Dos chicos y una chica agredieron al Pecas. Así era como se le llamaba. La verdad es que había tenido suerte con el mote. De ser sólo por el mote, habría pasado unos años de colegio casi tranquilos.
Éramos niños de once años. Relativamente felices y claramente confusos. Ese día no había ningún profesor a la vista, o al menos cerca. La hora del patio era ese rato de alivio tan discutible; quedaban dos horas de clase aún por delante. Cuatro contando las de la tarde. Creo que algunos hubiéramos firmado salir media hora antes al final del día; era mejor que tener media hora de pausa a las putas once de la mañana. Aunque puede que no.
Como sea, media hora era una mierda de descanso. En el lapso de salir, mear, beber agua y desenvolver el bocata, ya te habías comido casi diez minutos. En dos pelotazos sonaba el timbre, y vuelta a los bostezos.
Al menos ese día estaban calentando al Pecas.
Del Pecas se decía que olía mal (cierto) y una vez mató un pájaro de un pisotón. Al parecer el bicho estaba herido y aleteando en el suelo. Pero nunca se confirmó si era cierto.
Creo que fue la niña la que soltó la primera patada. Puede que no, pero lo recuerdo así; creo que fue eso lo que desencadenó la violencia física. Si la niña le había hostiado ¿cómo no lo iban a hacer los otros dos críos? Era la luz verde perfecta.
El Pecas, una vez en el suelo, comenzó a recibir patadas en la cabeza. No se revolvía, y se cubría fatal. El único conato de defensa personal le costó una patada en los huevos.
El resto formábamos un círculo de mirones. Comedores de bocadillo. El mío ese día no era gran cosa. Mi madre había elegido a conciencia una mortadela que no me gustaba, la había puesto entre dos rebanadas de pan revenidas con apenas dos gotas de aceite. Un bocadillo seco y cero apetitoso. Se tenía en cuenta una cosa: siempre estaba hambriento a esa hora.
Deglutía con ganas mientras el Pecas comenzaba a sangrar por la nariz. Nadie jaleaba la paliza. Mirábamos con curiosidad y no poca malicia. El Pecas por fin recibía su merecido. Ya estaba bien de ir apestando a todo el mundo. Ya estaba bien de rematar pájaros malheridos.
No era exactamente así, o no lo sabíamos, pero el acto violento que presenciábamos iba a dinamitar nuestra tediosa rutina. En cierto modo, eran todo ventajas.
Es una gran verdad lo de la vasta imaginación de los críos. Pero el ejercicio de la imaginación no conlleva necesariamente actos encantadores y positivos, ni siquiera en los más pequeños. Piensa en ese encanto de tres años que le comienza a dar vueltas al modo de recuperar el cien por cien de la atención de sus padres. Y observa a su hermanito en la cuna, y luego ve la almohada.
La familia. Ese reducto de paz y apoyo mutuo para combatir el caos de ahí afuera.
El Pecas se mantuvo consciente durante al menos cinco minutos. El saco de boxeo pelirrojo. Con una piel tan blanca, acabó lleno de marcas y moratones enseguida. Su cabeza se infló como una sandía. Comenzó a crecer un charco de sangre bajo su cabeza.
Me estaba acabando el bocadillo. Ya no me gustaba tanto lo que veía. Y entonces me mosqueé un poco, no habíamos echado nuestro rutinario partidillo de baloncesto de diez minutos. El dos contra dos.
Vi que mis colegas también formaban parte del círculo de mirones.
Eso me alivió.
Cuando sonó el timbre, el Pecas se quedó solo tirado en el patio. Inconsciente y acrecentando un charco repugnante que no se iría tan fácilmente. Ya en clase, esperábamos las reacciones adultas. Yo (como seguramente muchos otros) tenía la esperanza de que el suceso se comiera gran parte de la clase de mates. Esperaba el linchamiento verbal, tanto a los implicados como a todos los demás. Cuanto más conflicto, mejor. La clase de mates la daba Caracaballo, una profesora cuya idea de la enseñanza era una confrontación con los alumnos en la que alguien tenía que salir humillado. Y nunca era ella.
Rutina funcionarial. Caracaballo llevaba veinte años en ese colegio. La esperanza debía ser un concepto de ficción para ella. No la culpaba por eso, aunque obviamente la odiaba. Adultos como Caracaballo me habían mantenido lejos de actividades como la lectura casi hasta los veinte años. La odié entonces y la odié aún más en retrospectiva.
Precisamente fue ella quien nos echó la bronca. Se habían llevado al Pecas al hospital. Todos señalamos (literalmente) a los agresores. Se les conminó a ir al despacho del director. Caracaballo nos dejó claro lo terrible que era lo que había pasado. Ella creía que no lo entendíamos, que no lo entendíamos del todo; las consecuencias, la probabilidades. Aunque no lo verbalizó directamente, lo creía, porque no habíamos parado la paliza. Nadie intervino, sólo nos comimos los bocatas y dejamos que la realidad de ese martes se partiera en dos.
Para ella éramos los niños del maíz, los churumbeles extraterrestres del pueblo de los malditos. Hacía tiempo que lo pensaba. No se le ocurría que sólo éramos lo que los adultos como ella habían hecho de nosotros.
Unos días más tarde, cuando aún no conocíamos el estado del Pecas, Caracaballo nos informó. Creo que, no sin cierta razón (lo reconozco), quería sembrar en nuestras moralmente apáticas mentes un pequeño trauma.
Nos dijo que habían expulsado a los agresores, y que cuando volviera el Pecas, notaríamos que ahora tenía un defecto en el habla. Dijo que además había estado cerca de perder la vista. Y también que el médico juró que nunca había visto a un niño tan destrozado.
(Sinceramente, creo que esto último se lo inventó.)
Se hizo un silencio sepulcral en la clase. No sé hasta qué punto era algo parecido al arrepentimiento. Creo que tenía más que ver con esperar a que pasara el momento.
Unos treinta segundos después, quizá menos, Dani, el graciosete oficial, murmuró (no sé bien con qué intención):
–Pobre cabrón…
Mentiría si dijera que a muchos no nos dio la risa.
Aún hoy día, pienso que la cara de Caracaballo lo valió.