80 ILEGIBLES (24 de 80) – Cosas de casa

Yo debía tener en torno a veintidós años. Fue la última vez que lloré. Al menos la última al estilo congestión y convulsiones. Lloraba como llora un niño. Mi voz enronqueció, balbuceaba. Y lo que decía ese día sin parar era:
–Hijo de puta. Hijo de puta. Hijo de puta…
Y se lo decía a mi padre.
Mi madre se mantenía al margen.

No tengo ni idea de cómo funciona la memoria, pero soy incapaz de recordar por qué discutimos. Supuestamente, él me dijo algo muy humillante, y cierto, o al menos parcialmente cierto. Y yo me rompí. Me derrumbé de tal manera que mi padre, aun no mostrando compasión, no respondió de ninguna forma a mis insultos.
No éramos más que otra familia.

Ahora se habla mucho de todo lo que las películas “romantizan”. Si ese enfoque basado en la demonización de la ficción tuviera una base sólida, las que peor paradas saldrían serían las familias. Las familias de la mayoría de las películas no tienen un cuerno que ver con las reales. La familia en las pelis tiende a ser un grupo de personas jodidamente entrañable. Hasta cuando tienen problemas, los mismos sólo sirven para acabar aprendiendo algo importante; tras lo cual se quieren todos aún más.
Olvídate del romanticismo de las relaciones de pareja.
La familias, querido faro ideologizado; ahí tienes tu nicho de la romantización alarmante.

Yo estaba sentado en un sillón del comedor. Hijo de puta tras hijo de puta. No sé cuánto tiempo pasé así.
Mi padre se puso a ver la tele en otro cuarto. De una forma muy gradual, la cosa se fue enfriando. Me levanté y me senté en otro sillón, uno de tres plazas. Estaba junto a la ventana. No era un paisaje espectacular, pero era seguramente menos anodino de lo habitual. La mayoría de gente tiene pisos dignos con ventanas que dan a calles grises y ordinarias. No hay nada que ver.
El piso de mis padres, sin embargo, da a varias plazoletas, lo que aleja considerablemente los demás edificios. Aunque sólo sea desde un segundo piso, tienes una vista abierta de la ciudad. Tienes un amplia panorámica del cielo, y hasta de algunas montañas a lo lejos.
Me quedé un buen rato mirando, aun sin fijarme demasiado.
Hasta que algo pasó.
Creo que casi lo invoqué.

Una casa comenzó a arder no muy lejos. Primero vi el humo. Esperé pacientemente a que fuera a más. No quería que fuera una falsa alarma.
Apenas un minuto después, se comenzaron a ver llamas. Naranjas y rojas, pura vitalidad. En muy poco tiempo, era todo un señor incendio.
Avisé a mi madre. Vino enseguida y localizó rápidamente el suceso. Incluso creía saber quién vivía en esa casa.

De una forma natural, mi padre, mi madre y yo, acabamos frente a la ventana. El incendio devoró toda la casa. Llegó a afectar a algunas viviendas aledañas. Mis padres comentaban la jugada. Se había diluido por completo el conflicto casero. Había otro foco de atención. La magia de la desgracia ajena.
Necesidades familiares.
Hasta creo recordar algo de humor negro por parte de mi padre. ¿Cuánto tiempo hay que esperar desde que algo malo sucede hasta que uno cuenta chistes sobre ello? En una familia: ninguno.
Podría dar rodeos al respecto, pero sencillamente pasamos un buen rato en familia.
Después, supimos sobre la barbacoa. Un matrimonio mayor. Seguimos comentado la jugada al día siguiente, cuando mi hermano mayor vino a comer con su pareja.
Risas y aplausos enlatados.
Fundido a negro y créditos.
Un capítulo más.

Familia

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