En esta cabaña todo cruje. La cabaña en sí es un crujido. Todo a mi gusto. La naturaleza y el encanto de día, y el terror genérico de noche. Fuera no hay nada por lo que temer, excepto turistas y excursionistas. Son la amenaza de sí mismos. Todos inflados de algo, buenos y complacientes seres humanos, los “siempre saludaba”, perfectos para organizar una matanza en cualquier momento, bellos y caprichosos como la naturaleza. Dos tardes de gimnasio a la semana. Una flor delicada bañada en sangre. Adoro la naturaleza hipócrita de la humanidad. Ese caldo de cultivo. Creo que estoy aquí para saborearlo, estamos, todo el tiempo que nos dejen. La muerte está sobrestimada, no hay nada más previsible. Más tiempo no significa necesariamente más calidad, lo sabe hasta la ñoña pija de tu pareja. Da gusto cuando ves entrar a gente así aquí, sólo ven el encanto, y luego se comienzan a quejar de todo en susurros. Hola, soy su anfitrión, y les doy las indicaciones. Sólo tres habitaciones a elegir. Pero fíjense qué vistas, observen qué excursiones. No es que se vayan ustedes a perder, pero no serían los primeros. Suelto sólo parte de la información. Si tratas con gente a diario, confirmas que sólo quieren conocer la mitad del futuro potencial. Nunca quieren la historia completa. Últimamente no la soportan ni en los chistes, ni en las películas. Son nuestros nuevos salvadores, y aquí vienen siempre en pareja, el fin de semana sexual disfrazado de amor por la naturaleza. O simplemente de amor.
Sé perfectamente hablar y sonreír como ellos. Animales de asfalto que jamás se han visto a sí mismos como animales; la mayoría ni follando. Su idea de dejarse llevar por los instintos, es ir al restaurante nuevo de la ciudad. Cada nuevo plan supone un nuevo gasto y cero atrevimiento físico o mental; y les encanta, porque su mensaje acostumbra a ser: puedo gastar.
Ya no son tanto consumidores como peluches monísimos poco dados a la conciencia de la carne por dentro.
Es fácil exprimirles. Se quejan de los precios a tus espaldas, pero les sigue encantando poder asumirlos, de modo que les sonrío, les sablo, y les abro la puerta de la habitación. Todo de lo más rústico, apenas una docena de problemas recientes de termitas. El concepto vacaciones lo endulza todo. La aventura de follar sin sudar en otra franja horaria.
Buenas personas, que no personas buenas. Siempre hago esa distinción. Las primeras ven el mundo pequeño, manejable y de lo más cuco, y sólo ven dos bandos, las segundas saben que las cosas no son así de sencillas. Las primeras son un hervidero de ideología contradictoria, las segundas son los nuevos y peligrosos villanos, macro y microagresores y malos malos malos. Las primeras te cuentan cómo es el mundo, que es así y punto, las segundas callan, o como mucho hablan sobre lo difícil que es saberlo. Y así un largo etcétera. Aquí la mayoría de veces vienen ejemplares de las primeras. Buenas personas sobre el papel, achuchables como el gatito que tienen en casa y fiables como las ideas cerradas que tienen en la cabeza. Cómo no les voy a querer.
Cuando asumí que yo no era mejor que ellos, fue como soltar una cagada después de una enorme comilona de Navidad, de las de sentarse a la una a la mesa y no levantarse hasta las siete. Pero esta comilona había durado años; lustros de información parcial, humildad a través del ego y la sempiterna convicción de estar en el bando bueno.
Me limpié el culo a conciencia, y luego todo comenzó a fluir de la manera más callada y tranquila. Comencé a observar, a escuchar. Fue una suerte de enorme alivio moral. Verme sólo como un ser humano, minúsculo, mortal, limitado. Dejé de ser una buena persona, pero ya era demasiado tarde para ser una persona buena. Demasiada inercia de marca registrada, demasiada educación de pupitre.
Ahora me conozco mejor el laberinto, pero no me pidas que te guíe hasta la salida. Me voy acostumbrando a él, le doy conversación al conejo parlante y de vez en cuando practico la zoofilia con el gato sonriente. Mi vida no es lo que se dice maravillosa, pero las vacas antes tampoco volaban.
Ser el anfitrión es ser hijo de mis padres muertos y no tener otras perspectivas de futuro. Y llevar el papeleo del crujido. No soy el único, pero soy el único que siempre está aquí.
Aquí puedes pasar la noche antes de ir de excursión o a esquiar. La oferta es conocida, clásica y atractiva. Dependiendo de la época del año, la terminología y el lenguaje varían, pero me sé todos los giros y gracietas. La mayoría de gente no habla, sólo repite. Las parejas más manejables son las que vienen sólo a follar. Se pasan tres días encerrados y luego salen a devolver la llave a menudo avergonzados, como si hubiesen cometido un exceso, cosas de animales y no de seres civilizados y concienciados como ellos. A veces han estado poniéndole unos cuernos prehistóricos a alguien, la válvula de escape, las flaquezas de las buenas personas, y también de las personas buenas.
A veces vienen personas solas. Diría que mitad hombres mitad mujeres. Es cuando aumenta el riesgo de suicidio. Les tanteo en el momento de los saludos y protocolos. La mayoría de veces sólo se trata de escritores con ínfulas que cumplen su fantasía de escritura solitaria de cabaña. Otras veces sólo es el paso previo a ponerle los cuernos a alguien; han dejado a su pareja en casa después de la última previsible discusión. La gente sola me cae bien, incluso los suicidas, hay algo intrínsecamente honesto en su decisión. Sólo he visto un par de esos casos terminales, pero me han bastado para asumir que tomar esa vía es simplemente parte de otro rasgo natural. Es aparatoso para la cabaña, y siempre hay que contestar preguntas, pero son gajes del oficio.
La gente se rompe huesos, la gente se despeña, la gente se pierde durante días, la gente sabe lo que hace y la gente es gilipollas. Y los hay que se ponen a follar en el bosque y les cae una multa al estilo familiar. La última vez: una niña pequeña corretea entre árboles y se topa en un claro con un culo blanco y enorme moviéndose rítmicamente, y luego un culo mucho más pequeño con el ano aún cerrándose, y finalmente un micropene lleno de mierda. La niña, sin saber muy bien por qué, se pone a llorar. Los padres vienen a pedirme explicaciones a mí (con fotos), y yo llamo al guardabosques, que a su vez llama a la policía. ¿Qué ha pasado? Y los padres saltan como si tuvieran muelles en los talones, señalan con el dedo de Dios a la pareja avergonzada. Qué vergüenza, como si no tuvieran una habitación para hacer esas guarradas.
Yo, personalmente, prefiero limpiar sangre a limpiar mierda.
Pero entiendo el impulso. No es que sea bueno que una cabaña apartada gane fama de picadero, pero creo que hay un acuerdo extraoficial para proteger estos lugares de las malas lenguas. Aquí es donde vienes a cumplir tu fantasía, ya sea follar por fin con la mujer de tu vecino, o escribir el libro que tiene que hacerte rico sin salir jamás de un cajón o la papelera de un editor. Estamos rodeados de árboles, por el amor de Dios, pueden pasar cosas malas, pero fíjense en el paisaje. Seguro que hasta en el Cielo practican sexo anal al aire libre.
Procuro hablar en voz alta lo menos posible.
Soy el poste amable tras la mesa de recepción. Apenas me he paseado o he esquiado. No sé si es por no sentirme ya parte de ese grupo de buenas personas. Los días libres leo o escribo en un diario. Memorizo los nombres de las mujeres que vienen con sus parejas. Escribo relatos sobre cómo follan, cómo se conocieron o cómo romperán. O narro una aventura sexual abrumadoramente guarra, imaginándome con setenta años, mucha viagra y la hija de veinte producto del polvo que pude oír la noche anterior. Desordeno mi mente e intento perder el juicio de alguna manera. Fumo a lo bestia y fantaseo con pincharme heroína. Persigo el desequilibrio, me veo como asesino serial potencial, fantaseo con quemar una noche la cabaña. Con comprar armas para un solo uso y con un bala reservada para mí.
Me abro para conmigo, pongo toda mi mierda abstracta delante de mí, y la releo hasta quedarme dormido. Hola, seré su anfitrión.
Una mujer viene a verme a veces. No sabe nada de mí más allá de mi empleo y mi escasa predisposición al ajetreo de las buenas personas. Ella tampoco me cuenta nada, lo que me hace sospechar que esté casada o hasta con hijos. No está libre, y eso me proporciona el tipo de libertad sexual que busco. Puntual, secretista, obscena. Sin historias vitales mortalmente aburridas, sin necesidad de ponernos al día. La realidad paralela que abunda en la cabaña. El escondrijo de las arañas. Con todos los cuernos que se producen aquí, podría labrarme un desastre como traficante de marfil. Me gusta creer que ella tiene marido, y que ya no puede ni pasar por las puertas.
Un día salgo y me intento perder. La cabaña lleva dos días con tres parejas follando todo lo que dan los genitales masculinos.
Es algo nuevo, quiero ver mejor la zona. Después de diez años, pienso que ya es hora. Pienso en mis padres, hace cinco años, dentro del coche que de repente fue acordeón, todo retorcido, achicharrado y salpicado de cristales. La tormenta perfecta. El camión sólo guiñó un ojo del susto. El conductor me vino a ver tres años después, se derrumbó llorando en el suelo. La manía del perdón a destiempo; él lo necesitaba, yo tuve que revivirlo todo. Mi nueva concepción de la realidad; sea un tsunami o sea un camión, así es como funcionan las cosas, con un vegano pisando una araña. No hay nada puro, todo tiene un punto flaco, incoherente o contradictorio, incluso en las circunstancias menos proclives al puteo.
Al rato, estoy bastante seguro de haberme perdido. Y de golpe, coño, un lago. Ni sabía que estaba ahí. Es probable que se indique en los mapas desactualizados de la zona. Nadie los coge nunca del mostrador.
Es un punto enorme de referencia, así que perderse no será tan fácil. Me llego hasta una zona que asocio al esquí. Empieza a nutrirse de blanco. El blanco me aturde, me descoloca, me echa la Navidad a la cara. El blanco es bonito, esperanzador y engañoso como una ONG. Camino no sin dificultad. Espero que nadie salga de su habitación, no encajaría con la rutina que conozco.
Me suena el móvil.
Es mi hermano. La comida de Navidad, la cena de Nochevieja, los encuentros anuales, las puestas al día, los relatos costumbristas, las quedadas, el Amigo Invisible, escupir uvas trituradas, preguntarte de quién es cada niño, oler los perfumes, los maquillajes, ponerse cachondo con las medias femeninas de invierno, procurar no hablar con la chica joven de la reunión (que no tienes claro quién es), procurar no hablar mucho en general, mirar el reloj, mirarlo otra vez, reír más según más bebas, decir lo que no deberías, coleccionar miradas extrañas, dejar caer un mal dato, evitar hablar del trafico, de los coches, de los camiones, del transporte, de la seguridad vial, de padres, de la muerte, de mí aislamiento, de mi contumaz empecinamiento.
Esas fechas.
Aún no tengo demasiada práctica. Es como si quisiera hacer una tanda de cien flexiones de brazos sólo una vez cada año.
Decido volverme a la zona del lago. El lago es bonito. Creo que conozco el lugar mejor de lo que creía.
Cuando estoy nuevamente frente a él, me parece ver a alguien. Me doy cuenta de que la superficie está congelada, aunque no sé cuál es el grosor. A unos doscientos metros, una chica levanta el brazo. ¿Está patinando? ¿Quién es? Y sobre todo, ¿por qué parece que me conoce? Es joven, puede que tenga ganas de… bueno, de explicaciones. Puede que no sea una buena idea ir a ver. Además es probable que el hielo…
Mientras pienso en todo eso, camino hacia ella. ¿Me ha enseñado las tetas? Unas tetas blancas, suaves, de pezones para un bebé adulto y salido como yo. Puede que haya conseguido perder el juicio. Cuando miro hacia atrás, ya estoy lejos de la orilla, y sin embargo la muchacha no parece estar más cerca. Parece un sinsentido físico que yo aún no conocía. Puede que lo olvidara, manejo mejor la incoherencia emocional, o teórica. La chica saluda, enérgica, como salida de Instagram. Todo promesas de felicidad física.
Noto un crujido.
Terror a la luz del día.
–¡¡Eeeeh!! ¡¡Cuidado!!
Intento que esa visión sea consciente del peligro de patinar aquí. Aunque siendo la palabra visión la que me ha venido a la mente, igual no hay nadie a quien convencer. Nunca lo suele haber.
–¡¡Eeeeeh!! ¡¡Cuidado con el hielo!!
La chica patina, me sonríe, ajena al peligro.
Al final sí que me he perdido, pienso (otro crujido, fluorescentes en el techo, vía en la muñeca), pero estaría bien que esto fuera lo último que viera.