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Pegar a un poeta

Hice un viaje en tren y en autobús y a pie. Iba a la presentación de un libro. Pero creo que al menos la mitad de misiones tienen un objetivo soterrado, el objetivo real. Dinero, amor o sexo, o puede que sólo sexo. No son objetivos incomprensibles, simplemente pueden sonar demasiado básicos. A menudo la poesía se usa para vestir estos básicos de algo noble. Me encanta leer, pero a priori no necesito a nadie para comprar y leer libros; y desde luego no me interesan las presentaciones de novedades. Aseguro demasiado el tiro a la hora de elegir las lecturas. Me guío según el mejor crítico, que en mi opinión es el Tiempo, o en su defecto por recomendaciones, a lo que sumo mi intuición, que incide en un mínimo porcentaje.
Si iba a la presentación del libro, era principalmente por M., una chica más joven y más preparada que yo, por la que ya había fregado el suelo varias veces Instagram mediante. Uno de los problemas de colarse en serio por alguien, es que el porno deja de motivarte. Tu último pensamiento antes de llegar, siempre va en la misma dirección. Es algo irracional, y por tanto auténtico. Si puedes dar una explicación fácil de por qué te gusta alguien, cuidado con llevar esa relación demasiado lejos, en el futuro podría aparecer una persona que te guste De Verdad. Y ahí nada más se impone; da igual que tengas ya un piso monísimo, una ideología “férrea” y un bebé estándar que se comporta como un César tiránico. No importa que hayas construido ya tu feudo de amor canónico, y que de cara a la galería todo vaya bien. Sólo cuenta lo que guardas de puertas para dentro.
Había visto a M. en contadas ocasiones, aunque habíamos hablado mucho en digital. Ni que decir tiene que tenía novio. Era un chico que había conocido en la universidad. Un buen chico al que odiar. Yo nunca le había conocido en persona, para mí sólo era el fulano que estropeaba la mitad de las fotos. Un muchacho de veintipocos, de barba abundante y perfilada, rapado por los costados y con un tupé a la moda. Un muñeco para la tarta de boda, licenciado y bien colocado. Un cromo repetido, supongo que relajantemente repetido para algunas mujeres. Un Tío Normal; ni muy aburrido ni muy gracioso, ni del todo previsible ni del todo original. El hombre consciente que proyecta responsabilidad. Un bebedor moderado de cerveza con una creciente dosis de izquierdismo específico (lo que se lleve en el momento) en su discurso. Alguien que en los noventa hubiese llevado una camiseta vieja del Che. El conocedor “profundo” pero parcial de la Historia.
Mi odio por él era injustificado, pero totalmente justificable. Soy un ser humano, y por tanto, aunque procuro no ampararme en las contradicciones, soy incapaz de excluirlas de mi forma de pensar y sentir. Si fuera una máquina, quizá sería una cinta transportadora de caja de supermercado. Algo sobre lo que colocar tus productos. En todo caso, seguro que no sería un cohete o un ordenador. Puede que un misil, o una impresora.

Presentaba libro un poeta de maneras más que de méritos, como pasa supongo con la mayoría de poetas. Están hechos más de lo que quieren ser que de lo que son. El chaval dejaba ir un tufillo a soberbia que comunicaba a través de una humildad ahora muy habitual, estrictamente basada en las formas. Era amigo de mi archienemigo.
Había leído cosas suyas en revistas digitales; me parecía poesía en la medida en que puede serlo un ramo de rosas el día de la madre. Protocolario, un exceso de desodorante sobre axilas sudadas. Se notaba el esfuerzo en cada verso, y el “chupádmela, soy feminista” salía a flote como un zurullo en un charco desde la portada del libro.
El tío llevaba un tatuaje en el cuello. Nunca me fijé tanto como para que no me pareciera la caca de Arale Norimaki.
Era sábado por la mañana, y qué demonios, estaba de humor. Tenía curiosidad por conocer al novio ideal, y al poeta, y puede que a algunos tipos modernos más. Quería reconciliarme en cierto modo con todo eso. Las chicas no me interesaban; sólo la que no estaba disponible.
Ese era el plan, y lo mandé a pique como está mandado.

El aspecto esencial inherente a la información es la Inexactitud. La información nunca es completa, y casi siempre está contaminada. Esto no es más que la vigésima vez que escribo sobre una experiencia en concreto. Se han cambiado los nombres y no se ha maltratado a ningún animal en el proceso. Pero creo que aún no he usado nombres, y bajo cierto criterio nadie maltrató a animal alguno aquel día. No voy a tener que describir más que mi relativa estupefacción ante mis propios dichos y actos.

Todo sucedió dentro de un centro comercial, en un apartado dedicado a presentaciones, firmas, actos, charlas y derivados. Llegué tarde, pero no como Marilyn; llegué tarde sudando, respirando hondo, mirando al suelo, procurando no tropezar, intentando no hacer ruido ni molestar, molestando y haciendo ruido.
Tomé asiento. Cuando me fijé en la pinta que tenía el poeta, se me escapó un “no me jodas” audible en un radio de al menos cinco metros. El flamante escritor estaba sentado frente a los presentes junto a una editora y alguna clase de mentor. Era rubio, parecía un niño, y su mirada denotaba un orgullo intelectual que debía estar mojándole los calzoncillos. Olía más a enchufe que en una tienda Apple.
Y que conste que no estoy en contra del enchufe, no al menos por defecto; cada cual usa lo que tiene. Pero no por eso deja de ser enchufe, con todo lo que eso conlleva.
El chico era una monada, enrojecía y se mostraba articulado en cada respuesta. Era mucho mejor actor que escritor. No dejaba de enjabonar a la editora y al mentor, con el que le imaginaba una relación de lo más guarra a espaldas de la mujer del mismo. Al muchacho le gustaba proyectar un halo de joven y apetecible erudición. Daba rodeos complicados y trufados de retórica y vocabulario rebuscado para responder las preguntas más sencillas. Era como ver a un portero lanzarse por los aires a por el balón más centrado, bombeado y fácil de atajar.
Yo no le conocía en absoluto, y por eso donde los demás se quedaban encantados o impresionados (o al menos lo fingían sin demasiado esfuerzo), yo tenía cada vez más ganas de coger cierto extintor y aplastarle la cabeza con él.

La presentación en sí se me hizo larguísima. A juzgar por todo lo dicho, estábamos ante el nuevo Truman Capote, una mezcla de Truman Capote, Edgar Allan Poe y Jane Austen, más unas gotas de Simone de Beauvoir y un pellizco de Margaret Atwood. (Y todos esos autores se nombraron, o que me caiga un rayo aquí ahora mismo.)
El chico tenía veintiún años. Yo con veintiún años tenía bastante con disimular la erección.
Una vez todos de pie, evolucioné por la sala, buscando caras conocidas. Vi a M. y la saludé. Luego conocí a su novio, y a su barba, ambos simpáticos y de mirada recelosa, lo que me complació bastante a decir verdad. No hay nada como sentirse una amenaza para según quién, aunque sea a pequeña escala; puedes llegar a entender a los dictadores, o a los bebés. Notas que, en parte, tienes en tu puño a alguien. Surge la tentación de provocar el caos. Pero lo mejor es no dejarse llevar, no apretar el botón rojo. Lo mejor es callarse. Cállate, sonríe, charla de forma neutral, y luego vete. Despídete de su barba cordialmente. Camina, y luego al autobús, y luego al tren. Eso es lo que hubiese hecho mi versión cuerda. Siempre he pensando que podría no ser exactamente yo, sino el doppelgänger. Estoy deseando pillarme por banda.

El poeta comenzó a disertar sobre el Atolón de Bikini. Servían alcohol. M. me escuchaba cuando hablaba. Fueron muchos factores, una cosa llevó a la otra, y siempre fue más o menos lo que pareció. Un observador casual diría simplemente que yo iba borracho, pero lo cierto es que el alcohol necesita materia prima con la que trabajar, algún pequeño o gran trauma. Si mezclas alcohol con obsesión, celos, narcisismo, egolatría, atracción animal, interés o cualquier otro rasgo incluido en el caballo de Troya llamado Amor, tienes la combinación ganadora. Boleto premiado para todos, para el pobre y para el rico, para el virtuoso y para el cómico. Queramos o no, hemos venido a jugar. Todo lo demás es ilusión de control.
Hicimos corrillo. M., su novio, el poeta y yo. Esperaba que sucediese algo así. La lógica es algo muy voluble cuando la razón se ha quedado en el campamento base. Mientras tanto, tú intentas hacer cima, abotargado, preguntándote por qué esa puñetera montaña otra vez.
Había tenido peleas de crío, pero nada más allá de los diez u once años. Luego me comenzó a caracterizar la pasividad. Pelearse daba tanta pereza como cualquier otra cosa.
El novio de M. comenzó a monopolizar la conversación. Me alegró saber que era incluso un poco más imbécil de lo que dictaba mi fantasía. Asentíamos a todo lo que decía, y de vez en cuando pasaba una chica con una bandeja, con más cava. Ácido de batería. Mis luces de emergencia se encendieron cuando llegó el “apagón” cerebral. Pero yo necesitaba más visibilidad. El poeta no tiene culpa de nada, pero quizá es mejor atizarle a él, pensé. No sé por qué, pero llevaba días barruntando la posibilidad de pegarle un puñetazo a alguien en la presentación. (¿Sería ese en el fondo mi objetivo?). Es la clase de evento, rumiaba, al que le vendría muy bien una agresión. Nada representativo, sólo puntual. Un poco de salsa para un plato habitualmente tan intelectual como seco; tan sano como insípido. Durante un par de semanas, desperté y me fui a dormir con esa idea, como si me estuviera enamorando de ella. Conocía la sensación.
No estaba decidido a hacerlo, sólo sonaba divertido, apropiado. Creo, pensé, que nos vendrá bien a todos.
Tendremos una historia que contar.
En principio el objetivo lógico de mi puñetazo habría de ser el novio de M., pero no me lo planteaba exactamente así. Podía ser él, no sería raro que fuese él, pero bastaría con que él lo viera. No había razón concreta alguna, pero nunca me había peleado de adulto, y pensé: qué coño.
Mientras el barbas hablaba, cargué el brazo, cerré el puño, y lo descargué con todas mis fuerzas contra la carita mona del poeta.
Cayó a plomo al suelo. Me quedé sólo un instante más, para ver la reacción de los presentes. El novio de M. levantó los brazos y enrojeció, sintiéndose amenazado. M. me escrutó con la mirada, ambivalente, como si acabara de regalarle una pistola y se preguntara por su utilidad.
El resto primero se alejó, y después se acercó a ver los desperfectos. Estaban horrorizados, mudos, encantados.
Había un médico en la sala, de hecho más de uno. El chaval estaba inconsciente. Le había desencajado la mandíbula, literalmente. Pensé en King Kong y los tiranosaurios. Mi mano se estaba hinchando, pero no me había roto nada. Me di la vuelta y caminé hacia la salida. La gente preguntaba qué había pasado, por qué, quién. Había quien me señalaba. Hubo a quien se le escapó la risa floja. Con el tiempo, hubo quien pensó que el muchacho se lo había buscado. No caía particularmente bien a quienes le conocían en profundidad, y esto no incluía a su editora, su mentor y sus padres. Se habló de plagio, de mentiras, de intereses. Se habló de lo capullo que era el niñato. Se habló mal de mí, por supuesto, y no poco, pero ni de lejos tanto. No hubo denuncias ni consecuencias, el libro tuvo ventas irrelevantes, y M. continuó con el barbas. Retomamos la conversación digital con fuerza. No me preguntó por la presentación, como si diera algo importante por sentado. Decidí que había elegido bien, aunque sólo fuera de casualidad. Quizá tenía un raro don para canalizar la violencia. Sólo un puñetazo, sólo pegar a un poeta.

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Esfera

Durante un tiempo pareció que mejorábamos. Que estábamos aceptándonos en nuestras diferencias y arrinconando el ego. Que entendíamos que merecíamos las mismas oportunidades unidas a los mismos deberes. Que tribalizar era algo torpe, rancio, y colectivizar algo sólo puntualmente práctico. Parecía que estábamos avanzando, porque el progreso era natural, y no sólo político. Porque nos comenzamos a reír de lo estúpidos que habíamos sido, en lugar de encauzar las energías hacía el revanchismo.
Y empezábamos a aceptar que existía ese trasfondo cada vez más evidente, la conciencia de que el mundo sólo es justo a veces, de que en muchos sentidos estamos maniatados y a la postre vamos a morir.
Luego, nos volvimos torcer. El pasito atrás clásico cuando se intenta atajar y forzar la mejora en curso. Cuando se pierde la perspectiva de lo que se había conseguido. Las personas saturadas de ego no están sólo en los despachos echando barriga. Los más tontos, narcisistas e intransigentes, pueden llegar desde cualquier dirección ideológica, formación o carencia de ella. La frustración personal debida a la propia incapacidad para afrontar la vida, siempre ha sido una fuente inagotable de “revolucionarios”. De colectivistas y buscadores de tesoros retóricos, palabras enormes con que tapar el propio error, la cobardía, pero sobre todo ese tipo específico de escalofriante mezquindad.

Escribía así en servilletas de papel, ordenando las ideas. No suelo quedarme en la barra del bar, pero ese día me sentía inquieto, ansioso y a la vez un poco de vuelta. Como diría un cursi, esbozaba pensamientos. Despejaba la mente, estaba nervioso, relajado, cachondo y a la vez convencido de que esa noche no se me levantaría. Se puede estar todo eso a la vez, y no es agradable.
Me esperaba lo que llaman una cita doble. Un semidesconocido tenía que llegar con dos chicas. Yo me había adelantado. Alimento la fantasía de que llegar antes a los sitios proporciona cierta ventaja. Nunca me ha funcionado, pero nunca he dejado de hacerlo. Mi sentido de la táctica es vocacional, nunca he pretendido forrarme con eso.
La cosa va de unos heteros aburridos, como casi siempre. El secreto está en que ser hetero no es en absoluto aburrido. Sólo es mayoritario. Ahora también se percibe como algo mainstream, o incluso amenazante. Si además eres hombre y blanco, habrá quien hable sobre ti como si hubieras estado pisando cabezas antes de nacer para robar tu condición. Da igual que te hayas pasado la vida salvando a focas bebé o cogiendo a perros asquerosos de la calle.
Generalmente, si hay algo que chifla a la gente, es practicar lo mismo que condenan en otros. Se amparan en ciertas bases ideológicas a priori indiscutibles, por lo que casi nadie se atreve a rebatir lo que surge de ahí por miedo al insulto. O mejor dicho: a la acusación grave. Hay gente que cree que si la idea es buena o bienintencionada, el desarrollo de la misma siempre será inteligente y sublime. Es la última gran fábrica de gilipollas.

Llegaron, pillamos mesa y nos sentamos. La chica que mi colega relativo se quería ligar, era delgada y rubia, y no me atraía especialmente. Tenía una conversación lánguida y monotemática (su trabajo). Quien a mí me atraía era su amiga, una “japonesa” de veinticinco años que no había pisado jamás el país de sus padres. No conocía ni Humor Amarillo. Admitía no tener una gran curiosidad por Japón, aunque decía que el viaje acabaría sucediendo. Tenía una cara preciosa, y esa piel que parece de cuento de hadas, de aspecto suave y delicado por más que acerques la vista buscando imperfecciones. Toda ella era como ver una flor extraña y colorida que jamás has visto antes.
Mi colega era un antiguo compañero del colegio, de primaria. Para tener compañeros de universidad tienes que haber ido a la universidad. Lo relacionado con la universidad tiene un montón de permutaciones, aunque antes había mas diferencia entre haber ido o no. El clasismo académico siempre ha gozado, como sea, de una gran aceptación. Las chicas las contactó sobre todo él. Hacía una semana nos habíamos encontrado los cuatro borrachos en una discoteca. Todos íbamos con distintos grupos de amigos. Quedamos para vernos otro día (yo con reservas). Nosotros queríamos follar, ellas, ni idea. No somos lo que se dice de machacarnos el cuerpo, excepto por el asunto de las calorías y la dejadez. Éramos dolorosamente del montón, ellas estaban en otra liga. Todo esto podría sonar superficial si no fuera porque incluso la gente más “profunda” se rige exactamente por los mismos principios de la atracción que todos los demás. Lo cual no quiere decir que estos sean los que siempre se dice que son. El canon físico es sobre todo un cuento.
En cualquier caso, ahora la biología no tiene muy buena fama. A la gente no le gusta admitir que no lo controla todo. Más bien deberíamos preguntarnos qué demonios controlamos.
La “japonesa” me hablaba de literatura japonesa, la cual sí le interesaba, pese a su escaso interés por pisar la tierra materna. No sabía qué pensar de ella más allá de lo evidente. Mientras nosotros continuamos charlando, mi colega y la rubia se fueron al lavabo a follar. Primero se levantó ella, le susurró algo a él, y a los dos minutos se levantó él. Todo muy sutil, ambos en el lavabo de mujeres. Conectaron con facilidad, a ninguno le interesaba el otro. Cuando alguien te gusta de verdad, es probable que intentes reprimir el impulso animal, quieres parecer relleno de racionalidad y proyección de futuro. No hay nada que me parezca más lógico y odioso (por falso) a la vez. Yo no sabía qué pensar de la japonesa, pero creo que ella tampoco sabía qué pensar de mí. Hablaba ella casi todo el tiempo, sobre todo porque yo no sabía qué coño contarle. En realidad, no sabía qué hacía allí, algo que me suele pasar con facilidad cuando no estoy solo.

La noche se comenzó a torcer, o a poner interesante, o a enderezar. No tengo ni idea, nunca he sabido leer bien los giros en una trama real.
No hace mucho de esto, aún no para contar en años. Salimos del bar y la “japonesa” nos dijo que la siguiéramos. Insistió. Mi pseudocolega y la rubia iban magreándose el culo mutuamente; yo ya no sabía qué esperar de la noche. Aún no sabía que, a cierto nivel, se convertiría en la noche más importante de mi vida.
Ninguno protestamos, se nos guió hasta las afueras de la ciudad, y luego nos vimos adentrándonos en un bosque con menos y menos basura a medida que avanzábamos. Nos alejábamos sin remisión. No se me ocurría qué opinar. No hablábamos. Íbamos algo borrachos, pero no tanto como para mentir sobre nuestra memoria al día siguiente. No recuerdo sentirme inquieto. Había algo en mi acompañante que hacía que todo pareciera apropiado y sólido, lógico dentro unos parámetros que sólo ella conocía. Podría haberme agarrado de la mano y saltar juntos al ojo de un volcán. Fuera de las aulas siempre fui bastante maleable, pero aquella noche mi inercia servil natural se multiplicó por diez.
No se trataba del sexo potencial, para mí ya no, ni tampoco de un sentido suicida de la aventura. Era noche cerrada y el camino se estrechaba. Creo que el colega y la rubia sólo pensaban en llegar a destino y retozar tras un seto.
Puede que el destino fuera un pequeño lago, un claro de paisaje agradable, algún tipo de lugar favorito de la “japonesa”.
Puede que, a fin de cuentas, sí quisiera follar, utilizarme un rato, pero no en un lavabo o una habitación cutre. Quizá quería que la recordara, ahuyentando la sequedad del sexo sin más. Lo cierto es que la recordaría, pero por nada relacionado con el sexo, nada de ideas básicas o cerradas. Íbamos a sentirnos de lo más mamíferos, sí, pero no por motivos que puedan encajar en sistema teórico alguno.

Llevaba tres servilletas de papel escritas con letra minúscula en un bolsillo trasero del pantalón. Un intento de aterrizar mis pajas mentales, de justificarlas. Aún creo que tanto los razonamientos más lúcidos como los más idiotas, parten de un paja mental. Le das vueltas a algo; el secreto para acertar (o acercarse) está en no excederse y caer en manos de la gimnasia mental, en ser capaz de trascender tu Ideología, sea cual sea, y lograr ser una Persona.
En ese momento no era consciente ni de llevar los pantalones. El bosque me atraía, procuraba no perder de vista el culo de mi pareja ocasional. Era un bonito culo, pero era la primera vez que miraba uno así sin que un solo pensamiento lascivo cruzara por mi mente. El culo solo hacía las veces de guía, y la luna llena nos permitía no tener que hacer uso de la cegadora linterna del móvil. Si encendíamos una luz tan fuerte, nuestra vista perdería la referencia de todo lo demás. Pasa en todos los ámbitos. Ni se nos pasó por la cabeza.
Caminamos más de una hora. No hubiera sabido volver solo a la civilización. Avanzamos entre árboles, abandonando caminos y encontrándonos en otros.
Llegamos a un claro, y el terreno se comenzó a accidentar. Cuando me quise dar cuenta, estábamos avanzando en el interior de una cueva. La “japonesa” nos pidió que tampoco encendiéramos el móvil ahí, que eso era vital. Mi semicolega y la rubia se metían mano y reían como críos de doce años. Entonces nuestra guía se quitó su propio suéter y lo lió y sujetó al extremo de una rama gruesa. Creo que había cogido la rama antes. Prendió fuego con su mechero a la pieza de ropa, y ya teníamos una suerte de antorcha. Seguíamos sin hacer preguntas, parecía que sabíamos siempre dónde pisar, y no porque esta chica “asiática” ahora casi imberbe nos guiara, sino porque ella parecía entender algo que nosotros no sólo no entendíamos, sino que tampoco podíamos imaginar. Algo nos estaba ahorrando los tropiezos. La realidad empezaba a manifestarse con más aristas de las habituales. En ese momento no podía articularlo, y ni siquiera pasado un tiempo se me da muy bien.
Comencé a atisbar una luz azulada, o verdosa, o blanquecina. Como fuere, una luz suave  y a la vez potente. Y llegamos, por fin, al fondo de la cueva. Al fondo del asunto.
No sabía qué hacer, y por un momento me asusté. Más bien pensé que era algún tipo de broma retorcida, y no quería acabar en la tele o en youtube poniendo esa cara de entretenimiento de mierda el día de los inocentes.
Había una esfera, aproximadamente dos veces una pelota de Nivea. Flotaba a un metro del suelo. La “japonesa”, que en el bar era de lo más parlanchina, ahora no quería dar explicaciones. Más bien actuaba como si eso fuera contraproducente. Había mucho que entender pero poco que decir. Sólo me cogió una mano, y me invitó a tocar el objeto. Irradiaba cierto calor, pero desde luego no como una estufa o una brasa. Era rugoso al tacto, pero carecía de filos con los que cortarse. Al principio era agradable, y luego cada vez me sentía mejor y mejor. Mi corazón se había calmado, y mi cerebro sólo se centraba en ciertos recuerdos y sueños, y sobre todo imágenes, las imágenes que me hacían flotar cuando hacía mi valoración más positiva del mundo y la vida.
La “japonesa”, también palpando la esfera, sólo dijo una cosa antes de volvernos a casa;
–Hay más, y antes eran mucho más grandes. Pocas veces se dejan ver.

Meses después, pienso en ese día prácticamente cada noche antes de dormir. Intenté hablarlo con mi colega light y su nueva amiga. Les contacté por Internet. Ellos no recordaban haber visto nada. “¿Una esfera azul que flotaba? Tío, qué colgado ibas”. Por si lo que pasó no fuese lo suficientemente extraño, me hablaban de ello como si lo hubiese soñado. Logré volver yo solo a la cueva. Fui una vez de día y otra de noche (dos aventuras patéticas y deprimentes, que no pienso desarrollar). Todo parecía en su lugar, excepto que no había nada más que tierra y rocas.
La “japonesa” desapareció de la faz de la tierra. Sólo compartí aquellas horas con ella, pero me siento abandonado. Es algo menos violento que enamorarse, pero más importante. Alguna vez espero poder describirlo mejor. Cada vez que veo a una asiática por la calle, necesito asegurarme.
La pasada nochevieja estaba casi seguro de haberla visto. Yo estaba en el piso de un colega, nos comimos las uvas, éramos unas veinte personas. Era un quinto piso, y salí a fumar al balcón. Como había hecho ya cientos de veces, busqué a la “japonesa” en mi móvil. En Facebook, en Twitter, etc., hice un barrido inútil. Otro. Creo que mi actitud guardaba relación con algo que no había entendido aquella noche, como si ella hubiera señalado algo, y yo hubiese mirado su dedo.
Me guardé el móvil en el bolsillo, aspiré fuerte el humo. Abajo vi a un grupo de chicas. Estaban a punto de desaparecer tras una esquina. Entre ellas habías dos asiáticas, y juro por mi madre que una de ellas parecía de verdad la “mía”.
Dije:
–¡¡Eh!!
Era muy difícil que me hubiese oído, pero se detuvo, aun sin localizarme. No sé por qué, no me atreví a decir nada más. Me quedé mirando, embobado. Ten piedad, pensé, llevo casi un año leyendo a Murakami, y me encanta, pero sigo necesitando respuestas cerradas, sigo siendo débil.
Ella buscó y buscó con la mirada, hasta que dio conmigo. Debía verme como poco más que una mancha a la distancia que estábamos, pero, fuese quien fuese, sonrió con dulzura. Antes de irse, agitó su mano derecha en mi dirección, y yo rompí a llorar.

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Casi nada en Budapest

Iba a Budapest porque tenía amigos allí. O eso era lo que le contaba a la gente. En realidad sólo conocía a un colega que vivía allí desde hacía unos años. Ahora tenía una novia de cristal y un trabajo de lujo para tiempos de crisis. Su Instagram era un collage de novia rubia, paisajes y oficinas. El perfil de alguien que cualquier día podría cortar a su pareja en pedazos y conservarlos en la nevera. Se había dejado una barba frondosa, perfilada. Ahora tenía ese aspecto calculadamente descuidado, como de mendigo que tras un golpe de suerte echara de menos en secreto su vida bajo el puente. Ni siquiera me caía muy bien, y tampoco llegué a contactarle.
Mi intención real era estar solo unos días en el extranjero. Era un plan vago, no estaba muy convencido de ello. Tenía más sentido salir de donde estaba que ir a donde iba.
Puede que a veces viajar no tenga que ver con huir, pero si eso te convierte en el turista medio, quizá sea mejor la tristeza.
Qué hice en Budapest. No tiene interés para el caso. Todo lo que se puede narrar sin matar a nadie de aburrimiento, pasó en el avión y en el aeropuerto.

En el avión me tocó junto a una chica que hablaba mi idioma. Viajaba sola. Era húngara. Traductora. Me dio conversación, preguntó que por qué Budapest. No sabía qué contestarle, así que intenté hacerla reír. Hago eso más de lo que es aconsejable, pero con la gente nueva es eficaz. Le comencé a hablar de mi colega emigrante. Con eso sí fui sincero, le puse a caer de un burro. Ella volvía a casa. Allí le esperaba un gato que le cuidaba la vecina. No dijo que no tuviera novio, pero me dibujó un contexto en el que se hacía difícil encajar uno. Generalmente, la gente con pareja pierde el noventa por ciento del atractivo para mí. Si además tienen hijos, procuro no acercarme a un radio de veinte metros. No siento que pueda aportar nada a quienes ya tienen su vida construida, y tampoco me seduce intentar desestabilizarles. Pueden ser como mucho una fantasía de paja de madrugada.
(Prefiero no desarrollar hasta qué punto esa gente se convierte en un importante emisor de condescendencia.)
Sin embargo, no hay nada que me parezca más atractivo que una treintañera independiente y sin pareja sólida.
Ella tenía curvas generosas y una cabellera lisa y negra, ojos claros y tez blanca. Cara redonda. Una especie de personificación real de la belleza del primer mundo. Sana, aparentemente equilibrada, y relativamente libre. Físicamente, estaba fuera del canon, pero seguramente dentro de las fantasías de la mayoría.
Me insistió por última vez. ¿Qué iba a hacer yo en Budapest? Le dije que, con suerte, casi nada.

Me quedaba clavado en sus ojos cuando me hablaba. Y no soy de los que mira a los ojos. Cualquier otra forma de interacción me resulta más cómoda. Se me puso la polla morcillona y llegué a mojar los calzoncillos al estilo preseminal. No viajábamos precisamente en primera clase. Así de cerca estábamos. Ella se abstraía en su discurso, con lo que yo podía observar con poco disimulo sus rasgos, la delicadeza, su lengua, cómo su saliva lubricaba. Como siempre, no se trata de todas esas cosas, sino de la propietaria de las mismas. Lo asqueroso se vuelve increíblemente excitante según la persona.
Como si me hubiera estado leyendo la mente, se puso a describir sus parafilias. Procuré tapar mi bulto con el faldón de la camisa. ¿Por qué hablo de todo esto?, decía. Parece ser que mi forma de asentir le era persuasiva. Tuve una profesora de mates a la que siempre le sorprendía mi bajo rendimiento en los exámenes. Suplía el desinterés en las clases con auténticas dotes de interpretación; abría los ojos con vehemencia, aparentemente interesado, y parecía estar atento a todo lo que contara el profesor de turno. Por dentro, en cambio, quería largarme, escurrir el bulto, barrer la mierda bajo la alfombra. Eso siempre se me dio bien.
Pero en el avión el interés era real. No sólo real, sino también físico, y dejaba mancha. ¿Por qué hablaba de sus parafilias? Creo que hice una broma tirando a guarra, ella la recogió, y cuando se quiso dar cuenta estaba hablando de lluvia dorada.
Entonces, muy poco antes de aterrizar, alguien se levantó de su asiento gritando en árabe.

Es la pesadilla primermundista más popular. Actualidad en estado puro. Somos tan dados al espectáculo que al principio no sabíamos si aplaudir o cagarnos de miedo.
Acto seguido, el avión comenzó a hacer extraños, de una forma aparatosa y violenta. Ya habíamos pasado por una fase de turbulencias. Fuera había una tormenta, seguramente mal pronosticada. La sensación era que ahora caíamos en picado. El ruido era tal que apenas escuchábamos los avisos sobre ponernos los cinturones y rezar (sí, rezar). Ahora había varios horizontes posibles: o una bomba que probablemente no era tal, o tortilla de pasajeros contra el suelo.
O qué.
El avión no iba poco cargado. Mi compañera y yo nos miramos. Se trataba más de miradas de desconcierto que de miedo. Puede que nos acostumbremos tanto a tener miedo con cosas que no lo merecen, que cuando tienes una oportunidad real no sepas de entrada qué hacer para la ocasión.
No tardaron en comenzar a oírse gritos.
Ahora era, este era el momento adecuado. Mearse encima, cagarse, llorar. Y yo que un minuto antes había estado fantaseando con que mi nueva amiga se me meara encima alguna vez. Por probar. Diría que normalmente la gente siempre es un tercio más retorcida de lo que está dispuesta reconocer.
Saltaron las mascarillas de oxígeno, como si pudiéramos hacer otra cosa que sujetarnos a los asientos y entre nosotros. El cinturón se me clavaba. No veía mi vida pasar por delante, sólo el asiento delantero, golpe a golpe contra mi cabeza. La traductora no lloraba, no gritaba, sólo parecía esperar. Eso fue lo que debimos pensar muchos: ha llegado el momento, y está carente de Literatura. Sólo caeremos y descubriremos qué hay después.

Nadie quiere pensar nunca que vaya a ser Estadística de una forma tan marcada. Estas cosas no te pasan a ti. Pero la verdad es que, de alguna manera, el avión se estabilizó. Y había un terrorista en el suelo, con un golpe que le vertió parte de los sesos en el pasillo. El sol inundó a topos brillantes el interior del aparato. Logramos huir de la tormenta. Excepto el terrorista y un par de infartos de la tercera edad, el resto no teníamos más que contusiones.
Ahora viajábamos con tres cadáveres y una historia extrema aunque poco original para contar. Casi morirse, en términos de narrativa a lo largo de la Historia, a priori es meramente anecdótico.
Claro, depende de cómo te lo montes.
Si el terrorista tenía compañeros de fe (y había al menos dos árabes más), se les quitaron las ganas de vírgenes y uvas.
No sabíamos qué decirnos. No sabía valorar el suceso. Lo cierto es que el asunto del terrorista tenía miga. La vida no está llena de casualidades que te salvan de un Dios. En ese momento, mi mente en blanco estaba más llena de ruido y colores que nunca. Nunca había sentido una paz tan escandalosa. Un alivio tan doloroso.
Por supuesto, ni nos cabía en la cabeza la idea de que aún pasara algo más. El comandante había soltado un discurso de razones y disculpas, y acabamos llegando a destino.

Salimos como muertos vivientes camino a la cinta que nos tenía que traer las maletas. Pero vi que mi compañera de viaje se desviaba con otros hacia uno de los enormes ventanales del aeropuerto. A lo lejos, una gran humareda e incluso un resplandor rojizo de llamas. El cielo estaba tapado, una oscuridad anormal para la hora. Me llegué hasta donde estaba ella. Antes de fijarme en nada, le pregunté si estaba bien.
Mientras yo dirigía la mirada hacía el accidente lejano, me dijo:
–Mira allí…
Me señaló a una persona. Vi a uno de los dos viejos teóricamente infartados.
Luego, vi al terrorista que había muerto, sentado y llorando en una zona de espera.
–Vamos a ver –me dijo ella. La resistencia de su naturalidad, o algo más.
Me sentía extrañamente calmado. Nos acercamos al joven árabe. Lo que en nosotros era Imposible, en él era Decepción. Mi compañera (aún no sabía su nombre) le puso una mano en el hombro. Comenzó a hablar con él, conocía el idioma. Podía ver de fondo luces de camiones de bomberos. La demás gente llenaba la terminal, y yo no sabía diferenciarlos a unos de otros.
Nos hicimos amigos de Adham, así se llamaba el chico. Yo hablaba con él por gestos.
Caminamos por las pistas. Él también se calmó, como si le invadiera la misma sensación de temple sobrenatural que a nosotros. Buscamos un gorro para él, no era agradable ver su cráneo vacío.
Ella se llamaba Imara.
Imara nos guió, tomó las decisiones. Aprendió por nosotros y exploró las nuevas posibilidades.
–Tenemos que irnos de aquí –me dijo.
–¿Por qué?
–Algo me dice que es lo mejor.
En ese momento aún no sabíamos que no era Algo, sino Alguien. Luego, lo primero que descubrimos, es que iba a comenzar a ser buena señal no tener demasiado que contar.

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