Archivo por meses: octubre 2018

Torso

Horizontal

Lo que más miedo me daba, era no poder explicarlo. No solo que no tuviese explicación, sino no poder explicarlo. Cualquier intento me iba a dejar en un lugar delicado, y eso como mínimo. El ansia de racionalización lo fagocita todo. El ser humano, cuanto más civilizado, más ombliguista. Ahora creo que se comenzó a creer el centro del universo sobre todo cuando descubrió que no lo era. Puede que matar a Dios no fuese una mala idea, pero quedó muy lejos de ser brillante. Sólo nos empujó a otro nivel de ignorancia. Uno quizá más sofisticado estéticamente, pero casi igual de limitado que la religión. Claro que te ibas a curar la enfermedad con la ciencia antes que rezando, pero eso no significaba que fueses a entender mucho mejor el mundo, no ibas a ser más abierto de miras, no en el fondo. El ateo es el científico amateur más prestigioso. Un carnicero. Se abrieron las puertas a otra clase de cerrazón.

No sé por qué escribo esta carta ahora, me inculpa, y aún no tengo claro a qué personas la enviaré. Imaginadme ahora vagando por aeropuertos, embarcando y desembarcando. Practicando mi nuevo yo. Es lo que hago, sin rumbo, y escribiendo en ratos muertos (que son casi todos) esto que leéis. Escribo y miro a la gente pasar con maletas rodantes, levanto la cabeza y miro por la ventana el suelo de nubes. De vez en cuando hago una amistad de corto alcance. Si me preguntan dónde voy, miento a prueba de polígrafos.
No quiero enrollarme con todo lo que he cambiado, pero el cambio era inevitable a cierto nivel; no ha sido producto del turismo ni de una visión tangible de la desnutrición de los niños negritos. Ha sido real.
No quiero seguir mucho más con los preámbulos, pero creo que eran necesarios.
Y sí, esto va sobre mi viaje “a lo verde”, como decía mi madre cuando aún sonreía. Espero que no tarde en volver a hacerlo, aunque sea fingiendo. Dudo mucho sobre si mandarle esto o no, ya hace dos años de la muerte de mi padre, pero ahora tampoco tengo claras ya las líneas que separan a los vivos de los muertos, y no quiero añadir más confusión o dolor a una relativamente reciente viuda.
Mamá, sé que me perdonarás que hable de ti como si no estuvieras, pero ahora sólo me definen el miedo y la duda.

Ahora, por cierto, procuro ir sólo a ciudades. Cualquier zona verde es algo a evitar. Supongo que mi mente gestiona el trauma a la forma estándar.

No os voy a aburrir con detalles geográficos ni datos sobre la extensión de la jungla. Bastará saber que éramos tres varones de más de treinta años, que hicimos coincidir nuestras vacaciones en julio porque Franchu (Fran) lo dejó con la novia. Más bien ella le puso los cuernos a lo bestia. Eso daría para otra historia escabrosa, una precuela. Ahora todo lo que antes me parecía catalogable o anecdótico, cobra una importancia de lo más retorcida.
Ya no soy una persona con unos principios más o menos claros, a veces uso los que tenía antes, como de prestado, porque no sé qué otra cosa hacer.
Franchu, Oscar y yo. Cogimos un vuelo transoceánico y luego un par de avionetas. Todo razonablemente controlado. Oscar era el que sabía adónde íbamos. La idea era “perdernos”, como a la gente del primer mundo le gusta perderse, con brújula e indicaciones por todas partes, con relojes y toda clase de cachivaches, con teléfonos de doscientos pavos y cobertura asegurada. Perderse.
Era cierto que la zona no era turística. Al turista medio no le gusta el riesgo de picaduras mortales, ni la clase de excursión que requiere de un machete. El turista medio exige ilusión de seguridad, y el espacio suficiente para poder ser todo lo bobo que quiera. Porque eso son sus vacaciones.
Nosotros quisimos ir más allá. Tampoco era especialmente original. Sólo vagar por una zona verde no especialmente cómoda, para poder sentirnos en medio de lo salvaje. Había belleza en esa perspectiva, y además Franchu y yo confiábamos en Oscar, que ya había estado allí hacía dos años.
Nos instalamos en una cabaña que nos salía por un ojo de la cara. (Qué extraño y burdo se me hace ahora hablar de dinero…). El resto iba de explorar la zona. Era importante no perderse, con lo que era muy importante que nos perdiéramos para que nos pasara lo que nos pasó.
Disculpad si novelizo. Esto no se puede equiparar a poner los pensamientos en orden, porque para mí ahora es el Universo el que está desordenado, y como comprenderéis, el Universo es un trabajo que a mí no me compete.
Voy a dar un salto y os voy a describir a Oscar de pie, mirando a un lado y a otro, y a un lado, y luego al otro. Ni siquiera le tuvimos que tirar de la lengua;
–Nos hemos perdido.
Era el segundo día. El primero habíamos subido a una pequeña colina con una terraza natural. Desde allí se veía todo lo que no se veía, todo lo que vimos después. Sólo se veían las copas de los árboles, el mar vegetal verde fuerte, nunca el suelo, nunca un prado. No había claros aparentes, era todo densidad, enigma y belleza. Carencia de caminos. Yo esperaba que la ya ex de Franchu se estuviera follando a placer a su nuevo maromo, porque con aquellas vistas comencé a pensar que nos habíamos precipitado.
–¿Nos hemos perdido? –dije al día siguiente.
–Bueno, me he perdido… –dijo Oscar.
–Cojonudo –murmuró Franchu.
Era la una del mediodía. Caminamos lo suficiente para agotar las soluciones del primer mundo, primero adiós cobertura, luego adiós batería. Ya estábamos en una película.
–Esto no es una película –dijo Oscar –. Caminaremos hasta salir de aquí. No os preocupéis, simplemente hay que moverse. Nos acabaremos topando con alguien.

Dicho y hecho.

Cuando eres de ciudad, cuando estás acostumbrado a determinado lenguaje ético y tecnológico sobre la valentía y la supervivencia, no sueles pensar mucho en la gente que es distinta a ti. Si te perdías por una jungla lejana, amenazante y real, esperabas encontrarte con gente similar: otros turistas atípicos, turistas que sabrían perfectamente por dónde iban. No te ibas a encontrar con un hombre de sesenta años con aspecto hindú y taparrabos, eso era justo lo que tu mente racional descartaba. ¿La viñeta en la que los personajes están atados dentro de una gran olla con agua camino de hervir? Eso no pasa. Pero ojalá sólo hubiese sido eso.
Lo que notamos los tres, casi al mismo tiempo, fue un picotazo en el cuello. Una solución drástica para el insomnio.
Despertamos muy juntos y muy atados, al sol, estirados boca arriba sobre unas tablas. Nos dolía todo. Los nativos chapurreaban nuestro idioma. Uno de ellos, muy mayor, nos dijo que nos habían hecho tragar kundu, pero no nos dijo lo que era. Sólo dijo:
–Mayor percepción.
Maior persepxion.
Yo sólo noté un debilitamiento físico brutal. Caminaba alrededor nuestro un hombre también muy mayor, que murmuraba, como si rezase, tal y como imaginas: sin muchos aspavientos, pero sin transmitir ni una gota de tranquilidad.
Sé que pensaréis que nos drogaron. Que eso fue lo que pasó. Una enorme y aparatosa pesadilla. No soy un testimonio fiable.
No os voy a intentar convencer. Sólo intento explicar lo que yo vi y sentí. Y es la hostia de difícil.
Seguimos atados durante horas. Ninguno de nosotros se intentó zafar.
–Nos ha tocado la lotería de Navidad de cara al verano.
Uno de nosotros dijo eso, pero no recuerdo quién. Oíamos sin parar los rezos, y de vez en cuando algunos nativos venían a echarnos un vistazo. También críos, muy pequeños. Fue cuando una niña me mordió la oreja derecha hasta que sangré, cuando hicimos deducciones. Arrancaron a la cría de mí y le echaron una sonora bronca. Obviamente no sé en qué idioma hablaban, pero no era nada que te fuese a abrir puertas en casa.
Franchu empezó a gritar y a llorar.
–¡Son caníbales! ¡¡Son caníbales, joder!!
Anochecía. En ese instante, decidieron que ya habíamos estado demasiado tiempo en horizontal.

Vertical

Nos transportaron sobre las tablas a una cabaña. Había una silla llamativa, de madera y llena de tiras de cuero, una versión medieval de la silla eléctrica. Nos sentíamos débiles, incapaces, resacosos. Nos sentaron, nos maniataron a Franchu y a mí en dos sillas corrientes de madera, frente a la silla sospechosa.
Oscar fue el primero. Le ataron con mucha fuerza con las tiras de cuero, casi hasta cortarle el riego sanguíneo. Lloraba y gritaba, pareció encontrar reservas de energía en su interior. Cuando ahora pienso en ello, aún tengo que tragar saliva, y ya no soy ni de broma el que fui.
Hay algo terrorífico en oír chillar a un adulto de esa manera, llamando literalmente a su mamá.
¡Mamaaa! ¡Mamaaaa! ¡¡¡Mamaaaaaa!!!
No mamá, sino mama. Oscar volvía tener tres años a los treinta y seis. Y su madre hacía la tira que estaba muerta. Cáncer de pulmón. Fue el primer funeral al que fui en mi vida.
Primero le susurraron algo, le hablaban, y Oscar hacía que no con la cabeza, que no, que no, que no… Esto se prolongó durante unos cinco minutos. Luego, uno de los nativos empuñó una sierra de carpintero (la que Oscar ya había visto). No precisamente nueva, salpicada de óxido en la dentadura. Franchu y yo teníamos a dos mujeres detrás que nos abofeteaban si cerrábamos los ojos o intentábamos mirar en otra dirección. Comenzaron a serrar el muslo derecho de Oscar. Le quedaría un palmo de pierna. Estábamos tan cerca que la sangre nos llegaba a salpicar los ojos. Si Oscar parecía desmayarse, le palmeaban la cara. Le hicieron beber en casi cinco ocasiones un líquido transparente de una botella de cristal. Lo vio todo sin perder la conciencia. Lo sintió todo, incluso cuando la sierra hacía extraños y se encallaba al llegar al hueso.
Seguía llamando a su madre.
Primero la pierna derecha; luego la izquierda. Cada vez que Oscar volvía a vomitar, le hacían beber de la botellita. Franchu se vomitó encima sólo de mirar, y se llevó un puñetazo de su compañía femenina. Yo intenté permanecer tieso, inmóvil. Algo me decía que decir o hacer nada jugaría en mi contra, si es que tenía alguna posibilidad de salir de allí con vida. Incluso cuando hacía por mirarme el regazo, se daban cuenta y me volvían a pegar.
En algún momento, me volví zen. No lo sabría explicar.
Para cuando le serraban los brazos a Oscar, ya no tenía problemas para mantener mi bilis en el estómago. Me tragué lo que tenía en la boca. Me despojé del orgullo, de todo orgullo, y de toda esperanza. No sabes lo que es tocar fondo hasta que te encuentras ahí, chapoteando en ese barro, tan abajo que no ves arriba la boca del pozo. Hasta ese momento, tocar fondo sólo es una expresión. El Big Bang me ha traído hasta aquí. Así de casual y pequeño soy. Pensé que tenía la mente en blanco, pero ahora sé que no.
Cuando Oscar sólo era un torso, le volvieron a susurrar. Oscar aún tuvo fuerzas para negar con la cabeza. Entonces le aflojaron las correas, y la sangre brotó a borbotones de él, formando un charco tamaño espejo de dormitorio. Se reflejaba entero en él. Su cara pasó al blanco y luego al morado, los ojos se le quedaron abiertos en un rictus de baboso alivio.
Empujaron lo que quedaba de él al suelo. Un trozo muy pesado de carne, un bulto, un esbozo de Dios con huesos y cabeza, una columna, un boceto a medio hacer. Tres niños los arrastraron y comenzaron a mordisquearlo en un rincón de la cabaña. Bien a la vista.
Para el segundo acto, cogieron a Franchu y lo sentaron donde mi amigo de la infancia acababa de morir. Nuestra aventura vertical. Franchu era un antiguo compañero de universidad de Oscar. Teníamos bastante en común. Todo muy superficial, pensé, ideas buenistas y una supuesta conciencia política de izquierdas. Todo eso de criticar desde una posición cómoda. Ese día nos enfrentábamos por primera vez a algo tangible. Era verdad que nos había tocado la lotería, pero también era cierto que compramos los boletos. Había cierto romanticismo impulsor que a veces nos movía. Una persona más práctica jamás habría acabado como nosotros.
Con Franchu se recrearon aún más. Yo estaba casi insensibilizado. Creo que ver mi cara, mis ojos, se tornó parte de su tortura. Ver en mí algo aún más frío que la indiferencia, un vacío donde antes había emociones complejas. No me iba a hacer el héroe, y era como si tampoco me importara ya en cuántos trocitos cortaran a Franchu. No sé si por contagio, también llamaba a su madre. Llamó a su madre y llamó a Dios. Sobre todo llamó a Dios. Yo pensé Quién te ha visto y quién te ve. Franchu, que apoyaba cualquier causa, que coleccionaba pañuelos palestinos, que supuraba ateísmo e ideas sobre cada mínimo desajuste social o villano. Franchu el manifestante, Franchu el aliado feminista, Franchu el del altavoz, Franchu el animalista, Franchu el de la pancarta. Y Franchu llamando a Dios antes de morir. Pidiendo por favor piedad. Franchu quizá sincerándose por primera vez en su vida. Desatado por fin. Algo cruel se despertaba en mí. Me provocó un cosquilleo en el estómago. Franchu, te está bien empleado. El torso sin piernas ni brazos, lucía impresionante con la nueva cabeza católica. Era dantesco ver cómo gritaba, y cómo aun diciendo que sí a todo lo que le susurraban durante el proceso, aun diciendo Por favor, Haré lo que queráis. Aun así, un anciano cruzó la mirada con otro, ambos negaron, aflojaron el cuero y el charco de sangre se amplió. Adiós, Franchu, dije en voz baja, y para entonces ya no tenía miedo.

Me cogieron y me sentaron allí. No tuvieron que forcejear conmigo. Creo que me miraban con cierta curiosidad, no era fácil saber cómo se sentían. La sierra estaba empapada de rojo, pero sobre todo de restos sanguinolentos, carne y astillas humanas. Así era menos práctica, lo que la hacía más práctica para el caso.
Me dieron un bofetada. Me estaba adormeciendo. Me dieron otra bofetada, y comenzaron a hablarme. Ya no necesitaban susurrar, nadie más escuchaba. Por momentos me costaba entenderles. Me hablaron de los mártires y de la realidad compleja que habitaba bajo la realidad sencilla de la historia que a mí me habían contado. Creo que no me costó demasiado saber por dónde iban, incluso con la barrera del idioma. O sí, en realidad no entendía absolutamente nada, pero digamos que estaba dispuesto a entender. No como Oscar, que simplemente no podía digerir nada de lo que estaba pasando, ni como Franchu, que ya sabía lo que pasaba, pero nunca había querido escuchar, sólo criticar a los que no repetían lo mismo que él. Quizá los nativos ya lo sabían, quizá sólo yo, el tercero, podía servirles. Quizá. Y les escuché. Había cuestiones espirituales y otras prácticas. La pregunta que sabían que yo entendería y no entendería a la vez, era:
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
No contesté enseguida, no quería parecerme a Franchu, y parecía importante no pedir piedad.
–Sí.
Estaba aturdido, ni siquiera estaba exactamente mintiendo, o diciendo lo que pensaba que ellos querían oír. Me estaba convirtiendo en otra cosa. Recibía estímulos confusos. Se me habló de la comunicación con la naturaleza, y de cómo ellos la representaban. Como si mis colegas hubiesen acabado mutilados de la misma forma que con un tsunami acabas ahogado. Ni aun así percibí delirios de grandeza. No parecían religiosos, pero desde luego no tenían el mentón elevado de los ateos. No habían disfrutado con la tortura, sólo habían hecho lo que pensaban que tenían que hacer.
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
–Sí.
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
–Sí.
Me hablaron de empresas y constructores, me dieron nombres propios. Alguien quería arrasar su jungla. Eran las cuestiones prácticas necesarias para mantener vivas las cuestiones espirituales. Aún no sé articularlo muy bien, pero ese tipo de construcción lógica aún forma parte de mí.
Me miraron durante minutos, un análisis prolongado, y hablaron un momento entre ellos. Las mujeres parecían no estar convencidas. Una de ellas se acercó a mí.
–Tú no nos crees. Tú crees que nosotros asesinos. Que sólo asesinos.
No sabía qué decir a eso. No me sentía ni de lejos preparado para esa conversación, y obviamente mis herramientas morales, éticas o retóricas no estaban ni de lejos a la altura. Me sentía muy inferior. Creo que la mujer vio eso en mis ojos.
Me dieron a beber un líquido rojo de una botellita minúscula. Ahora llevo decenas de ellas siempre conmigo. Me comenzaron a serrar la pierna izquierda. Me miraban, esperaban mi reacción. Emití sonidos y balbuceé por el terrible, agudo, metálico dolor. Pero enseguida algo no fue como debía ir. Dejé de notarme la pierna, y cuando el hombre acabo de serrar y la vi caer al suelo, el muñón comenzó a mutar. Crecía algo en sustitución de mi pierna. No era más que otra pierna: más sana, más fuerte, una pierna nueva para un adulto. Lo que yo entonces hubiese llamado milagro. No había llamado a mi madre, no había mencionado a Dios. Me dijeron que no pensara sólo en la naturaleza, que pensara en términos de Existencia. Hay cierto tipo de valores que aún no entiendo. Aún pienso en términos binarios. Aún funciono con etiquetas, con ideas minúsculas sobre lo que es bello y lo que no; o señalo como crueles prácticas habituales en la existencia, de organismos vivos que se reproducen y sobreviven y matan. Lo que nosotros llamaríamos caos, como última frontera a defender. Si el orden burdo y simplista de la humanidad se acaba imponiendo, no sabemos cuánto durará el tablero de juego. Ahora puede haber algo malo, pero podría ser peor, podría no haber nada, y por tanto nadie.
–Esto no es lo que vosotros llamáis magia –me dijo una de las mujeres–. Esto no es lo que llamáis fe.
Los parámetros de la ciencia eran insuficientes para entenderlo. Me dijeron que no tenía que creer o dejar de hacerlo. Me dijeron que no tenía por qué volver a verles. Que tenían contactos que me suministrarían el líquido rojo y me darían más nombres.
He descubierto que una forma útil para solventar ciertas misiones, es esperar a que en el vuelo adecuado se reúnan los nombre adecuados. A veces son grandes empresarios, a veces son de izquierdas y a veces de derechas. A veces es la última gran promesa política. A veces es un señor de la guerra, y otras un adalid de la paz. Los más peligrosos son los más utópicos y humanistas. Los que más grandes y evolucionados se creen, a través de ruidosas expresiones de humildad.
He acabado cogiendo el avión casi por gusto. A menudo hay lo que antes hubiese llamado daños colaterales. Si hay un par de caras conocidas en el vuelo, me bebo cinco de mis botellitas, y construyo con paciencia el caos. Provocar un accidente aéreo es aún más complicado de lo que pueda parecer. He llegado a saber apreciar la emoción y la belleza en los gritos, en el paisaje que se tuerce por la ventana, y se tuerce, y se tuerce…
Cuando has despertado con heridas de muerte reagrupándose, en medio del desastre total aún a la moda como desgracia, llegas a reírte de la concepción que se tiene aún de la paz, o de la sostenibilidad. Te pones en pie, y si ves a alguien, finges. Un milagro más. Y corres. Es crucial que nadie te mediatice, que el orden no te absorba, que el espíritu no te embriague y la ciencia no te hipnotice.
Ya no sé quién soy, y ya no entiendo nada como lo entendía antes. Y no sabéis qué sensación.

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Si no sabes, pregunta

–Mamá.
–…
–Mamá…
–Qué.
–¿Puedo hacerte una pregunta?
–Dime.
–¿Pero puedo o no?
–Claro que puedes, hijo.
–¿Estás ocupada?
–Puedo doblar la ropa y escucharte.
–Vale.
–…
–¿De dónde vienen los niños?
–¿Los niños?
–Los niños y las niñas.
–Ya, pues los…
–Vienen de la vagina, ¿no?
–¿Os han hablado de ello en el colegio?
–Sí, pero…
–Cuando seas más mayor, lo entenderás mejor.
–¿Qué es MILF?
–¿Cómo…?
–MILF.
–¿MILF?
–Un chico mayor me dijo ayer Tu madre es una MILF.
–Sí. Ya. No te preocupes. No es nada, te estaba gastando un broma.
–No parecía que fuera broma. Aunque sí se reía.
–Seguro que estaba con sus amigos y…
–¿Qué es Feminismo?
–¿Feminismo? Ya te lo buscaré para no ser imprecisa, pero básicamente es la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, para que las mujeres…
–¿Los hombres y las mujeres son iguales?
–Eh…
–El Victor dice que su padre dice que las feministas ahora están locas, que no quieren que todos tengamos los mismos derechos, sino que seamos todos iguales.
–¿Quién es el Víctor?
–Va a mi clase.
–Ya, bueno…, no sé si somos iguales, pero merecemos que nos traten igual, de eso se trata.
–Una profesora, la Marta, dice que debería haber el mismo número de hombres y mujeres en la política.
–¿Sí?
–Sí.
–Bueno, puede que…
–¿Papá es un privilegiado?
–Papá está trabajando, cariño.
–No, digo que si es «un privilegiado». La Marta dice que los hombres son Privilegiados, tanto que ni se dan cuenta.
–Supongo que habla del machismo que…
–¿Pero papá es un privilegiado?
–Papá se esfuerza mucho…
–¿Papá te oprime?
–Tu padre y yo decidimos… Yo antes trabajaba, él estuvo un tiempo en…
–¿Pero estás oprimida y él es un privilegiado?
–Cariño…
–¿Él sabe que es un privilegiado? A lo mejor lo sabe.
–Tu padre ha sido siempre una buena persona, ¿entiendes?
–Pero los hombres…
–No te preocupes por los hombres y las mujeres, cuando seas mayor…
–Ya, pero tú dices que si no entiendo, que pregunte.
–Ajá. Muy bien, vale, tienes razón. Entonces piensa bien la pregunta. Venga. Y pregunta lo que quieras
–Vale.
–Qué quieres saber.
–¿Papá acosa a las mujeres?
–No, papá no acosa a las mujeres. De hecho papá siempre fue muy tímido y…
–¿Papá ha violado alguna vez a una mujer?
–¡No!
–¿Y a ti?
–¡Claro que no!
–Violar es pegar a las mujeres, ¿no?
–Papá no es un violador, ¿por qué dices eso?
–Pero seguro que es un privilegiado, ¿no? Y seguro que no hace nada para que los demás hombres no violen.
–Hijo. ¿Y qué quieres exactamente que haga tu padre para que los demás hombres no violen? Trabaja mínimo diez horas al día seis días a la semana, y luego pasa tiempo contigo, y además a veces sigue trabajando en casa.
–¿Entonces no evita las violaciones porque no tiene tiempo?
–Hijo…
–La Marta dice que las violaciones son culpa de todos los hombres mayores de treinta años. También los que nunca han violado.
–¿De qué os da clase la Marta?
–De gimnasia.
–¿Y os habla de eso durante la clase de gimnasia?
–Víctor dice que su padre dice que es una bollera. La Marta ¿Qué es una bollera?
–Es una lesbiana, pero no digas nunca bollera, ¿entendido? Sabes que hay chicos que se enamoran de chicos, ¿verdad?
–Sí.
–Pues también hay mujeres que se enamoran de mujeres.
–El padre de Víctor dice que por eso odia a los hombres, que eso es hembrismo, pero Marta dice que el hembrismo no existe.
–Bueno, creo que…
–¿Papá es machista?
–No, tu padre no es machista.
–Pero está fuera y tú estás siempre en casa…
–Tu padre y yo hablamos las cosas, y tomamos las decisiones juntos, cariño. A veces hemos trabajado los dos y otras veces…
–¿Pero tú eres una mujer… empoderada? Marta dice que las mujeres tienen que empoderarse, ser…
–¿Marta qué edad tiene?
–No lo sé, es muy mayor. ¿Veinte?
–No creo que mucho más… Tu padre y yo nos hemos pasado la vida trabajando, cariño, trabajando a cambio de muy poco. Mis padres eran mucho más conservadores, pero creo que también eran muy felices. Así que no sé qué decirte sobre lo que dice Marta… Puede que sí tenga que callarse un poquito delante de los niños.
–¿Yo soy un acosador?
–¿Pero qué dices?
–Soy un niño, y…
–Tú no eres un acosador, cariño, tú fuiste víctima de bullying, ¿o ya no te acuerdas?
–Ya, hace mucho.
–Hace sólo dos años. Para ti es mucho, pero yo lo recuerdo como si fuera ayer. ¿No estaba Marta aún en el cole?
–Marta dice que los niños tenemos que tener cuidado, porque vivimos en una cultura hetero… patriarcal, y no es difícil que acabemos siendo acosadores o violadores.
–¿Sabes lo que es la democracia, hijo?
–¿La democracia?
–¿Sabes lo que es «heteropatriarcal» y no sabes lo que es democracia?
–Unos padres fueron a hablar con Marta el otro día.
–¿Con Marta?
–Primero con la directora, y luego con Marta.
–¿Y qué pasó?
–No lo sé. Ahora Marta habla más que antes de feminismo en la clase de gimnasia.
–O sea que le dijeron que se cortara un poco.
–Marta es guay, ¿no?
–Marta es un cliché, cariño. Guay o no, no lo tengo claro.
–¿Qué es un cliché?
–Un tópico, un lugar común, cariño. Marta cree que es original y más lista que la gente mayor que ella, o que el resto de la gente de su edad. Y ese tipo de persona ha existido siempre. Lo que le interesa a Marta del feminismo no es exactamente la igualdad, aunque ella crea que sí; lo que le interesa es lo que el feminismo puede darle a ella y quitarle a los demás, sobre todo cuando se trata de quitar la razón y tener la verdad. Marta cree que sabe cómo funciona el mundo, porque ha decidido que es mucho más pequeño y manejable de lo que es. Lo ha convertido en una sopa de letras, ha encontrado las palabras «feminismo» y «heteropatriarcal», y cree que ya lo ha descifrado todo.
–¿Tu eres feminista, mamá?
–Uy… Yo soy muchas cosas. El feminismo me interesa, como muchas otras cosas. Lo que seguro que no me interesa es la militancia.
–¿Qué es la militancia?
–Bueno, algo como la necesidad de pertenencia a un grupo.
–¿Y porque no te interesa?
–Porque no quería llegar a los cuarenta hablando como Marta, cariño. Porque ninguna ideología concreta abarca la complejidad del mundo, de las cosas.
–¿Yo tengo que ser feminista?
–Tú tienes que ser lo que quieras. Lo importante es que, elijas lo que elijas, luego sepas asumir las consecuencias, y estés siempre abierto a cambiar.
–Mamá…
–Qué, cariño…
–¿Qué es el cruising?

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Mi momento

Yo estaba de pie, meando en los lavabos públicos de unos multicines. Debía tener unos catorce años. Entró un hombre de unos cincuenta. Le había visto antes, con lo que parecía ser su mujer y varios críos gritones. Sudaba profusamente por la frente, tenía la camisa empapada por las axilas. El verano se cebaba con él, y no sólo el verano.
Se fue a cuatro meaderos de distancia. Resoplaba; por momentos pensé que se echaría a llorar, pero luego creí entender lo que pasaba.
Pude imaginar a grandes rasgos su día, sábado, lidiando con los críos, dando voces, instrucciones a las que nadie atendía. Después de toda una semana en un trabajo seguramente tedioso y mal pagado: el presente. Ya no se trataba del futuro, porque apenas lo había, estaba en él. Habitaba su destino. Esa familia en concreto, tan representativa, la familia nuclear, tan cerca del núcleo que se estaba achicharrando. A un paso de la primera vejez, a dos de la senectud. Sin opción a más planes. Ya no era target para Mr. Wonderful. Ese momento en el lavabo parecía ser su particular paseo de patio carcelario. Un momento no de libertad, pero sí al menos de soledad. No una luz al final del túnel, sólo una linterna por un minuto, para respirar, para intentar ubicarse. Quizá para mantener a raya una fantasía suicida.
Yo no lo podía articular, pero lo sentí de una forma abrumadora.
Pude atisbar lo que parecía un micropene, liberado por un lapso de cuarenta segundos de chorro amarillo y caliente. No me hubiera extrañado que meara sangre. Creo que miré más de la cuenta, pero el tipo sólo habitaba su interior.
Había hecho su apuesta vital. En teoría era la más segura, o la más responsable, la más desprendida a un nivel popular (hijos). Había apostado por la tranquilidad de la mediocridad. Por la teoría de la felicidad que más sustento tenía en la masa.
Padre de familia.
Según la corriente de pensamiento más a la moda ahora, era un privilegiado. Un tío blanco occidental de mediana edad. En teoría lo tenía todo a sus pies. Yo tenía ganas de darle una pistola y una palmadita. Sólo un pequeño movimiento del dedo índice, y obtendría la Paz. Ad infinitum.
Apoyó una mano en las baldosas mientras meaba. Cerró los ojos, parecía recordar con agrado aquellos momentos en los que tenía opción. Un puñado de instantes del pasado, antes de coger los desvíos que tenía que coger, mientras miraba con desaprobación a los que elegían caminos de tierra.
Se sacudió con presteza el colgajo, cerró la cremallera. Se dio la vuelta y fue a lavarse las manos. Estaba estirando el momento, movimientos pausados, acurrucado en su trinchera, aunque sabía que tocaba salir ya a pegar tiros otra vez, a contestar preguntas de sus hijos y su mujer. Preguntas cuya única respuesta era La Vida.
¿Qué te pasa?
Privilegiado de mierda. El lunes volvería a su otro infierno, el domingo por la noche si curraba en el turno de noche. Quizá trabajara con máquinas, quizá con los brazos o con la mente. Distintos grados de erosión, pero el mismo entusiasmo cero.
Se enjabonaba las manos como si la higiene fuera la última frontera. Yo hice lo mismo. Estaba aprendiendo mucho de aquello, o no, pero en cualquier caso me fascinaba lo que veía, alguien tan común, seguramente bienintencionado y esforzado, y por ello completamente acabado. La disciplina y el esfuerzo constante pueden suponer un avance o no, pero siempre se pagan caros. Puedes ser malo y pagar o no por tus crímenes, pero la factura siempre te llega si eres bueno. Como si alguna energía surgida de la propia tierra te detectara como maleable, manipulable, como el crío al que puedes joder, y se aprovechara de ti. Este es bueno, a este le podemos reducir. El sentido de la vida.
Dios como vampiro.
Dios el abusón.
Se aclaró el jabón de la manos, sin prisas, con pausas. Se miró como un minuto en el espejo, y debía pensar:
–Este es mi momento. Esto no pueden quitármelo.
Respiraba hondo, casi como si fuese a sonreír. Luego fue a la máquina de aire, a intentar secarse. Yo conocía esas máquinas, el aire era frío y poco intenso. Mucha gente se secaba con papel higiénico, pero nuestro héroe no. Él necesitaba la incompetencia de la máquina, probablemente se hubiese pasado el día pensando en ella. Como si fuese una quinceañera tetona que se dejaría magrear unos segundos. Una fantasía de aire frío y pecaminoso, placentero e ilegal.
Yo me fui a la otra máquina. Quizá el tío pensó por un instante que le estaba imitando. Podía ser mi disfraz para Halloween: el hombre común, privilegiado en teoría.
El tipo no había aprendido ninguna lección, pero la había pagado. Dicha lección venía más o menos encriptada en todos los mensajes adultos, incluso los más edulcorados.
La vida, incluso la mejor vida posible, es sufrimiento.
Entonces no lo pensé así, aunque sí pensé que no quería ser como ese tío. Si la vida era básicamente sufrimiento, yo no quería esa clase de sufrimiento, buscaría otro más original, o ni siquiera eso, sólo un tipo de sufrimiento menos transitado. Abrazaría otro tipo de cliché, uno alternativo.
Antes de salir del lavabo, el tío se miró un poco más en el espejo. Por un momento, pareció que se iba a derrumbar. No le quedaba otra, tenía que fingir fortaleza otra vez. Habría otros momentos como ese, de pausa rutinaria y con coartada. Mear, cagar, quizá salir en ocasiones a fumar. Casi era peor ser consciente de que esos momentos eran sus únicas vacaciones auténticas, las únicas oportunidades de volver a reconocerse como persona. Caminó hasta la puerta y se detuvo otra vez. Intentaba cambiar el chip, volver a ser marido y padre, blanco y privilegiado. Casi podía oír su engranaje.
Sabía interpretar ese papel. Yo le había visto cargarse de paciencia antes, con sus hijos, en una terraza, aunque su cara evolucionara hacia distintos tonos de morado.
Venga. Vamos. Y salió del lavabo.
Creo que me había quedado de pie como un pasmarote, sin hacer nada, sólo mirando. Ese ritual adulto. Quizá sí aprendiera algo. En adelante, decidí, me fijaría en el comportamiento de la gente en el lavabo. Parecía ser que allí volvían a ser ellos mismos, aunque sólo se notase por el modo en que se sacaban la chorra y miraban a la pared. Por la forma de lavarse las manos, o por cómo decidían usar aire o atajar con papel higiénico para secarse.
Mientras yo mismo salía del servicio de caballeros, y cuando vi al tipo riñendo a sus hijos otra vez, recordé eso de que difícilmente puedes querer a los demás si no te quieres a ti mismo. Seguramente no era tan así, pero puede que tuviera una gota de verdad. Una gota a veces decisiva, o fatal.
O aprendí algo desalentador o simplemente dejé suelta la imaginación.
No sabía nada de ese tipo, y sin embargo tenía la sensación de saberlo todo.

No recuerdo la película. La aventura en el baño se robó la tarde. No podía dejar de pensar en ello. Creo que la peli debió ser divertida, positivista al modo superficial. Cine de multicines, para niños de trece años pero pensado para todo el público y copando todas las salas. La clase de pelis que empezaban a cebar la hipersensibilidad de todos, incluso de las personas que sabían cómo se las gastaba el cine de gran distribución en los setenta y los ochenta. Cuando el cine de élite aún te trataba como a un adulto.
Así que salimos alegres mientras la peli se nos olvidaba de camino a casa, incapaz de hacer mella en nadie, cuando empece a relativizar mi experiencia en el baño. Uau, ¿se me había ido la pinza, verdad? El tío tenía una mala tarde, sus hijos debían tener una mala tarde, y, bien pensado, su mujer parecía de lo más competente, y oye, no sólo competente. Seguro que me había llevado una impresión equivocada, siempre hay altibajos. Puede que tuviese suerte de acabar como ese tío… Etcétera etcétera. Todo eso iba pasando por mi cabeza en el asiento trasero del coche de mis padres. Mi madre conducía, y mi padre largaba pestes de la peli. Yo no escuchaba, en ese momento no me interesaba lo que nadie tuviese que decir. Pero me sentía mejor, y entonces un coche se puso a nuestra altura en el otro carril. Hacía extraños, mi madre maldijo.
–¡Gilipollas!
Helo ahí. Mi protagonista. Tres niños de entre cinco y ocho años en el asiento de atrás, su mujer de copiloto. El tío tenía la cara hinchada de una rabia silenciosa, gritaba, aunque no podía oírle. Y luego comenzó a dar cabezazos contra el volante, sonaba el claxon. Estaba totalmente ido, y la historia se volvió a poner en pie. No íbamos a una gran velocidad. El tipo dio un volantazo y se fue a la cuneta aparatosamente. Perdió el control. Miré hacia atrás. No había pasado nada. Ni siquiera había sido un accidente como tal, como si la vida le tuviese reservadas al tío muchas otras tardes de sábado. Aún no, amiguito, aún queda un gran lote de aburrimiento repleto de trabajo, y una gran dosis de furia que consumir. Un accidente con final feliz hubiera sido un lujo, un punto de inflexión, un acercamiento a la vida, una oportunidad para volver a comenzar. Ni de broma. No iba a tener su cama de hospital, ni a sus hijos y su mujer con el cariño de vuelta.
Eso me hizo pensar en la maldad y su sentido. Mi momento. Y me convertí. Una bonita traición, una bonita vuelta de campana, una broma telefónica en el momento adecuado, tu madre ha muerto, un adecuado rumor, meten cuchillas de afeitar en los dulces. Una apropiada mentira, me encantan los niños. Una certeza para todo, podría no ser así.

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La alegría del pirómano

¿No os encanta octubre? Empiezo a ver venir mis fechas favoritas del año. Las que tanta gente odia. Quizá por eso tengan sentido. Las temperaturas empiezan a estabilizarse, a bajar. La tarea se dificulta, pero también se vuelve más emocionante. Mi número de contacto sigue circulando en la base del iceberg. La deep web es más representativa, y es un alivio su carencia de superioridad moral. No hay nadie señalándote con el dedo.
No es que ya no tenga vocación, pero atreverse con el fuego más allá del condicionamiento moral te convierte en un imán de dinero. Hay bomberos por todas partes, pero dejadme vacilar: eso no tiene ningún mérito. Hasta van por la calle con una sirena, hasta los streapers se disfrazan de bombero (hasta los propios bomberos parecen streapers).
No existe tal cosa como el encanto del pirómano, pero “hacer el bien” es muy a menudo un reducto de cínicos y valientes de boquilla.
Es lo de siempre, no hay que fiarse de los buenos porque podrían ser malos en el fondo (si es que crees que el mundo es una división entre buenos y malos…), pero de todos modos la bondad ya era un terreno minado. No hay nada más envenenado que las buenas intenciones, y quizá nada más discutible y comprensible que las malas. Todos los que me han llamado eran buenos justo antes de marcar mi número. Porque no eran buenos, y quizá tampoco malos. Porque la bondad es una Idea, pero el ser humano lleva muchas otras dentro. Y está todo mezclado; el ser humano finge coherencia, madurez o inexperiencia, pero yo ya le robaba el mechero a mi padre a los ocho años para quemar insectos y hojas secas.
La vocación no es necesariamente ir a la universidad o mancharse en un taller, se puede manifestar de muchas formas, también contribuyendo a la tasa de mortalidad. Y esto no es limpio y lejano como el curro del francotirador. Quemar a la gente siempre es, necesaria y oficialmente, cercano, trágico y teatral. Puede que sea menos elegante, pero es más doloroso, y la mayoría de clientes no quieren que sus enemigos mueran, quieren que sufran. La muerte es una cuestión secundaria, porque es aburrida, porque siempre llega.
Por desgracia, la tarea no siempre es tan emocionante; a veces, la mayoría de veces, se trata de quemar cosas. Sobre todos casas. Cosas para cobrar seguros o engañar o estafar o joder al suegro o el cuñado de turno. Algo que me encanta de la Navidad es el protocolo familiar, el infinito número de capas de artificio que hay ahí. Por mi demonizada labor, sé de sobras que el ámbito familiar es uno de los más violentos y miserables que existen. Nunca me ha extrañado que las mafias estén todo el día con la palabra «familia» en la boca.
La doble moral ajena te molesta hasta que comienzas a celebrarla. Hasta que te haces rico con ella.
Hacerse rico es la mejor forma de riqueza: el cariño y la amistad están bien, pero están sujetos a “códigos” humanos de comportamiento, y no hay nada más inestable, no hay nada que corrompa más; hay unas cuarenta formas de amar que corrompen más que el dinero.
Te cuento algo terrible: hay maneras de quemar entera a una persona sin que muera. Los incendios controlados no sirven sólo para quemar rastrojos. Puedes pedirme lo que quieras, pero has de saber que te va a llegar la factura, y que quemar cosas o gente significa planificación y tiempo, y una nada desdeñable dosis de valentía (o de cobardía, o de maldad, elige tú la etiqueta…). Precisamente cuando haces algo con gusto, es cuando el trabajo se agrava.
Si no me pagas, te perseguiré con antorchas, y no será una metáfora.

La fantasía principal es quemarme algún día a lo bonzo. No soy estúpido, o sí, pero sé que es muy doloroso quemarse. Lo interesante sería hacer una lista de accidentes peores que quemarse. Nos llevaríamos sorpresas. Mucha gente elegiría quemarse antes que hablar en muchos casos. Quemarse parece un suicidio bíblico, pero lo prefiero a lo de quemarse en su acepción metafórica, lo de crecer, odiar tu trabajo, aburrirte de tu pareja y tener un hijo. Sé que ya es un cliché lo de odiar el núcleo familiar o heteropatriarcal, y no quisiera sonar como un activista digital, pero la mayoría de mis clientes suelen tener hijos, proceden de ese entorno. Hombres que quieren que su mujer arda, mujeres que quieren que sus hijos ardan, y también hijos que quieren quemar a sus padres. La gente suele tenerlo muy claro; sólo necesitan un impulso. La mayor parte de las veces se echan atrás, pero cuando no, me presento yo.
Primero creen que son buenos, y luego descubren que sólo son personas.

Nadie quiere que arda un bosque, pero todo el mundo mira con fascinación cuando lo hace, apaciblemente horrorizados, mientras la novedad les acuna. Lo aprendí a los seis años, con los dedos negros. Entonces me pareció un rasgo de hipocresía inaguantable (aunque no supiera articularlo); ahora creo que la ética que impera es la de la venganza y el espectáculo. Lo que hace la gente buena, si es que tal cosa existe a cierto nivel, es callar, apartarse, alejarse y morir. Tanto los villanos como los héroes están hechos de ese material que te encula si se te cae el jabón.
Sólo contaré una aventura, sin enseñanza alguna, sin moralina, sin extenderme ni enorgullecerme, pero sí con alegría. Y con sorpresa. Soy peor que tú, piénsalo si quieres, acuna esa idea, rézale a tu amada jerarquía, pero elige una iglesia que no arda.

Personalmente, prefiero buscar el material adecuado, el punto débil. Y nunca es tan fácil como con la Estrella de la Muerte. No uso latas de gasolina, nada de ayudas líquidas; no quiero pasearme con complementos. Mechero o cerillas, sin más. Soy sigiloso, procuro no vagar despreocupadamente de noche como la célebre figura de la ama de casa pirómana; la señora mayor que se harta de la tele y piensa que nunca la culparán precisamente a ella. Hace lo que tiene que hacer, y luego espera el boletín informativo. Entiendo ese sentimiento de hastío, pero el problema de actuar sólo desde las emociones, es que no suele surtir efecto. No puede ser sólo una cuestión de matar el aburrimiento, por muy abrumador o de clase obrera que sea.
Te pillan.
No te queda más remedio que estudiar. El entorno, los horarios, los tránsitos, qué luces se apagan y cuándo, la posibilidad de cámaras de seguridad, quién tiene la manía de mirar más por la ventana… Son varios días de un trabajo inusual, solitario.
Es tan complejo como elegir exactamente el momento adecuado, y hacer que prenda. Nadie te va a pagar por quemar un parque natural. No es que en ese ámbito no haya términos legales o dinero, pero lo que le interesa a la gente se suele encontrar en el núcleo urbano.
Una chica me contactó. Su correo era corto y explícito. Se trataba de su novia, de la casa de su novia, con ella dentro. No siempre es fácil saber cuándo la vivienda está habitada, aunque hay que reconocer que la noche ayuda. El horario de máxima audiencia. La relajación después de la cena. El reality de mierda. El placer culpable se ha cobrado muchas víctimas.
La contratante me dijo que ella tenía coartada, iba a estar fuera por trabajo, atenta a las noticias.
Estudié durante tres días la zona. La casa era bonita. Pequeña, supongo que moderna. La víctima era periodista digital, sus artículos tenían ese tono de guerra de trincheras, impostado, agresivo, directo, verdad absoluta tras verdad absoluta, todo forzado y trufado de ideología. Subjetividad complaciente para un lector que busca que le vuelvan a dar la razón otra vez. Periodismo de target.
¿De qué se trataba? No necesariamente de matarla. Si la casa quedaba achicharrada, yo había cumplido. La contratante no fue precisa con eso, supongo que no sabía hasta qué punto hay supervivientes en un incendio. Sólo tenía una especificación.
Espera a que se duerma.
Tenía horario de niña buena, con lo cual bastaba con esperar a las dos de la madrugada. No antes, pero tampoco mucho después. Se trata de no pillar a nadie escuchando la radio, o pegando la meada de madrugada. Es un cálculo a ojo, pero es un buen cálculo.
Aquello tenía madera suficiente para una barbacoa de gigantes. Nada de imitación, todo la mar de mono. Sospechaba que los papis habían echado una mano.
Todo estaba en calma. El viento a favor, literal y figuradamente.
Y vaya, con jardincito.
Primero de Piromanía.
El fuego habló alto y claro, con voz de tenor. Fuego de octubre. No pasaba nadie por delante, no miraba nadie, no había ningún héroe, sólo proliferan los que tienen capa. Me quedé más tiempo del habitual. Me escondí entre las sombras, un callejón frente a la casa. Ya había dejado una cámara grabando. La gente no se conforma con el telediario. Conozco al menos cincuenta formas de esconder una cámara. Nunca desconfíes de la pasividad de la policía.
Y entonces…
El avión.
Desde crío había fantaseado con ello. Con ver un accidente aéreo. No en una exhibición, nada de suicidas deportivos. Un accidente aéreo de verdad, un avión comercial repleto, ardiendo camino al suelo. Venía hacia mí, pero no venía hacia mí. Comencé a correr, a alejarme de la casa, llevando la contra al avión. No estaba seguro de estar haciéndolo bien, el ruido era cada vez más atronador. Era la dirección adecuada, exacta. Un aparato de semejante envergadura no tenía que apuntar mucho. Se iba a llevar medio barrio por delante. Vi cómo ese monstruo de metal pasaba a unos cincuenta metros por encima de mí, torcido, planeando sin control. El fuego de los dos motores incendiados me abrió los poros. El morro se estrelló justo contra mi casa, ya parcialmente quemada, con la víctima inconsciente por el humo (eso sigo pensando). No me preocupaban las inconsistencias en una futura investigación, los investigadores con capa tampoco proliferan. Esto sigue sin ser una serie de la tele. La explosión, no sé bien cómo a esa distancia, me tiñó la ropa de negro. Esperé un momento: un paisaje de guerra ante mis ojos. Corrí en dirección al desastre, como había hecho toda mi vida. Necesitaba la cámara para tener la prueba del trabajo hecho. Estaba todo arrasado y calcinado, la cola del avión troceado a unos cien metros. La casa convertida en una fotocopia negra en el suelo, o como la superficie de la luna salida de una impresora en 3D.
Lloré. Y no fue por la tragedia, sino por el espectáculo. Era insuperable, y me sentí pequeño, y por primera vez inofensivo. Y emocionado por ello. La cámara estaba semienterrada, como la dejé, aún funcional. Corrí con ella hasta llegar a una zona propicia para los taxis. Al final llamé por teléfono a uno. Tarde lo que el taxista tardó en mirarme en descubrir que tenía media cara quemada.
–Tío, ¿te llevo al hospital? –me dijo.
Esto va de cómo a mí se me provoca un ataque de risa, pero no era fácil llegar hasta aquí. Lo que vi era lo que yo buscaba, y yo era incapaz de crear algo así, y me sentí afortunado, me sentí en El Centro. Esto va de la mirada que me echó el taxista. No comprendía. No podía hablarle de la belleza ineluctable del desastre, del egoísmo natural del espectador, de la alegría del pirómano.

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La heladera

La frase fue “Estás mejor con el pelo largo”, pero debería haber sido “A mí me gustas más con el pelo largo”. Fue uno de los pocos y ridículos encuentros verbales con ella. Así es exactamente como fue. El resto de la conversación no importa, al menos aparentemente. Puede que el noventa por ciento de lo que se dice sea paja. Puede que por eso la gente escriba o cante o pinte, demasiada charla estéril. Pero se considera una cháchara necesaria. La que no dice “Follemos” o “Me atraes” o “No me relajo contigo”. La que no dice las cosas, sino que intenta construir tono para que entiendas lo que está pasando. Hay quien dice que es un código sobre todo femenino.
Yo iba al chiringuito y compraba un helado. Cada día. Ese era mi principal método de comunicación. El tío mayor era su padre. Ella pasaba el verano cobrando a la gente para él. Helados y patatas fritas y bebidas. Debía pensar aún que era cierto lo que nos decían, que ocupar tu tiempo con una tarea repetitiva y tediosa sería constructivo para ella. Querían que nos acostumbráramos a aburrirnos hasta la muerte, porque era lo que casi seguro íbamos a hacer en la vida; pero lo disfrazaban de ejercicio edificante, labor que te lleva a la plenitud.
Sólo era trabajo, trabajo mal pagado. Un gran esfuerzo y paciencia a cambio de muy muy poco.
La materialización de la injusticia. Esclavitud nivel usuario. Tenías que comenzar a familiarizarte con ella.
Aún éramos estudiantes.

Yo no creo que fuese simplemente un código femenino. Antes de los veinte años tenía facilidad para hacer amigos. Amigos varones. No se puede definir lo que verbalizábamos como conversación. Por aquel entonces todo el mundo era aún hetero en la versión oficial. Nunca supe de un chico gay o una chica lesbiana. Lo cierto es que a mí me daba igual lo que quisieran follarse los demás, estaba demasiado ocupado con mi abstinencia, llevando la masturbación a cotas de deporte olímpico.
Nunca pensé que la heladera fuese lesbiana, y no lo era, y estaba colado por ella como un chico de dieciséis años, que es lo que era. Ella era un poco mayor, quizá dos años, una eternidad para un capullo pajero. Ella hacía cosas edificantes, yo me planteaba cosas como agenciarme un tarro de cristal para llenarlo de semen. Sin objetivo ninguno, sólo por el placer de la guarrada. Por suerte nunca cumplía con mis objetivos, nunca acababa nada, y eso también tiene su parte positiva.
No sé si he hecho una buena radiografía de ese mundo hetero de fantasía, lo que quiero decir es que lo único que salía a la superficie era eso, lo hetero, y que los silencios o las conversaciones ambiguas no eran exactamente un código femenino. Era más bien que las chicas se sentían siempre mayores que nosotros, sabían que no se nos daba bien hacer cosas como hablar, y por tanto intentaban comunicarse de otro modo. No eran ellas, era más bien culpa nuestra.
Si además la chica en cuestión no sólo era mayor por chica sino también por edad, te quedaba un duro verano por delante. La zona de confort de las pajas peligraba cuando alguien te gustaba. Aunque no tuvieses intención de hacer nada al respecto, si la chica estaba en tu “ruta” no podías evitar mirar más de la cuenta, o te encontrabas a ti mismo hablando en momentos que estaban reservados para callar, recolocarte los huevos o comerte lo mocos.
Creo que los genitales masculinos están programados para que el mayor bajón venga inmediatamente después del orgasmo. De no ser así, yo hubiese tenido el pene en carne viva a los diecisiete, como si me lo hubiesen achicharrado con un soldador.
Cuando no tenías cuerpo para tocarte, salías de casa a hacer tiempo. Las actividades de verano a esa edad eran lapsos de descanso entre pajas. No es difícil entenderlo, la paja era aún novedosa, y era un antidepresivo, quizá el antidepresivo natural en la adolescencia. Robabas una revista porno, y ya tenías para meses. Era barato, placentero y absolutamente necesario.
Ya lo pensaba por aquel entonces, pero no podía hablar de esas cosas con la heladera.

Lo que yo hacía allí era cumplir con el plan veraniego de mis padres, que tenían un pequeño apartamento “cerca de la playa”. Un mes yendo en chanclas a todas partes. Mi vida estaba entre la arena y las recreativas. Sólo faltaba el pulpo gigante y la niña psíquica para que aquello fuese Stranger Things. Tenía amigos allí porque llevaba unos seis o siete años yendo. Era un pueblo costero cerca de Sonora, pero no podría decir más, mi geografía es la misma que a los dieciséis años.
La heladera era nueva, quizá era un puesto itinerante, una “heladería circo”. La chica era de pelo negro y piel clara y redondeces que me venían a la mente de noche como un tifón.
Sabía cuándo no estaba en la heladería, pero tardé mucho en fingir un encuentro fortuito en la playa. El chiringuito nunca se paraba, de modo que cuando no estaba ella estaba el padre; lo que hacía que ella estuviese sola, y tú a salvo del progenitor. Su madre estaba muerta. Me gustaría decir que me lo dijo ella, pero me enteré por boca de otros pajeros del lugar. Leucemia. Mercancía dañada, decían algunos. Y parte de ellos decían que eso era bueno, y otros que era malo; todo en cuanto a cómo la predispondría eso a bajarse las bragas.
En mi única conversación significativa con ella, el entorno era ideal, un atardecer de fondo de pantalla, y una brisa con la que no se quejaría ni la persona más pejiguera con la temperatura.
Era la cuarta vez que nos saludábamos heladería al margen, ella ya sabía que era yo quien iba, quien miraba, espiaba y tanteaba. No era el único, pero además tampoco era distinto a los demás. Aquello no era especial, sólo lo era para mí, de modo que no contaba. Eso pensé en aquel momento.
Se llamaba Nieves, se había cortado el pelo. De lejos dudé.
Era evidente que no había química. No iba a ser el verano del amor para nadie. Seguro que para mí no, y deseaba que no lo fuera tampoco para los demás. No me sentía solo pensando así, aunque no fuera de corazón. No me fio de quien no parezca haber intentando nunca hacer explotar un avión comercial con la mirada. Allí arriba, y desciende, y llamea, y se hace más y más grande, aunque a una distancia segura, y ahora, por fin, has visto algo absolutamente espectacular.
–Estás mejor con el pelo largo.
–Vaya, gracias.
–Es que… No quería decir eso.
–No pasa nada.
(Me sonrió, comedme la polla.)
–¿Eres de aquí?
Le hablé de mí demasiado, sin interés, sin la chicha, sin lo orgánico, discurso de despacho adolescente.
–Entonces no eres de aquí.
–No…
Ella sólo quería el dato.
–¿Y eso te pasa tan fácil?
Miró mi bañador diciendo “mira tu bañador”.
No recuerdo qué le dije antes de irme, pero sí que me fui MUY rápido. No recuerdo nada más de aquel verano, sólo el epílogo de aquella canónica conversación.
Caminé hacia el apartamento, muriendo en una especie de ataque de mí mismo, y la erección seguía presente y evidente. El puñetero y verde bañador.
Me crucé con un colega, enseguida notó mi rubor. No me detuve.
Miró y rió ante mi tienda de campaña.
–Pero tío, ¿y eso?
–La heladera.

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Un buen secuestro

He despertado y me he preparado un buen desayuno. Lo peor ya ha pasado, no ha sido para tanto, o sí, pero ha pasado. Puede que la palabra «secuestro» dé tanto miedo como la palabra «cáncer». Hay otras terroríficas para según quién, como «matrimonio», o sobre todo «embarazo». Pero hay que reconocer que «secuestro» da miedo, da miedo que te cagas. Es cierto que es una palabra tremendamente condicionada por el contexto; bien pensado quizá no sea exactamente como «cáncer», que es como una de esas plantas increíblemente resistentes a la falta de agua y sol. El cáncer, su diagnóstico, siempre conlleva una dosis enorme de terror, casi más allá del contexto y las palabras que lo acompañen. Si te dicen cáncer, quieres oír los matices y a la vez te da igual, tienes los genitales en el cuello y ganas de vomitar. De primeras, tes das a lo sumo seis meses de vida.
Es verdad, el cáncer acojona, pero el secuestro tampoco está nada mal, sobre todo en una familia bien avenida.
Si la secuestrada es una niña pequeña, viste más. Lo sabe cualquier secuestrador, igual que lo sabe cualquier director de cine. Está lleno de posibilidades, lo saben hasta los padres más estoicos, o los espectadores más bacalas. Enseguida surgen como setas tres o cuatro ideas, la pena que da ver sufrir a una niña pequeña, por supuesto, la cuestión estética (los vestidos, el pelo largo, las monerías) y su demacración posterior, y la violación potencial, claro. Nunca sabes de qué va tu secuestrador. No es que secuestrar a un niño no sea eficaz, pero no es a los niños a los que se ha victimizado siempre. Con las niñas nunca falla, si no las sobreprotege un cura las sobreprotege una supuesta feminista; siempre hay alguien dispuesto a la condescendencia para con las niñas. Nunca parece que puedan valerse del todo por sí mismas.
Una niña, pues, tiende a ser la mejor opción.
Buscar una no era difícil, pero no era fácil que fuera la adecuada. Se trata de hacer algo por algo. Lo de hacer daño sin más, puede ser goloso, porque se supone que no tiene sentido, y el sinsentido es una forma maravillosa de hacer sufrir a quienes creen que son buenos. Pero si vas a hacer planes, es mejor tener un móvil, un premio al final del día. El dinero no es original como motivo, pero casi siempre es el fin último. No es que no me despierten cierta admiración los psicópatas, tan idealistas, tan teatrales y perfeccionistas. Les basta con el calvario ajeno, es una cuestión vocacional, y oye, no todo el mundo necesita el dinero.
Pero si el dinero te preocupa, y si estás dispuesto a hacer ciertas cosas, es bueno dirigir tus impulsos. Sigues disfrutando del paisaje, y es posible que te paguen extremadamente bien el viaje.

Te das largos paseos en coche por barrios bien. Zonas residenciales. La gente se fija menos de lo que luego parece en cualquier película o artículo. Lo de las vecinas fisgonas no es del todo mentira, pero tiene mucho de mito.
Localizas una casa que te gusta, y aparcas a distancia de facilidad para los prismáticos. Puede que hagas eso diez o veinte veces, hasta que tienes la imagen que buscabas: papá o mamá abriendo la puerta de casa con una ninfa infantil en brazos, o correteando, frágil a todos los niveles, incluso aunque no lo sea, es muy importante que lo parezca, que, en el peor de los casos, su foto reluzca impresionante en la cabecera del telediario. Ha de ser una niña guapa, pero no una niña guapa desde la empatía o la ideología, sino desde el canon. Esto no siempre es tan eficaz, el canon es menos poderoso de lo que se cree, pero en cualquier caso es el mejor termómetro. También importa la edad de la criatura. A veces es bueno que sea una adolescente llamativa, algo que pudiese tener a los padres del país cachondos en secreto viendo el informativo. Como sea, ha de ser una buena víctima, a ser posible una víctima estrella, la clase de víctima que luego no dudaría en aprovechar la fama para aceptar invitaciones y emborracharse en zonas VIP. No sería la primera vez que pasa, ni la número dos millones.
Es complicado, pero puede llegar a funcionar.
Los padres tienden a querer más a los hijos guapos. Sólo es una opinión, pero prefiero esta opinión a otras.
Otras más morales.
Los traumas, por cierto, tienen muy buena fama entre la gente “de bien”. Todo es traumático para ellos, quieren que todo sea traumático, que lo arrastres de por vida, que te consuma, porque quieren cuidarte, aconsejarte, defenderte de la gente mala, malos, malos, ¡malos! Lo cierto es que la maldad de mucha gente buena es inabastable, su narcisismo extremo, su egoísmo sin límite. Arrasarían el planeta a base de intentar ayudar a salvarlo.
Mucha gente sale adelante después de una mala experiencia, mala de verdad, pero este tipo de gente buena no quiere oír hablar de eso. A veces todo el mundo sale ganando gracias a una mala experiencia. Las cosas no son sencillas, y el mundo jamás cabe en tu cabeza.
El paraíso no existe, y ni siquiera meter a una niña pequeña en el maletero es fácil. Los que tienen hijos creen que se tienen que pelear con ellos a veces para que hagan caso, para que coman, para que duerman… No se hacen un idea de lo que es pelear con un niño o una niña que no sabe dónde está, o si va a morir. Y eso que la criatura a veces ni se plantea la cantidad de grises que hay entre el trato de maestra dura y la muerte. Un menor a veces no concibe la tortura, o cree que tortura es meterle la cuchara en la boca para que cene de una puta vez.
No quieres matar a la cría, quieres lo que quiere cualquier otro adulto a su alrededor, que se quede quietecita y se calle la puñetera boca.
A veces los críos son tan creídos que enseguida se piensan que quieres asesinarles, como si ya hubiesen tenido tiempo de hacer cosas, buenas o malas, de joderte o extorsionarte. No niñata, no, sólo quiero que hagas la estatua.
En ocasiones piensas que sería más fácil con un crío de barrio, pero las familias humildes ya experimentan sus propios secuestros; pagos, hipotecas, siempre con el agua al cuello. No hay nada que rascar ahí. Casi ni un psicópata puede lograr lo suyo como es debido, no tiene sentido interpretar Hamlet en el desierto.

La policía es el riesgo, el tópico, el tumor, la gangrena de cualquier plan. Si no hay ningún plan perfecto, es por culpa de la policía. Sé que suena a perogrullada, pero raramente la primera idea es la más correcta.
Hablas con los padres de la princesa. Es bueno que sea esa clase de padres y esa clase de hija. Que en lugar de pensar qué hacer, piensen en las películas. Que sea el padre el que tome las decisiones. Hablas con él por teléfono. Lo importante para que un tío corriente con pasta necesite sentirse padre de familia y protector, es decirle la verdad. Que no te interesa su hija a ningún nivel, que volverá a casa intacta, a cambio de una buena suma. Le especificas la suma con voz clara y calma, dejando claro con el tono que sabes que tiene esa pasta, y que no le supondría un gran sacrificio dejar de tenerla.
Luego, le dejas claro que si no hace lo que le dices, su hija morirá. Esto tiene que sonar a que ya lo has hecho antes, casi a que coleccionas cabeza rubias y monísimas, disecas cabezas de niñas, para ti son las nuevas cabezas de toro. Que crea que eres malo como son malos los malos más malos de las películas o los telediarios, un fascista peligroso. Un torero de niñas.
Es una sensación indescriptible cuando el macho de zona residencial decide arreglar las cosas solo. No hay conflicto, sólo un lugar y una hora. En la realidad muchas veces funciona así. Sin trama, sin guión, algo que, si lo escribieras y lo presentaras, cualquier estudio de cine te diría: aquí no hay película. Pese al perfecto engranaje, pese a la rapidez y la eficacia, pese a la deliciosa acción al margen de la ley. Pese a ser un ejercicio limpio al margen del sistema. Eso que mucha gente cree que no sucede, o que apenas sucede, o que no lo hace sin sangre o problemas.
Pero lo hace.
Esta vez ha sido casi perfecto. Siempre podrías haber pedido más, pero ha sido casi perfecto, y todos hemos ganado. No más niñas, quizá de por vida, y una familia colocada después de un gran chute de alivio. Un secreto real e irrompible, porque también existen. El mal bien llevado quizá sea mejor que el bien egoísta e ignorante. Pocas cosas pueden concentrar esa magia. Cosas como un buen secuestro.

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Un atrevimiento

FP. Era mi siguiente paso lógico. Tengo recuerdos extraños de eso. Había dilapidado mis años en el colegio, boletines de notas desastrosos, significativos. La bronca tradicional a final de trimestre. Dos ingredientes básicos: el sistema educativo y yo. El uno para el otro. Nos llevábamos fenomenal, pero nadie más entendía la broma.
Qué opciones había, cómo podía salir del paso. Si no se te considera académicamente apto, se te descarta con elegancia. Aprender un oficio, a ver si con suerte también tienes beneficio. Eres el grano en el culo de tus padres, y las sobras del sistema. Te intentan reubicar. Está bien, este tampoco sirve, hagamos algo con él. En el futuro coincidiría con licenciados universitarios, no reponían mejor que yo; pero eso es otra historia.
La FP era un lugar poco pensado para la vocación, estaba mucho más relacionado con el trabajo. Dos años de formación y a buscar. Tenía algunos compañeros realmente motivados, pero la sensación general era la de ser comida fría. No cabían más en la universidad. Tampoco es que quisiéramos ir.
Electrónica. Sin ningún motivo de peso. Sonaba mejor que Mecánica, y Administrativo era para las chicas. No es así, pero así es como se hacía. Política de descarte. No pintaba nada allí, pero no tenía ninguna otra ubicación. El colegio era divertido, como un amigo que te abre las puertas a las drogas, el sexo y la estulticia empapada de un vago orgullo, pero no te dejaba con ganas de pensar, leer, buscar o interesarte. Habías aprendido que la vida no era exactamente bonita, pero no sabías enfrentarte a esa ecuación, descubrir que se podía despejar la x, trascender cierta idea trasnochada sobre la cultura, y un largo etcétera. Así que, como toda tu información se reducía a lo mierdosa que era la existencia, sólo te sabías un baile. Esforzarse tenía mucho menos sentido que no hacerlo, sobre todo cuando no sabías para qué.
Algunas cosas te acababan haciendo pensar, como ver a tu profesor de Electrónica general inconsciente en el suelo del taller.

El profesor se llamaba Ángel, hablaba casi en susurros, tenía la silueta de una pelota de Nivea. Nos enseñaba a montar paneles eléctricos, con varios interruptores, cables y embellecedores. Todo me parecía más fácil de lo que finalmente era. Tampoco aprendes del todo bien cuando lo que te enseñan no te podría interesar menos. El miedo no funcionaba conmigo, el futuro era una entelequia, sólo existía el siguiente fin de semana. Esperar que sonara el timbre un puñado de veces más, y salir por patas el viernes. No es que los buenos estudiantes pensaran muy distinto.
Había unas mesas con una superficie de goma, altas, con taburetes regulables. Todo estaba pensado para trabajar de pie. La teoría la dábamos en un aula corriente, con sus pupitres y su concentración de pegajoso aburrimiento adherido a las paredes. Años y años de eso; aquellas construcciones debían desear con todas sus fuerzas un asesinato allí dentro, un poco de vida, de acción, de brillo en los ojos.
La pasión era un concepto de ficción.
Allí había chicos de muchas edades. Eramos unos quince. Levantábamos la cabeza si las chicas de Administrativo recorrían el pasillo. Puede que ya hubieras follado o puede que no, o puede que mintieras.
El sexo era el único vínculo poderoso con la vida: la mera certeza de su existencia. El resto era gente como tú o gente que te exigía que espabilaras. Me resultaba desconcertante el papel de los adultos, tan preocupados por que te convirtieras en ellos, y la vez resoplando y maldiciendo por ser ellos. Te pasabas los primeros veinte años de tu vida recibiendo mensajes cruzados.
No era distinto con los profesores. A las ocho de la mañana, nadie entendía qué hacía allí. Nadie quería enseñar ni aprender Puertas Lógicas a esa hora, y la mayoría a ninguna otra. Estábamos atrapados.
Ángel, el docente finalmente electrocutado, transmitía cierta calma. Íbamos con él al taller, era calmado pero razonablemente animado, parecía estar más o menos donde quería, y casi nadie tiene esa suerte. Allí, desde luego, su mera presencia era una anomalía. A ratos, aquello se parecía bastante a lo que supondría con los años darse un paseito y hacer cola en el Inem, con lo que ir a la clase de Electrónica general no era del todo un suplicio.
Recuerdo con detalle cada reloj de pared de aquel centro.
Un par de tardes a la semana, íbamos al taller unas tres horas, e intentábamos que las bombillas se encendieran. Un par de chicos lo hacían todo a la primera; el resto continuábamos en nuestra tradición de homenaje a la torpeza y la inutilidad. Creo que a partir de los catorce años, me dejó de preocupar el error, equivocarme, cagarla. Me insensibilicé. Llegaba a reírme mientras me echaban la bronca. Tenía un futuro extraordinario como sociópata, y no pensaba buscar culpables, sólo ejercer.
La motivación era un concepto de ficción.

Ángel hacía cosas como sonreír. Admirarse. Afrontar con ganas. Y no era artificial, no vendía motos. Entendía su entorno, pero eso no le anulaba. Sabía que la mayoría éramos rehenes de las circunstancias, pero le daba igual. Ángel quizá no fuera el mejor profesor, pero ERA. Una persona entre proyectos. Nosotros teníamos un papel, había que interpretar, porque no sabíamos ser, ni lo que queríamos. No nos preguntábamos por las perspectivas o los estados de ánimo. No reaccionábamos, porque no pensábamos que hubiese nada extraordinario a lo que reaccionar.
La muerte, a cualquier nivel, también era un concepto de ficción.
No éramos conscientes, ni para bien ni para mal, nos daba igual. Ángel nos caía bien, pero el día que se electrocutó, todos teorizamos.
Las mesas tenían un reborde metálico, había televisores abiertos y enchufados, y cables pelados. Nuestro tranquilo aunque despierto profesor, apoyó sus manos entre dos mesas, y tembló durante unos cinco segundos (una eternidad) antes de caer a plomo al suelo. Fue un momento chocante, divertido, e inmediatamente dejó de serlo.
También fue aparentemente inexplicable, el voltaje que manejábamos daba para un buen picotazo, pero no para semejante hostia.
No murió, pero le fue de poco.
Lo que muchos pensamos, es que Ángel acababa de pagar por su atrevimiento vital. Primer aviso.

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Adorna tu calabaza

Hola, Ernesto.

Perdona si he tardado en contestar, pero no sabía cómo hacerlo. Si te soy sincera, al principio no iba a hacerlo, y aún no sé muy bien por qué lo estoy haciendo.
No me siento exactamente halagada por tu correo, pero reconozco que hace falta valor para escribir algo así, para declararse.
Creo que no querías sonar a lugar común, pero hay veces que, a la hora de expresarse, el lugar común es válido, siempre que sea sincero.
No dudo de tu sinceridad, pero no hacía falta enviarme una especie de currículum, y mucho menos las medidas de tu pene. Creo que pensabas que sería divertido, que yo valoraría la originalidad, lo cual dice mucho de lo poco que nos conocemos.
Tus escritura es, por así decirlo, poco fluida, es muy difícil que alguien se aburra leyendo una carta de amor que le han enviado, pero tú lo has conseguido conmigo. No sé si eso forma parte de tu sentido del humor.
Sé que pensarás que si el correo me lo hubiese enviado alguien más guapo o que me gustara por algún motivo, mi reacción hubiese sido positiva, y no cerrada o a la defensiva. Tienes razón; si hubiese recibido el correo de alguien a quien le hubiese echado el ojo, que me gustase o atrajese, hubiese leído el mismo correo con otros ojos. Pero no es el caso.
El problema aquí es que sólo eres tú. Y sólo soy yo. Yo me siento atraída por ciertas personas, pero sólo eres tú, y resulta que no me siento atraída por ti. Y además no creo en trabajarse las relaciones. Sí cuando comienzan desde una atracción más o menos mutua, pero no cuando comienzan forzadas.
Siento que me estoy desahogando contigo, así que disculpa si soy demasiado dura, a ratos no estaré hablando sólo sobre ti. No quiero decir que estaré hablando de “los hombres”; más bien de lo complicadas que son estas cosas.
Por lo que dices, y si no has inflado los datos, tienes una buena polla, Ernesto, deberías apuntar con ella en otra dirección. Estoy segura de que si trabajaras en la misma planta que yo, no te habrías fijado en mí. Nos hemos topado algunos días en el ascensor, y has comenzado a alimentar al monstruo. Sé que no es racional, no quiero darte la murga, a mí también me ha pasado otras veces en circunstancias similares. Sólo quiero decir que no se trata de mí, Ernesto, sino de la situación, porque es algo que encajaría en una subtrama de Love Actually. ¿Has visto esa película? Soy una experta en parecer lo que no soy. Sé que más o menos todo el mundo lo intenta, pero a mí se me da bien de verdad. Entro en el ascensor y mi traje de chaqueta hace juego con las paredes, la luz es la adecuada y los espejos potencian el efecto. Procuro oler siempre bien y tengo pinta de actriz de segunda fila. Soy una especie de imán para tíos como tú; preparados, supuestamente ingeniosos, con no poca cultura popular, con determinado sentido del humor, y más preocupados por su hombría de lo que podría parecer. Pero sólo soy una persona.
Sé montarme la escena, que parezca que se trata de mí y no del entorno, pero eso es todo.

No quería darte calabazas de una forma tan elaborada, pero tus casi cinco páginas de autobiografía y ocurrencias de buen chico, me han dado alas. Te diré que hay quienes saben salirse de la raya con gracia, pero tú no eres uno de ellos, Ernesto. Yo tampoco lo soy, me cuesta mucho trabajo ser sincera cuando toca, y con eso ya tengo bastante.

Te pido por favor que no lo vuelvas a intentar. Sé que hay una dinámica del esfuerzo romántico muy socorrida, y no tengo nada en contra de ella. Pero en serio, no es el momento ni eres la persona. Ni de lejos.
Eres el tipo de tío que suelo evitar. Cada día sufro por la posibilidad de sentirme atraída por alguien como tú. No quiero tener un novio rubio y bien vestido que se lleve fenomenal con mis padres. Y no estoy hablando ni del color del pelo, ni de la ropa ni de mis padres, pero seguro que me entiendes. Mi objetivo es lograr que alguien que me guste a mí se comience a sentir atraído por mí. Creo que es factible porque creo que las mujeres podemos hacer que eso pase; al menos determinado tipo de mujeres.
Creo que ahora me conoces un poco mejor, y la verdad es que odio imaginarte sufriendo mucho más por esto. Espero que tu carta sea lo que parecía: un modo elaborado de lograr otra conquista, sexo.
Odio insistir con ello, pero no lo vuelvas a intentar, no quiero saber nada de ti, no me escribas más, ni tan siquiera si se te ha caído todo el pelo, estás en la cama de un hospital y sientes que necesitas hacerlo antes de morir.
Ese tipo de carta sólo es una gran PUTADA para quien la recibe, Ernesto.

En cuanto al terreno práctico, claramente será incómodo volver a encontrarnos en el ascensor. Pero creo que ambos podemos superar eso. Los silencios son importantes, nos ayudan a todos cuando hablar es el atajo más directo al ridículo o un aumento insufrible de la tensión o la vergüenza.

Espero que esto haya servido para sentirnos más separados. No me preocupa haber manchado mi imagen, porque no me preocupa lo que pienses de mí. No te aborrezco mucho más de lo que pueda aborrecer a cualquier otra persona ajena a mi círculo.
Estoy dispuesta a saludarte y a convivir en el mismo rascacielos que tú, y aunque sea lejos de mi espacio personal, te deseo lo mejor.

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Pelea con un padre

Era una tarde del montón, entre semana. Hacía cola en el supermercado. Pagué dos garrafas de agua y cargué con ellas bajo una fina lluvia. Eran apenas diez minutos a pie hasta casa. Nunca sucedía nada en ese tramo, era la definición de la rutina. Me cruzaba con personas habituales y sobre todo con desconocidos totales: la percepción de una ciudad de doscientos mil habitantes. Una cualquiera. No una capital mundial, ni una atracción turística; una ciudad de las que oyes el nombre y se te olvida. Lo cierto es que iba conmigo, ese anonimato entre plácido y patético.
A unos cinco minutos de casa, vi a un hombre cercano a los sesenta años, en la puerta de un bar. Una de esas personas habituales. Una cara conocida, pero alguien con quien jamás recordaba haber cruzado una palabra. Estaba visiblemente borracho. Era algo más habitual de lo aparente, tíos entre los cuarenta y muchos y los sesenta que renovaban su apetencia por el alcohol. Tíos con hijos ya mayores, con problemas familiares o sin ellos, que encontrabas borrachos a las seis de la tarde de cualquier día. Hartos de nada en particular, excepto de sí mismos. Algunos de estos tíos se volvían afables con el alcohol, otros agresivos, y en cada barrio alguno de ellos pegaba a su mujer. Silencio en la calle, ruido estéril en los medios. Es como si no pasara nada. Esa quietud sobre cómo nunca cambian las cosas. En realidad sí lo hacen, pero tiende a ser a peor.
Normalmente no son tanto palizas como peleas, sobre todo peleas entre tíos, hermanos, amigos… Tíos incapaces de asumir la cercanía a la vejez, que buscan algo blando que atizar.
Este borracho en concreto, me sorprendió. No era la clase de tío al que imaginaba sucumbiendo. Era amigo del padre de un colega mío de toda la vida. Alguien a quien recordaba tranquilo y sonriente, paciente, y sobre todo pacífico.
Se me quedó mirando, a mí y a mis garrafas. Parecía odiarme de repente. Como si se acabara de formar una opinión terrible sobre mí.
–Eh… –balbuceó, el “eh” del borracho.
Me detuve un momento. El tipo hablaba pero yo no lograba entenderle. Pareció centrarse, porque luego vocalizó mejor.
–Tú… Me acuerdo…
Yo no soltaba las garrafas, aún.
–¿Tu amigo dónde está…?
No sabía de qué me hablaba.
–Tú y tu amigo, y… siempre os metíais con ella.
–¿Con quién?
–¿Cómo que con quién…?
Su hija.
Su hija tenía unos años menos que yo, pero eso implicaba que ya era treintañera. Yo sabía que estaba casada, tenía su propio hijo y debía vivir no muy lejos. La había visto con su familia de forma puntual. Alguna vez incluso cabeceamos saludándonos. Era una parte minúscula de mi infancia.
–Tu amigo y tú, qué le decíais… ¡eh!
Durante un tiempo, mi amigo y yo nos burlábamos de la hija de este borracho. El motivo era que nos parecía fea. Nunca pensé que fuésemos especialmente crueles, y aunque ella se llegó a enfadar, también llegó a ser amiga nuestra. Nunca hicimos nada parecido a insultarla de forma directa, o mucho menos tocarla. Más bien bromeábamos, y ella nos escuchó un par de veces. No fue un comportamiento ejemplar, pero éramos niños. Supongo que hay muchos grados de bullying, pero no le puedes pedir a los niños el respeto, la distancia y la perspectiva que la mayoría no llegarán a tener ni de adultos. Somos seres humanos, no somos para tanto.
El borracho me cogió de las solapas de la camisa, me soltó, eructó.
–Pídeme perdón…
Nunca llegué a pedirle perdón a ella, que era la que podía exigirlo. Creo que el perdón entre niños es algo que sucede, no algo que se pide. Te sonríes, juegas, aceptas. Estamos hablando de críos de no más de siete u ocho años. Niños de barrio tal y como los imaginas. Ropa sucia al final día, zapatillas llenas de barro, la cara manchada, alguna herida en un codo o una rodilla.
–No –le digo.
–Cómo que no… Decías que mi hija era fea… cabrón.
Su hija me parecía fea, y me lo parece, pero eso es irrelevante.
–No tienes por qué perdonarme, puedes recordarme como un imbécil, está bien así.
Demasiado para el cerebro de un borracho.
–Cabrón… ¡Discúlpate ahora mismo!
Creo que estaba cada vez más sobrio.
–Tu hija era amiga mía, y ahora está casada, y seguro que a su marido no le parece fea. ¿Qué importa lo que piense yo?
–¿La estás llamando fea otra vez?
–Que sea tu hija no la hace guapa, y yo tampoco soy guapo, ¿qué importancia tiene?
–Pídeme perdón.
–Entonces quieres que te pida perdón, ¿y luego?
–Pídeme perdón.
–No.
Dejé las garrafas en el suelo mojado. Ya no llovía nada, aunque el cielo seguía tapado. El problema de todo esto, es que estas cosas no se hablan, no se discuten, no se ponen sobre la mesa. Sólo se asumen, se aceptan casi como abstracciones. No todos somos bellos; no es así como vemos el mundo. Si fuera así no tendríamos preferencias. Puede que el canon haga daño, pero creo que se sobrevalora su influencia para generar una deliciosa alarma. La gente puede ser mala, pero no suele ser así de mala. Lo que se asume es que si alguien te gusta pero no encaja en el canon, desprecias a esa persona. Y seguro que eso pasa, pero diría que no pasa ni la mitad de las veces que se cree que pasa. La gente tiene preferencias, la gente elige, la gente se conforma, la gente incluso sabe ver en tu interior. No somos para tanto, pero seguimos siendo complejos, buenos y malos, y encima animales.
El borracho me pega un puñetazo, y mi nariz comienza a tener la regla. Goteo rojo y más rojo en el suelo, no para de salir. Algunos tíos salen del bar.
–¡Vuelve a decir que mi hija es fea!
–Gilipollas… No sé si es fea, sólo sé que a mí me parece fea, joder.
Hinca su rodilla en mi estómago. Caigo y me hago un ovillo. Mi ropa se comienza a empapar. Los clientes nos rodean y observan. Ni animan ni detienen nada. Esto rompe su rutina, y eso es sagrado. No se puede interrumpir la novedad, habría que ser imbécil.
Desde el suelo, agarro por el tobillo al padre, y hago que su pie izquierdo patine. Cae aparatosamente al suelo. Aprovecho para ponerme de pie. No tengo intención de seguir, no voy a patearle o atizarle. Cojo mis garrafas y sigo caminando. Tengo la camisa y la camiseta llenas de sangre. Tengo la nariz rota. Pensé que seguramente me lo merecía. Pero no es el contrato vital que firmas. La nariz rota era una exageración.
Durante mi visita a urgencias, una media hora después, pensé en mi amiga de la infancia, en mi amigo. Los echaba de menos. Él también había formado su propia familia. Echaba de menos la ingenuidad de la época, puede que también parte de la inteligencia perdida, cuando no todo era grave aún. Cuando todos estábamos aún rellenos de tripas, condicionamientos y defectos, y lo entendíamos, sabíamos reconocerlo, o al menos nunca lo negamos. La enfermera que me trató iba al mismo colegio que yo. No hace notar que se haya dado cuenta del todo, pero sí parece admitir cierta familiaridad.
–¿Te puedo preguntar qué ha pasado?
–Pelea con un padre.

 

terrassa

Tercera vía

Cuatro o cinco colegas se fueron de excursión, y a la vuelta uno de ellos, bajando por un camino pedregoso, se rompió un hueso. Esto le tuvo durante meses de baja. La pierna derecha enyesada. Cuando tropezó le dijeron que exageraba, no había por qué gritar así. Creo que ahí comenzó todo.
Yo iba algunas tardes a visitar a este colega a su casa. Se manejaba bien con las muletas. Veíamos la tele y tomábamos café. Había oído distintas versiones sobre lo que pasó, cómo cayó. «Una caída tonta», en eso coincidían todos, como si hubiese algún otro tipo de caída. Puede que uno se pueda romper un hueso con elegancia.
Mi colega comenzó a sentirse bien en casa, sin hacer nada, o haciendo sólo lo que quería. La limitación de la pierna no era un problema. De hecho los problemas salía uno a buscarlos, era raro que llegasen solos. En casa estaba el ordenador, internet, la tele, el porno y unas prácticas muletas. Cuando hablábamos, me pareció que se sinceraba, puede que por primera vez:
–Creo que me siento bien por primera vez en mi vida –me decía–, y es porque no tengo que aguantar mi agenda a pulso.
Le entendía, y en ese momento ni tan siquiera hablaba de trabajo. El trabajo puede ser tedioso, pero conlleva metodología y normas. Nadie se sorprende si te asquea, nadie te culpa; con el trabajo tienes vía libre para maldecir. Todos lo entienden. La cosa se complica con el tiempo libre. Ahí se supone que las cosas han de funcionar de verdad, tu vida, se supone que ahí no hay excusa para no usarla, para no aprovecharla. La agenda del ocio. Las hay incluso patrocinadas, con anuncio en la tele. «Si tienes entre veinte y treinta y cinco años…», y una retahíla de actividades. Conciertos, aventuras, viajes, deportes, experiencias, salud (ya se consideraba placer), sorpresas. Aún no teníamos ni treinta años. Éramos el público potencial para cualquier campaña pensada para gente joven. Podías hacer cualquier cosa excepto pasar tiempo solo, y quieto. Justo la definición de una baja.
Mi colega se comenzó a sentir Al Margen, y le brillaban los ojos.
–Esto con sexo sería la mejor vida que soy capaz de imaginar.
No hablaba mucho, hasta que lo hacía, y no era ironía. Yo no le tiraba de la lengua. Llegó un punto en que ni tan siquiera le visitaba para hacerle compañía. Más bien escuchaba a ver qué decía, cómo evolucionaba su cerebro, que parecía haberse puesto en marcha por primera vez. Eso me hacía pensar si yo había usado alguna vez el mío.
Probablemente no.
Conocía la sensación de sentirse tan esclavo del trabajo como del ocio. Incapaz de ver una tercera vía. La tercera vía no genera producción, no conlleva ninguna respuesta económica, y por tanto nadie te habla de ella.
A efectos prácticos, la tercera vía parece imposible, y quizá tenga bastante que ver con la religión. Puede que inventáramos la fe para eso. La profesión de amar sólo a Dios. La vida ascética, para evitar tumultos, cenas, el enésimo concierto de Love of Lesbian. Para evitar las relaciones, los líos, las sorpresas. Las putas sorpresas.
Yo era el visitante asiduo en la baja, tres o cuatro veces por semana, aunque procuraba no agobiar a mi colega. Creo que hasta cierto punto le gustaba pensar en voz alta, pero acabado el café y la primera reflexión, me levantaba sin ceremonia, le daba la mano y me iba a mi casa.
Los fines de semana había más visitas, las “oficiales”. Padres, el grupo de la excursión, amigos sobre el papel, un hermano con una novia ridículamente guapa y un perro de portada… Y a veces yo también estaba ahí. Esos sábados por la tarde, el patio trasero de la casa lleno de gente. Conversaciones que sólo comenzarías a añorar si estuvieses a punto de morir.
Mi colega no estaba ya en esa onda, aunque sabía manejarlo, mentía con soltura. Sí, qué palo no poder salir, sí, ya tenía ganas de volver al curro, sí, quería volver a la montaña. Sí, aquella tía que le mola, eh, guiño guiño, le gusta el teatro y el senderismo. Sí, gracias por venir.
Nadie parecía notar nada. Sólo era un chaval joven de baja. Tenía toda la vida por delante, pero oye, ahora podía aprovechar para leer.
El concepto Estudiar a echado a patadas las actividades tranquilas del ámbito del placer. Sentarse y atender es cosa de trabajo; nadie sano emplea el tiempo libre así. El placer es correr sonriente por las paredes con un fajo de billetes en la cartera.
Eran seis meses como mínimo. Pero pasaban rápido. Era por la carencia de sufrimiento, ralentizador excelente del tiempo. Le enseñé algunas notas, relatos, abstracciones. Si estábamos solos, se soltaba, y era un buen crítico. No tenía problemas para separar autor y material, y nunca usaba calificativos como Esto es genial o Esto es una mierda. Parecía estar despojándose del ego, no le hacía falta parecer sincero, porque empezaba a serlo de verdad. Eso le otorgaba cierta libertad para usar las palabras, relativizaba o dudaba sin problema, a veces estaba seguro de una opinión y otras veces no tanto, y eso no le martirizaba.
–Creo que mi mente se está saneando, y que volverá a contaminarse cuando me quiten el yeso.
Pocas veces he oído nada que suene más honesto.

El último mes comencé a notarle inquieto. Su discurso se comenzaba a simplificar, volvían las frases hechas y las sonrisas complemento. Los gestos de postín, las palabras para salir del paso. Los tacos.
Los sábados ya no estaba tan suelto con la gente. Cuando estaba solo conmigo, apenas hablábamos. Yo no quería hacerle preguntas evidentes, o mucho menos intentar animarle, porque él seguía diez pasos por delante.
No puedes actuar para quien ya superó esa fase. Por eso hay gente a quien le aterra esa mirada, la de quien ya no dice “no estoy para hostias”. No es que mi colega no estuviese para hostias, es que ya no hablaba ese idioma ético, emocional.
Un día la novia de su hermano dijo algo incluido en El Guión, algo como “Estarás deseando salir, ya queda poco”. Mi colega la miró y se encendió un cigarrillo (se lo encendí yo), y sus padres, también presentes:
–¿Pero tú desde cuándo fumas?

Lo de perder la razón está sujeto a opiniones, y la cordura a una mera cuestión estadística. Cuanta más gente hace algo, más cuerdo parece.
Comenzamos a hacer planes. Comenzamos a contar huesos, estudiar lesiones, posibilidades.
–Antes la gente lo hacía para no ir a la guerra, pero ahora también hay una guerra.
Una guerra no surge sólo de un ambiente estrictamente bélico. Una guerra se puede enterrar en planes, y no siempre hay un enemigo claro. A veces la guerra ya la has perdido, y actúas como si acabaras de volver del frente, y saludaras en el desfile. Una actitud habitual. Nuestra guerra no era abstracta, sólo muy complicada. Intuitiva. Una guerra sucia, revitalizada con cada gesto o palabra que no surgían de una digestión previa. Una guerra de la información parcial y la inercia del trabajo y el ocio (las bajas reales). No hay soldados ni banderas para eso. No hay una formación.
Ya sin el yeso, un día fuimos ambos a ver cómo nos podíamos agenciar una maza. Quizá se podían alquilar. No es una guerra metafísica, y la autolesión física parece importante. Seguimos aprendiendo. No hay atajos, y como en cualquier otra guerra, el dolor es necesario.

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