Horizontal
Lo que más miedo me daba, era no poder explicarlo. No solo que no tuviese explicación, sino no poder explicarlo. Cualquier intento me iba a dejar en un lugar delicado, y eso como mínimo. El ansia de racionalización lo fagocita todo. El ser humano, cuanto más civilizado, más ombliguista. Ahora creo que se comenzó a creer el centro del universo sobre todo cuando descubrió que no lo era. Puede que matar a Dios no fuese una mala idea, pero quedó muy lejos de ser brillante. Sólo nos empujó a otro nivel de ignorancia. Uno quizá más sofisticado estéticamente, pero casi igual de limitado que la religión. Claro que te ibas a curar la enfermedad con la ciencia antes que rezando, pero eso no significaba que fueses a entender mucho mejor el mundo, no ibas a ser más abierto de miras, no en el fondo. El ateo es el científico amateur más prestigioso. Un carnicero. Se abrieron las puertas a otra clase de cerrazón.
No sé por qué escribo esta carta ahora, me inculpa, y aún no tengo claro a qué personas la enviaré. Imaginadme ahora vagando por aeropuertos, embarcando y desembarcando. Practicando mi nuevo yo. Es lo que hago, sin rumbo, y escribiendo en ratos muertos (que son casi todos) esto que leéis. Escribo y miro a la gente pasar con maletas rodantes, levanto la cabeza y miro por la ventana el suelo de nubes. De vez en cuando hago una amistad de corto alcance. Si me preguntan dónde voy, miento a prueba de polígrafos.
No quiero enrollarme con todo lo que he cambiado, pero el cambio era inevitable a cierto nivel; no ha sido producto del turismo ni de una visión tangible de la desnutrición de los niños negritos. Ha sido real.
No quiero seguir mucho más con los preámbulos, pero creo que eran necesarios.
Y sí, esto va sobre mi viaje “a lo verde”, como decía mi madre cuando aún sonreía. Espero que no tarde en volver a hacerlo, aunque sea fingiendo. Dudo mucho sobre si mandarle esto o no, ya hace dos años de la muerte de mi padre, pero ahora tampoco tengo claras ya las líneas que separan a los vivos de los muertos, y no quiero añadir más confusión o dolor a una relativamente reciente viuda.
Mamá, sé que me perdonarás que hable de ti como si no estuvieras, pero ahora sólo me definen el miedo y la duda.
Ahora, por cierto, procuro ir sólo a ciudades. Cualquier zona verde es algo a evitar. Supongo que mi mente gestiona el trauma a la forma estándar.
No os voy a aburrir con detalles geográficos ni datos sobre la extensión de la jungla. Bastará saber que éramos tres varones de más de treinta años, que hicimos coincidir nuestras vacaciones en julio porque Franchu (Fran) lo dejó con la novia. Más bien ella le puso los cuernos a lo bestia. Eso daría para otra historia escabrosa, una precuela. Ahora todo lo que antes me parecía catalogable o anecdótico, cobra una importancia de lo más retorcida.
Ya no soy una persona con unos principios más o menos claros, a veces uso los que tenía antes, como de prestado, porque no sé qué otra cosa hacer.
Franchu, Oscar y yo. Cogimos un vuelo transoceánico y luego un par de avionetas. Todo razonablemente controlado. Oscar era el que sabía adónde íbamos. La idea era “perdernos”, como a la gente del primer mundo le gusta perderse, con brújula e indicaciones por todas partes, con relojes y toda clase de cachivaches, con teléfonos de doscientos pavos y cobertura asegurada. Perderse.
Era cierto que la zona no era turística. Al turista medio no le gusta el riesgo de picaduras mortales, ni la clase de excursión que requiere de un machete. El turista medio exige ilusión de seguridad, y el espacio suficiente para poder ser todo lo bobo que quiera. Porque eso son sus vacaciones.
Nosotros quisimos ir más allá. Tampoco era especialmente original. Sólo vagar por una zona verde no especialmente cómoda, para poder sentirnos en medio de lo salvaje. Había belleza en esa perspectiva, y además Franchu y yo confiábamos en Oscar, que ya había estado allí hacía dos años.
Nos instalamos en una cabaña que nos salía por un ojo de la cara. (Qué extraño y burdo se me hace ahora hablar de dinero…). El resto iba de explorar la zona. Era importante no perderse, con lo que era muy importante que nos perdiéramos para que nos pasara lo que nos pasó.
Disculpad si novelizo. Esto no se puede equiparar a poner los pensamientos en orden, porque para mí ahora es el Universo el que está desordenado, y como comprenderéis, el Universo es un trabajo que a mí no me compete.
Voy a dar un salto y os voy a describir a Oscar de pie, mirando a un lado y a otro, y a un lado, y luego al otro. Ni siquiera le tuvimos que tirar de la lengua;
–Nos hemos perdido.
Era el segundo día. El primero habíamos subido a una pequeña colina con una terraza natural. Desde allí se veía todo lo que no se veía, todo lo que vimos después. Sólo se veían las copas de los árboles, el mar vegetal verde fuerte, nunca el suelo, nunca un prado. No había claros aparentes, era todo densidad, enigma y belleza. Carencia de caminos. Yo esperaba que la ya ex de Franchu se estuviera follando a placer a su nuevo maromo, porque con aquellas vistas comencé a pensar que nos habíamos precipitado.
–¿Nos hemos perdido? –dije al día siguiente.
–Bueno, me he perdido… –dijo Oscar.
–Cojonudo –murmuró Franchu.
Era la una del mediodía. Caminamos lo suficiente para agotar las soluciones del primer mundo, primero adiós cobertura, luego adiós batería. Ya estábamos en una película.
–Esto no es una película –dijo Oscar –. Caminaremos hasta salir de aquí. No os preocupéis, simplemente hay que moverse. Nos acabaremos topando con alguien.
Dicho y hecho.
Cuando eres de ciudad, cuando estás acostumbrado a determinado lenguaje ético y tecnológico sobre la valentía y la supervivencia, no sueles pensar mucho en la gente que es distinta a ti. Si te perdías por una jungla lejana, amenazante y real, esperabas encontrarte con gente similar: otros turistas atípicos, turistas que sabrían perfectamente por dónde iban. No te ibas a encontrar con un hombre de sesenta años con aspecto hindú y taparrabos, eso era justo lo que tu mente racional descartaba. ¿La viñeta en la que los personajes están atados dentro de una gran olla con agua camino de hervir? Eso no pasa. Pero ojalá sólo hubiese sido eso.
Lo que notamos los tres, casi al mismo tiempo, fue un picotazo en el cuello. Una solución drástica para el insomnio.
Despertamos muy juntos y muy atados, al sol, estirados boca arriba sobre unas tablas. Nos dolía todo. Los nativos chapurreaban nuestro idioma. Uno de ellos, muy mayor, nos dijo que nos habían hecho tragar kundu, pero no nos dijo lo que era. Sólo dijo:
–Mayor percepción.
Maior persepxion.
Yo sólo noté un debilitamiento físico brutal. Caminaba alrededor nuestro un hombre también muy mayor, que murmuraba, como si rezase, tal y como imaginas: sin muchos aspavientos, pero sin transmitir ni una gota de tranquilidad.
Sé que pensaréis que nos drogaron. Que eso fue lo que pasó. Una enorme y aparatosa pesadilla. No soy un testimonio fiable.
No os voy a intentar convencer. Sólo intento explicar lo que yo vi y sentí. Y es la hostia de difícil.
Seguimos atados durante horas. Ninguno de nosotros se intentó zafar.
–Nos ha tocado la lotería de Navidad de cara al verano.
Uno de nosotros dijo eso, pero no recuerdo quién. Oíamos sin parar los rezos, y de vez en cuando algunos nativos venían a echarnos un vistazo. También críos, muy pequeños. Fue cuando una niña me mordió la oreja derecha hasta que sangré, cuando hicimos deducciones. Arrancaron a la cría de mí y le echaron una sonora bronca. Obviamente no sé en qué idioma hablaban, pero no era nada que te fuese a abrir puertas en casa.
Franchu empezó a gritar y a llorar.
–¡Son caníbales! ¡¡Son caníbales, joder!!
Anochecía. En ese instante, decidieron que ya habíamos estado demasiado tiempo en horizontal.
Vertical
Nos transportaron sobre las tablas a una cabaña. Había una silla llamativa, de madera y llena de tiras de cuero, una versión medieval de la silla eléctrica. Nos sentíamos débiles, incapaces, resacosos. Nos sentaron, nos maniataron a Franchu y a mí en dos sillas corrientes de madera, frente a la silla sospechosa.
Oscar fue el primero. Le ataron con mucha fuerza con las tiras de cuero, casi hasta cortarle el riego sanguíneo. Lloraba y gritaba, pareció encontrar reservas de energía en su interior. Cuando ahora pienso en ello, aún tengo que tragar saliva, y ya no soy ni de broma el que fui.
Hay algo terrorífico en oír chillar a un adulto de esa manera, llamando literalmente a su mamá.
–¡Mamaaa! ¡Mamaaaa! ¡¡¡Mamaaaaaa!!!
No mamá, sino mama. Oscar volvía tener tres años a los treinta y seis. Y su madre hacía la tira que estaba muerta. Cáncer de pulmón. Fue el primer funeral al que fui en mi vida.
Primero le susurraron algo, le hablaban, y Oscar hacía que no con la cabeza, que no, que no, que no… Esto se prolongó durante unos cinco minutos. Luego, uno de los nativos empuñó una sierra de carpintero (la que Oscar ya había visto). No precisamente nueva, salpicada de óxido en la dentadura. Franchu y yo teníamos a dos mujeres detrás que nos abofeteaban si cerrábamos los ojos o intentábamos mirar en otra dirección. Comenzaron a serrar el muslo derecho de Oscar. Le quedaría un palmo de pierna. Estábamos tan cerca que la sangre nos llegaba a salpicar los ojos. Si Oscar parecía desmayarse, le palmeaban la cara. Le hicieron beber en casi cinco ocasiones un líquido transparente de una botella de cristal. Lo vio todo sin perder la conciencia. Lo sintió todo, incluso cuando la sierra hacía extraños y se encallaba al llegar al hueso.
Seguía llamando a su madre.
Primero la pierna derecha; luego la izquierda. Cada vez que Oscar volvía a vomitar, le hacían beber de la botellita. Franchu se vomitó encima sólo de mirar, y se llevó un puñetazo de su compañía femenina. Yo intenté permanecer tieso, inmóvil. Algo me decía que decir o hacer nada jugaría en mi contra, si es que tenía alguna posibilidad de salir de allí con vida. Incluso cuando hacía por mirarme el regazo, se daban cuenta y me volvían a pegar.
En algún momento, me volví zen. No lo sabría explicar.
Para cuando le serraban los brazos a Oscar, ya no tenía problemas para mantener mi bilis en el estómago. Me tragué lo que tenía en la boca. Me despojé del orgullo, de todo orgullo, y de toda esperanza. No sabes lo que es tocar fondo hasta que te encuentras ahí, chapoteando en ese barro, tan abajo que no ves arriba la boca del pozo. Hasta ese momento, tocar fondo sólo es una expresión. El Big Bang me ha traído hasta aquí. Así de casual y pequeño soy. Pensé que tenía la mente en blanco, pero ahora sé que no.
Cuando Oscar sólo era un torso, le volvieron a susurrar. Oscar aún tuvo fuerzas para negar con la cabeza. Entonces le aflojaron las correas, y la sangre brotó a borbotones de él, formando un charco tamaño espejo de dormitorio. Se reflejaba entero en él. Su cara pasó al blanco y luego al morado, los ojos se le quedaron abiertos en un rictus de baboso alivio.
Empujaron lo que quedaba de él al suelo. Un trozo muy pesado de carne, un bulto, un esbozo de Dios con huesos y cabeza, una columna, un boceto a medio hacer. Tres niños los arrastraron y comenzaron a mordisquearlo en un rincón de la cabaña. Bien a la vista.
Para el segundo acto, cogieron a Franchu y lo sentaron donde mi amigo de la infancia acababa de morir. Nuestra aventura vertical. Franchu era un antiguo compañero de universidad de Oscar. Teníamos bastante en común. Todo muy superficial, pensé, ideas buenistas y una supuesta conciencia política de izquierdas. Todo eso de criticar desde una posición cómoda. Ese día nos enfrentábamos por primera vez a algo tangible. Era verdad que nos había tocado la lotería, pero también era cierto que compramos los boletos. Había cierto romanticismo impulsor que a veces nos movía. Una persona más práctica jamás habría acabado como nosotros.
Con Franchu se recrearon aún más. Yo estaba casi insensibilizado. Creo que ver mi cara, mis ojos, se tornó parte de su tortura. Ver en mí algo aún más frío que la indiferencia, un vacío donde antes había emociones complejas. No me iba a hacer el héroe, y era como si tampoco me importara ya en cuántos trocitos cortaran a Franchu. No sé si por contagio, también llamaba a su madre. Llamó a su madre y llamó a Dios. Sobre todo llamó a Dios. Yo pensé Quién te ha visto y quién te ve. Franchu, que apoyaba cualquier causa, que coleccionaba pañuelos palestinos, que supuraba ateísmo e ideas sobre cada mínimo desajuste social o villano. Franchu el manifestante, Franchu el aliado feminista, Franchu el del altavoz, Franchu el animalista, Franchu el de la pancarta. Y Franchu llamando a Dios antes de morir. Pidiendo por favor piedad. Franchu quizá sincerándose por primera vez en su vida. Desatado por fin. Algo cruel se despertaba en mí. Me provocó un cosquilleo en el estómago. Franchu, te está bien empleado. El torso sin piernas ni brazos, lucía impresionante con la nueva cabeza católica. Era dantesco ver cómo gritaba, y cómo aun diciendo que sí a todo lo que le susurraban durante el proceso, aun diciendo Por favor, Haré lo que queráis. Aun así, un anciano cruzó la mirada con otro, ambos negaron, aflojaron el cuero y el charco de sangre se amplió. Adiós, Franchu, dije en voz baja, y para entonces ya no tenía miedo.
Me cogieron y me sentaron allí. No tuvieron que forcejear conmigo. Creo que me miraban con cierta curiosidad, no era fácil saber cómo se sentían. La sierra estaba empapada de rojo, pero sobre todo de restos sanguinolentos, carne y astillas humanas. Así era menos práctica, lo que la hacía más práctica para el caso.
Me dieron un bofetada. Me estaba adormeciendo. Me dieron otra bofetada, y comenzaron a hablarme. Ya no necesitaban susurrar, nadie más escuchaba. Por momentos me costaba entenderles. Me hablaron de los mártires y de la realidad compleja que habitaba bajo la realidad sencilla de la historia que a mí me habían contado. Creo que no me costó demasiado saber por dónde iban, incluso con la barrera del idioma. O sí, en realidad no entendía absolutamente nada, pero digamos que estaba dispuesto a entender. No como Oscar, que simplemente no podía digerir nada de lo que estaba pasando, ni como Franchu, que ya sabía lo que pasaba, pero nunca había querido escuchar, sólo criticar a los que no repetían lo mismo que él. Quizá los nativos ya lo sabían, quizá sólo yo, el tercero, podía servirles. Quizá. Y les escuché. Había cuestiones espirituales y otras prácticas. La pregunta que sabían que yo entendería y no entendería a la vez, era:
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
No contesté enseguida, no quería parecerme a Franchu, y parecía importante no pedir piedad.
–Sí.
Estaba aturdido, ni siquiera estaba exactamente mintiendo, o diciendo lo que pensaba que ellos querían oír. Me estaba convirtiendo en otra cosa. Recibía estímulos confusos. Se me habló de la comunicación con la naturaleza, y de cómo ellos la representaban. Como si mis colegas hubiesen acabado mutilados de la misma forma que con un tsunami acabas ahogado. Ni aun así percibí delirios de grandeza. No parecían religiosos, pero desde luego no tenían el mentón elevado de los ateos. No habían disfrutado con la tortura, sólo habían hecho lo que pensaban que tenían que hacer.
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
–Sí.
–¿Estás dispuesto a matar según lo que tu pueblo entiende por matar?
–Sí.
Me hablaron de empresas y constructores, me dieron nombres propios. Alguien quería arrasar su jungla. Eran las cuestiones prácticas necesarias para mantener vivas las cuestiones espirituales. Aún no sé articularlo muy bien, pero ese tipo de construcción lógica aún forma parte de mí.
Me miraron durante minutos, un análisis prolongado, y hablaron un momento entre ellos. Las mujeres parecían no estar convencidas. Una de ellas se acercó a mí.
–Tú no nos crees. Tú crees que nosotros asesinos. Que sólo asesinos.
No sabía qué decir a eso. No me sentía ni de lejos preparado para esa conversación, y obviamente mis herramientas morales, éticas o retóricas no estaban ni de lejos a la altura. Me sentía muy inferior. Creo que la mujer vio eso en mis ojos.
Me dieron a beber un líquido rojo de una botellita minúscula. Ahora llevo decenas de ellas siempre conmigo. Me comenzaron a serrar la pierna izquierda. Me miraban, esperaban mi reacción. Emití sonidos y balbuceé por el terrible, agudo, metálico dolor. Pero enseguida algo no fue como debía ir. Dejé de notarme la pierna, y cuando el hombre acabo de serrar y la vi caer al suelo, el muñón comenzó a mutar. Crecía algo en sustitución de mi pierna. No era más que otra pierna: más sana, más fuerte, una pierna nueva para un adulto. Lo que yo entonces hubiese llamado milagro. No había llamado a mi madre, no había mencionado a Dios. Me dijeron que no pensara sólo en la naturaleza, que pensara en términos de Existencia. Hay cierto tipo de valores que aún no entiendo. Aún pienso en términos binarios. Aún funciono con etiquetas, con ideas minúsculas sobre lo que es bello y lo que no; o señalo como crueles prácticas habituales en la existencia, de organismos vivos que se reproducen y sobreviven y matan. Lo que nosotros llamaríamos caos, como última frontera a defender. Si el orden burdo y simplista de la humanidad se acaba imponiendo, no sabemos cuánto durará el tablero de juego. Ahora puede haber algo malo, pero podría ser peor, podría no haber nada, y por tanto nadie.
–Esto no es lo que vosotros llamáis magia –me dijo una de las mujeres–. Esto no es lo que llamáis fe.
Los parámetros de la ciencia eran insuficientes para entenderlo. Me dijeron que no tenía que creer o dejar de hacerlo. Me dijeron que no tenía por qué volver a verles. Que tenían contactos que me suministrarían el líquido rojo y me darían más nombres.
He descubierto que una forma útil para solventar ciertas misiones, es esperar a que en el vuelo adecuado se reúnan los nombre adecuados. A veces son grandes empresarios, a veces son de izquierdas y a veces de derechas. A veces es la última gran promesa política. A veces es un señor de la guerra, y otras un adalid de la paz. Los más peligrosos son los más utópicos y humanistas. Los que más grandes y evolucionados se creen, a través de ruidosas expresiones de humildad.
He acabado cogiendo el avión casi por gusto. A menudo hay lo que antes hubiese llamado daños colaterales. Si hay un par de caras conocidas en el vuelo, me bebo cinco de mis botellitas, y construyo con paciencia el caos. Provocar un accidente aéreo es aún más complicado de lo que pueda parecer. He llegado a saber apreciar la emoción y la belleza en los gritos, en el paisaje que se tuerce por la ventana, y se tuerce, y se tuerce…
Cuando has despertado con heridas de muerte reagrupándose, en medio del desastre total aún a la moda como desgracia, llegas a reírte de la concepción que se tiene aún de la paz, o de la sostenibilidad. Te pones en pie, y si ves a alguien, finges. Un milagro más. Y corres. Es crucial que nadie te mediatice, que el orden no te absorba, que el espíritu no te embriague y la ciencia no te hipnotice.
Ya no sé quién soy, y ya no entiendo nada como lo entendía antes. Y no sabéis qué sensación.