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Ardiente

Me vi paseando un miércoles de abril a eso de las once de la noche, agitado, puede que al borde de la ansiedad. No era exactamente un paseo. El ecuador de mi vida. Había habido partido de fútbol, había gente en la puerta de algunos bares, comentando la jugada, literalmente. Una vez fui como ellos; feliz con una birra y un partido. No lo digo con condescendencia, pero yo cambié abruptamente. Comencé a vivir hacia dentro, y tampoco corrí el riesgo de ser original: sólo me uní a la orgía de preguntas. Sucumbí burdamente a la reflexión involuntaria y constante. Los paréntesis (el descanso) sólo se producen las noches en que el insomnio se me da peor. Pero que quede claro que soy un hacha del no dormir. Soy capaz de pasar una noche en vela con lo mínimo; me basta con haber cruzado dos palabras con una panadera lo suficientemente atractiva. Me basta con imperceptibles variaciones en la rutina. Mi insomnio es un niño negrito escuálido que vuelve sonriente del pozo.

Estaba viendo una peli, Burning, coreana, estaba fascinado, mi alma se estaba poniendo las botas. Y mira cómo hablo. Al fin y al cabo, alguien que ha sustituido el fútbol por el cine de autor, sólo es una clase distinta de gilipollas. De eso nunca te libras. Creo que es algo típicamente masculino. Es como si de alguna forma, el hombre, independientemente de lo que elija hacer, siempre pudiese encontrar el modo de convertirse en un capullo; ya sea por terrenal o por pedante. Y es como si la mujer, por el contrario, siempre diera con el modo de ser sensible y bondadosa.
Sé que las cosas no son así de sencillas, pero también tengo claro lo que siento. Bueno, claro, recibimos la educación que recibimos, y seguro que eso afecta a nuestra percepción. Tampoco tiene pinta de mejorar. El mundo parece cada vez más grande y complicado, y el ser humano cada vez más pequeño y soberbio.

Hace años que el idealismo político se me quedó en coma. Lo tengo entubado, pero me resisto a darle eutanasia. Creo que en parte es malicia; me gusta verlo así, me gusta oír el pitidito de la máquina. Disfruto enseñándole ese cuerpo ideológico e inerte a la gente más joven, incluso a los que llegan de visita con flores. Es como si les dijera: ¿Esa luz que brilla en tu pecho?, pronto será el punto de una estrella muerta, y ese puntito tímido, qué quieres que te diga, nunca más será suficiente para tu cerebro.

Mientras veía la peli, cigarro tras cigarro, con los ojos empañados, me comenzaron a inquietar ciertas molestias en el pecho.
En la parte izquierda del pecho.
Respiré hondo. Me puse de pie y respiré hondo. Me puse de pie y levanté los brazos y respiré hondo. Me puse de pie, levanté los brazos, respiré hondo y los bajé lentamente mientras soltaba el aire.
Así pasé un buen rato, levantándome y sentándome y respirando hondo. Mi paranoia trabajando a todo gas.
Mi primera reacción ante los imprevistos físicos, es el cabreo.
Me irrita la falibilidad del cuerpo humano. Y ni siquiera hablo de la muerte, hay cosas mucho peores. La clase de cosas que hace que te salgan canas, a veces en un tiempo récord. En algo sí creo acertar respecto a los hombres y las mujeres: puede que ellas no sean más buenas, pero sí soportan mucho mejor el dolor.

Comencé a trastear en mi móvil. Pausaba la peli y buscaba razones por las que claramente estaba teniendo un infarto. Siempre había pensado en eso, vivir solo y que te dé un ataque, que no te dé tiempo ni a levantar el teléfono, o que no aciertes con el número. Otro cuarentón infartado que sumar a la aburrida estadística. Ahora se habla mucho de los privilegios del hombre blanco hetero de mediana edad, pero a cierto nivel no hay nada más aceptadamente desechable que eso. Eso, de hecho, es la definición más ajustada a la palabra mendigo. Y ni siquiera se trata de nuestro tiempo, o de la edad; según cuándo o dónde estés, si eres tío vas a tener que ir a la guerra, a que te peguen un tiro en el culo. Muerto antes de los veinte. Dirán lo que quieran, pero yo prefiero encerrarme en una cocina. Sí, señor; no, señor; lo que usted diga, señor. Y leer por las noches a Simone de Beauvoir.
No me dio un infarto, mi vida aún no era tan emocionante. Aún podría disfrutar de mis teóricos privilegios. Pero no sabía lo que me pasaba, o si me pasaba algo. Como diría mi madre, me cabreé como una mona.

Interludio

Unos meses atrás, una noche, ya en la cama, noté la respiración agitada. Era como si eso me hubiese despertado. Comencé a dar vueltas y a respirar hondo, pasé así unas dos horas. Era como si me faltara el aire. Mi pecho se comenzó a cargar, ya no había forma de dormir. Me puse realmente nervioso. Me levanté de la cama e intenté calmarme, pero ya no había vuelta atrás. Me vestí y salí corriendo a urgencias. Estaba amaneciendo.
En el autobús ya no me sentía tan mal. Muchas molestias parecen mejorar cuando uno se incorpora, cuando uno hace cosas, cuando no estás pensando que igual te estás muriendo.
Cogí turno para el médico de los viejos aburridos y los tíos de mediana edad cagados, y esperé lo que tocaba.
Ya en la consulta, intenté explicarme, y el tío me miró como un obrero a una apisonadora, como una profesora de danza mira la barra. Para él yo sólo era la personificación de la rutina. Una crisis cutre de mediana edad.
Aun así, me hizo desvestirme de cintura para arriba, me auscultó mientras me hacía respirar, y me inspeccionó y preguntó superficialmente.
En ese momento yo ya no me sentía enfermo, sino ridículo.

Fin del interludio

Me vestí y adecenté mínimamente. Era una sensación extraña. Me dije que daba igual, que sería un paseo. Nada de coche (lo odio). Iría a urgencias, tenía todo el derecho, ¿no es lo que hace la gente cuando se siente mal? Un paseo a las once de la noche. Un día laboral de ambiente laboral. Una noche de partido de Champions. Hacía un montón de años que apenas veía fútbol. Pensé en ello. Era como una vida pasada, casi ajena. Parte de mi infancia. Con el fútbol me crecieron pelos en los huevos, descubrí las pajas y adoré la frustración. Esos tíos con edad de ir a la mili, que eran ricos y cuyo curro era lo que yo hacía al salir del cole. Yo depositaba todas mis esperanzas en eso. Mi felicidad no dependía en absoluto de mí. Sólo me permitía disfrutar si mi equipo ganaba. Estaba en crisis en la medida en que mi equipo lo estuviera. No parecía algo que uno pudiera hacer a medias. O lo vivías o eras un farsante. Hay algo enormemente turbio en torno al deporte profesional. Con el tiempo –equivocadamente o no– comencé a verlo como las cloacas de la pasión. Un marcador, goles, o ganas o pierdes. La tercera regional de la capacidad para inspirarse.
El partido ya había acabado, veía a los locutores en las pantallas, hablando a cámara con el estadio detrás. Los clientes tomando la última, algunos en la calle. No imagino esa frustración del aficionado a mi edad, o esa alegría que al día siguiente ya se está desdibujando alarmantemente, incluso con partidos que has esperado durante meses, o años.
Caminaba deprisa, hacía bastante frío, pero hacía calor con la chaqueta que yo llevaba. Era mediados de abril. Difícil de vestir. Mi cuerpo suele sudar de todas formas. Tenía un buen trecho hasta el edificio de urgencias. Cuando llegué, se me encendió la bombilla.
Estaba cerrado. No era el hospital, tenían horario de oficina. Sin embargo, tenían todas las luces encendidas. Podía ver el mostrador e imaginar a quien te suele atender en casa en pijama. No fue una gran sorpresa o derrota, el cabreo ya se me había pasado. Había caminado a bueno ritmo durante unos veinticinco minutos, con el aire nocturno azotando. Algo se había reajustado en mí. Volví a casa procurando no descontrolar la respiración.
Me fumé un pitillo.
Cuando llegué, me encontré la televisión encendida, la película en pausa justo donde la había dejado. Me desvestí y me “empijamé”, fui al baño, intenté cagar. Quería soltar lastre, aire, lo que sobrara. Quizá se había tratado de gases, o quizá no, pero ya no pensaba que me fuese a morir. Hice lo posible por no tensarme otra vez. Apenas evacué. Recurrí al móvil; esta vez escribí en el buscador: “somatizar dolores en el pecho”. Encontré un artículo de lo más interesante, y dejé de leer cuando describía cómo quizá sí me estaba muriendo. Como sea, me ayudó a tranquilizarme. Puede que aún no fuera tan viejo, quizá mi cuerpo aún no hubiese comenzado el declive.
Me dispuse a seguir viendo la peli. Lo que seguía, era esa escena absolutamente increíble, de belleza arrebatadora, con Jeon Jong-seo bailando, desnudándose, a contraluz, la puesta de sol, la melodía de Miles Davis. Un gilipollas llorando.

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