Archivo por meses: septiembre 2018

Grasa

Estoy fingiendo que se me da bien la mecánica, y estoy delante de un coche con el capó abierto. No solo finjo que se me da bien, también finjo que me gusta. Que me gustan los coches, que me importan. Suelto palabras al azar, asiento. Finjo, es mi músculo mejor desarrollado. La supervivencia es un laberinto oscuro lleno de mierdas de perro que pisar. Están ahí, esperándote, aún calientes, porque por bien que se te dé fingir, es fácil tropezar. No es que tropiece dos veces con la misma piedra, es que hace mucho que soy una especie de geólogo metafórico. Podría dar una conferencia al respecto, siempre con las suelas llenas de mierda.
Soy tan blanco y hetero que quedaría elegante sentirme culpable. Son tiempos confusos, aunque dicen que positivos, revolucionarios. Es raro, porque a veces pasa algo, todos se emocionan por lo nuevo que es lo que ha pasado, y yo ya empecé a verlo como a principios de los 90.
Como tengo pene y demás, se supone que encaja que me gusten los coches; que me sepa sus nombres y lo que hay dentro.
Hace poco empecé en un curro nuevo, hice un amigo. Un loco de los coches que habla de su novia como alguien raro que no para de leer y hablar. Es como si todo lo que dijese de ella fuese para evitar decir que a veces follar es el único motivo. Ella habla de él en términos parecidos.
Este tipo también tiene una hermana, pero de ella nunca habla.
No para de describir las tripas del coche de su padre. Le pasa algo, hace un ruido extraño al arrancar. Es fascinante; o eso hemos acordado.
Si estoy con él en la entrada del garaje de la casa de sus padres, no es por el coche, y tampoco por la novia (también presente, con su móvil). Es por la hermana.
Sólo la conozco de vista, pero es como si mi pene la conociera de toda la vida.

Entiendo que esto ahora luciría más si yo fuera homosexual, si mi objetivo fuese declararme a mi amigo también gay, ambos metidos en el armario con el coche. Pero sólo soy yo.
El grupo más ruidoso del colectivo LGTB, siempre se queja de la gente que dice que la homosexualidad es una moda. Y con razón; excepto que parece que ellxs mismos actuasen muchas veces como si lo fuera.
Otra historia hetero, pues, otro enamorado de un culo y unas tetas. A decir verdad, conozco de la chica más de lo que ella sabe. Lo cual es otra cosa que quizá no me deje en buen lugar; a no ser que espiar por redes sociales sea precisamente el uso lógico de las redes sociales. ¿De qué manera íntegra y educada se podría usar Instagram? ¿Se puede usar Instagram desde el “respeto”? ¿Puedo ver fotos de desconocidas en biquini y pensar en algo que no sea esas desconocidas en biquini moviéndose sin él?
Soy consciente de que muchas veces pienso como un salido; pero, ¿en qué piensa exactamente la gente que no piensa como yo cuando pienso como un salido? No lo sé, pero sé que no quiero quedarme solo con ellos en un espacio oscuro y reducido.
La chica que me interesa está dentro de la casa. O eso supongo. No quiero preguntar, y nadie me dice nada al respecto. Se supone que no viene a cuento. Creo que la mayor parte del tiempo la gente habla de lo que no le interesa. Será porque ya hacen lo que no les interesa. La vida es un cúmulo de cosas que haces que no querías hacer. Supongo que es por el tío que inventó el cielo, el paraíso, seguro que fue un tío, alguien que pensó: “si me pudro aquí ahora, me ganaré el cielo”. El tío que en lugar de cascársela como los otros, se ponía a barruntar sobre cómo jodernos. Sobre cómo justificar su vida destruida, su cerebro ya pocho; alguien tan en la miseria que ni te metería mano.
Lo que yo he pensado, es que si me quedo suficiente tiempo aquí fingiendo, podré verla salir en algún momento. Aquí, los dos, compañeros de trabajo, apasionados del motor, superados con creces los treinta, aferrados a las pequeñas cosas. La versión oficial. Cuanto menos dinero y más edad, más dignidad. No me fío de la mayoría de gente que habla maravillas de los ancianos. El premio no era el cielo, sino morirse. Si mi colega me oyera hablar así, cortocircuitaría y caería al suelo echando espuma por la boca. Su hermana tiene veintiséis años, y parece todo lo contrario a él. Hizo una carrera, hizo un erasmus, hizo un máster. Creo que ahora no tiene novio, aunque puede que eso sea irrelevante. O quizá no tanto, es posible que ya tenga miedo de cumplir treinta, incluso la gente más inteligente siente vértigo con eso. Comienzan a intentar atar cabos, buscan cosas y personas sostenibles en el tiempo. No es tanto que se sientan adultos como que ser adulto de repente es lo que toca. La escaleta habitual se vuelve sagrada. Yo diría que raramente actúan así por convicción propia; hay quienes incluso tienen hijos sólo por eso, porque ha llegado ese capítulo; cuarta temporada: nos quedamos embarazados. Se comienzan a llamara papi y mami entre sí, algunos igual cuando se trata del bebé que cuando se trata de sexo. La elección propia se vuelve entelequia irresponsable.
Tengo las manos manchadas de grasa y ni siquiera sé por qué. Mi colega arranca el coche con la puerta abierta; dice cosas como:
–¡Eh! ¿Se oye?
Yo digo que sí, ese ruido raro, hay que eliminarlo, sería un error negarlo.
Mi colega y yo curramos en una fábrica, un paraíso de cadenas de montaje. Electrodomésticos. Él es reparador. Yo tengo cada día ocho horas de un miedo nulo a la muerte. Sueño con que un avión comercial se estrelle en el polígono industrial. Que caiga sobre nosotros. Que yo pueda verlo. Y luego, todo a negro.
Si le dijera a mi colega las cosas que pienso cuando veo a su hermana, incluso los coches pasarían a segundo término. Quizá debiera hacerlo, podría ser sano para él. Una cura agresiva.

Me da que las cosas sólo acaban. No acaban bien o mal, sólo se agotan. El final abrupto es un mito, la bonita idea de que nada apuntaba a ello. El autoengaño es increíblemente poderoso, casi tanto como los prejuicios. La combinación de autoengaño, prejuicios y militancia, te convierte en el gilipollas supremo. La persona con la Verdad sólo es alguien con un embudo en la cabeza. Ahora muchas personas hablan en nombre de las demás, porque creen que pueden despertarlas, salvarlas. La ignorancia no es necesariamente la carencia de ideas, a veces es una cantidad enorme de ideas dogmáticas, pésimas, simplistas, ridículas. La clase de planteamiento que cabe en una bandera.
Así el mundo parece más sencillo. Más honorable. Así las cosas tienen sentido. Son algo en lugar de simplemente ser.
Tampoco entiendo por qué la naturaleza real de las cosas tiene por qué ser algo a negar. ¿Sólo porque es complicada? Me parece mucho más emocionante intentar ver cómo es el mundo, poco a poco; mucho más que dictar cómo es a base de rabietas, buscando un enemigo y alzando el puño. Diría que es infantil si no fuera porque un niño es más bien lo contrario: aún no está contaminado.
Las cosas pequeñas sí tienen sentido, aunque sólo sea porque no queda más remedio. Aunque sea fácil burlarse de ellas. Yo hoy estoy aquí por una de esas cosas. Y con esto no me refiero a que esa chica sea algo pequeño y sin importancia. Todo lo contrario, seguramente esa chica es mágica y yo no la merezco.
Pero yo no he venido con la idea de hablar con ella. Puedo aguantar horas de monólogo del motor con tal de verla. Puedo estar aquí de pie, al sol, sudando, fingiendo, viendo mi vida pasar, pasar de verdad, camino a los cuarenta, más bien jodido, esperando sólo para verla. Y sabiendo que seguramente no habrá nada más. Porque le saco diez años, porque no llamo la atención, porque no soy nadie, y porque no tengo nada que ella quiera o no tenga.
Está por ver si le llegaré a dirigir la palabra. Su hermano se parece tanto a un estorbo que es muy complicado dirimir la diferencia. Además es la clase de idiota que pensará que su hermana es algo que él guarda en un cajón; al menos si se trata de un tío que él ya conoce.
Ni de broma pienso contar esa historia.
Mi colega arranca el coche una y otra vez. Yo ya no percibo ruido ninguno, y digo:
–Aún lo oigo, no tan fuerte, pero no te fíes.
El problema sigue ahí, eso es lo único que importa. Ese coche necesita más de nosotros.
No he dicho que es sábado por la mañana. Es sábado por la mañana, y de normal estaríamos en el curro. Ambos hemos pillado nuestras vacaciones en septiembre.

A eso de las doce del mediodía, sucede. Un coche para frente a la casa. Dos chicas dentro. Usan repetidamente el claxon. Ahora, pienso, ahora esto coge sentido.
Ella abre la puerta de casa. Lleva un vestido blanco veraniego y un bolso del mismo tono. El pelo por debajo de los hombros, la piel morena y cruel. Lleva unas gafas de sol que se pone a medio camino hasta sus amigas. Nos saluda de pasada (cualquier otro gesto de más hubiese sido violento), y se dispone a entrar en el coche.
Cuando el vehículo arranca y se va, mi mente se pone a trabajar sin descanso, un trabajo abrumadoramente vocacional y perverso. Quiero hundir la nariz en su almohada y sus sábanas; quiero saquear su ropa interior y beberme sus fluidos.
Cuando mi colega de postín arranca de nuevo, estoy a punto de equivocarme. A punto de comenzar a hablar sobre cómo las cosas mejoran. A punto de cargarme mi única excusa para volver a quedar con este pelele. Cubierto por el capó, en un ángulo en que no puede verme, y con el ruido del motor, saco mi nutrido llavero y comienzo a apuñalar todo lo que veo, mientras murmuro: Putos coches, putos coches, putos coches…

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Pop

Un nuevo perfil, una nueva persona, que se ve a sí misma a través de los ojos de los demás. Eco digital positivo. La realidad es demasiado oscura y complicada, la realidad nunca se aclara; se contradice y fluye de forma descontrolada. Sólo funciona siempre como crees si haces un pequeño esfuerzo. La mentira tiene muchas utilidades, algunas hasta son positivas, pero la última utilidad negativa de moda, quizá sea la proliferación de las Buenas Personas, sus profecías autocumplidas, la promesa de una utopía. Proyecciones de bondad, retorcidas, vanidad a través de la humildad, ira personal proyectada en la causa común. Maldad buenista. Lo aceptable no existe, hasta que ellos y ellas lo digan.

Una infancia fácil para Lola Lali. Una niña buena en un entorno blanco y brillante. Clase media acomodada, un lujo en los tiempos que corren. ¡Qué vital y esforzada es Lola! Qué afortunada y qué cuidadosa e inteligentemente malcriada. Malestar sólo puntual y el despertador como mayor tragedia. Lola Lali ganaba centímetros y hacía amigas. Tan guapa y tan pronto la miraron los niños. Nativa digital, suertuda ella, las cosas malas sólo pasaban en la tele. Los estudios iban fenomenal, preocupaciones si un sobresaliente descendía a notable. Un entorno de responsabilidad fácil para construir a una niña responsable. Qué regalos de cumpleaños, qué navidades fulgurantes. Qué platos deliciosos, qué cenas, qué fechas señaladas y qué primaveras y qué nevadas.
Una infancia fácil, fetén y feliz para Lola Lali; un bienestar del que pronto se encargó la vida. El informe no tardó en llegar a manos de la realidad. Ni siquiera Lola Lali se iba a librar; iba a tener que crecer y afrontar putadas. Lola no lo podía ni sospechar. Lo sabía, porque se lo habían dicho muchas veces, pero ella sólo fingía que lo entendía. Estaba acostumbrada a fingir, era algo que se le daba bien, y funcionaba de maravilla con los adultos. Pero, ¿la realidad?, ¿de qué demonios hablamos? ¿Será una broma…?
Lola Lali se enfrentó a su primera regla, a su primer novio, a sus primeros suspensos, a su primera profesora estúpida, y al primer tropezón y caída de bruces en público. Lola Lali ya esperaba cada día lo peor, pero ante su secreta frustración, sólo le pasaba lo que a todo el mundo. Cambios físicos, mentales, de rutina, de actitud del resto, de sus padres, de los desconocidos. Lloró cuando a su primer novio a los quince años se le olvidó su cumpleaños. ¡El cumpleaños de Lola Lali era susceptible de olvido!
Lola Lali no era tal, sólo era Lola Fernández. Pero Lola Fernández se comenzó a sentir cómoda en las redes sociales. Su foto de perfil siempre ayudaba, siempre atraía. El número de seguidores en Twitter creció enseguida. Lola vio que no era la única que a los dieciséis se sentía totalmente traicionada por la vida. Su novio la había dejado, sus padres de repente eran insufribles, tenía encontronazos con sus amigas, los estudios eran un martirio, y básicamente todo era una mierda.
TODO ES UNA MIERDA fue uno de sus primeros tuits.
Tenía casi diecisiete años cuando tuvo su segundo novio. Lo dejaron al cabo de cuatro meses. Esta vez fue ella quien le dejó. Se sintió bien al hacerlo, como si le hubiera metido un tanto a la realidad: me dejaron, pero ahora dejo yo. Era un chico bueno y aburrido, y sobre todo muy ignorante (¡ni siquiera había leído a Simone de Beauvoir!).
Lola Fernández, ya Lola Lali, tenía casi cinco mil seguidores en Twitter. Le encantaba entrar en cuentas ajenas y ver las pocas decenas que seguían a los demás. A los tíos, o a las tías alienadas.
Un día se unió a una concentración de chicas frente un teatro. Actuaba un cómico. Le parecía repugnante. La quedada se hizo por Twitter. Lograron retrasar la actuación dos horas. Llegó la policía y las desalojó. Pernoctaron toda la noche y se acompañaron a casa unas a otras de forma calculada, porque «todos los tíos son violadores potenciales».

A los diecinueve tuvo su tercer novio, en la universidad. Era leído y también era aliado, entendía a Lola y compartía sus tuits. No le importaba tener menos seguidores que ella (que ya tenía cuarenta mil); acudía a las concentraciones feministas, pero se quedaba siempre a un lado, consciente de que los hombres no podían destacar ahí, y mucho menos liderar.
Lola le dejó a los tres meses. Pensó que él era perfecto para ella, pero sólo era perfecto para la coyuntura. A veces es complicado distinguir la sinceridad del oportunismo. Tiempo más tarde se arrepintió un poco de haberle humillado en Twitter, pero estaba claro que era un tío asqueroso, un aprovechado. Ahora le daba asco recordar que había follado con él. Era todo puro cuento, era un cerdo. Había que tener cuidado con los “aliados”.

Lola Lali se había comido casi por completo a Lola Fernández. Cuando acabó la carrera (sociología), encontró enseguida trabajo en una revista digital. Tres columnas a la semana en las que se le demandaba su bilis Lali. Así era como se llamaba de hecho su espacio: Bilis Lali. La revista (Coñogazine) quería de ella lo que todo el mundo quería, y Lola, al poco tiempo, se dio cuenta de que estaba matando a Lola Fernández. Hablaba siempre en voz alta o por escrito sobre lo ignorante que era antes de ponerse las «gafas moradas», aunque en silencio a veces pensaba si había elegido un camino racional, o si sólo había sido un proceso de negación, una huida hacia delante. Lo que la hacía dudar, sobre todo, era que antes de la vorágine de activismo digital, se sentía mejor, y estaba convencida de que no era sólo por ser más joven. Tenía amigas que habían mantenido cierta actitud de sana resistencia respecto a la vida, que no pensaban igual que ella. Eso no era raro, Lola sabía que la mayoría de gente no sabía leer la realidad como ella y su grupo. Su nuevo grupo de amigas se reunía semanalmente para una suerte de terapia feminista. Compartían experiencias y se apoyaban unas a otras. Pero Lola dudaba de su camino vital justo por esas reuniones. Se esforzaba por recordar señales del Patriarcado en su experiencia directa. Al principio fue fácil. Comentaba las dos ocasiones en que un viejo senil la había piropeado de forma repugnante. Eso era sin duda una señal de la libertad del hombre para oprimir a la mujer. Luego habló de miradas asquerosas de tíos. Cuando iba en tren, buscaba actitudes cercanas al manspreading. No siempre era fácil. Lo fue más cuando el grupo le aseguró que el manspreading existe también aunque no haya nadie sentado junto al tío. Si el tío se espatarra, eso es manspreading. Aun así, era frustrante cuando se iba a sentar junto al cretino de turno, y este se recolocaba para que ella tuviera su espacio.
Una componente del grupo siempre tenía de qué hablar. Decía que la habían violado a los trece años. Así pensaba Lola en ello: Dice que la han violado. No sabía si es que no la creía o si no quería creerla. Nadie estaba ni cerca de comenzar a dudar de ella. Ni siquiera cuando su versión de los hechos a veces cambiaba alarmantemente.
Dos palabras alarmaron también a Lola habiendo cumplido ya veinte años:
Feminismo Pop.
Había algo en esa etiqueta que parecía describir dolorosamente bien su experiencia en los últimos años. No Feminismo, lo cual se llevaba poca distancia con el Pacifismo, algo reposado que no se contagia con la exhibición o el ruido (que provocan rechazo), sino con la sencilla práctica. Algo que funciona con el ejemplo, y no con las palabras y los insultos, o mucho menos con la política. No Feminismo, sino Feminismo pop. Algo que ha acabado incluso en los telediarios, tan odiados en el grupo de Lola.
A Lola le costaba cada vez más entregar sus artículos semanales. No se sentía motivada, no al menos como al principio.

Un día habló con su madre. Su madre nunca la rebatía, decía que su hija era lista, que era fuerte, que no era como las demás ni falta que hacía. Su hija, a la que una vez defendió ante el juicio de su tía del pueblo, ante un comentario que insinuó cuán guapa estaba Lola antes de cortarse el pelo como un chico y teñírselo de azul. Antes de la ropa descuidada, el abandono del maquillaje, las axilas sin depilar, los piercings y las zapatillas sucias.
–Si un chico puede ir así, ella también –dijo la madre.
–Mi marido murió en la mina, ¿ella también lo hará? –dijo la tía.
Dos días después, fue cuando mamá llamó a la puerta de la habitación de Lola, al oír llantos dentro. Ella pensaba que podía ayudar. Su hija tenía algún tipo de crisis personal.
Lola se incorporó en la cama e intentó estar presentable para su madre. La cuestión es que antes Lola contestaba con facilidad a argumentos como el de su tía, pero ahora había algo que se lo impedía.
Su madre le dijo:
–Has perdido la fe.
–No he perdido nada, no creo en Dios.
–Pero creías en algo.
–No. No era eso.
¿Tampoco era eso?, pensó su madre.
Y entonces cometió el error –error en términos de apaciguar la crisis–, de hacer la pregunta clave:
–Pero entonces, hija, ¿qué quieres?

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Otro agujero

Creo que no me ve nadie. Camino por el desierto hacia el lugar indicado. El agujero. El sol de mediodía cae a plomo en un verano sólo teóricamente agonizante.
Tengo un nombre y procuro evitar ser gregario de nadie. Busco alzarme o hundirme por fin, no quedarme donde estoy. Mato bichos en casa todo el tiempo mientras me planteo el vegetarianismo. En este desierto hay un montón de alimañas que te dirían cuatro verdades sobre lo natural. Sobre el ego desmedido del ser humano, sobre la conciencia como excusa para el narcisismo.
Me han dicho que el agujero no es grande, pero que sí lo es su promesa. Un cambio. Hasta estoy usando una brújula. Un explorador existencial, abaratando el concepto del aventurero.
Sé de gente que no puede soportar que un asiento chirríe aunque sólo sea un poco; les he visto iniciar una discusión por una mancha casi imperceptible en la solapa de alguien. Quisiera parecerme lo menos posible a ellos.
Les he visto hacer comentarios estúpidos mientras ven una película, como si tuvieran miedo de que la película les hiciese dudar o sentir algo, como si hubiesen decidido forzar la sencillez de las cosas, la comodidad, una utopía doméstica con mascota, caras bonitas de perros y gatos. Formarse una idea minúscula y manejable sobre vivir y la naturaleza.
Ni siquiera se trata de ser mejor que ellos, ser diferente ya sería un triunfo personal. Superar sólo tu propio récord.
Estaría bien trascender la originalidad. No importa tanto ser original como acercarse a la verdad; y la mentira o la ficción son herramientas perfectamente válidas para ello. Se trata de mantener la pose lejos, los trucos de los demás, su condescendencia disfrazada de sutileza, transparencia o amistad. Su verdad subjetiva, de tercera mano, contaminada por cámaras de eco. La mirada a veces les pone en evidencia. Me pregunto si seré observado en el agujero.
Cuando calificas un discurso ajeno como “rayada mental”, normalmente sólo eres tú asumiendo tu tamaño. Es como creer que se trata de entender en lugar de sentir; o que por defecto hay que entender para poder sentir.
Sé que en el agujero no hay respuestas, pero quizá sí un lugar en el que acomodarse. Quizá una conversación que no acabe con un chiste, o que al menos lo haga con un chiste que sea bueno. Una ironía refinada por sucia y cabrona. El respeto cuidadoso por la vía del martillo; la asunción de la existencia de la flor venenosa.
El aventurero fofo, sudando como el buscador diario de porno. Las sillas como mejores amigas. No es siempre así, pero sí casi siempre. El sudor me gotea desde la nariz. Mi intuición no está funcionando, es como si nunca hubiese sabido usarla. No hay rastro del agujero, todo es sol, tierra, picaduras potenciales. Camino porque para qué parar. Se me da bien confundir el avanzar con el huir hacia delante. El cielo se comienza a tapar.
Lo agradezco, aunque sólo sea por el paisaje.
La sed me comienza a mensajear, y no he traído agua. Decidí venir raudo y sin miedo, un error de novato. Si viviéramos varias vidas, ya lo habríamos aprendido. Pero ya he hablado de mi intuición.

El día no parece moverse, como si se hubiese enquistado el mediodía. Comienzo a tener visiones. Sillas plegables ocupadas. Una mesa alargada frente a ellas. Me acerco sin decir nada. Nada apunta a la realidad, es una proyección consecuencia de mis planes de aventura. La versión metafísica de haberse ido de escalada sin cuerda. Comienzo a perder pie.
Hay una editora de mediana edad y una escritora joven. La escritora mira como yo miraba cuando tenía veinte años, desde el miedo disfrazado de seguridad, como si bastara con no vestir de negro para tener razón. Una gótica hipster enterrada en Ideología y etiquetas. Autoproclamada. No se va a comer el mundo, y mucho menos lo va a arreglar, pero va a sacar partido. No puedes aspirar a mucho más. El libro que presenta es colorido y supuestamente valiente. El rollo de siempre del puño alzado.
La imagen se emborrona. Me inquieta. Atravieso las sillas y la gente sin tocarles. Traslúcidos. Nadie me increpa. No le importo a nadie, al viejo estilo. La tradición. A la gente le preocupan las tradiciones con animales, nunca se paran a pensar en las tradiciones con humanos. No hay nada más eficaz para detectar a alguien básico que el comentario: “los animales son mejores que las personas”. No puedes ponerte a explicar que muchas veces las cosas no son mejores o peores, sino que simplemente son. Están ahí, pero no para ti. Da igual lo que pienses, o lo que piense tu gurú. El tsunami no discrimina.
Sé que el nihilismo es una cálida manta, o el ventilador perfecto. Puede que por eso siga sin ver el agujero. Sigo teniendo algunas visiones. Van y vienen, muy bien conformadas, a veces multitudinarias. Veo incluso una manifestación. No reconozco las banderas, aunque seguramente eso no importe, es una manifestación. Veo en ella a niños y niñas que, con suerte, no saben de qué demonios hablan sus padres.
Me agotan. Puede que sea un síntoma de que ya no soy tan joven, pero al menos yo ya sé que no siempre seré joven.
Veo con frustración o risa floja cómo ciertas cosas no cambian porque seguramente no se puedan cambiar. La felicidad apagada de quien ya sabe qué no puede hacer, qué no puede mejorar; del que comienza detectar los discursos brillantes pero vacíos, los intereses tras ellos. La inmundicia inherente.
Ganar perspectiva es difícil, pero perderla es como mear y cagar, tu raciocinio se va a razón de tres visitas diarias al baño. Convertirse en un imbécil es tan fácil que ni te das cuenta, y cuando te acercas a los cuarenta no es complicado reconocer hasta qué punto lo has sido. Te ves reflejado en quienes vienen detrás. Intentar avisarles sería como intentar arrancarles el brillo de los ojos. Sería gratuito, sería injusto, y la vida se encargará.
No digo que la vida no merezca la pena, o que sea mejor o peor de lo que se dice, sólo digo que la vida ES.
Ya es mucho. Mantenerse cuerdo no es fácil, aunque creo que la cordura es más bien una teoría. Simplemente hay una mayoría de gente loca que actúa igual durante un lapso de tiempo; y acuerdan que eso es la cordura.
La cordura seguramente no exista, simplemente hay distintas clases de locos, la clase predominante y las clases minoritarias.
No creo que la conciencia dé para tanto como creemos.
Sólo hay distintos grados de lucidez.
Empiezo a pensar que el agujero esté escondido. Puede que esté tapado, no sería difícil emplear un tablón y echar tierra por encima. Yo ya no tengo la vista lo que se dice perfecta. Veo un borrón desértico. Las visiones son cada vez más débiles. Imágenes de lo que parece mi infancia. No siento nada al respecto. Creo que es debilidad.
Estoy casi seguro, de todas formas, de que lo del agujero no era una metáfora. Al menos en un 95%. No está mal. No es que haya emprendido mi propio viaje a Mordor. No es que estuviese loco (una locura minoritaria) ya antes de llegar aquí.
No negaré que he sido impulsivo, pero estoy razonablemente seguro de que esto va a algún sitio.

Alguien me despierta. Me acerca a la boca un recipiente, agua. Insolación, supongo. Me coloca en una especie de camilla y me arrastra. Me dice:
–¿El agujero?
–Sí, por favor…
Lo normalizo, como si estuviese buscando el fnac del desierto. No he quedado con nadie, podría añadir, sólo voy a mirar. Mirar un centro comercial. Si lo piensas, se han hecho viajes de muchas horas para eso. Cuando era crío, mis padres me llevaban al Corte Inglés en navidad simplemente para ver el Corte Inglés en navidad. Hasta ese punto éramos clase obrera. No recuerdo que nunca compráramos nada. Creo que a veces llegué a pensar en ello; me decía a mí mismo: ¿si toda esta gente viene a no comprar, dónde está el negocio?
Lo razonaba todo de forma tan simple, podría haber montado mi propia versión pop de alguna Ideología. Sin matices, sin dificultades, sin ambigüedad, sin sentido. Extrapolándolo todo sólo según mi experiencia, mi enfoque, mis emociones, como si el resto de cosas y de gente sólo fueran comparsa. Como si sólo pensara yo las cosas. Os tienen maniatados. ADORADME.
La persona benefactora me ayuda a levantarme. Me presenta el agujero. Es como mucho un agujero de matrimonio. Un piso moderno. Estrechez e ilusión a toda costa. Hay clavada una escalera de cuerda. Bajo no sin dificultad. No sé dónde me estoy metiendo, pero de eso se trataba. Veo que abajo, a unos diez metros de profundidad, hay más espacio del que creía. Hay alguien, un monje, calvo, parece estar rezando. Con los monjes siempre tienes la sensación de interrumpir. Con tus mierdas, con tus problemas materiales, tu estrechez de miras y tu visión pobre y limitada.
Es mi primer monje, eso sí. No sé qué religión profesa. La calvicie te lleva al budismo; mis prejuicios comienzan con su banquete, una mesa de madera al estilo Obélix, llena de manjares retóricos y estériles, ideas preconcebidas, símbolos e historia mal digerida.
De repente el tipo me ve.
Pensaba que iba a sonreír, a relajar el ambiente.
Respiro con dificultad. Me siento en el suelo para estar a su altura. Intento cruzar las piernas como él. Imposible. Busco una posición cómoda. Al final finjo una.
Detrás del tipo, hay una carpeta. Echa mano de ella. No se me ocurre mejor manera de cargarse el misticismo. No me atrevo a decir nada. Espero a que me dé pie, cosa que no sucede. No le intereso. Saca una hoja amarilla y me la da. Me dice:
–Vete a esa dirección.
–¿Cómo?
Cierra los ojos y parece continuar con sus rezos.
Sólo añade:
–No tiene pérdida, es un edificio de cristal.
–Pero…
–Oye –me interrumpe, y abre los ojos–, esto es sólo otro agujero.

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Perro pequeño

No hace tanto maté sin querer a un perro. Lo llevaba con correa un señor orondo que rondaba la cincuentena. Era más pequeño que muchos penes africanos. No era un cachorro, sólo era pequeño. Tampoco tenía esa pinta de peluche que tienen los perros a los que les hacen más fotos en una semana de las que le hicieran a Marilyn en toda su vida. No sé de qué raza era, pero parecía algo que le podrías robar a Paris Hilton; minúsculo, ruidoso, histérico. El animal correteaba y daba saltitos. Ladraba de esa forma en que se despierta un dolor de cabeza. El perro no parecía idea del señor. Parecía una de esas situaciones en que el hombre corriente intenta estabilizar (o recuperar) su vida sexual con su pareja. El perro parecía más un regalo interesado que un acto de amor. Seguramente el rasgo más importante de las mascotas es su incapacidad para hablar.
Yo iba por la acera más bien sin rumbo. Caminaba cerca del señor y el animal, tenía intención de adelantarles. Ellos iban al ritmo del que caga y le recogen la mierda. El hombre se impacientaba, el perro ladraba a los coches. Era una avenida, al fondo podías ver un atardecer estándar, nada del otro mundo. Septiembre. La gente con prisa por llegar a casa, algunas persianas echando el cierre, algunos bares en hora punta, y el momento de pasear al perro.
Me topé con un antiguo colega (de la puñetera ESO…). Ey, dijimos. Yo pensaba que pasaría de largo, pero se detuvo. Fue entonces cuando yo derrapé bruscamente para detenerme, con mi pie derecho encima del perro. Patiné sobre su cuerpo, y mis ochenta kilos cayeron para acabar el trabajo.
Hubiera sido como hacerle el boca a boca a una tortilla.
El señor no se enfadó; ni siquiera parecía sobrepasado por el suceso. De ahí que luego barruntara algunas teorías. Le pedí disculpas de mil formas distintas. Estaba aturdido y me sentía mucho peor que mal. Cuando me quise dar cuenta, mi colega había desaparecido. Ayudé al hombre a mover el cadáver. Se me revolvió de verdad el estómago. Lo llevamos a su coche, que estaba aparcado no muy lejos. Lo envolvió en una manta sucia (seguramente del finado), y lo dejó en el asiento de atrás.
No nos dijimos nada más; el tío entró en el coche y arrancó.
Yo intenté atajar por calles donde la gente no me mirara; donde no supiesen qué había pasado.
Todos matan insectos, pero cuando el animal tiene cara todo se vuelve moral y cruel. Iba pensando en ese tipo de cosas.

Esa noche me encontré con amigos (aún conocidos, en realidad) en el espacioso ático de alguien.
La verdad es que no supe el nombre del perro, ni el del hombre, ni el del dueño o dueña del ático. Tampoco si el perro era perra. No fue el peor día de mi vida, aunque desde luego tampoco el mejor. Quizá el más aparatoso, el más absurdo y asqueroso.
Me había mudado a la ciudad hacía un par de meses, y todo me era parcialmente ajeno, como si aún no entendiera bien los códigos éticos o de convivencia.
Sopesé la posibilidad de contar lo que había pasado. De entrada me parecía una idea espantosa, pero una chica me comentó lo serio que se me veía. Yo no era consciente de tener una cara diferente a la habitual.
Pensé que quizá hablar del perro muerto me podía beneficiar. Un acceso de sinceridad, mostrarme realmente dolido, más dolido de lo que estaba ya en ese momento. Ni siquiera tenía que adornar la historia. Sólo tiene sentido adornar las historias positivas o divertidas. Sabía que si lo contaba eso daría pie al humor negro y cierto regocijo susurrado, pero podía ser un precio mínimo a pagar. Lo harían a mis espaldas, y confiaba en que mi sinceridad fuese valorada por encima de mi torpeza.
El alcohol me dio el último empujoncito. No conté con un factor importante: la gente no cuenta una historia así cuando acaba de pasar. Pero cuando ya había comenzado a narrar, decidí que así mi sinceridad sería más impactante.
Eh, no sabéis lo que me ha pasado esta tarde. Lo que le ha pasado a un perro esta tarde.
No es que dijera eso, pero intenté empezar ligero y ponerme serio a medida que avanzaba. Partí de la premisa de que les caía bien, de que me abría porque pensaba que podía confiar en ellos. Habrían pasado unas tres horas desde el pisotón. Y otra variable me pasó desapercibida.
Acabé de contar la historia y la reacción fue la esperada. Comentarios de comprensión y miradas con un punto de “lo que tengo para contar, colega”. Esto último sobre todo los tíos.
Al cabo de un rato, poco, a alguien se le ocurrió la idea. El móvil. Youtube. ¿Qué posibilidades había de que nadie hubiera grabado parte del suceso? No tantas como uno quisiera creer. En una zona transitada, a una hora de movimiento constante. Cuando me olí el contenido del ruido, pensé que si alguien había grabado, no podía tener más que a mí y el dueño recogiendo tortilla de perro del suelo. Pero luego recordé el concepto cámaras de seguridad.
Me fui al lavabo y busqué por mí mismo el video que yo sabía ya era la comidilla de la reunión.
Fui consciente de lo torpe que había sido (la segunda vez aquel día, y para mí la peor). Lo confiando que había sido. Ahí estaba yo, en la pantalla de mi móvil, el clímax de mi paseo. El video duraba casi dos minutos. Mi caída treintañera acompañada de gestos ridículos, y mi puta cara de pan excusándose por matar a un perro. La mayoría de gente se ríe del dueño en los comentarios, de su gesto de aparente indiferencia. No hay audio, ni falta que hace.
El video es crudo, y me pregunto cuánto tardará la plataforma en eliminarlo. Luego se me ocurre que quizá baste con pixelar el picadillo. Lo peor es la cabeza, la cabeza se ve completamente aplastada, aunque parezca la de una gallina.
Salgo del lavabo, pero no de mi asombro. ¿Cómo he podido ser tan gilipollas? Si no hubiera dicho nada, ¿hubieran sabido que yo era el del video? Seguramente sí, aun no siendo la imagen el culmen de la nitidez.
La chica que me había dicho que tenía mala cara, se me acerca. Me dice que en algunas culturas el perro es lo que para nosotros un cerdo o una vaca. No es que todo el mundo me mire y se ría, pero al menos un tercio de los presentes. Basta con un tercio para sentirte protagonista.
Yo sabía que algo así me pasaría algún día.
Es El perro pequeño. Más gente de la que parece tiene el suyo. Lo que te pasó que no quieres contar. Creo que el video, aun habiendo sido viral, pasó pronto de moda, y además no se consideraba de muy buen gusto. Por el perro; el dueño y yo éramos las víctimas perfectas (caída tonta y cara de tonto). Por suerte no se nos veía tan bien la cara; todo sucedía en un crepúsculo entre el atardecer y la electricidad.
Yo ahora lo cuento cada vez que puedo, aunque no en grupo. Me he acostumbrado. Es como desnudarse antes de desnudarse. Es sorprendente cómo reacciona la gente. Hay quienes se asquean. No me siento culpable, creo que con el viral pagué de sobras mi “delito”.
La chica que me hablaba del perro como almuerzo, me dijo que ella creía que lo que a la gente le hacía gracia, es que los perros suelen morir atropellados, pero no por peatones. Días después le pregunté si ella tenía su propio Perro Pequeño. Me dijo que a los doce años tiró una piedra bastante grande desde un puente a una autopista cerca de casa. Se fue corriendo, aunque oyó frenazos y chasquidos de metal. Resultó que en el coche que había dado dos vueltas de campana, había una pareja follando a ciento veinte por hora. Eso la sacó de la ecuación.
–No murió nadie –dijo–, pero creo que equivale a un perro pequeño.

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Tándem

En paracaidismo no hay nada que no te pueda solucionar una buena funeraria. Es uno de los chistes que corren por aquí, aunque todo en la vida funciona con asociaciones por el estilo. La verdad es que siempre hay un roto para un descosido.
Espero abajo, más o menos como siempre con todo. Me han propuesto muchas veces saltar en tándem, lo que significa tirarse del avión pegado a otro tío, uno que sabe lo que hace, o que al menos no le da miedo. Hay algo que me atrae de ello, pero nunca doy el paso.
He venido acompañando a dos colegas, un saltador y un reciente convencido. El saltador lleva más de mil vuelos a sus espaldas, para el convencido es la primera vez. Ahora van camino del cielo; el saltador, solo, el iniciado con su salvador asignado. Este primerizo me ha dicho que estaba seguro al menos al ochenta por ciento de que iba a morir. No hablaba con apuro.
Aquí caer en picado no sólo no es una metáfora, además es bueno, emocionante. La clase de cosas que se te aconseja hacer al menos una vez en la vida. Hace unos años habría saltado el resorte de mi cinismo; ahora me da demasiada pereza juzgar o malmeter, ni siquiera en silencio.
Otros paracaidistas, algunos solos y otros en tándem, van llegando suavemente al suelo. Gritan con júbilo y entrechocan las manos, se sienten vivos otra vez. Aquí vuelves a nacer un montón de veces.
No voy a negar cierta envidia, sé que se sienten así, que no están fingiendo. El paracaidista se gana el derecho a fliparse. No acaba de soplar las velas en su puñetero cumpleaños, acaba de planear con un trozo de tela hasta el suelo desde unos cinco mil metros de altura.
Es brutal, es vivir, es exprimir tu vida hasta el punto de juguetear con la probabilidad de perderla. Das la vuelta al marcador. Es contradictorio y humano. Y es ambiguo, deliciosamente ambiguo.
Dos días después no dejo de susurrar estas cosas en el funeral. El saltador a mi lado parece no escuchar, o bien hace oídos sordos. Dos muertos como brindis por la vida. El tándem que hace el chiste realidad. Ahora hay quien diría que es culpa del chiste. Le digo a mi colega paracaidista que me he decidido, que quiero hacerlo. Muy irritado, me dice que cree honestamente que quiero morir, y que el finado también lo quería. Le pregunto si cree que lo ha provocado. Me pregunta si creo que debe creerlo. Le digo que sí, que bueno, que puede, pero que yo no quiero morir, aunque tampoco quiero llegar a los noventa años, quiero vivir unos años más, pero no tantos como para ir por ahí arrastrándome. Le miento. Me pregunta si estoy loco. Le digo que no soy yo el que salta de aviones. Grita no sé qué y le digo que no grite, que estamos en un funeral.
Lo cierto es que es raro que no se abriera al menos el paracaídas de emergencia. Hoy nadie hace bromas, y eso me parece incoherente, la vida se ha vuelto seriamente valiosa. Creo que la excusa es el respeto.
No hacía tanto que conocía al finado, amigo de amigo. El paracaidista rompe a llorar. Sabe que es su culpa, que él fue quien le convenció. Su puta culpa. Todos lo saben, también los que perjuran que no es culpa de nadie.
Los de la funeraria rebosan profesionalidad. El chiste no solo era bueno, era cierto. Detrás de las instalaciones hay un jardincito. Han dejado sola a la hermana pequeña del finado. Tiene sólo cinco años, se deben haber despistado. Le pregunto cómo se llama. Dice Violeta. Le digo a Violeta que quiero saltar en tándem, que si sabe lo que es.
–Lo de mi hermano.
No parece triste, sólo muy confundida.
–Te morirás –me dice.
La conduzco adentro y alguien se la lleva, una mujer. Espero que una familiar.
¿No es así?, le digo al paracaidista luego, ¿no forma esto parte del proceso? No digo que la gente quiera morir, sólo hablo de fantasear. No puede parar de llorar, es su pesadilla particular.
Me siento en el suelo con él. Le digo que no quiero morir, pero que si quisiera… Hace no mucho leí que el paracaidismo a veces se usa para el suicidio encubierto. Hay una especie de terror católico: si arriba creen que ha sido un accidente, no computa. El suicidio es uno de esos temas farragosos; quizá ese es el único tema tabú de los deportes de riesgo: puede que la emoción no esté sólo en arriesgar la vida, sino en saber que se acabó (desearlo), y además hacerlo un sábado por la mañana con colegas. No es una secta, no es triste, no parece desesperado. Vistes con colores chillones y como mucho te has gastado cuatro duros en Decathlon; no importa si el equipo es seguro, basta con que dé el pego.
No sé cuánto de todo esto le digo al paracaidista, pero sí sé que me acabo ofreciendo para un tándem final. Sé que ahora a él le apetecería, y yo siempre he sentido la emoción de poder elegir Cuándo. Hacerlo a mi manera, y aún relativamente joven.
Entiendo que tendremos que esperar un tiempo, le digo, ahora es demasiado pronto. Levantaría sospechas, y es mejor que él sólo quede como un mal profesional. La madre del finado comienza a gritar. Llora y grita desconsolada. Es el día del respeto. Violeta ha desaparecido. Dice que no la ve ni fuera ni dentro de las instalaciones. El personal de la funeraria se muestra dispuesto a mirar hasta en el último rincón. La verdad es que da gusto. La chica que atiende a nuestro grupo hace que te den ganas de (follar) vivir.
Violeta me preocupa. Y no es porque sienta un gran apego por los niños; generalmente me parecen cosas babosas y ruidosas, increíblemente irritantes, absurdas y porculeras; no consigo comprender cómo los padres pueden aguantarles tanta mierda (figurada y literal). Eso al menos los que aguantan; los hay que acaban abandonando a sus bebés, o cosas peores. Eso también es humano, sinceridad pura y sin cortar. Incluso aunque luego les embargue el arrepentimiento, ¿es porque echan de menos a esos críos, o por las consecuencias potenciales de lo que han hecho? 50/50, como mucho.
Salimos a fumar. El paracaidista me dice que no lo aguanta, que no sabe qué va a hacer, que no va a poder vivir con ello. Le digo que resista un tiempo. Ya ni siquiera se enfada conmigo, hace falta un mínimo apego por la vida para enfadarse. El día se nubla. Le digo que si quiere puedo plegar yo el paracaídas, eso ofrecería garantías. No le hace gracia, solloza aún más fuerte. Murmuro que con esto, con la culpabilidad, lo peor es la noche, cuando te vas a dormir. Cuando en lugar de dormir te martirizas, la oscuridad te abraza, los antimimos, lo contrario al amor o cualquier vibración positiva. Yo lo sé por la muerte de mi padre, aunque no me extiendo al respecto, sólo aclaro que no lo maté yo, tenía ochenta y siete años.
Hay algo que me alivia en su sufrimiento. Estoy ante el perfil con el que mi padre siempre me comparaba para humillarme. Ahora mi padre está muerto, y don perfecto ya es como un fantasma deportivo.
Poco después, Violeta aparece.
Como siempre, tal y como ha venido, se me va el calentón suicida. Algo hace clic. El funeral ha sido un colocón de crueldad. Abrazan a la niña, y es entonces cuando rompe a llorar. Mala jugada, pienso.
La mujer que se la había llevado sólo era su tía. Habían ido a un parque cercano, columpios, otra gente, carencia de luto. Varios adultos abroncan a la mujer en corro. Me parece injusto, aunque no sé articular por qué.
La chica de la funeraria interviene, y poco después la mujer y ella hablan en privado, mientras al menos la mitad de los presentes imaginamos un trío con ellas. El sexo y la muerte. El tándem. Violeta se me acerca, me dice que no haga el tándem. Le digo por inercia que no voy a hacerlo, y es justo en ese momento cuando me convenzo de ello. Después me dicen que ahora es el paracaidista el que ha desaparecido.

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Hombre mata hombre

Tengo la camiseta llena de sangre. Sentado en sillón ajeno a las tres de la mañana, la teletienda me sonríe, me trata como a un tonto, y lo agradezco. Hay cosas peores que ser tonto, y ser como yo es una de ellas. Intento descrifrar cómo funciona el arrepentimiento. Cuál es el pensamiento que lo desencadena. La verdad es que la mayoría no llegamos al nivel teletienda. Da igual lo que nos riamos de ella.
Decido poner fin a esto. O al menos un punto y aparte.
Salgo con parsimonia por la puerta de atrás. El jardín no es grande, ni bonito, pero es útil. Hay jardines que parecen pensados sólo para esconder un cuerpo.
Cojo la pala del suelo, está junto al cuchillo empapado de rojo. La tierra vuelve a mi pala. Poco a poco se desentierra lo enterrado. Tengo otra oportunidad, pienso, aunque quizá siga en el sillón, dormido. Pero es como si alguien (Dios) estuviera rebobinando. Ya nadie usa el verbo rebobinar; es bueno crecer, pero es una mierda hacerse mayor.
El asesinato es una cuestión de poder. Existe una estadística de hombres que matan a mujeres, otra de mujeres que matan a niños, otra de niños que abusan de niños más débiles o pequeños, y todos matamos hormigas y mosquitos. En ocasiones el orden natural se subvierte; pero lo que pasa la mayoría de veces, es que un hombre mata a otro hombre. La realidad trasciende siempre la Ideología. Somos tontos, pero también crueles, y luego tontos otra vez. No es que la historia se repita, es que el ego del ser humano es inabastable.
He estado a punto de llamar para conseguir mi Jes Extender, pero antes he matado al novio nuevo y flamante de mi ex. El amor es genial, pero es una mierda estar enamorado.
Ahora, sin embargo, cambia de lugar el montón de tierra que cubría el cadáver. Cuando el cuerpo por fin se ve, sale flotando, dibujando el mismo arco de caída de cuando lo empujé. Y veo que el cuchillo vuelve a mi mano. Con cada nuevo gesto, la hoja repara cada herida que había infligido. Si tú sabes lo que está pasando, te escucho.
El chico es una belleza, un portento, un soldado de la responsabilidad y la lucha social. Sería perfecto si no fuera porque su mundo cabe en un dedal. Sería la leche si no fuera porque nada de lo que dice tiene sentido, sólo suena bien. El neo ignorante, el ignorante ilustrado, el héroe del reduccionismo, el imbécil que cree que nunca tendrá más de veinticinco años. Un buen chico, puro y necesario sobre el papel.
Creo que hay cosas peores que ser como yo, y siempre son teóricamente mejores que yo.
Le agarro por la camisa, y me encuentro justo en el punto antes de la primera cuchillada. Llora y suplica, una voz aguda, me pregunta qué quiero, me dice que tiene dinero. Sólo tengo que dejarle entrar y me dará lo que sea. Lo tiene todo excepto lo que yo quiero: lo que ya había sucedido, ese alivio, lo que ha ido marcha atrás. Y suena un trueno, como si Dios opinara.
Ahora es cuando tengo que decidir: o me voy o vuelvo a hacerlo. Mi camiseta vuelve a ser de un blanco impoluto. Soy un ángel a cuatro años de los cuarenta. Hasta ahora he hecho todo lo que debía. Me parezco más de lo que querría al tío que tengo delante. A él le ha ido bien, eso sí, él jode con estilo. Yo siempre llevo camisetas, él siempre camisas. Hasta en su puta casa le he encontrado en camisa, sábado, medio borracho, trasnochando, incapaz, acojonado, moderno, estable y colocado.

Tengo la camiseta llena de sangre. Sentado en sillón ajeno a las tres de la mañana, la teletienda me sonríe, me trata como a un tonto, y lo agradezco.

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