Empezaba a ser repetitivo. Cada semana la misma predisposición, la misma, pero cada vez más apagada. Ir de fiesta con el piloto automático. Viernes y sábado, domingo de resaca, paella y coca-cola. Dolor de cabeza tamaño familiar. Y al viernes siguiente, vuelta a empezar.
No recuerdo gran cosa de aquella época; sólo días muy concretos. Fue de los diecisiete a los veintipocos. Era joven y tenía que hacerlo, no podía quedarme fuera de la pomada. Tenía que salir sí o sí, al menos de momento. Se lo expliqué tal cual a mis padres. Les senté y dije algo como: “Mirad, os cuento cómo funciona: Esto ya no va de quedarse en casa, ir al baile de fin de curso y esperar el reclutamiento”.
La brecha generacional. Yo soy el pequeño, mi hermano me saca trece años.
Se tiene esa época por un desfase en el que te pones las botas a todos los niveles; pero la Historia la escriben los vencedores.
La mayoría simplemente nos pasábamos por allí. Nos emborrachábamos de vez en cuando. Puede que incluso disfrutáramos a veces de la compañía y la música. Pero básicamente no nos comíamos un colín. No nos apasionaba salir, a algunos ni siquiera nos iba ese rollo. Sólo procurábamos que los extrovertidos no nos echaran a patadas de la vida social.
No hay otra. El mundo es de los extrovertidos.
En este contexto, sólo hubo una noche de “pillar” para mí. Hicimos botellón cerca de unas carpas de verano. Las carpas eran la moda, todo eran carpas. La discoteca al aire libre, un parque temático de barras y podiums. Fulanos y tías buenas, algún Julián vomitando de vez en cuando. El pícnic de la intoxicación, sin elegantes parasoles ni monísimos bocadillos. Como si Jane Austen se hubiese puesto a escribir después de los noventa.
Pero los cubatas eran caros de narices.
Éramos cuatro colegas de diecinueve. El coche del conductor con el maletero abierto. La música y vasos de plástico. Alcohol tibio y efectivo.
La broma, muy seria en realidad, era que el conductor bebiera más que nadie. La generación histéricamente responsable y hasta paranoica por venir, aún estaba aprendiendo a dormir sin mearse en la cama.
Estábamos en el lógico proceso de pillar una buena turca antes de ir al meollo. La fiesta no se hace sola; no se ha popularizado por sus altos índices de sobria diversión. La fiesta, en cierto sentido, es lo contrario a la imaginación.
Un coche con dos chicas paró a unos quince metros de nosotros. El mismo plan. Asumimos que no eran menores sólo por el contexto. Una conducía y había que suponer que la amiga había crecido a la par. En todo caso, no íbamos a sacarles más de dos o tres años. Nadie realmente adulto a la vista. Los dieciocho son una frontera difusa, un cálculo hecho a ojo del que la naturaleza se ríe con la alegría de un tsunami hormonal. Quizá el único constructo social que existe sea la frontera legal.
En contra de la –al parecer– dinámica habitual del macho acosador, fueron ellas las que se acercaron, y no sin decisión. Parecían haber hecho ya un botellón previo al botellón. En esa época el hígado era casi una metáfora.
Nos entraron sin pudor y con serias intenciones de venir con nosotros a las carpas. Aunque más bien iríamos nosotros con ellas.
No habían traído bebida. Sospechamos que estaban bebiendo de botellón en botellón. Sabían que cada grupo de fulanos al que se acercaran, las invitaría a beber. Nosotros éramos los últimos antes de las carpas, con lo cual nos tocaba ofrecer bebida y también compañía. Lo hicimos encantados.
Balbuceábamos y reíamos, y ninguna guerra a la vista. Sólo inocencia y malicia en las miradas. El mundo era la feria de nuestra existencia.
La morena se acercó con claras intenciones a uno de mis colegas. Lo que evolucionó de un cubata a otro en un morreo baboso y entregado. Nos comenzamos a reír de la tienda de campaña en los tejanos. ¿Qué coño estaba pasando? Esas cosas no nos pasaban a nosotros, ni de coña.
Y la otra chica, rubia y con el pelo corto, muy guapa y con cara de ser la pesadilla de su padre, vino a por mí.
Era arbitrario, los afortunados estábamos mejor posicionados cuando les dio por atacar. Dispararon a la primera avanzadilla.
Una vez ya en las carpas (es posible, por cierto, que no nos hubieran dejado entrar borrachos sin las chicas), todo continuó igual. Esta muchacha, que no sabía ni cómo me llamaba (ni le interesaba), sólo tenía dos objetivos: beber y morrear. Yo estaba en mi propia nube, tampoco sabía cómo se llamaba ella, y llegué a pensar algo como: ¿así que de esto se trataba? ¿Por esto sale la gente? Pero era gimnasia mental. Eso que pasaba funcionaba igual (mejor, de hecho) sin la discoteca y la borrachera. Quizá era la trampa del extrovertido; quizá no fuese tan extrovertido; puede que sufriera igual con gente alrededor, y necesitara de todo ese puto ruido, de todo el alcohol y las drogas, para poder relacionarse con los demás.
El morreo fue una especie de maratón de más de dos horas. Algo me decía que ella no tenía intenciones de follar. Probablemente aún no había follado nunca; y yo, apenas (y nunca por salir de fiesta). Mi polla se ponía como el mármol, entonces mojaba con algo de pre-semen los calzoncillos, se ablandaba un tanto, y luego otra vez mármol. Ella lo debía notar, casi a la altura de su ombligo.
Tal y como llegaron, se fueron. Morreo, morreo, y morreo final. Y adiós. Ellas consideraban la noche hecha. Una vez ya no estaban, nos largamos. No hacía sentido seguir allí, y eran casi las cinco de la mañana. Los colegas que no habían pillado, lo entendieron a la primera.
En el coche, ya de vuelta, notaba un constante sabor a fresa en la boca. Ella bebía algún tipo de licor dulzón que yo no conocía. No cruzamos prácticamente una sola palabra en toda la noche. No nos pusimos al día, no nos interesaba la rutina del otro, no jugamos en absoluto al protocolo, no hicimos falsas y ligeras promesas de volver a vernos. Nadie le dio su teléfono a nadie.
Se podría pensar que así la pureza es de lo más fácil, cuando no abrazas ningún tipo de emoción profunda o responsabilidad. Pero, como sea, aquello fue puro. Y me convencí no solo de eso, sino también de que ella sólo era una introvertida más. Alguien con una idea sólida: si hay que salir, es mejor (mucho mejor) morrearse que hablar.
El conductor, borracho como iba, logró superar la prueba. Me dejó el último, justo en frente de mi bloque de pisos. Al salir del coche, noté mis calzoncillos pegajosos; una mezcla de pre-semen reseco y humedad más reciente.
Mi colega arrancó y se fue, y yo me quedé embobado mirando el nuevo estallido. Al menos cuatro tíos comenzaron a darse puñetazos y lanzarse sillas a unos veinte metros de mí. Borracho como estaba, y mientras me preguntaba qué hacía abierto ese bar a esas horas, fui corriendo en dirección a ellos. Intenté agarrar a uno desde atrás. No lo puedo asegurar, pero creo que dije algo como:
–Haced el amor y no la guerra.
El introvertido mediador.
Y alguien me cascó un puñetazo en la cara.
Después de esa terrible sensación, pensé que aquello era coherente de un modo extraño y a la vez obvio con el resto de la noche. El morreo y el puñetazo. El sexo y la violencia. Por suerte los bebés aún no podían ofenderse. Aún no podían leerme el pensamiento.
Me quité de en medio. El ojo se me comenzó a inflar como una patata. Pensé en ir a urgencias, pero pasaba de pasarme la mañana allí.
Subí a mi piso y me miré en el espejo. Era una buena marca, pero no tan grave como había previsto. Nada me iba a estropear la paja.
y aunque me acordara de algún detalle (de por sí nimio y para nada relevante), el morreo vale aún más…