Archivo por meses: febrero 2019

Nada que contar

En teoría

Un día me caí. No es que me haya caído un solo día en mi vida; Dios sabe que mi infancia da para una antología fotográfica de moratones y heridas. Pero caerse de adulto complica las cosas. Sobre todo si pesas cerca de noventa kilos. Acababa de cumplir los treinta. Mi vida había sido hasta ese entonces un enorme montón de carencia de aventuras. Había estudiado mal y había decidido mal, había follado poco y había evitado a toda costa complicaciones, lo que en realidad es una fuente inagotable de complicaciones. A la gente le suele costar creer que no tengas un montón de anécdotas que contar a los treinta. Y puede que las tengas, otra cosa es que las quieras contar. Lo patético a veces sólo es patético, no todo gana encanto o gracia con el tiempo. A veces sólo ofreces material para la burla, ya sea esta más sutil, más a la cara o más por la espalda. A la gente le gusta el sexo anal sobre todo fuera del ámbito del sexo.
Caerse es una cosa, pero te puede hacer sentir más o menos ridículo según de donde vengas, según lo que hayas hecho antes con tu vida. Una caída puede desatar una llorera, una pequeña depresión (si las hay pequeñas), o puede ser simplemente causa de uno o dos rasguños.
Una caída puede ser un síntoma, o sólo un tropiezo.
Yo, aprovechando que ya estaba en el suelo, me fumé medio paquete de tabaco. Pero no quiero adelantarme.

Cruzaba un complejo comercial de madrugada. Estaba vacío. Era sábado por la noche, domingo por la mañana. Volvía a casa. Ya apenas salía de fiesta. Puede que un par de veces al año, cuando decir Sí prometía traer menos problemas que decir No. La libre elección está bien siempre que decidas lo mismo que yo. Esto pasa en la amistad y en la política, en la pareja y en la familia. El respeto goza de muy buena fama sobre todo en el ámbito teórico. Como ya he dicho, a la gente nos pirra dar por culo. Hay que tener cuidado con eso, porque aunque uno crea que no es así, es bueno acordarse de dar un paso atrás de vez en cuando. Siempre somos muy fieles al doble rasero. No nos lo hemos montado muy bien, pero eso es pienso para el Silencio. Calla y vámonos de aquí, calla y casémonos, calla y tengamos un hijo. Hagamos cosas simplemente por si acaso, por si más adelante nos arrepentimos de no haberlas hecho. Tírate, salta, nada, corre, pedalea, acaba el triatlón. Elige el ataúd más caro para papá.
Múdate.
Etcétera.
Cuando acaba una juerga nocturna, siempre siento ese bajón mezclado con cansancio y reflujo. El día de la caída arrastraba los pies. Estaba bastante lejos de casa, con el permiso de conducir en la cartera y el coche en ninguna parte. Podría detenerme en cada detalle, pero no acabaría nunca.
Aún no sé bien cómo perdí el equilibrio, precisamente por eso uno tropieza, y nunca para de hacerlo.

Blusa rosa

Cada cual alberga un gran punto flaco. En un mundo complicado y duro de narices, el punto flaco estrella de cada cual es su salvación y a la vez su condena. Si te gusta mucho algo o alguien, serás responsable para el mundo en la medida que logres obviar total o parcialmente aquello que te gusta. Lo que te hace levantarte cada mañana.
La gente con esto se va a lo fácil, piensan en drogas o vicios extremos. Pero no es necesario intoxicarse. Los buenos vicios, las costumbres respetadas, los sentimientos más nobles, las intenciones más puras… todo eso puede funcionar perfectamente como camino a la perdición.
El amor más irracional, y por tanto evidente.
Quieres que esa persona esté bien, pero quizá no te haga tanta gracia que esté bien con otro. Las contradicciones se nos dan fenomenal. Tenerlas, no gestionarlas.
Así, el punto flaco puede ser querer algo o a alguien. Como sea, querer es el motor principal, la gasolina esencial.
Aunque no querer nada tiene muy buena fama en ciertas religiones, quizá para crecer con ese punto de vista sea necesario haber nacido de una vaina con otro par de habas.
Ha de ser maravilloso crecer sólo con un punto de vista, en lugar de con necesidades.
Si creces en un entorno de humo y asfalto, con el tiempo comienzas a necesitar cosas, calor, consuelo.
Puede que también un buen montón de elaboradas mentiras.
Sinopsis reduccionistas. Ideología. Sectarismo.
La visión parcial con más potencia de fuego; emocional, intensa, fácil de vender. Ya que no vas a descrifrar los secretos del Universo (o de tu tristeza), podrás al menos montarte una historia de Buenos y Malos. Podrías relativizar y tener simplemente una opinión puntual entre elegantes silencios; pero quién quiere eso pudiendo convencerse de tener La Verdad.
Si tú no crees por defecto en esa Verdad, por cierto, te insultarán, se revolverán. Si algo ha puesto nerviosas a esas personas a lo largo de la Historia, es la variedad intelectual.
Antes eran sobre todo religiosos, pero ahora ya no necesitan un dios. El ateísmo ha ido encontrando sus propias fuentes de fe. Sus Biblias e ideas cerradas, sus propios discursos enrevesados y de sagrada moral doble; incluso sus símbolos. Se comienzan a irritar igual que los beatos con la naturaleza y la ciencia. Se parecen cada vez más a una cama con dosel. Otra vez esa forma devastadora de dormir.

Yo tengo muchos puntos flacos. Nunca encajé muy bien en esa dinámica sobre lo positivo que es lo que te lo hace pasar mal; lo que te adormece, lo que te esquilma, toda esa arbitrariedad académica. Eso es positivo, se supone, porque es una inversión de futuro. Sabiendo que iba a morir, me flojeaba un tanto esa tendencia adulta a tomar el presente por una trampa cuando es agradable.
Cada época tiene su punto flaco. A veces es una persona, a veces una cosa, y a veces una idea. Hay puntos flacos que se los lleva el viento, y otros que ya no se van.
Mientras estaba en el suelo, en medio del complejo comercial, pensé en quien yo sé, cuando se ponía su blusa rosa.
Era clásica (aunque no clasista), era dulce, y quería estar con alguien. Era lo que ahora ya no vende, y yo me volví loco con eso.

En eso pensaba, y comencé a fumar un cigarro tras otro. Si me ve alguien, deduje, no hay problema, pensará que soy un borracho. ¿Y no lo era? Es bueno ser consecuente con lo que se es, aceptarse y asumirse.
Pasó aún un rato antes de que me dejaran de doler los codos y las rodillas, los más afectados por la caída.
Qué desastre, pensé, y era un pensamiento autoinfligido. Siempre he tenido una relación más estrecha con el pasado que con el futuro. El futuro es un loco que habla solo en la otra punta del bar, que te gorronea cigarrillos y vomita sobre la barra. Culpadme por no querer tratar con eso.
El pasado no es necesariamente mucho mejor, pero al menos tiene sus luces aseguradas. Eso ya no te lo pueden quitar.
La noche anterior había soñado que Ella estaba embarazada. Su panza bajo la blusa rosa. Un oportunista, un buen chico de los cojones, la había embaucado, la había engañado hablándole de su estrecha relación con el loco gorrón. Le había descrito sus románticas ideas de hormigonera sobre el porvenir. Dejaba caer lo realista que era, lo preparado que estaba. Sincero hijo de puta.
Yo intentaba hablar con ella. No te fíes de su máscara. No confíes en su cuidada y frondosa barba irritantemente a la moda. No te dejes llevar por su aroma de clase media alta. No te conformes con sus catorce centímetros. No estás liada con sus simpáticos y jóvenes padres (por Dios, ¿a qué edad le tuvieron, a los trece?), sino con él y su complaciente pero a medio plazo aburrido y tedioso temperamento.
Pero el bicho ya se había colado en la nave. Cualquier día, saldría montando el habitual show del asco.
Es algo más que un punto y aparte. Si es una persona que te gusta de verdad, es la putada definitiva. El matrimonio tampoco es bueno, pero es reversible, y muy a menudo temporal. Pero un crío, un bebé, una criatura que será 100% dependiente durante años, que le chupará las tetas y la energía a su madre, que le quitará el sueño y puede que hasta el trabajo y el brillo de los ojos…
Eso te coloca en otro planeta. Adiós a la chica de la blusa rosa.

Levantarse

Amaneció en mi caída. Cuando había tropezado aún era de noche; puede que pasara una hora en el suelo. Comenzaban a purular algunos empleados de tiendas y cafeterías. El domingo hace mucho que no es el día del Señor. El descanso lleva décadas muy demodé.
Pensé en llamarla. Enseguida se me pasó. Hacía mucho tiempo (¿tres años?) que no nos veíamos. Incluso se había cortado el flujo digital. Obviamente había al menos un par de cauces por los que contactarla, pero la imaginaba ocupada teniendo una vida. La gente competente (o simplemente manejable) tiene esa mala costumbre. Durante unos meses te preguntas si Ella pensará en ti, pero cuando ya cuentas en años, te la imaginas currando el algo guay, riendo entrañablemente y follando con cuidado con un antiRomeo, alguien cuyo discurso se hundiría como el Titanic si no fuera porque la confusión de la compasión actual es óptima.
Alguien, una chica joven, me pregunta si estoy bien. Le digo que sí. No le convence el hecho de que siga tirado en el suelo, pero sigue su camino.
Queda poco, pero aún no es el momento. Se me ocurre lo buena idea que habría sido cascármela así, en el suelo, en la calle. Pero ahora ya hay gente; alguien podría llamar a la policía y provocarle un ataque de risa al loco gorrón.
Ha llegado el momento de levantarse.
Flexiono los abdominales bajo la barriga, intento incorporarme. El sol de agosto es abrasador. Veo que algunas personas me miran desde una terraza. Es más tarde de lo que pensaba. “Sí, estaba borracho”. “Sí, estoy jodido”. Mi mirada tiene que ser convincente. Como si supiera algo que ellos no saben.
No muy lejos, en una zona de aparcamientos, vi salir a una pareja de un coche. Ella parecía realmente Ella. El pelo negro y brillante, liso y largo. La sonrisa algo somnolienta, aunque también lo parecía a las cinco de la tarde. El tío que iba con ella era alto y llevaba unos tejanos y una camisa blanca. Un prototipo. Una cara generada a partir de un millón de caras simétricas. Y un cerebro parecido (o eso esperaba). El mío iba a toda leche, inventando excusas. Si ella me veía, seguro que diría algo. Mis pantalones no estaban limpios, mi pelo no estaba peinado, mi vida no estaba presentable.
Claro que era Ella, y claro que me vio. Al parecer iban a desayunar. Había un Viena, había unas cinco cafeterías, los multicines aún cerrados, y unas fuentes muy espectaculares y fuera de servicio. No es un lugar desagradable. Sólo es agradablemente artificial.
Ella no había ganado o perdido veinticinco kilos. Su imagen era inmejorable y su figura harto follable. No la Modelo, sino la Vecina, pero suelo preferir la vecina.
Cuando me vio, si se sintió incómoda, lo supo disimular sin esfuerzo. Vino hacia mí y sonreía de domingo por la mañana. Dijo algo que a la vez era saludo y a la vez pregunta.
Yo sonreí, dije:
–Nada que contar.
Lo que traducido era: Te Quiero Quién Es Este Fulano.
–Pues he venido con mi primo.
La típica casualidad. No me hizo confiar demasiado. ¿Hasta que punto está mal visto el sexo guarro entre primos? Seguro que no está bien visto, pero no se lee igual que cuando se trata de hermanos.
Le cuento que aún no he dormido. Que me he caído. Que me he quedado un rato en el suelo, fumando. Quiero quitármela de encima y a la vez casarme con ella tirándonos de un avión, bajo el agua, en La Vegas de Elvis y Marilyn, lo que haga falta. Procuro que los silencios sean significativos, que haya toneladas de exformación. Mírame, estoy en la mierda, a lo mejor, pero eres mágica. ¿Quería dar pena? Puede. Como fuera, el tío ya no era el Enemigo, sólo era un tío, y en general los tíos sólo necesitamos tener una anécdota en común para ser los mejores amigos.
Fuimos los tres al Viena. Ella reía, coqueteaba, creo que sin darse cuenta. No lo sé. El tipo era blanquecino y mustio, muy tranquilo y sin carácter aparente. Puede que coleccionara monedas o sellos. No te lo imaginabas apasionándose por nada. Era el Primo. Aparentemente inofensivo, gris por vocación, y puede que un futuro psicópata por elección.
Yo estaba silbando como una cafetera. Aquello fue el principio de algo. Sólo puedo decir que a veces no está mal levantarse.
Ella dijo en cierto momento:
–¿Tengo una mancha?
Porque yo no dejaba de mirarle la zona del vientre.
Circulen, aquí no hay nada que ver.
No hay nada que contar.

gfhgf

El momento del corredor

Dónde. Quiénes

Si de crío fuiste manejable y estudioso, se trata de esos enormes almacenes que quizá veas desde tu coche, de camino a tu curro de alto perfil. Dentro de esos lugares hay un montón de trabajadores, de esos que sabes jerárquicamente inferiores. Yo siempre he sido uno de ellos. No me importa admitir cierto complejo. Por otro lado, no es que sea un guerrero de clases, pero sí soy cierta clase de guerrero. Esos lugares, esos complejos industriales, están repletos de guerreros de la aceptación. Aunque no lo creas, a veces ahí dentro pasan cosas emocionantes. El asunto no siempre va de lo que cuentan ciertas películas afectadas, europeas y condescendientes.
Por otro lado, lo más cerca que estarías de un Apocalipsis zombi, es que algunos de nosotros dejáramos de montar, clasificar y mover palés. Si nos cruzamos de brazos, nadie alimenta a los camiones; si nadie alimenta a los camiones, dejas de brazos cruzados a los reponedores; y si los reponedores sólo se dedican a fumar en el patio del almacén, tú no tendrás nada que llevarle a tu nevera.
Somos parte de la base. Así de fácil se puede desatar el caos. Los villanos de Bond siempre fueron demasiado rebuscados. Casi nadie sabe hacer ya nada más que no sea comprar. No sabemos sobrevivir, sólo ser sofisticadamente dependientes.

Cuándo. Cómo

Mi lugar de trabajo en ese entonces era tan grande como lo requiere la clasificación y envío de suministros a decenas de tiendas de todo el país.
Imagínate el turno de noche, entrar a currar a las diez y salir a las seis de la mañana. De lunes a sábado. Una sola tarde libre de verdad a la semana.
Eso te moldea el humor. Te conviertes en esa clase de persona.
Era ese tipo de empresa que mueve de ciudad a los trabajadores dispuestos viajar. Una mínima paga extra. Yo nunca pasé por ese tubo, pero sí vi a gente de fuera venir a apoyar la campaña de Navidad. No es que llegaran de lugares donde no había Navidad, pero a veces había que priorizar el esfuerzo en el Centro Logístico.
Por raro que pueda sonar, había bastantes chicas administrando, etiquetando y moviendo palés con carretillas. No éramos sólo tíos con un vocabulario de diez palabras y medio desdentados. Te parecerá asombroso, pero hay personas interesantes en todas partes, a veces incluso encantadoras; o hasta –agárrate bien– cultas. Y no lo digo a la manera asquerosamente condescendiente en que lo diría tu primo el ingeniero sobre sus abuelos. Me refiero a gente perfectamente capaz de expresarse y armar razonamientos complejos.
Mucha gente no sabe que el fracaso académico es a menudo menos una cuestión intelectual que adaptativa.
La gestión del miedo es algo en lo que profundizar, y no es que yo sea un experto. Lo que sí sé es que la motivación no siempre guarda una relación directa. Si eres lo que llaman adulto y tu única especialidad docente es el miedo, igual deberías mantenerte lejos de las aulas y cerca de los condones.

Quién

Esto es un terreno pantanoso, un lugar común casi siempre horriblemente previsible, a reventar de mala poseía y prosa nefasta. Saturado de lágrima fácil y sexo burdamente controlado. La literatura en torno al Amor es tan abundante como mediocre. Encontrar algo bueno, bonito o significativo sobre el tema, es mucho más difícil que lo de la aguja en el pajar. Se parece más a detectar a alguien capaz de un discurso propio. Hoy en día eso es una auténtica rareza, ya que no sólo abunda el discurso repetido, sino que además ahora se aplaude sin reservas.
El amor no pasa por su mejor momento. Hay personas que han decidido que pueden tomar medidas respecto a lo irracional. La militancia, venga de donde venga, siempre cree que puede embotellar el aire; que podrá venderlo como argumento. Ahora cierta militancia ha cerrado filas no sólo frente a la ciencia, sino también frente a la naturaleza. Ahora hay personas que no soportan la idea de ser carne y química con predisposición biológica.
Creen que pueden hacer que la gente sienta y quiera lo que a ellos se les antoje.
La ingenuidad ha tomado su forma más estúpida y agresiva.
Por suerte, y menos mal, eso aún no era así cuando la conocí a ELLA. Aún no estaba mal visto reconocerte ser humano. Fue a principios de los 2000, esa década que no parece tener personalidad alguna para quienes recuerdan los 80 o los 90. Yo estaba en una fase semivegetativa. Tenía veintipocos y me dedicaba a mirar al suelo y procurar no hacerme ilusiones. Era una vida que no tenía siquiera fines de semana decentes, algo a lo que nunca llegaría a acostumbrarme. Despertaba los sábados a mediodía, y eso era todo, esa tarde restante. Al día siguiente tenía que volver al curro por la noche. No tenía tiempo de descansar; y ni de puta coña tenía tiempo para desconectar. Intentaba ir al cine y leer, ver a los amigos a ratos, pero, no sé cómo definirlo sin aburrir, excepto que básicamente no había espacio para la alegría.
Era una vida sin tiempo de calidad, sin sexo compartido, sin proyectos de futuro. Una vida que me robó ese momento necesario de la noche, para dormir, o para leer, para escribir. Para intimar.
Mi vida era una mierda como un piano. No tenía nada que ofrecer, nada que contar y nada que ser.
Me movilizaba seis tardes a la semana a las ocho y media, para ir a pie el tramo de veinte minutos que había hasta donde paraba el autobús. Luego me zampaba una hora de viaje hasta la nave industrial. Seguro que te empiezan a cuadrar las cuentas. Aprovechaba el viaje para leer, aunque sólo en teoría. Había gente ruidosa, y no siempre luz a mano.
Cuando llegaba, iba hacia mi taquilla. No es que allí nada se pareciera a un instituto. En los vestuarios había banquetas y duchas. Fuera había pasillos, grises y funcionales. Y había un corredor que llegaba hasta el almacén propiamente dicho. No sé las medidas, pero aquello podían ser unos tres campos de fútbol. Todo lleno de estanterías para palés, altas y enormes, con espacio entre ellas para maniobrar con todo tipo de máquinas. No era una fábrica más, o sí, pero era un centro vital del sector servicios. Allí era donde se iniciaba la labor que hace que los pasillos de tu supermercado tengan ese aspecto colorido y relajante. Como si unos duendes, sonrientes y orgullosos, los hubiesen preparado para ti.
Mientras tú dormías, yo te paletizaba las próximas veinte comidas.
La jerarquía no se construye de acuerdo con la importancia de cada labor.
Recuerdo que por aquella época chateaba a diario con una universitaria. Ella se iba a ir de erasmus, estaba Viviendo el Sueño. Nos vimos puntualmente (aunque sin roce), ella me gustaba. Creo que por algún tiempo le llegué a gustar también. Creo que a mí nunca dejó de gustarme, y a juzgar por Instagram ella ahora folla con un pelirrojo barbudo en un piso la mar de cuco.
En la vida real, no había manera de conocer como es debido a nadie. Excepto a quien ya conocía. La gente suele elegir a alguien con quien poder salir a cenar o ir al cine de una forma relajada. Yo ofrecía sobre todo limitaciones. No era un buen punto de partida. Mi horario laboral coincidía directa e indirectamente con las horas principales de ocio, relax y descanso del resto del mundo. Cuando los demás se reunían, reían, tomaban algo y respiraban tranquilos, yo no estaba.
Pero estoy derivando un poco.

No hay tanto que contar, pero lo que hay necesitaba de no poco contexto, y requeriría desarrollo infinito. El estado de ánimo y la logística en ese punto de mi vida, son primordiales para entender cómo de intenso tenía que ser un sentimiento para trascender el hecho de que me había aceptado a mí mismo como zombi. Procuraba no sentir, no juzgar, no valorar y no planear. El futuro a medio plazo era sólo más palés y olor a cartón. Los sábados a mediodía, me recordaba inmediatamente a mí mismo que sí, era fin de semana, pero no para mí, yo sólo pasaba por allí.
Y por todo eso que parece me obstino en volver a explicar de otro modo, es por lo que ELLA fue importante. Relevante. Crucial incluso como fenómeno. Quizá una clave para explicar por qué tanta gente se resigna a tragar tanta y tanta mierda durante su vida.

Una noche bajé del autobús. Alguien me dijo que había llegado gente de fuera al almacén. Que iban a estar haciendo inventario. Chicas.
Mi respuesta fue nula, quizá una sonrisa torcida. Mis compañeros creían que era mi sentido del humor, pero era todo lo que sabía hacer cuando llevaba allí dos años. Asentía y procuraba no derrumbarme. A veces llegaba tan cansado y apagado a casa, que no tenía reservas ni para hacerme una paja. A veces pasaba una semana entera sin tocarme los genitales excepto para lavarme. No podía follar ni conmigo mismo.
Algunos sábados por la noche (que en mi caso se parecían mucho a los domingos por la tarde de todo el mundo), me hacía lo que yo llamaba: La Gran Paja. Lo cual no tiene mucho más que decir.
Así que habían venido chicas de fuera, iban a estar purulando con carpetas por los muelles, los camioneros dirían obscenidades y puede que alguno se llevara una patada en los huevos. No sería la primera vez.
No es que todas fueran jóvenes y lozanas, pero la mayoría de la gente que decidía “dejarse viajar” por la empresa, no era mayor, y raramente eran hombres, porque el trabajo más físico solía estar bien cubierto.
Me llegué hasta los vestuarios y me cambié de forma automática, resoplando, mirando al suelo y saludando mecánicamente a compañeros. Algo que había advertido, es que los más mayores, los casados y con hijos, los “atados”, los mediana edad, los veteranos, eran los menos depresivos allí. Algunos incluso parecían optimistas. Creo que era porque de alguna manera habían pasado el testigo de sus vidas. Como si ellos ya lo hubieran intentado (o no, eso ya no importaba) y fracasado, y ahora le tocara probar a su descendencia. Había algo lógico y a la vez retorcido en ello, como encontrarse cómodo en el limbo. Como tener la excusa perfecta, o aún más raro: un antídoto emocional contra la depresión del trabajo repetitivo, el horario esclavo y la conciencia de la eliminación del yo.
Esos tíos entraban al vestuario con un animo parecido con el que lo abandonaban al final de la jornada. Aunque a decir verdad, yo también, pero no precisamente con esa cara de satisfacción, o como mínimo plácida conformidad.
Ese día, como siempre, me puse los pantalones de la empresa, la faja de la empresa y la camiseta verde vomitona de la empresa; y me dispuse a atravesar el corredor que llevaba a la carencia de sorpresas. La faja era negra y funcionaba con velcro. Era obligatoria sólo en teoría. Si paletizabas ibas a mover mucho peso. Tradicionalmente, de ahí es de donde suelen venir las hernias. Si te ganabas una y no habías estado usando la faja, la empresa se desentendería. Y si no, también; pero eso es otro tema.
Iba pensando en ello mientras avanzaba por el largo corredor.
Ella entró en él desde el almacén. Caminaba hacia mí. Probablemente había subido por uno de los puertos. A veces la gente no sabe por dónde meterse en un lugar tan enorme, como si no hubiera una puerta de entrada, una recepción y hasta plantas de interior.
De entrada sólo veía un contorno. Luego me percaté de que era una chica. Después –todo desde pensamientos automáticos– decidí momentáneamente que no debía ser muy guapa. Primero tiras del canon; es después cuando llega la percepción personal. La chica no era canon, no era exactamente delgada, alta y contonenante, no era “femenina” al modo de revista que mucha gente cree es el único que nos a atrae a los hombres que preferimos las mujeres.
Cuando se fue acercando más, cuando pude ver sus rasgos y formas, se activó mi programa de gustos propios. Gustos siempre volubles y poco previsibles, aunque supongo que eso le pasa a todo hijo de vecino.
Llevaba el pelo corto, ni siquiera por los hombros, casi una especie de peinado de chico de los noventa. El pelo claro, aunque no rubio, puede que pelirrojo. Me gustaría ser más preciso, pero no se le puede exigir precisión a quien dice haber visto a la Virgen María, y para mí esto fue una experiencia parecida. Tampoco digo que lo que me atrajera fuese su aspecto virginal, como si la clave de todo esto fuese que yo me pongo cachondo con los colores pastel. Simplemente hablo de lo que para mí fue una visión.
Diría que no recuerdo apenas su nariz y su boca, porque sus ojos presidían su cara dando martillazos a discreción para que los miraras sí o sí.
Y eso fue lo que me pasó.
El problema de los ojos es que también te ven a ti. Es parte del éxito de los culos, es lo más asequible para el voyeur. Las tetas se encuentran en un término medio peligroso; no exactamente en la cara, pero aun así demasiado cerca de los ojos.
Lo que hice fue mirar como un bobo mientras nos acercábamos el uno al otro. Supongo que ella iba camino de las oficinas. Los primeros segundos su mirada se atenía perdida sólo a sus pensamientos. Pero era inevitable que se diese cuenta. No puedo imaginar qué debió pensar; quizá primero que yo la conocía, y a la postre que era un psicópata. En cierto momento, estuvo a punto de decir algo. Algo a modo de saludo. Pero creo que mi forma de mirar era mucho más que curiosidad. Ni siquiera era un rollo de salido. Eso fue lo que más la desconcertó. Nos aguantamos la mirada hasta estar ya el uno encima del otro.
Pero sólo metafóricamente.
Ella continuó hacia donde iba, y yo seguí unos pasos más, me detuve, y me quedé perplejo; perplejo conmigo mismo. No dejé de darle vueltas a ese momento en toda la noche.
El momento del corredor.

Ella sólo iba a estar allí una semana. Todo el mundo conocía esos tránsitos. Supe que tenía novio, allá de donde venía. ¿Narnia? Creo que Alicante. Es muy posible que no tuviera novio y sólo fuera una historia para alejar moscones. Esos siete días pasaron cosas no poco extrañas, aunque en realidad sólo accidentes. Obviamente, no fui el único que se fijó en ella. Creo que había chicas mucho más canon que no estaban entendiendo nada. Cayeron más palés de lo normal, e incluso una carretilla volcó durante esos días. Al parecer el chaval que la llevaba se cruzó con la chica. Giró el cuello de golpe sin darse cuenta de que estaba girando también el volante. No es tan fácil cargarse el centro de gravedad de un toro.
No volví a mirarla de ese modo descarado, y desde luego no hablé con ella. No tenía sentido. La gente que venía a echar unos días por la paga extra, tenía la mentalidad de quien va a un estanco a por tabaco: entrar, hacer, salir. Básicamente se relacionaban entre ellos, hacían gueto en el comedor y procuraban no buscarse líos.
Me llamó la atención la actitud de los veteranos. Como si vieran en la mirada de los jóvenes que la miraban a ella algo que ellos entendían muy bien. Algo me decía que tenía que ver con lo que les hacía afrontar ese trabajo gris casi con una sonrisa. Sólo algunos de ellos llegaron a cruzar palabra con la chica. Ella sabía que no le tirarían la caña, y ellos se sentían felices simplemente oyendo el timbre de su voz. Creo que eso les transportaba, les confirmaba algo vital. Yo no sabía despejar aún la x. Sólo intuía que todo aquello, aquella dinámica de magia inesperada, tenía que ver con el momento del corredor.

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Haciendo el obrero

Esperando

A menudo tengo sueños en los que estoy furioso. Me defiendo a gritos de acusaciones justificadas, lo que me pone aún más furioso. Quienes me acusan tienen toda la razón, así que grito y me encabrono cada vez más. Si no admites la culpa de entrada, es muy difícil recular, hay quien diría que casi imposible.
Espero a menudo de madrugada, al volante, aparcado frente a un comercio o nave industrial. Siempre recuerdo Drive, pero la vida real nunca tiene ese misterioso encanto. No soy El Conductor, sólo conduzco. No suele haber atracos sofisticados. Viviendo así, casi nunca ganas. Pierdes familia y amigos, tienes pesadillas; la mayoría de delincuentes son demasiado humanos para dedicarse a esto. También suelen ser demasiado tontos. El caso del criminal culto, inteligente y frío es casi un mito. La mayoría estamos perdidos y cagados. A medio plazo descubres que no era tan fácil ser un sociópata. Casi nunca actúas por valentía, sólo logras vencer el miedo unos segundos cada vez.
¿Cuál es el sentido? Es probable que haya poca distancia entre acabar siendo funcionario y acabar desvalijando cajas fuertes. Y no estoy ironizando. Hay decisiones muy importantes que se acaban tomando por inercia. Te dejas llevar, procuras no pensarlo mucho, no pensar en qué estás gastando la única vida que vas a tener.
Te empieza a caer bien Dios, o al menos esa idea. Te justificas, te dices a ti mismo que tú no matas, aún gestionas códigos morales. Hay cosas que no piensas hacer. Nunca currarás diez horas para nadie, pero tampoco te liarás nunca a tiros, no degollarás a nadie, tienes tus principios.
No eres violento, sólo eres lo que tu padre llamaba: Un Caso. Tienes el mismo carácter que a los dos años; que cualquier bebé que empieza a balbucear. Excepto en las formas. No babeas ni te cagas encima, al menos en principio.
Pero no se trata de que te lo hagan todo, o de no pegar palo al agua. La mayoría de gente no entiende el trabajo que conlleva mantenerse ocioso. La fortaleza mental que necesitas para sobrellevar eso. El hecho de no ser digno para nadie que se considere ídem. La superioridad moral de los que siempre se quejan, de los que buscan una excusa bien vista (la lotería, por ejemplo). Esa gente que realmente cree que el trabajo no vocacional es algo más que un mal necesario; que se construyen a partir de ahí, que dicen tener el poder de cansarse de las vacaciones, o el orgullo silencioso de no saber qué hacer si nadie les manda.
Un extraño y popular orgullo.
Salta la alarma. Casi todas suenan igual. Dos tipos tan maduros como bebés y tan valientes como la adrenalina les deje, salen a toda hostia y se meten en el asiento de atrás. Tienen las joyas.

Adrenalina

No soporto los gritos de triunfo. La adrenalina no actúa en ti de la misma forma que en los cacos recién salidos del horno. Sólo conduzco lo más naturalmente que puedo. Voy hacia el garaje cercano acordado previo pago. Ahí nos espera su dueño, cada vez uno distinto y amigo de nadie.
Apenas oímos las sirenas de la policía. Nosotros nos vamos, ellos van. Se trata de conducir como alguien a quien le espera una familia en casa. Has tenido un día duro en el curro; o aún peor, sólo ha sido un día más. Tengo práctica poniendo esa cara. Estuve no pocos años haciendo el obrero. Los cacos se esconden detrás, sólo ha de ser visible el conductor, nada más que otra hormiguita, acumulando dignidad para la entrevista con San Pedro.

Tele culona

El momento en que estalló todo. Aún hoy día no sé si era una prima, una prima segunda, o simplemente la hija de una amiga de mi madre. Lo juro. Pero no es que me importara; sé perfectamente lo que es sentir remordimientos, y aquel no acabó siendo el caso.
Nuestros padres conversaban a voces en la planta de abajo, nosotros nos fuimos a mi habitación. Creo que el problema era que ambos ya teníamos diecisiete años. El primer juego que te venía a la mente ya no tenía que ver con ningún tablero o videojuego. Éramos el árbol que crece o el río que fluye. Éramos el meteorito que se merendó a los dinosaurios. Nuestros padres cometían todos los errores del catálogo, no había un sólo tópico en el que no cayeran. Como creer que tu hijo aún es un crío; o que tu hija aún es virgen. Ella tenía más experiencia que yo, desde luego; ya había follado un puñado veces con un tío mayor. Le decía que tenía veintiún años, me dijo, como si hiciera falta. El pavo rondaba los cuarenta, iba por ahí todo el día con una tienda de campaña. En realidad era muy representativo; una fuerza más de la naturaleza.

Ella me lo advirtió antes desnudarnos, pero yo estaba demasiado preocupado por mi erección, por que la hubiera. Actué torpemente, no fui original, pero le eché ganas. En cierto momento ella me empujó, y vi salir el chorro a presión. Frente a la cama, apenas a un metro, tenía un televisor pequeño sobre un mueble viejo. Se empapó y los fluidos se filtraron por la rejilla de la parte trasera. Aquella tele tenía mas de diez años. Justo en ese instante, mi padre llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
Mis padres actuaron según el manual parental de moda a principios de los noventa. Gritaron y me abroncaron, me dieron una buena tunda. Los padres de ella estuvieron semanas convencidos de que había sido una violación. Su hija no hacía esas cosas, era su hija.
La tele ya no funcionaba.
Al cabo de un mes de follones similares, me fugué al sillón de un colega.

Reparto de bienes

Cuando eres un delincuente y robas en especias, normalmente necesitas otros delincuentes para poder cobrar. Allí nadie quería joyas. Yo conocía a Bruno, él tenía contactos y sabía sacar el conejo de la chistera. Se llevaba un porcentaje. Nunca se me han dado bien los negocios, los tejemanejes. No comencé a robar para conocer gente o regatear. Lo quería sencillo, aunque al final nunca lo sea del todo.

Bruno dice que lo más importante si quieres dedicarte a pegar el palo, es no volverte codicioso. Y sobre todo no colectivizar, no meterte en mafia alguna, no currar para nadie. Currar para alguien se parece demasiado a llevar una vida corriente, pero en ese raíl sólo te echan del curro, te arruinan. Nadie te va a intentar matar si la cagas.
Bruno dice: Tienes que ir a tu bola.
Si confío en él es porque le conozco desde que aún se meaba en la cama, y de hecho no nos llevamos muy bien. Hay un férreo vínculo basado sobre todo en el interés; algo mucho más sólido que una amistad, que acaba lindando más fácilmente con la traición. Es más fácil engañar a quien confía emocionalmente en ti.
Además Bruno tiene su curro legal, pero a Bruno no le gusta que hablen demasiado de él.

Haciendo el obrero

No volví a ver a mis padres. Nunca me siento muy afectado con esas películas sobre reencuentros y sentimientos familiares a flor de piel, sobre ausencias y necesidades consanguíneas. Es decir, sí entiendo a los personajes, sobre todo al ver a sus guapos y comprensivos padres de ficción, o a sus gamberros pero atractivos y carismáticos hijos. Pero no veo en qué refleja eso la realidad. Si me cruzara con algún familiar o amigo de cuando era crío, sólo sentiría una intensa incomodidad. No tienes nada que contar cuando tu profesión consiste en evitar hacer el obrero.
Así lo llamaba un profesor que tenía, uno de esos simpáticos docentes de los noventa, asqueado, siempre con un discurso contradictorio y cargado de rabia en los labios. Su herramienta principal era la amenaza, y la amenaza era el futuro. O estudiáis o acabaréis haciendo el obrero. Os arrepentiréis, seréis unos desgraciados.
Por lo que sea, eso no funcionaba conmigo. Yo era uno de esos alumnos tocacojones que necesitaba sentirse motivado, no amenazado.
Si estudiabas, podías lograr un buen trabajo, aunque lo de «buen trabajo» da pie a un debate voluble. Antes la premisa era en cierto modo clasista; si eras reponedor eras un perdedor, si lograbas algún puesto administrativo y abstracto previa titulación universitaria, eras una persona como Dios manda. A medida que el paro fue subiendo y los buenos chicos con estudios tuvieron que reponer, un buen trabajo comenzó a ser simplemente tener trabajo.
El respeto que las personas te tienen, si te consideran inferior a algún nivel, casi siempre es un fingimiento elegante.
El esfuerzo intelectual hace la jerarquía laboral, y salirse de ese sistema de egos susurrado, esa lasaña de hipocresía académica, te produce no poco alivio. Tanto como para que la delincuencia siga siendo una salida para muchas personas poco interesadas en hacer daño. Como decía, hay muy pocos delincuentes cerebrales y con el pecho vacío, y la mayoría no han conocido nunca a un asesino.
De este modo, no se trata sólo se evitar hacer el obrero, sino también de no convertirte en el profesor. Ser mucho peor que todo eso bastaría, porque ser mucho mejor es algo que las personas cuerdas y con estudios (pero también con trabajos tediosos), no quieren que seas, y si está en su mano, es probable que actúen para evitarlo.
Sólo tienes que escucharles, ver cómo miran, estudiar cómo sienten.
Ellos, en el fondo, también hacen el obrero.

40 formas de decir nieve

Evitar las dificultades habituales sólo te lleva a afrontar otro tipo de dificultades. Cambia la jerga, el lenguaje, el contexto, puede que incluso el paisaje. Pero sigues siendo ojos y tripas, y tienes exactamente las mismas necesidades que quien madruga. Tú al menos sabes que Dios nunca ayuda, pero eres consciente de que eso no es una ventaja, no como tantas veces se dice lo es el conocimiento. Desde los margenes, sueles ver mejor (si te fijas) cómo funciona la máquina, pero vives una batalla constante por descubrir de qué te puede servir eso.
Tu sistema ético y moral ya no tiene nada que ver con el de los padres de la chica que te gusta.
Y tarde o temprano hay una chica que te gusta.
No sólo una chica con quien quieres follar, sino alguien con quien estar, a poder ser sin atenerse al socorrido sistema de intimidad basado en la idea (falsa pero efectiva) de una relación de sinceridad absoluta.
A diferencia del individuo que vive al margen, cuya relación con la verdad tiene que ver con hacer importantes ingresos en el banco del silencio, la ventaja del ciudadano al uso es que sí puede fingir que nunca miente.
Lo que tú esperas es que el silencio selectivo sea suficiente para la persona amada. Es casi una utopía, incluso siendo malos tiempos para el amor romántico.
Llegué a pensar que esa especie de frialdad ideológica que parecía estar empapándolo todo, podía ayudarme a conocer a alguien. Pero el mundo nunca funciona según parámetros ideológicos concretos; hasta las personas más supuestamente versadas en “construcciones culturales” y “relaciones tóxicas”, se pueden acabar enamorando al modo irracional de las novelas que tanto odian.
El final de la mayoría de historias es: No hay escapatoria. Sólo puedes elegir cómo te complicas la vida.
Quedé con una chica que, cuando intenté explicarme, me dijo que hay unas cuarenta formas de decir nieve en finés, pero que al final siempre es nieve.

Sanidad privada

Cuando descubres que la poli no se ha tragado tu cara de pan de empleado medio. Cuando te ves obligado a apretar el acelerador. Cuando, aun habiendo despistado a dos coches patrulla, te sales en una curva y das cuatro vueltas de campana. Entonces recuerdas que no tienes tarjeta de la seguridad social. Y eso sólo para empezar.
Heridas superficiales, pero un brazo dislocado. Uno de los dos manguis del asiento de atrás, casi ileso, nos ayuda a salir del coche. El otro tío pierde sangre por una brecha en la frente. Se queja de lo que le pican los ojos.
Este día fue crucial.
No sentí que volviera a nacer, pero sí gané perspectiva en lo relacionado a mi mundo. Lo noté ya mientras girábamos dentro del vehículo, con decenas de esquirlas de cristal rebotando e incrustándose por doquier. Yo al menos llevaba el cinturón puesto. Siempre fui cuidadoso para ese tipo de cosas, para los detalles. Te pones el cinturón, respetas los semáforos, regalas flores… No quieras saber qué cara puso la chica. Veintipocos, aficionada a arreglar el mundo vía Twitter. No volví a regalar flores, ya no funcionaba ni desde la ironía.
Nos atendió algo así como el médico oficial de los automarginados. Un tío que curraba en una clínica privada, pero que en casa tenía instrumental suficiente para sacarse un sobresueldo. Todo tan ilegal como eficaz. Creo que el tipo se sentía vivo con esas irrupciones de madrugada, puede que fuera un sádico hasta cierto punto. Me inquietaba el que su casa tuviera sótano.
Creo que sonrió cuando me dijo que mi brazo derecho estaba dislocado. Para él era una tarea muy fácil, y para mí en extremo dolorosa. Creo que se recreó recolocándome. Yo grité tanto y tan fuerte, que luego estuve cinco minutos escupiendo sangre.
Estuve días con el brazo en cabestrillo, con la cara llena de tiritas y la cabeza bullendo de ideas, unas terribles y otras luminosas y estúpidas. Todas sobre cambiar de vida.

El orgullo del herbívoro

Creo que lo que más me irritaba de la idea de abandonar el negocio, era la sensación de derrota, el orgullo criminal herido. Y también el hecho de que todo eso fuera tan tópico, tan previsible, la clase de giros que un guionista con cierta ambición descartaría. No quería convertirme en el típico delincuente reformado que tiene un montón de historias que contar. No quería ser la mascota de nadie; prefería ser el Malo para el pijo, y no su entretenimiento durante alguna cena vegana.
Todo ese proceso me revolvía el estómago. Pensaba en ello mientras mi brazo se recuperaba, y era la clase de dolor abstracto sobre la que sí sería interesante hablar, pero que los demás utilizarían para seguir alimentando sus jerarquías y egos. No hay que regalar jamás ese tipo de carnaza. La mayoría de gente hace un uso horrible de la información, y más cuanto más íntima sea la misma. La condescendencia se maneja ahora con múltiples grados de sutileza.
No soporto ver a gente arrepintiéndose en voz alta sentados a la misma mesa que personas que realmente se creen modelos de conducta.
No lo hagáis.
Que imaginen lo que quieran. Aunque piensen que has podido matar a alguien. Es preferible eso que darles la oportunidad de mirarte por encima del hombro desde una sintética humildad. Bruno tenía una opinión sobre esto –prometo no mencionarte más, tío–, lo llamaba: El orgullo del herbívoro.
Nunca lo desarrollaba, sabía que ese etiquetado de cosecha propia tenía la suficiente resonancia por sí mismo.
Me intenté visualizar viviendo en otra ciudad, conociendo a gente nueva, yendo a garitos, construyendo bromas internas, gestionando el pasado, remodelando constantemente el futuro… Una dinámica agotadora, porque ya no podría justificarme sólo ante mí mismo. No tendrían cabida mis gimnasias mentales, ni tan siquiera en pleno auge de la gimnasia mental, porque la aceptada ya veía el Mal incluso en la disposición de los elementos. Cada vez más gente cree que nada es casual, que todo es o bien buenas intenciones o bien maldad, cuando no maldad interiorizada (esto les encanta).
Me cuesta demasiado verme en ese contexto de bondad epidérmica.
No quiero alimentar el orgullo del herbívoro.

La disonancia

Sólo había una cosa (persona) capaz de hacer que intentara adaptarme a la rutina de mucho curro, poca pasta y amigos relativos.
En párvulos, cuando tenía cuatro años, solía revolcarme por el suelo delante de ella. No paraba de reír. Ahora tiene treinta y muchos y trabaja en una mercería. Paso no pocas veces por delante al cabo del día. Creo que ella no me ha visto nunca; o al menos no le ha dado importancia alguna. Estoy hablando de algo en lo que mucha gente cree más o menos como cree en Dios, nada o casi nada. Un sentimiento de largo recorrido; con sus altibajos, sí, pero siempre presente; en algunas épocas, lacerante, en otras, una letanía. Pero una realidad en cualquier caso, un ente omnipresente en lo que va desde mi cráneo a mi entrepierna.
Un ente ahora sin novio. Tengo mis contactos.
Hablo incluso de noches sin dormir. Una mañana fui a urgencias (aún podía), pensé que estaba sufriendo algún tipo de crisis de ansiedad, no había podido pegar ojo en toda la noche.
Me dijeron que pidiera el café descafeinado, y me mandaron a casa.
Nadie se toma en serio estas cosas. O sí, pero vuelven a fingir; lo convierten en miseria humana barata, chismorreos y crueldad de saldo.
Yo al menos he sido capaz de dar unos cuantos palos. Una madrugada atravesé una tienda de ropa entera con el coche hasta salir por el otro lado. Si quieres ser un capullo, al menos atrévete a llevarlo al límite. No te rebajes limitándote a anecdotizar lo que hace sufrir al vecino.
La única disonancia es ella, la fantasía de la prosperidad, la compañía en la vejez, la planificación de la viudez femenina. El ideal estrella.

Ahora

Lo que he hecho es meterme en Internet. No ha sido sólo cuestión de abrir Google, y no me apetecía pagar en un Cyber. Hace mucho que no hago cosas como contratar una línea y ponerme Netflix. No casa bien con desvalijar comercios y pasear en coche de madrugada. Es raro poder combinar ciertas cosas con levantarse a mediodía.
Me colé en la casa de la hermana de un tío al que había visto sobre todo encapuchado. Le di parte de mi parte en el último palo. La chica, ciudadana modelo, tenía algún tipo de curro móvil de alto perfil. En invierno procuraba largarse a climas más cálidos. Enhorabuena, iba a tener gemelos, su marido tenía perfil de ofrecerte su cartera si dejabas de afeitarte tres días y te acercabas a un metro. Había fotos de ellos por toda la casa, todo olía a tener una chica latina de la limpieza al menos dos días por semana. Todo lucía como luce el aburguesamiento de izquierdas; no muy ampuloso pero sí un poquito avergonzado.
¿Por qué meterme en Internet?
No sabía qué coño puede comprar uno en una mercería. No quería improvisar. Quería pillar algo que incluso me hiciera falta, tener un plan en el que soterrar un contacto directo con ella.
Sólo había un cabo suelto. Era probable que me atendiera su jefa, una mujer que rondaba los sesenta y debía salir con las gafitas en la punta de la nariz incluso en la foto del DNI.
Esperando el momento adecuado fuera del local, veo entrar y salir señoras que no entienden que a veces habrá otras personas que viven y consumen. Hablan y hablan mierda de barrio de la tercera edad, con lo que las clientas se solapan y no hay manera de que la pequeña tienda se quede vacía. Fumo un cigarrillo tras otro.
Lo que quiero comprar es cremalleras metálicas. Algo que no necesito pero que al menos no son pompones y borlas. Es una jugada estética. Lo menos desubicado que se me ha ocurrido.
Estoy mucho más nervioso de lo que lo he estado esperando en mi coche los últimos diez años. Más incluso que cuando algún caco novato me ha vomitado el asiento de atrás sólo de la tensión.
Después de una hora, el local por fin se queda vacío.
Pero aún no es el momento.
Espero un minuto y atisbo por el sobrecargado escaparte si la vieja se quita de en medio.
Vamos, vete al almacén.
Tienes cosas que hacer.
Movidas de ovillos para gatos.
Muérete.
Joder.
Ambas dependientas conversan y no parecen tener intención de dividirse las tareas. Decido entrar. La puerta es aparatosa y tiene una de esas campanillas escandalosas. Es imposible hacerse presente con discreción.
A menudo tengo sueños en los que estoy furioso. No soporto los gritos de triunfo. El momento en que estalló todo. Cuando eres un delincuente y robas en especias, normalmente necesitas otros delincuentes para poder cobrar. No volví a ver a mis padres. Evitar las dificultades habituales sólo te lleva a afrontar otro tipo de dificultades. Un día la poli no se ha traga tu cara de pan de empleado medio. Creo que lo que más me irritaba de la idea de abandonar el negocio, era la sensación de derrota, el orgullo criminal herido. Sólo había una cosa capaz de hacer que intentara adaptarme a la rutina de mucho curro, poca pasta y amigos relativos. Lo que he hecho es meterme en Internet.
Mi pasado lejano y reciente se apelotona en mi cabeza, creo que en mi nuca. La vieja, por increíble (o previsible) que parezca, parece leer la situación nada más verme entrar. Se larga al almacén y nos deja a solas. Mi obsesión desde la infancia me mira y me reconoce. Saluda y sonríe. No recuerdo qué coño quería comprar. Voy a tener que dar un montón de explicaciones, inventar un montón mayor aún de mentiras. En el futuro inmediato me veo haciendo el obrero.

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