El procedimiento de la hora del patio era sencillo, y la rutina duró casi dos décadas. Si no fueron dos décadas, lo parecieron; la infancia la recuerdo como un mundo ajeno y a cámara lenta. Una hora en clase parecía dar para crecer, conocer a alguien, encariñarse, formar una familia y aprender a odiar a tus hijos.
Teníamos profesores, por cierto, que tenían hijos aun sabiendo de la mierda potencial que se les venía encima. Puede que el suplicio sólo durara unos años, o puede que para siempre. Depende del churumbel que te toque. Lo emocionante de tener hijos es que es como una lotería macabra; no te los imaginas haciendo cola en el Inem, robando bancos o violando. Un amigo lo llamaba el mal de birrete. Te los imaginas lanzando el birrete.
Puede que en los primeros años el muchacho fuera un gamberro, pero luego se centró. El romanticismo parental.
La imagen residual de la familia numerosa y feliz.
Yo no era un gamberro, me limitaba al envenenamiento gradual. Las cateaba casi todas y era un santo en clase. Una anomalía. Y entonces aún no se culpaba a los profesores.
El procedimiento de la hora del patio era sencillo. Estábamos en clase, sonaba el timbre y salíamos a toda leche de clase. Yo siempre iba al lavabo con mi bocadillo aún con el papel de plata. Meaba, pasaba de lavarme las manos, desenvolvía el bocata, me lo comía con ansia (mi madre aprovechaba para colar el embutido que yo no quería en casa), y luego jugaba al baloncesto con el resto de marginados (al fútbol sólo jugaban los guais). Cuando te lo comenzabas a pasar bien, sonaba el timbre otra vez, y vuelta a la clase. Te sentabas agitado en el pupitre, y se reiniciaba de forma óptima la cámara lenta.
El día que vi nevar por primera vez, no fue distinto. O fue completamente diferente. Según cómo se mire. Tenía doce años. Recuerdo estar en mates, con el sudor frío infantil en la espalda (que no me saquen a la pizarra, que no me saquen a la pizarra…), mirando mi reloj, mirando mi reloj, mirando mi reloj. El reloj de pulsera era un producto de primera necesidad para el alumno medio. Los móviles los veíamos en la tele, y aún eran trastos.
Sonó el timbre y el ansia nos comió vivos otra vez. El profesor gritando deberes en el último segundo, todos a toda pastilla hacia el pasillo, hacia el pórtico, hacia el patio, a los lavabos. Mear y correr desenvainando el bocadillo, mordiendo y tragando un pan del día y una mortadela que odiaba. Hacía un frío como jamás antes lo había conocido.
Nos frenamos. No jugamos a baloncesto ese día. El cielo presentaba un gris opaco. Se percibía cierta electricidad en el ambiente. Recuerdo estar de pie, esperando, aunque no sabía muy bien qué.
Comenzaron a caer unos copos diminutos, haciendo eses, como si la hora del patio se uniera a la dinámica superlenta de las clases. Pero sin ruido, sin ansiedad, con la paciencia ineluctable del frío y sus consecuencias; a veces en favor de la belleza, otras en favor de la congelación y las amputaciones, y otras tantas ayudando a la muerte. La nieve era definitivamente algo nuevo.
Nevando a finales de febrero.
En las películas nevaba en Navidad.
No hubiésemos estado más fascinados si hubiese venido a vernos Superman.
Primer interludio
Nuestra profesora de Naturales se llamaba Pilar. Debía medir poco más de metro cincuenta y estaba embarazada de parir en cualquier momento. Creo que por edad entró de refilón en la maternidad biológica. Y estaba encantada, de hecho estaba fuera de sí. Pero nadie iba a decírselo. Era como si fuese a dar a luz al segundo advenimiento, pero sólo iba a tener un niño. Durante los nueve meses de tópicos sobre hacerse adulto, nos debió dar un par de horas hábiles de clase. Y no porque no viniera. Venía, y se ponía a hablar del milagro de la naturaleza que era el que ella fuese a ser madre. Nos habló tanto de ello que sólo le faltó contar cómo y dónde se le corrieron dentro. Parecía más un dibujo japonés que una persona, con los ojos enormes y brillantes de tan afortunada como se sentía. Nosotros nos regocijábamos en su autoalienación, en su clase no hacíamos nada, sólo procurar que no se nos escapara la risa. En el colegio no te reías con nadie, toda risa tenía cierto grado de burla. Era así como sobrevivíamos. Era inocente y era mentira que lo fuese. Era complicado. La infancia es una buena jodienda. En aquellos días parecíamos saberlo nosotros mejor que la autobendecida Pilar. No te podías creer que aquella mujer con tamaño de niña y actitud de pajarillo hubiese follado con nadie. Era la clase de cosas que susurrábamos en sus clases. El insulto estaba a la orden del día, no había docente o alumno al que no se le humillara o pusiese algún mote. Si aquello no era un infierno, era porque siempre había un par de alumnos a los que se les hacía bullying. El tiempo que se estaban metiendo con ellos no se metían contigo. Puede que de vez en cuando te unieras a los abusones, para marcarte un par de tantos. Ahora la gente se lleva las manos a la cabeza con eso, y no sin razón, pero lo cierto es que en el aburrimiento atroz y la reclusión de la educación primaria, es difícil que las válvulas de escape sean positivas.
Era a ese mundo al que Pilar traería un niño. (Con el tiempo pude verlo de pequeñín, heredaba la estatura y los rasgos de su madre: perfil de víctima; a no ser que su padre tuviese una mala leche de aquí te espero, y la llevara también en los genes). Ese mundo era parecido a este. Jesucristo 2 nacería, pero Pilar no estuvo mucho más tiempo en el centro.
Fin del primer interludio
Nos volvimos locos, abríamos la boca hacia el cielo. Un paréntesis blanco en la rutina gris. Quizá por eso luego tanta gente maneje ideas de extremos, están HARTOS del gris, en todas sus formas y significados. Abríamos la boca y casi parecíamos aún niños, y no sociópatas bajitos con el terror ya interiorizado al futuro. No pensabas que te estuvieras mojando, querías ver tu pelo blanco, la caspa obesa en tu chaqueta. Aplastar los copos con dos dedos. Reír como Pilar reía siempre, como de ocho meses y pico embarazados. Un milagro de la naturaleza. Todos los profesores en el patio, adustos y con media sonrisa. No había fútbol ni baloncesto, sólo la novedad de otro paisaje.
¿Pero dónde estaba Pilar?
Fuimos varios a recorrer pasillos, a buscarla. Era una oportunidad de oro para reírse de ella.
Paso atrás
Decir salvajadas era una de las gracias de la edad. Cuanto más bestias, mejor. No hablo de simples tacos, allí no había niños bien, sino más bien de barrio, el grueso esencial del colegio público. Paquetes que aparcar en aulas.
Cisco era el mejor diciendo salvajadas. Los fines de semana íbamos a las zonas donde nuestros padres no nos dejaban ir, cerros y descampados, monte bajo lleno de basura. A la caza de revistas porno. Las revistas guarras formaban parte de lo más llamativo que tiraban los adultos. También había colillas, y sobre todo jeringuillas. Todo parecían pistas de lo que podría suponer crecer. Aquello no nos hacía pensar especialmente, tampoco teníamos planes definidos para el futuro. Quizá la drogadicción fuera una salida, parecía tener éxito, pero a ninguno nos atraía la idea de pincharnos en el brazo. Fantaseábamos con fumar. Y desde luego con acumular porno.
Matorrales púbicos de principios de los noventa. Vaginas abiertas, penes enormes y venosos, que parecían sucios por la coloración de la piel. Capullos morados e hinchados. Sonrisas salpicadas.
Todo aquello era una gozada.
Sabíamos que era ficción, que eran actores al servicio de una fantasía, y por suerte los adultos aún no nos tomaban por más tontos de lo que éramos. Jugar era ficcionar, hablar sin filtro, escupir después de haber cargado bien de mocos el gargajo.
Estábamos perdidos, pero no éramos malos, como mucho el producto de un mal polvo.
Follar y Chocho eran nuestras palabras favoritas, y más o menos todo se ramificaba desde ahí.
Cisco se lució un día, y nuestras risas se oyeron por todo el barrio. La clase de Naturales nos inspiró.
“Me gustaría follar con una embarazada, y luego correrme en la cabeza del bebé mientras sale”.
Paso adelante
Corríamos por los pasillos gritando y tumbando papeleras, lo del nevar bien había de cambiar algunos semáforos del rojo al verde. Arrancamos papeles de paneles de corcho y destrozamos todos los dibujos premiados de la última vez que nos pusieron a competir. Nos metimos por corredores poco habituales, no pensados para los alumnos, zonas de oficinas y despachos con cerradura. Íbamos tres críos y dos niñas, las niñas formaban parte del grupo principal de abusones. Eran guapas y listas y malas, un futuro asegurado, en el que además las esperaba la nueva militancia feminista, que se encargaría no sólo de justificar sus futuras maldades, sino además de victimizarlas y convertirlas en material sagrado. Si te diera sus nombres podrías encontrar artículos de ambas, autocanonizándose cabecillas de una nueva religión que irónicamente se caga en las puertas de las iglesias. Proyectando un odio calcado al de los que critican, todo con increíbles gimnasias mentales. El día del nevar eran iguales pero sin Internet. Curiosamente, hacían buen equipo con chavales que de adultos se convertirían en gilipollas y machistas de manual, alguno incluso ha acabado zurrando a su pareja, creo que por no seguir pareciendo una animadora a los cuarenta años.
Golpeábamos todas las puertas, Cisco decidió mear en la de nuestro tutor.
Qué pasa con Cisco
Cisco era Francisco, igual que su padre y su abuelo. Creció en el mismo barrio que yo, padres inmigrantes igual que los míos (pero dentro de las fronteras del país, a salvo del discurso xenófobo). Apenas habiendo aprendido a hablar, ya íbamos por ahí en verano sin camiseta. Las reglas parentales eran más laxas, pero si te pillaban haciendo algo prohibido, te podían dar una buena tunda al estilo de los ochenta. Los padres y las madres de entonces, no toleraban la mierda de los niños más allá de los pañales. La única diferencia con los padres de ahora, es que los de ahora se quedan con las ganas de dar el bofetón. Si me preguntas a mí, no sabría decirte qué es mejor en el fondo. El discurso de violencia cero se compadece poco con las soluciones acaecidas a lo largo de la historia. Quién sabe si no tenemos luz eléctrica o avances médicos gracias a cien o doscientos tortazos en momentos bien elegidos.
A Cisco y a mí nos daban buenas palizas. Una vez, un día de boletín de notas, Cisco bajó a la calle y me dijo muy sereno que iba a matar a su padre. Yo estaba convencido de que no lo haría, pero sabía que lo decía totalmente en serio. En lugar de eso, se meó en los cajones de la mesilla donde su viejo guardaba papeles del banco, facturas e historias parecidas.
Cisco te meaba cuando se iba a los extremos, o muy contento o muy enfadado.
Mientras su padre le volvía a dar de hostias, él no podía dejar de reír. Dijo que se encogió en el sillón mientras papá y mamá pegaban ya con el puño cerrado. Lo cierto es que Cisco no acabó curando el cáncer.
El despacho de Pilar
Después de ver correr el pis, oímos un ruido evidente dentro de uno de los despachos. No tardamos en leerlo. Las cintas porno se movían hacía un tiempo entre clases, también las fotocopias porno de Bola de dragón. Había alumnos que ya tenían una colección importante de revistas porno. Otros se la estaban comenzando a cascar con la colección de su padre. Quizá tenía más sentido usar el porno de los papás que esconder el propio. Pero todos querían porno en propiedad.
Se oían gemidos, todo claro y cristalino. Alguien follando duro en el despacho de Pilar. Imagínate cómo estábamos. Nevar y follar, todo en el mismo día. Nos tapábamos la boca para que no nos oyeran reírnos.
Casi en éxtasis (nuestro), reconocimos el timbre de voz de Pilar. Pilar y su bebé ya formado se estaban cepillando a alguien. Era casi inmejorable, sabíamos que el marido era profe en otro centro. Nos preguntábamos quién sería el propietario del pene, apenas se le oía. Sabíamos que Pilar no era lesbiana, creo que incluso era un pelín homófoba, si es que se puede odiar localizadamente sólo un poquito. Descartamos pronto el que otra tía estuviese haciendo prospección en sus genitales. Pronto, de hecho, oímos los bufidos de lo que parecía un maromo de tomo y lomo. Cisco comentó que tanto rollo con el embarazo y los niños, y está claro que lo que a esta tía le gusta es fabricarlos.
El plan: abrir la puerta justo cuando parezca que uno de los dos se va a correr.
Obviamente no hubo que esperar mucho, y encima el tío dijo voceando:
–Me voy a correr…
Por qué sin cerradura
Pilar llevaba diez años en el centro. Cuando llegó el primer día, después de una entrevista de trabajo (tres días atrás) en la que el director acabó convencido de que podría tener sexo con ella (pese a que no le parecía muy atractiva), la condujeron a su despacho. No tenía ventanas, pero estaba bien equipado, a pesar de ser pequeño.
–Lo bueno es que puedes cerrar con llave –dijo el director.
Pilar frunció el ceño.
–¿Con llave?
–Sí. Es por seguridad, los críos pueden entrar y…
–Bueno, pero esto es un colegio, ¿no?
–¿Qué quieres decir?
–No necesito la llave. Si cualquier alumno quiere venir a verme, puede hacerlo, no tengo problema con eso. Y confío en ellos, de todas formas aquí sólo voy a guardar papeleo y…
–Exámenes…
–Confiar en ellos forma parte de mi trabajo, si no hay una comunicación fluida, sólida y… libre de llaves, las clases no van a funcionar.
Luz verde
Cisco agarró sin dudar el pomo, lo giró y… Una de las niñas le detuvo. Un momento, dijo, parecía un poco pronto. Y se escuchó a Pilar gritar.
–¡Córrete aquí, mancilla a mi bebé, mancilla a mi bebé!
¡Ahora!
Cisco abrió y el pene comenzó a escupir descontroladamente sobre la panza de Pilar. Estaban en el suelo, frente al escritorio, él sobre ella, visibilidad total. Era el profesor de gimnasia. No dejó de ordeñarse, pese a resoplar mientras nos veía desgañitarnos de risa. ¡Qué asco!, gritó una de las niñas, y no dejó de hacerlo en todo el día.
–Pero chicos –dijo Pilar, cambiando completamente el chip, como si no pasara lo que estaba pasando–, está nevando, ¿es que no queréis ver nevar?
Cisco dijo Pero en qué quedamos, ¿esto es un trío?
¡Qué asco! –y así todo el tiempo–, ¡qué asco!
Cisco –que siempre había sido regordete y poco atlético– miraba al profe y decía cosas como Tú estás casado, ¿no? ¿Por qué le pones los cuernos a tu mujer? Intentaba hacer el máximo daño posible.
¡Qué asco!
Fuera la tormenta de nieve apretaba, aunque aún no lo sabíamos.
El profe de gimnasia, aturdido, tardó como dos minutos en meterse la polla en los calzoncillos, mientras Cisco le miraba y no dejaba de decir cosas como Joder, yo la tengo más grande que tú. ¿Es que tu mujer no está buena? ¿Le has dado al bebé con la polla?
Cisco y yo aprendimos otra vez que la realidad siempre funciona de otra manera, aunque la panza estaba llena de chorretones. Pilar se puso de pie a duras penas, con la ayuda del profe. Cuando rompió a llorar, reímos aún más fuerte, porque la humillación no solía funcionar tan bien en esa dirección.
Nevar
Pasamos las dos clases que quedaban sin dar palo al agua, sólo mirando por la ventana y contando la historia de sexo guarro, de los cuernos y el mito caído, de la luz de Pilar, que se había vuelto oscuridad. La humillación había tenido proporciones medievales. Acababa de nacer una leyenda en el colegio, una que perseguiría a la profe de natus en cada centro al que acudiera. La tía que se folló embarazada al profe de gimnasia (futuro divorciado y despedido), con la cabeza del crío casi saliendo ya, con el cordón umbilical a punto de convertirse en juguete erótico. Este tipo de historias sólo saben crecer, como un virus, una gran jodienda a nivel personal, y una gran alegría para el chismorreo en un sistema educativo tan madurado que se había podrido. Ya que no podías aprender o interesarte, tenías que intentar divertirte, y ya no importaba el precio.
El timbre sonó a la una del mediodía, salimos lo más ruidosa y caóticamente que supimos. No recuerdo qué día de la semana era, pero aún quedaban dos horas de clase por la tarde. Y adivinad qué.
Eran de gimnasia.
Y adivinad qué más; el profesor se presentó.
Lo hicimos todo dentro del gimnasio del centro. Fuera la nieve había dejado impracticable el patio. Eran dos horas de clase, dos horas de Cisco hablando. El límite era su imaginación, y a pesar de no ser un buen estudiante, a pesar de no leer un libro ni de broma (tampoco lo haría de adulto), a pesar de ser un niño evidentemente limitado que se convertiría en un adulto triste. Aun con todo eso, cuando se trataba de hacer daño, su vocabulario florecía, su capacidad de proyectar dolor emocional hacía metástasis en el blanco que eligiera.
¿Ya le has contado a tu parienta que te has follado a un bebé?
¿Cuando se la metías a la de natus, el bebé abría la boca?
¿Te vas a quedar en el cole? Yo me iría.
Si el bebé es una niña a lo mejor está embarazada.
Mi madre tiene muñecas rusas de esas, ¿quieres que te las regale?
Fueron quizá las dos horas más largas para ese desgraciado, que no replicó, y las más cortas que pudiera pasar un niño de barrio en el colegio. Habíamos logrado acelerar el tiempo.
Por la tarde: más nevar. Nos tiramos bolas de nieve, nos intentamos hacer daño, apuntábamos a la cabeza, acumulábamos y hacíamos muñecos de nieve que poder patear, maltratar y vejar. Mira, Cisco, así follaba el de gimnasia. La alegría de la infancia en todo su esplendor. Follándote un muñeco de nieve, tirando nieve a los escaparates, yendo al puente que pasa sobre la autopista a lanzar nieve. Meter nieve en el jersey de la gente. Nevar y nevar. No puedo decir que guarde un mal recuerdo.
Y Daniel
Un par de décadas después, vi detenidamente a Daniel. Daniel era sólo como le llamaba su madre. Era Dani, sólo un Dani más. No había nacido para salvarnos. Sólo fue un alumno más en el tren y luego un coche más en el tráfico. Daniel no haría nada relevante. Con suerte lograría echar un par de buenos polvos y dotarse de la estoicidad necesaria para asumir que todo, incluso lo más bonito, se acaba convirtiendo en rutina.
Daniel tenía el pelo claro, y era bajito, pero finalmente acabó siendo un chaval más guapo que su madre.
Se puede decir que yo soy en parte responsable de que aprendiera a pelear. Daniel podría haber nacido en medio de un matrimonio a la antigua usanza, aburrido y duradero, soportable. Pero cuando nació, sus padres procedieron a separarse (algo les impidió hacerlo antes). Pilar no había cometido una infidelidad, sino muchas. El problema de la última, es que estuvo a dos pasos de salir en el telediario junto a las noticias de la nevada. La única razón por la que aquello no se viralizó globalmente, era porque aún no había Internet. Pero los que lo vivimos, ya fuera directa o indirectamente, No Olvidamos. Porque la vida también nos va humillando periódicamente, y recordar que aún no se ha jodido tu vida a cierto nivel, no deja de hacerte respirar con alivio.
Aún hoy, si quieres joderle el día a Daniel, sólo tienes que acercarte y comentar algo sobre el tiempo.
Todo el mundo lo entiende.
Para él nevó caliente; pero tenía un techo de carne.
Dos décadas después, como decía, lo volví a ver al cabo de bastantes años. Lo había visto de crío cinco o seis veces, con su madre, ella ya con otros ojos, otro semblante, probablemente aprovechando ya las cerraduras.
Pero esta vez él ya tenía veinte tacos, se estaba labrando un desastre como futuro chico de los recados para algún Don Vito del barrio.
Yo estaba un sábado por la noche esperando el metro para volver a casa. Estaba sólo, pensando en mi curro de mierda de almacén. Bajaron las escaleras desde la calle tres chavales. Parecían algo pijos, poco peligrosos, pero vinieron hacia mí. Reconocí enseguida a Daniel. El mancillado. Él no sabía quién era yo. Probablemente tenía un cacao mental informativo sobre lo que pasó, y cada vez se debían espaciar más las pullas que le lanzaban, pero conocía la historia. Más de una vez había tenido que oír que él era el único que sí era un copo de nieve especial, entre otras lindezas.
Me sacaron una navaja. Creo que Dani reconoció en mis ojos que yo sí sabía quién era él. Eso no le inyectó de rabia, sino que le hizo bajar la mirada en algún momento. No parecía tener un gran futuro como Hijo de Puta, aunque pudiera serlo a cierto nivel. Me quitaron el reloj y me vaciaron la cartera. Creo que no habían usado jamás la navaja, ni se hubieran atrevido a hacerlo.
Mientras se iban, Daniel miró hacia atrás para echarme un último vistazo. No lo pude evitar, me vio claramente dibujar con los labios:
–N-E-V-A-R.