Un colega nos metió en un lío. Es parte de la tarea de tus colegas lo que ahora los cursis de la retórica llamarían: sacarte de tu zona de confort. Dicho colega trasegaba con marihuana. No sabíamos bien hasta qué punto estaba enrolado en alguna mafia. Tampoco sé por qué nos fiábamos de él. Tenía esa especie de carisma veinteañero que con el tiempo te parece ridículo. Que no engañaría a ningún treintañero; al menos antes.
Ahora hay treintañeros que se escandalizan hasta con las películas. Así de “ideal” creen que puede llegar a ser la vida. Es posible que la maldad no sea la última frontera antes del fin del mundo, sino la ingenuidad. Una ingenuidad inaudita, señal de un nuevo tipo de ignorancia ilustrada. Gimnasia mental en las olimpiadas de la ingeniería social.
Fuimos hasta la dirección indicada en el papelito. Conducía un amigo de toda la vida. Yo iba en el asiento del copiloto. Nadie más había querido venir. Nuestro camello habitual nos había dicho que no podía acudir a la cita, y que si le hacíamos el encargo tendríamos fumeque gratis durante doce meses.
Sólo teníamos que recoger un paquete de hierba y llevárselo. El mayorista estaba informado. Éramos los chicos de los recados. Tendríamos que acostumbrarnos. Más allá de nuestra formación (la mía no sería gran cosa), la crisis nos iba caracterizar en pocos años. Los años de merecer.
Se hablaba sin parar del efecto 2000. Pulp fiction y Trainspotting aún recién digeridas. Y no es que no las entendiéramos.
Pero oye –nos había dicho el colega camello–, sólo es maría. Buen rollo. Nada de traumas en plan Scorsese. Que no os asuste el casoplón.
Un traficante, aunque sólo sea hierba, prospera como un político; aunque no sea fácil saber quién hace más daño.
Aparcamos en el terraplén junto a la casa, junto a un jardín digno de alguien que puede pagar a un par de jardineros. Estábamos nerviosos, nerviosos y arrepentidos, aunque no lo verbalizáramos. No queríamos estar allí. ¿Qué coño estábamos haciendo? Teníamos diecinueve años, sabíamos perfectamente cómo solía acabar lo relacionado con drogas. Una cosa era meterse, pero trajinar con ella te podía llevar en cierta dirección, una sin retorno.
Nos abrió una chica en biquini y con sandalias de tacón. Así era como empezaba. Visiones del cielo en la tierra. Parecía latina, y parecía de nuestra edad. Parecía que Michael Bay nos dirigía. La chica nos condujo hasta la parte trasera. La zona de la piscina. Tumbado sobre una hamaca, había un tipo con el pelo rapado al uno (incluida una de las dos cejas), una camisa de flores abierta, un bañador slip azul, un trillón de abdominales y un colgante que parecía oro de verdad. A los narcos les chiflan los tópicos. Los lucen con orgullo. No aprendimos poco ese día. A veces la cultura pop acierta de lleno.
Cuando por fin reaccionó, o más bien cuando se empezó a reír de nosotros, vimos que se había sustituido dos incisivos por dientes de plata (o eso parecían). Se levanto de la hamaca y comenzó a dar torpes pasos de baile por el césped. Se encendió un cigarrillo convencional. Cada vez que la chica pasaba cerca, el tío le azotaba el culo.
–¡Ya estáis aquí! –dijo.
No tenía ningún acento, pero todo en él parecía de prestado, no un look, sino ideas robadas. Era como si todo ese aspecto fuese algo reciente. Debía andar cerca de los treinta. Quizá aún se había librado de la cárcel.
–Bienvenidos al verano del narco –susurró, como si fuese a contar un cuento. Abrió los brazos y dijo sólo con sus dientes: “mirad mi puta casa, pajilleros”.
Estábamos incómodos, ¿cómo se le habla a semejante fulano?
Vamos para dentro –dijo, arisco de repente –, vamos a trabajar.
Acabamos sentados en el sillón de tres plazas más cómodo que probaríamos en nuestra vida. La decoración era escasa y hortera, pero había que reconocer que los muebles y artilugios con una función, hacían la hostia de bien su trabajo. La tecnología no se volvía perezosa con el dinero de la droga.
Era un idiota con absolutamente lo mejor del mercado en casa. Era lo más parecido a un futbolista de primera que habíamos conocido.
Hueco, hortera, forrado antes de los treinta. Sin haber hecho apenas nada. Sin apechugar nunca por ello.
–Bueno, chicos… –murmuró, tomando asiento en una suerte de trono acolchado frente a nosotros–. ¿Queréis tomar algo? ¿Llamo a Lucinda?
Pero decía Lusinda. Se recreaba en la ese. La forzaba.
–No –dije–, no es que tengamos prisa, pero…
–¡¡¡Lusssinda!!!
En apenas diez segundos, la chica apareció, sin ganas de hacer amigos.
–Lusinda, mi amor, querida. Prepara unos mojitos para los chicos.
No reaccionamos. Mojitos significaba charla. Y charla ¿qué coño significaba?
–Chicos. Yo soy Manuel. Encantado.
Nos dios la mano con energía. Dijo:
–Quiero daros la bienvenida al negocio.
–Bueno, es que… –empezó mi colega.
–Quiero que os sintáis cómodos. Sois carne fresca, ¿verdad?…
Se comenzó a carcajear. Murmuraba:
–Joder.
Nos miraba fijamente.
–Miráos. Sois carne de cañón…
–Manuel, no… –intenté decir.
–Puta carne de cañón… Pero no os preocupéis. Si superáis los dos primeros años, luego la cosa se calma.
»A no ser que estalle una guerra, claro. Ahora tenemos la zona bastante controlada. Tenemos más chicos guapos y listos como vosotros. Las mamis se os van a chupar hasta que no os quede una gota de leche rancia en el cuerpo. ¡¡Se acabarón las pajas, mijos!!
Quería ser latino. No ironizaba. Su carencia de acento estaba salpicada de expresiones que pensaba pegaban con su atuendo.
Tenemos que largarnos.
–Manuel, no… Nos encanta tu casa –dije–, y nos encanta Lu… sinda. Es que nos gustaría que nos dieses ya…
–Vaaaale, mijo. Todo bieeeeen, mijo. Cáaaalmense…
Su acento se iba cerrando a medida que crecía nuestro miedo.
Lucinda llegó con los mojitos. Manuel:
–Y díganme, chicos, ¿ya se hartaron de papi y ganar mierda partiéndose el lomo?… Conmigo no les va a faltar de nada. Les voy a dar una buena zona. Pocas horas y buenos clientes. Buena plata. Plata gringa. Blanquitos que fuman y chupan como aspiradoras.
Mi colega intentó meter baza en serio. Fue patético. Tartamudeó, parecía que rompería a llorar (creo que por la mención “velada” a la coca). Intentó poner a ese tarado en contexto. Que lo nuestro era un favor, que teníamos un colega, que respetábamos mucho el negocio, pero que no nos interesaba entrar. Fue como si ese capullo, Manuel (dudo que se llamara así), hubiera oído esa monserga cientos de veces.
–Mijo. Escucha. Ahora dices toda esa chingadera. Pero aún no sabes de qué hablo. Respira… Eso es. Respira. Yo les cuento.
»El muchacho que les mandó aquí ya no está en el negocio. Se quiso salir. Le mandamos un tarea a cambio de libertad. Una libertad relativa, ya saben cómo va esto. Si algún cabrón culero de otra banda se lo topa, aunque sea a diez mil kilómetros de acá, lo torturarán una semana entera antes de quemarlo vivo. Si es que no se les ocurre algo peor.
Mi colega, flamante estudiante de medicina (no acabaría la carrera), comenzó a llorar por fin. Ambos lloramos, de puro miedo. Como bebés.
–No lloooooren, mijos. Por el amor de Dios. ¿Qué me…?
–Qué tarea le… –comencé a decir.
–Le mandamos eliminar a dos criaturas. Dos hijos de un cabrón que nos jodió. Largo de explicaaar, ya saben ustedes.
Nos cortó el lloro. Llorar ya no bastaba.
–Tarea fácil pero difícil, ya saben. La logística, los dos cuates en el mismo carrito…
–Oiga –dijo mi colega, ya casi gritando, visiblemente alterado–, nosotros no nos dedicamos a esto, Manuel. Sólo hemos venido a por un… a hacer un encargo, a…
–¿Aún no sabe usted a lo que vino? Pero si se lo acabo de explicaaaar… Usted vino a cubrir una baja. Usted y su compa. Para eso están aquí.
Lucinda vino y se sentó en el mismo sillón que nosotros, en el hueco que quedaba a mi lado. No nos miró, no miró a Manuel. Se encendió un porro, desprendió su móvil de la tira de la braga del biquini. Trasteó en él.
–Lusinda, mi amor.
–…
–…
–Qué querés.
Creo que ella también fingía un acento. Creo que era todo una mezcla de mejicano y argentino, todo ya demasiado cocinado, demasiado pasado por la sartén.
–Estamos trabajando.
–Manuel.
–Qué, mi amor.
–Te voy a dejar. Quiero que sepas.
–¿Lusinda?
–Te voy a dejar. Voy a estudiar.
–¿Lusinda…?
Todo pasó en quince segundos. Manuel rompió a llorar, como si hubiera tenido pesadillas con ese instante. Teníamos el cuerpo del revés. Incapaces de razonar, de pensar, de prever. Nos veíamos muertos a corto plazo. Y entonces… un golpe de efecto.
–No te quiero, Manuel, te lo dije, ya lo sabes.
Nosotros asociábamos el infarto a los tíos agotados de cincuenta y tantos. A las barrigas enormes, a las vidas dedicadas al trabajo duro, la grasa y el trasiego constante. Pero Manuel, con sus abdominales de revista y sus brazos de peso medio, se llevó la mano al pecho.
Puso los ojos en blanco.
–¡¡Manuel!!
La primera reacción humana que vimos de Lucinda.
Mi colega se arremangó. Diría que sabía perfectamente lo que tenía que hacer; y sobre todo lo que exigiría después a cambio.
Nadie hubiese dado un duro. Pero funcionó.
Joder. Funcionó.
Sólo había una condición. Días después, hablamos con uno de nuestros colegas más indirectos. Uno de los más aficionados al verde. Le prometimos un año de marihuana por la cara. Él sabía que teníamos un colega metido ahí, y no se había actualizado. Le dijimos que nosotros no nos atrevíamos a visitar al mayorista.
Nunca nos quisimos informar. Probablemente le enviamos a una muerte prematura. Creo que nunca nos sentimos del todo culpables.
Sólo fue un día de peligro, pero cada vez que charlamos (casi siempre borrachos) sobre aquello, lo llamamos el verano del narco.