, enorme y aterradora idea.