Archivo por meses: julio 2019

80 ILEGIBLES (62 de 80) – El momento te-estás-follando-a-mi-hija

O. acabó reunido con el padre de Ella en el balcón. Quería pensar que había pasado lo peor. Habían comido en familia, la charla había sido distendida, la comida era deliciosa. Pero aún no había llegado el momento te-estás-follando-a-mi-hija. O. pensó que quizá se había librado, o incluso que ese tipo de cosas no pasan como en las películas. Había que ponerse en el lugar de ese padre; cincuenta y largos, enjuto, canoso, aparentemente amable, aunque con cierto brillo en el fondo de su mirada, algo que decía : Te podría matar a martillazos.
Era contable. No parecía tener el perfil; te lo imaginabas más bien llegando a casa por las noches con el mono manchado.
Fumaba, de modo que de alguna forma le perdonaba a O. el que también fumara. De hecho O. había salido al balcón a fumar; no si antes pedir permiso y un cenicero. Quizá se montó la encerrona a sí mismo. Suele ser un error relajarse con el entorno inmediato de tu pareja. Al fin y al cabo son extraños. No eliges a tus padres, pero mucho menos a tus suegros, y aún menos a cuñados y amigos ajenos, y un montón de críos anónimos insoportables. Aquello era como alguna clase de familia italiana o griega, ruidosa, siempre encantada de reunirse, empapada en tradiciones y dispuesta a arrugar el ceño ante cualquier acto, palabra o condición que no fuese lo acostumbrado.
O eso parecía.
El tipo se encendió un cigarro y miró a O. como si fuera una chapuza. Algo que alguien hubiese arreglado en su casa de mala manera.
O. decidió no agobiarse. Somos personas, ¿no?, pensó. El fulano hablaría y O. le correspondería. Le preguntaría y O. le contestaría con claridad y educación. No necesariamente con la verdad, que a veces no trae nada bueno, pero sí al menos con buenas aproximaciones.
–¿Qué hacéis cuando estáis solos? –soltó de sopetón.
–¿Cómo?
–¿Que qué hacéis cuando estáis solos?
–Bueno. Vamos mucho al cine, salimos a…
–No– interrumpió–, digo que qué hacéis cuando estáis solos. Cómodos. A gusto. ¿Cómo os lo montáis?
–Creo que no te entiendo.
–Me entiendes perfectamente, chico. ¿Te has fijado en mi mujer?
–¿Que si me he fijado…?
–Joder. Chico, no me lo pongas difícil.
–Bueno, me parece muy buena persona, muy amable y…
–Tío. Ya sé que no es una niñita de veinte como mi hija, pero ¿te has fijado o no?
–…
–Te lo creas o no, esa mujer y yo también tuvimos veintitantos. Y cuando éramos tan jóvenes… Dios… Aprovechábamos cualquier rincón, fornicábamos como conejos. Ella pedía más y más y más, y ¿sabes qué?
–…
–Yo se lo daba. Le daba por la boca y le daba por el culo, y le encantaba.
–Vaya… –murmuró O.
–¿Vaya qué? Le encantaba. Pero ¿sabes qué? Le sigue encantando, chaval. Vale, sí, no follamos tanto ahora, joder, es imposible, fíjate.
Señaló hacia el interior, abarrotado de gente.
–Ahí hay algún que otro condón roto… Pero nosotros siempre hemos apechugado. ¿Sabes lo que es apechugar?
–Cargar… con las consecuencias desagradables de una acción.
–Qué eres, ¿un puto diccionario? Te lo voy a volver a preguntar: ¿Qué hacéis cuando estáis solos?
–¿Quieres que te diga… cómo follamos?
–Ah… Así que ¿folláis?
–Bueno. Claro. Sí.
–Y dime: ¿Cómo te follas a mi hija?
–…
–¿Es como su madre? ¿Le gusta que la llames puta mientras se la metes? ¿Se deja dar por el culo? ¿Te la chupa? ¿Te la chupa con ganas?
–…
–¿Sabes qué hacía yo con su madre?
–…
–Me bebía su pis.
–…
–¿Y crees que me gustaba? Pues sí, joder, me ponía como una moto, aunque estuviera asqueroso. Pero de eso se trata, chico, de tragar. Tragar, chico. Si tragas con fuerza, y luego te limpias así, con el dorso, y sonríes, satisfecho, ella se correrá para ti.
–¿Puedo decir que estoy un poco incómodo?
–¿Incómodo? Si no te da apuro hacerlo, no te da apuro contarlo. Así que, voy a intentarlo otra vez: ¿Qué hacéis cuando estáis solos?
–Muy bien… Pues… Nos desnudamos… completamente. La acaricio y…
–Qué eres, ¿un cura pedófilo? ¿Ella se confiesa contigo? ¿Le tocas el muslo y le das un besito en el cuello? ¡Cuenta de una puta vez!
–Pero…, ¿qué… quieres que te cuente?
–¿Mi hija está con un niño, o está con un tío? ¿Eres un pipiolo de la nueva ola? ¿Crees que el consentimiento sólo se puede dar en voz alta, con un puto megáfono? ¿Si alguien se mete algún día con ella, vas a cogerla del brazo y vas a huir con el rabo entre las piernas?
–…
–¿Qué hacéis cuando estáis solos?
–Follamos… Follamos duro y…
–¿Qué es ese tonito? ¿Eh?… ¿Qué hacéis cuando estáis solos?
–Jugamos a Violación –suelta O., ya cansado, mirando al hombre a los ojos.
–…
–…
–Jugáis a Violación… Muy bien. Habla.
–Ella se mete en la cama antes que yo. Yo no puedo ir hasta que haya pasado al menos media hora. Después, como decía antes, follamos duro.
–¿Por qué te saltas tantos pasos?
–Vale. Nos montamos historias, ¿vale? Como que ella me denuncia por violación, porque no la he follado bien, y hablamos de todo eso mientras follamos. Me llama maricón para que le dé más fuerte. Por ejemplo.
–Vaaaaya, vaya. Así que los jovencitos de la justicia social sois unos guarros igual que todo el mundo.
–…
–¿Sabes qué?, yo sí he pensado que eras un maricón. ¿Sabes que es una forma de hablar, verdad? Esto no es la tele ni Internet. La verdad es que en mis buenos tiempos envidiábamos la promiscuidad de los maricones. Yo mismo quise comerme alguna polla, pero entonces tu suegra (no te asustes, sigue siendo una forma de hablar), en fin, apareció tu suegra y ya sólo se me levantaba con ella.
–Claro.
–Exacto. Claro.
El tipo le dijo a O. que esperara. Llegó al cabo de dos minutos, con sendos puros. Traía también dos copas, que llenó de algún tipo de Jerez barato. Alzo la suya; dijo:
–Por los maricones.

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80 ILEGIBLES (61 de 80) – Dos pilotos cojonudos

A. se sienta en su caza de combate, lo deja todo listo. Sólo queda esperar el momento, la orden. Observa a su compañero en el caza de al lado. B. hace la visera a modo de saludo. Como si dijera:
–Eh, colega.
Y A. le devuelve el gesto de la visera:
–Eh, amigo.
Y B., nuevamente:
–Ya estamos aquí, colega.
B vuelve a hacer el gesto de la visera:
–Somos cojonudos.
Se entienden a la perfección. Años de preparación. De química.
A. hace la visera:
–Genial, tío.
B. vuelve a hacer la visera:
–Eres cojonudo, te lo mereces.
A. otra vez, tensando los músculos del brazo:
–Vamos a joderles, amigo.
Y B.:
–Eres el mejor.
Visera:
–No. Tú eres el mejor.
–Somos la hostia.
Todo sin hablar.
Visera.
Visera.
A. atiende a los controles.
B. se centra.
Todo está listo.
–Salimos, tío –dice la visera de A.
–Tenemos pollones –dice la visera de B–, y los vamos usar. Con ellos.
–Con ellos, tío.
–Con ellos, colega.
Visera.
Visera.
A. coloca la foto de su novia en un lugar visible.
B. coloca la foto de su novia en un lugar visible.
Retoman el contacto con la mirada
A. dice:
–¿Nos los vamos a follar?
B. contesta:
–Por el culo, tío
–Por el culo –insiste B.–, por el culo.
A. sonríe. Dice:
–La polla les va a salir por la boca.
B. le devuelve la sonrisa.
–Por la boca, colega.
Visera.
Visera.
Sonrisas.
Reciben la orden. Ambos bajan la cabeza. Se centran durante un minuto. Se miran por última vez.
Se miran.
Se miran.

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80 ILEGIBLES (60 de 80) – Follando y pegando

La pareja del piso con el que compartía pared, estaba follando. Gemidos y gritos para todo el barrio. Una pareja de lesbianas que vivía dos pisos más arriba, llamó a la policía. Dos agentes se personaron después, golpearon la puerta de los protagonistas, y estos tuvieron que describirles sus parafilias. Estuvieron a puntito de llevarse al tipo al calabozo. No había intriga en lo que sucedía, pero cada cual lee la realidad a su manera. O como puede. O como le dice el gurú.
Dos años después, las lesbianas aún iban diciendo que ese tío era un maltratador. Yo seguía oyendo a la pareja retozar, aunque quizá se pasaran a las mordazas y otros sistemas de “maltrato”.
Un día coincidimos varios vecinos en un bar del barrio.
La pareja “enfermiza”, las lesbianas y yo, cada cual en su mesa, con su café, con sus ideas. El polvo “patriarcal” es el elefante en la habitación. Resulta que la chica folladora no gustaba de llamar la atención fuera de la cama; de hecho era bastante seria, incluso tímida. El chico follador tampoco era especialmente histriónico, aunque llevaba un “amenazante” tatuaje en el brazo derecho, ramas retorcidas, letras: Fucking and Punching. Podía ser una alusión al libro ficticio de Hank Moody en Californication, o podía ser simplemente una casualidad.
Yo nunca dudé sobre todo este asunto: la frase Me corro gritada en femenino formaba parte de mi vida; por desgracia no tanto de mi vida personal.
Las lesbianas comenzaron a discutir entre ellas. Una de las dos, la más robusta, miraba en dirección a la pareja hetero folladora, sin cortarse. Ella aún no había resuelto la ecuación, asumido los laberintos de la intimidad, las preferencias sexuales, a los hombres, que también follan con consentimiento, incluso a muchas mujeres, a las que les gusta follar con hombres.
En apenas cinco minutos, con los cafés a medio terminar, las lesbianas se fueron, una intentando calmar a la otra, la otra intentando convencer a la una.

Dos semanas después, oigo jaleo en la escalera. Es casi la una de la madrugada. Me levanto de la cama, y me voy hasta la mirilla de la puerta. No alcanzo a ver nada. El siguiente paso es la ventana. Abro la persiana, hay un coche de policía abajo. Dos agentes sacan esposada a la lesbiana robusta. La meten dentro del coche. Poco después, llega una ambulancia. Dos tíos salen de ella e intercambian alguna pregunta con la poli; suben corriendo y cargados las escaleras.
Poco después, tras no poco trasiego, sacan a la otra lesbiana en una camilla. Va muy tapada.
Cierro la persiana. No quiero llegar a ver manchas de sangre o saber (al menos aún), qué ha pasado exactamente.
Sí sé una cosa. Es una historia fea. Siempre he sido de izquierdas, sé de lo que hablo. La frase final de American Psycho, era: ESTO NO ES UNA SALIDA.

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80 ILEGIBLES (59 de 80) – Villano

Hay quien diría que he notado una crisis en la Fuerza. O un Despertar. Los enfoques son prácticamente infinitos. Antes seguía una sola narrativa. Era fácil, era complaciente, era justa. O lo parecía. Yo estaba con los Buenos. El lugar adecuado, el bando correcto. Yo creía que había un bando correcto. Al paso de los años, la curiosidad comenzó a zarandearme. Yo sólo observaba a los Malos de una forma, siempre se me había dicho que eran los malos. El bando malo, el lado incorrecto. Paradójicamente, en mi bando, a rebosar de ateos o tímidos agnósticos, siempre se ha llevado la idea básica del Cielo y el Infierno. No éramos tan complicados, ni tan listos, puede que ni siquiera fuéramos los Buenos. Esto no significaba que los otros pasaran a ser Buenos… La trama se complicaba. Luego entendí que la trama nunca era sencilla. A ojos de algunos compañeros de Bondad, estaba perdiendo el norte. Me habían hipnotizado; o aún mejor: siempre había tenido la maldad interiorizada. Unos dirían que por cultura, otros que por mis genitales. La lógica vudú de la ideología.
Sobre el papel, me estaba convirtiendo en el Malo. O al menos en uno de los Malos. Esa confrontación entre ángeles y demonios comenzó a desdibujarse para mí. Los héroes de toda la vida no lo eran tanto, algunos ni siquiera eran buenos. Algunos de los Malos lo seguían siendo, pero el resto sólo eran seres humanos.
Como yo.
Infinidad de enfoques.
No quiero soltar una soflama sobre vendas que se caen, o sobre haber elegido por fin la píldora roja. Pero era evidente que el blanco puro era más bien blanco roto, y que el negro no tenía encanto sólo en la ropa.
Resultaba que Todos tenían sus Razones. A menudo coherentes, bien argumentadas. Nadie tiene la exclusiva del blanqueamiento del Mal.
Y también está el chantaje emocional; siento decirlo: muy propio de mi bando.
Aunque sigo formando parte de lo que creía eran sólo Buenos y Puros, ahora sé que en todas partes cuecen habas.
Antes no era un héroe, pero estas ideas, a día de hoy, me convierten en un Villano.

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80 ILEGIBLES (58 de 80) – Carta secreta a M*

Qué decir. Siempre se tiene la tranquilidad del diario íntimo desde el anonimato. Nunca me gustaron ciertas misivas “amorosas”, unas veces me saben a chantaje, otras a venganza. Espero que esto sólo se entienda como lo que es: un pequeño desahogo. Una cartita experimental, jugando a la realidad y la autorreferencia. Recuerdos distorsionados (tampoco hay de otro tipo).
Sé que pasó mi oportunidad hace mucho. Por suerte hay cosas que no pasan, sólo están, como aporrear el teclado.
Sé que ahora estás ocupada, ocupada a todos los niveles (o eso creo). Ahora todos somos espías, de modo que puedes atisbar, siempre que quieras, la sombra del otro.
Siempre tuve la sensación de que tu mundo era distinto al mío, o al menos de que estaba muy alejado. Yo seguía la famosa senda del perdedor, y tú lo tenías todo por hacer, y lo ibas a hacer. No tenía la más mínima duda. Yo no me encontraba a mí mismo, de modo que me resultaba casi antinatural buscarte a ti. O ver el modo de tenerte al lado.
Me limité a picotear, a fantasear.
Durante un tiempo incluso pasé alguna noche sin dormir. No podía gestionarte. Sentía que el pecho se me deformaba a base de latidos, y salía a pasear a horas extrañas, sobre todo en verano. A veces salía correr (no es lo mío), o intentaba enfriar tu imagen en la mente a base de ejercicios. Llegué a tener unos abdominales casi presentables.
Luego eso se fue atenuando, tanto tu imagen como los abdominales. Pero estuve más de tres años con tu presencia en mi cabeza todos los días. A veces unas horas, a veces unos minutos, pero siempre estabas ahí.
Ahora a un moralista le daría un patatús. Creo que casi lo podría considerar acoso. De hecho aún no te he olvidado.
No recomiendo forzarlo, pero tampoco es que eso se pueda decidir. Eso, aunque ahora haya gente que no lo quiera creer, pasa. Quizá haya personas a las que no les pasa nunca, pero a mí me pasó. Continúa pasando, aunque haya aprendido a domarlo. Puede que sea un músculo que alguna gente tiene, y que otra no.
Creo que es importante. No sé si es mejor que te pase, muchos dicen que sí.
Como mínimo yo no tengo ninguna duda. Gracias a ti, sé que los fantasmas existen.
Si alguna vez lees esto, sólo quería darte las gracias por ello.

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80 ILEGIBLES (57 de 80) – Gordo va

Un paseo interminable por el parque temático. Resguardaremos su identidad. Al fin y al cabo no importa, no hay grandes diferencias entre los parques temáticos exitosos. De crío me encantaban, y al hacerme mayor creo que comencé a fingir que no. Hay algo del ambiente en ellos que me sigue gustando. No deja de ser un lugar extraño, una especie de corral inmenso para el turista. Los turistas suelen estar fuera de lugar en los museos o cualquier otro emplazamiento cultural. Van de visita como quien hace la ronda. Tachan objetivos.
Pero los parques temáticos son ideales para ellos. Están pensados sólo para cierta clase de diversión; lo que los críos de la parte de atrás del autobús en las excursiones, entienden por diversión. Los turistas no se diferencian gran cosa de ellos. Atolondrados, de vacaciones, haciendo enormes esfuerzos por leer el sencillo mapa del parque. Niñatos y niñatas de todas las edades que, por una vez, están en su salsa, lo cual suele apaciguarlos, convertirlos en personas que pareciera incluso tienen intereses. Los parques temáticos, pues, son los museos de los turistas. Son enormes, son estúpidos, son divertidos y necesarios.

Aquel día sólo era otro más en el parque. Mucha gente, distintos ambientes, todos limpios y artificiales (hasta el sonido de los pájaros sale de altavoces). Atracciones, comida y bebida por todas partes. Un sol abrasador, que alimenta las colas de las atracciones más acuáticas. Y, aquel día, incluso una muerte.

Estábamos cerca de cierta atracción, parecía toda de madera y constaba de bajadas casi en picado y curvas de vértigo. No tenía loopings, con lo que la protección quedaba en manos sobre todo de la inercia. Sólo tenías una barra fija en las rodillas. Lo podíamos ver fugazmente mientras hacíamos cola.
Todo el mundo se fijó en lo mismo mientras esperaba. Había un tío, un chico, no era fácil discernir su edad, que debía pesar unos ciento cincuenta kilos. Como buenos turistas, todos cuchicheaban alrededor de él. Miraban sin mirar del todo. Los niños se reían de él, los padres intentaban acallarlos, aunque se reían de él también, a base de susurros y una teórica compostura.
Por fin le tocó montar al gordo. Todos lo comentamos. Teníamos a la vista una de las curvas más golosas de la atracción.
No nos decepcionó.
Al llegar el gusano metálico a esa zona, una de las barras cedió por completo, y nuestro héroe salió disparado.
Trazó un arco en el aire, antes de caer a plomo entre los pilares de los raíles. Reventó como un huevo. Luego pudimos ver fotos, fotos terribles; al fin y al cabo era el país de los turistas.
Nunca se me olvidará el que, justo mientras el tío volaba, escuché a un hombre gritar:
–¡Gordo va!

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80 ILEGIBLES (56 de 80) – Introvertido. Extrovertidos

Desde el ostracismo, cambia el ángulo, las cosas se ven de otro modo. De alguna forma, ves la trastienda. Unas de las ventajas de no estar en el ajo, de no ser de los que siempre participa, de los que organizan o están todo el tiempo a dos pasos de saltar de un avión, es que puedes localizar la costuras.
Ni siquiera lo planeas. Sólo observas, relajadamente (a ser posible), la apostura teórica de los demás. Así, hay personas que te pueden acabar cayendo muy bien, porque no atisbas nada demasiado artificial en ellas; y otras te pueden resultar odiosas, o simplemente muy patéticas, porque intuyes ahí dos o tres décadas de miedo y oportunismo disfrazados de seguridad adulta. Hay gente que tiene miedo, y gente que sólo tiene miedo al qué dirán; estos segundos son los extrovertidos. El miedo de los introvertidos, diría que va y viene; puede ser lacerante, pero la mayoría de veces es manejable: no te condiciona toda la puñetera vida.

Aprendes sobre esto sin querer, sin planearlo, en cada comida o cena fuera de casa. Si eres un buen introvertido, no serán muchas, pero serán las suficientes.
Recuerdo las primeras lecciones, a los veintitantos, cuando ya se había asentado entre mis contemporáneos ese teatro de la seguridad. Esa vaga idea de la independencia personal, que en el fondo sólo significaba tener algo de dinero, sacar la tarjeta de crédito en el momento adecuado. A mí eso nunca me pareció sofisticado. Las novias de los demás tampoco torturaban mi soltería, raramente me caían bien, me parecían sobre todo mercancía sexual para el colega de turno. Estaban follando a gusto, eso era muy probable, y me alegraba por ellos; pero no les envidiaba en absoluto la vida en pareja. Ellos parecían estar siempre susurrando: “¿nos vamos?”, y ellas parecían siempre cansadas.
Es distinto, sin embargo, observar a desconocidos. Parece más puro, como si la neblina de la amistad entorpeciera el análisis. Cuando no conoces a los demás, cuando les observas en un intercambio social, en fin, yo suelo ver sobre todo un esfuerzo brutal en ellos. No puedo creer que vean esos momentos como una forma de relajarse en su tiempo libre. Es como si continuaran trabajando, pero ahora en su imagen, aquello que proyectan, no en lo que quieren ser (demasiado profundo, demasiado Narnia), sino en lo que quieren parecer.

¿Y qué quiere parecer un extrovertido siempre? El extrovertido tiene un montón de deberes: deberes a perpetuidad. Si algo le chifla al extrovertido, es parecer ocupado. Sabe (o cree) que eso ofrece una imagen enormemente responsable de sí mismo. Instagram no es una casualidad, Instagram no ha inventado nada, sólo lo ha recogido.
Pero la clave no está en parecer agobiado. La clave está en que, aun con todas esas cosas que hacer, aun con todos esos temas pendientes, esa agenda que nunca tiene huecos. Aun con todo eso, el extrovertido lo que quiere parecer, por encima de todo, es feliz.
Los más lúcidos no lo dirán, pero los más autoconvencidos lo verbalizarán sin problema.
El mensaje que subyace siempre es: Si no lo tienes es porque no quieres.
Sea lo que sea que te gustaría tener o que quieres, el hecho de no tenerlo es sólo una cuestión de actitud.
El extrovertido, aunque se pase la vida dando lecciones, ya sea forma directa o indirecta, tiene parte de razón. Pero obviamente sólo una parte, porque, para decirlo finamente, su doctrina filosófica acaba dejando mucho que desear.
Se comienza a notar, creo, cuando dejan de ser jóvenes del todo.
Son microinstantes, que, si estás fuera, sentado a la misma mesa pero fuera, se pueden percibir.
Miradas cebadas de significado, microgestos de circunstancias. El extrovertido lo quiere todo, y lo quiere ahora; pero cuando ya lo tiene, descubre que tiene que ocuparse de ello. Tiene la tira que perder. Habrá quien diga que esa es la mejor vida posible, pero una filosofía simple te podría traer una felicidad simple; algo que quizá te parecía ideal a los veinticinco, pero que a los cuarenta te puede hacer pensar: ¿Tan bueno era encajar?

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80 ILEGIBLES (55 de 80) – Jugar a comer

Esto pasó cuando los perros aún cagaban mierda blanca. La mierda siempre es importante, producirla, deshacerse de ella, entenderla. Lo que no hace demasiada gente, es comérsela.
En el barrio había una chica que se llamaba Marta. Era la única niña en nuestro grupo, adolescencia reciente.
De niño finges que haces cosas. Es algo que ahora los adultos parecen haber dejado de entender. Si juegas a disparar, eso no es la base de la pirámide de un asesino en serie, o de un violador. Lo que único que pasa, es que juegas a disparar.
Jugábamos incluso a follar. Si querías irritar a tu colega, le cogías por la cintura y le culeabas un par de veces. Él te pegaba un manotazo, te mandaba a la mierda y todo quedaba en su sitio. Nada de lo que hacíamos o decíamos entre nosotros, tenía que ver con la violencia, la homofobia, el racismo o el machismo. Simplemente, hacer o decir gilipolleces era divertido, porque sabíamos que eran gilipolleces. Incluso los adultos lo sabían, aunque nos regañaran si, por ejemplo, nos oían decir tacos.
Era una dinámica completamente inocente. No se traducía en acciones o ideología. Los gilipollas existían, obviamente, pero se les daba poca cancha. Mucha menos que ahora.

Marta no se llevaba con las niñas. No le gustaban sus juegos retóricos ni saltar a la goma. No le interesaba hablar de “novios” o Michael J. Fox. Se venía con nosotros, y era una más diciendo y haciendo chorradas, disfrutando del hecho de la intimidad infantil. Las otras niñas nos ponían nerviosos, pero ella no. Creo que era porque no nos parecía lo suficientemente guapa. A nadie se le ocurría decirlo, desde luego, pero la belleza femenina nos ponía en guardia. No es que eso fuese una fase. Es simplemente algo que pasa. La realidad acostumbra a ser muy seca, muy poco dada a adaptarse a un sistema moral. Por eso la gente que se viste siempre con La Verdad, puede sonar tan falsa: la verdad no está para llevarte en brazos, arroparte y contarte un cuento. Es la verdad igual que un árbol es un árbol.
Es la disputa eterna entre las ideologías y la ciencia.
Entonces no nos preguntábamos por qué Marta encajaba tan bien, simplemente era otra verdad evidente.

Marta sabía hacernos reír, y a veces era la más bruta de todos. Quizá eso la hiciese sentirse querida entre niños, como si tuviese que hacer una demostración de sus habilidades de vez en cuando. Era como si tuviese miedo de que la echáramos de repente del grupo. Nada más lejos de nuestra intención. Nos gustaba tenerla, nos diferenciaba de otros chicos. Nos aportaba un pátina de misterio.
Y, sobre todo, era nuestra amiga.
Si alguien de otro grupo se metía con ella o la amenazaba, le dejábamos claro que no teníamos problema en freírle a hostias. No sé si lo hubiésemos hecho de verdad, pero sí lo decíamos de verdad. Éramos conscientes de que Marta no era tonta, pero también de que tenía menos fuerza. Nuestra forma de leer el mundo era sencilla, pero acertábamos bastante, y lo hacíamos sin ego, sin malicia. No competíamos, sólo queríamos que nos dejaran en paz.

Un día salimos a comer cosas. Así era como lo llamábamos. Vamos a comer cosas. Nos íbamos a una zona de monte bajo. Cada uno tenía que comer algo en su turno. Obviamente no podías llevar comida encima. Si la encontrabas, en el suelo, en la basura, entre matorrales, era otro asunto… Era sencillo: come algo. Ganaba el último que seguía comiendo. Si en tu turno pasabas, quedabas eliminado.
Conocí el sabor de muchas hojas y plantas, y también de algunos comestibles en avanzado estado de deterioro. Alguna vez estuve a punto de vomitar.
Sólo había una regla especial. El único modo de reventar la partida, de ganar sin largos paseos y búsquedas, era comerse una mierda.
Podía ser de perro o de gato, un zurullo en cualquier caso. Nada de cagadas de pájaro.
Sólo: un trozo de mierda.
Masticar y tragar. Abrir la boca y enseñar.
Habíamos visto a Leo Bassi en la tele, en Lo + plus.

Nunca supimos si lo que se comía Leo Bassi era un mierda de verdad, pero en cualquier caso sabíamos que aquello era inofensivo. Es decir, asqueroso, sí, pero muy divertido para quien sólo miraba.
Nunca pensamos que ninguno de nosotros fuese a atreverse jamás. Pero no contábamos con la aportación adulta. Los padres, con razón o sin ella, podían ponerte de un humor de perros. A veces había un rabia infantil que tenía que salir por algún lado.
Los padres de Marta esperaban cierto tipo de decoro de ella. No les gustaba que fuera por ahí con niños. Era como si hubiera hecho migas con los monos huidos de un zoo. Querían que se divirtiera de un modo estático, a la vista, sin salir del parque que se podía controlar desde la ventana. Las niñas no solían vagabundear, parecían tener una veta más adulta. No es que eso fuese mejor en sí, pero era mejor para los padres. La mayoría de los padres estaban a gusto con la idea de la fragilidad femenina. No sólo en lo físico, sino también en lo mental, como si el hermanito siempre fuera más despierto que la hermanita. Una cosa era que el niño hiciera el ganso, pero ¿la niña? La niña hacía mejor con quedarse quietecita, a la vista y protegida. Al feminismo de segunda ola le daban arcadas con eso; el de tercera, sinceramente, no sé qué coño pensaría.
Marta estaba harta de sus padres como sólo podía estarlo una niña preadolescente. Un sábado se presentó en el parque con un vestido nada propio de ella. Una prenda floreada y llamativa. Sus padres la habían obligado a ponérsela. Creo que pensaron que eso limitaría sus movimientos, que de alguna manera evitaría manchar la prenda y le acabaría tomando cariño. Quizá creían que, con detalles así, a medio plazo se acabaría acercando a las otras niñas.
Marta dijo:
–¿Jugamos a comer cosas?
Estaba visiblemente mosqueada. No dijimos ni pío sobre su evidente cambio de aspecto. Nos limitamos a seguir la corriente. Era sábado por la mañana, era lo mejor de la semana, una auténtica sensación de libertad. La libertad no era tal, sólo era una ilusión, un paréntesis, pero un sueño tan dulce había que aprovecharlo mientras uno “dormía”.
Marta nos llevó camino al monte bajo. Pero iba todo el tiempo mirando al suelo. El sentido de la actividad, en realidad tenía más que ver con el movimiento, pero en el mundo infantil no existía tal cosa como «pasear». Necesitabas una excusa, un juego.
Marta se detuvo. Ni siquiera caminábamos sobre tierra, aún estábamos por la calle.
En el suelo había dos zurullos pequeños de perro. Eran blancos. Marta se agachó y cogió uno de ellos, el más grande. Lo tenía entre el pulgar y el índice de la mano derecha.
Nos miró, abrió mucho los ojos. “¿Entendéis?”. Asentimos con la cabeza, aunque sólo comprendíamos parcialmente.
Se metió el zurullo en la boca, y masticó. Hizo un gran esfuerzo por tragar, no quería saborearlo. Tenía los ojos llorosos.
Enseguida continuó caminando. Antes de hablarnos de sus padres, comió hojas de distintas clases. El amargor debía tapar el sabor a mierda.

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80 ILEGIBLES (54 de 80) – El día del lagarto

Fui al campo con unos vecinos. No recuerdo qué zona era. Tenía once años, entraba en los coches y salía al llegar al lugar de destino. Juzgaba sin el etiquetado. Había cierta pureza en ello.
Fui porque el hijo de los vecinos era amigo mío. Unos de los de verdad, de los que torturaba insectos contigo, de los que te confesaba cómo le quería comer el chocho a una niña u otra. De los que hasta compartía el porno abandonado.
Enrique.
Parece haber menos Enriques ahora, pareciera que ya sólo es el nombre del mejicano muerto de una peli. Enrique tenía dos años más que yo. Durante unos cinco años, fuimos como uña y carne, y después, auténticos extraños. Nos convertiríamos en piezas completamente distintas de la sociedad, de ambientes distintos y con intereses distantes.
Pero entonces éramos los mejores amigos. Existía entre nosotros una dinámica que no debe ser muy diferente de la que existe entre futuros delincuentes. Chavalitos que lo que pronto querrían sería dinero fácil: currar poco y amoralmente para el padrino de turno. Funcionar según las reglas de la mafia. Primero recaderos fiables, luego matones fieles. Fiestas a menudo, drogas de buena calidad, violar a las mujeres, meter miedo a los críos…
Era una fantasía vaga y nunca verbalizada de la infancia, ninguno de los dos escogió ese camino. Hicimos caso. Doblamos el espinazo y aguamos el carácter. Nos sumamos a los demás remeros.

El padre de Enrique era un zoquete de cincuenta y tantos. No es que lo supiéramos entonces. Un capullo con carnet de conducir, un currante siempre con una navaja encima. Bebedor, alcohólico funcional. La madre era la ama de casa de los noventa, preocupada, de buen corazón en las distancias cortas, cruel en las largas, inculta, cotilla. Era fácil imaginarlos a ambos viendo el telediario, echándose unas risas. Pienso de telebasura.
Enrique, su familia y yo, éramos sólo otro fresco de la clase obrera. Para completarlo, dos hermanas. Una de quince, otra de diecisiete; pretendidamente ajenas al mundo infantil, artificialmente apegadas al adulto, bobaliconas, fingidamente sensibles, egoístas. Pronto me masturbaría fantaseando con hacerles cosas realmente feas.

Por la mañana los niños jugamos con un balón de fútbol. Enrique y yo necesitábamos aislarnos de los padres y las niñas. Daba igual el contexto. Me gustaba ir al campo, no íbamos tanto. Los padres de Enrique preparaban el tipo de hoguera para barbacoa que pronto sería ilegal. Algo de ensalada para ellas, un montón de carne para todos. Mucho tocino. Nos daban sorbos de vino y alguna calada. Si venía más gente, se instalaba a una distancia prudente. Saludos cordiales, a veces incluso alguna broma; era domingo, el día de descanso de los padres de familia. El rato semanal de no estar del todo amargados. Puede que los más violentos no zurraran ese día a su mujer. Quizá se conformaran con un polvo raquítico de treinta segundos.
A mediodía había que engullir toda la carne. Lo hacíamos con gusto. Enrique y yo, por más que comiéramos, seguíamos con brazos y piernas de alambre. Debíamos quemarlo todo a base de pura infancia. Había un ansia mal contenida en nuestra visión de la vida (mis padres no eran muy distintos a los suyos), que no parecía que fuese a desaparecer, sobre todo a juzgar por cómo hablaban y actuaban los adultos, representando una especie de farsa del respeto y la educación, que se convertía en tacos y mal sexo cuando no estábamos delante. Teníamos oídos, y aún conservábamos una enorme curiosidad, aunque en el colegio estaban a puntito de extirpárnosla. Nuestra vida nos gustaba sobre todo por contraste; era el momento de enseñar niños negritos escuálidos en los informativos.

Por la tarde, ese día nos fuimos a “explorar” con el padre de Enrique. La madre dijo que quería tomar el sol, las niñas daban patadas torpes al balón.
Fuimos por caminos estrechos, a veces entraba en juego la navaja del progenitor. La maleza. Creo que eso era lo que divertía a este adulto ejemplar: su navaja, y poco más que eso. Caminábamos sin rumbo aparente, Enrique y yo pisábamos los bichos que veíamos. Nos hicimos con un palo cada uno, azotábamos todas las ramas y troncos del camino.
Nadie en aquel grupo tenía noción consciente alguna sobre la belleza del lugar. Ni nosotros, ni las niñas, ni los adultos. Parecía algo así como una rutina. Un cambio rutinaro. No recuerdo percibir poesía alguna en aquellos domingos. Ahora creo que aquellos días en el campo –en nuestro caso– no eran más que otra demostración de la soberbia del ser humano, como si el leitmotiv fuese: Si quisiéramos, podríamos quemar todo esto. Había una agresividad inherente. Supongo que se contagiaba de los adultos a los críos. Era el resultado de la rutina del currante; no importaba si eras mecánico o ama de casa, aunque en aquel momento se hiciera una gran diferenciación. La madre de Enrique no era más feliz que el padre; ambos proyectaban el mismo tipo de cinismo: el del quien, entre otras cosas, no conoce la palabra «cinismo».

Vimos un lagarto, largo como dos palmos. El padre de Enrique se empecinó en matarlo. Estábamos totalmente de acuerdo, ese bicho tenía que morir. Era la conclusión inevitable, la diversión de la crueldad. Lo perseguimos, lo acorralamos. Nos costó una media hora de tumbos entre los matorrales. Estábamos cada vez más rabiosos, cada vez más eufóricos. Puto bicho. Se convirtió en algo personal, como si nos debiera un pago. Reyes de la cadena alimenticia. Sacamos a pasear el hombre primigenio. Pusimos nombre al animal, así el ejercicio era más cruel, y por tanto más gozoso.
Juancho.
Juancho acabó atravesado por la navaja. El paseo había terminado.
En el camino de vuelta, se nos ocurrió una idea: nos comeríamos a Juancho. Asquearía a las niñas, animaría la tarde, seguro que sabía a pollo.
Al llegar, tal y como estaba escrito, el padre de Enrique persiguió a las crías con Juancho ensartado. Ellas gritaban y exageraban, hacían su papel, aunque esta vez no les costaba. La madre de Enrique sólo hizo que no con la cabeza.
–No pienso comerme eso.
Tomaba el sol con gafas de sol y toda vestida. Se mantenía al margen, estaba acostumbrada. Era obvio que la pasión había muerto, sólo quedaban tres décadas de tranquilo sopor por delante. O eso esperaba.
Reavivamos las brasas. Juancho se asó, se comenzó a dorar. Risas y un agradable nerviosismo. Nunca habíamos comido lagarto.
Cuando ya parecía cocinado, el padre de Enrique lo comenzó a cortar sobre la rejilla. Se hizo con un trozo y lo sopló para no quemarse. Detalles como ese le hacían parecer centrado y responsable a nuestro ojos. Se llevó la carne a la boca, masticó, reconcentrado. Asintió. Nos miró y dijo:
–Está buenísimo. Probadlo.
Nos cortó un trozo a cada uno. Una vez la fantasía hecha realidad, no estábamos tan convencidos. Que la diversión se materialice así no siempre es bueno. A veces es mejor que la idea se quede en el ámbito teórico.
Dejé que mi amigo lo probara antes. Masticó y no dijo nada, pero pidió otro trozo.
Me metí la carne en la boca, sin pensarlo más. Mastiqué rápido. La textura no era desagradable. El sabor era algo entre pollo y un puntito amargoso. No era precisamente alta cocina, pero era nuestra presa. Era el resultado de un trabajo bien hecho. El padre de Enrique evisceró al bicho, y nos comimos el resto. Lo dejamos en los huesos.

Cuando volvíamos del campo, fantaseaba con ver luego un incendio en la tele. El telediario abriendo con el resultado de nuestro día campestre. El padre de Enrique era perfectamente capaz de liarla de ese modo; la irresponsabilidad no necesita de intencionalidad.
De camino a casa, paramos en un antro de carretera. Al parecer la familia conocía al dueño. Nos sirvieron refrescos, y las mejores patatas bravas que recuerdo haber probado. Hablamos del lagarto. El día del lagarto, así lo recordaríamos. El padre trituraba con sus dientes amarillos. La madre con la nariz requemada. Las niñas cuchicheando. Mi amigo presumiendo de padre. Yo masticando patatas, el alioli en mis comisuras, quemándome y sonriendo.

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80 ILEGIBLES (53 de 80) – La novia de T.

La novia de T. siempre veía motas o imperfecciones por todas partes. No se trataba de que fuera muy ordenada; más bien era incapaz de respetar el desorden íntimo de los demás, aunque fuera una elección consciente. A veces, incluso parecía ver cosas fuera de lugar donde no las había. Generaba conversaciones de besugos casi cada vez que coincidíamos con ella, porque T. no era capaz de decirle que a menudo se agobiaba con auténticas chorradas, con gilipolleces mínimas que no deberían generar charla o dilema alguno.
Una gota de agua cae al suelo. Un hilito en el jersey. Un personaje que aparca justo en frente del lugar al que va en una peli. Un pelo discutiblemente despeinado, un objeto algo movido. El único detalle del que no se daba cuenta esta tía, es que el mundo ha sido, es y será siempre imperfecto, y que esa quizá sea la razón crucial de su belleza.
Nunca lo llamamos TOC, aunque muchas veces la llamamos gilipollas. No frente a ella, claro.
Su actitud volvería loco a nuestro colega, pero no enseguida; todos tardamos un poco en percatarnos de ese infierno de las supuestas imperfecciones, siempre recalcadas como si fueran la mordedura de un perro en la cabeza de un bebé.

T. fue el que más tardó en verlo, obviamente. Rondaba los treinta y quería que ella fuera la definitiva. T. no quería seguir follando por ahí, quería formar una familia. Cuando conoció a Doña Detalles, debió ver algo excitante y a la vez maternal en ella. Si no la conocías, no carecía de atractivo. Tenía una sonrisa bonita y un culo bien formado, podías imaginar siestas perfectas con ella. A priori, también parecía inteligente, y seria cuando tenía que serlo. De algún modo, lucía como una persona en su cabales; no una chica, sino una mujer. Era lo que T. andaba buscando: realismo. Alguien con quien crecer y a quien querer; sin necesidad de sentir el tosco enamoramiento que te deja con el raciocinio deshaciéndose en un cubo de ácido.
T. quería convertirse en un adulto.

Pasaron tres años.
T. y Doña Detalles se empezaron a plantear irse a vivir juntos. T. comenzó a ofrecer largos y extraños silencios cuando estábamos todos. Podías contarle el modo en que habías asesinado a cinco niños cortándoles la cabeza con una sierra eléctrica, y entonces te miraba y decía:
–Claro. Bien hecho.
Si le preguntabas qué tal iba todo (mudarse, Doña Detalles, perspectivas…), se ponía a actuar. Jamás lo había hecho, y no se le daba muy bien. Lo que hacía no era tanto ponernos al día o decirnos cómo se sentía, como intentar convencernos. Sabía lo que nosotros pensábamos sobre lo de convivir con…
Eso.
Abría mucho los ojos y nos hablaba de la logística.
–Tardaremos bastante en instalarnos –decía siempre, el resto pensábamos que esperanzado. Llevaban tres años juntos; no les dábamos tres telediarios.

Pasaron dos meses.
Sólo era cuestión de tiempo. Cada vez menos tiempo. (O eso esperábamos). Pero nunca sabías cómo iba a suceder. El resto, mucho después, nos preguntamos cómo tardó tanto en acabarse. Teorizamos que T. se aferró a una premisa lógica: No hay nadie perfecto. Y eso era verdad, excepto que tenías que poder soportar esas imperfecciones, o esas imperfecciones quizá te afectarían menos si se parecían a las tuyas.
T. se aferró a su plan. Se quería aferrar a su plan. Había dejado caer su deseo de ser padre. De hecho el piso a medio amueblar se había escogido teniendo en cuenta ese futuro en concreto.
Daba toda la sensación de que estaban preparando un nido para pájaros muertos. Creo que incluso Doña Detalles se lo olía.
Pero le daba igual.
Eso daba mucho miedo. Parecía que Doña Detalles quería eso. Nuestro colega se había ido convirtiendo poco a poco en lo que siempre se ha dado a llamar: un calzonazos. T. arreglaba lo que estaba roto y también lo que no. Decía que sí a todo, y estaba matando su carácter por el proceso de eliminar arrugas, motas o manchas, o defectos sin importancia o inexistentes.
T. quizá no fue consciente de ello durante mucho tiempo, pero se estaba inflando como un globo, uno de color rojo sangre, y un globo tiene una capacidad concreta, no se suele inflar indefinidamente.

El día del fin se produjo en el coche de T. Él conducía y ella iba de copiloto. Detrás íbamos dos colegas. Veníamos del cine. Doña Detalles comentaba lo absurdo que era que a Naomi Watts no se le rompiera el cuello cuando King Kong la zarandeaba. El resto habíamos aprendido a no entrar en ese juego hacía mucho. Excepto T. ; porque T. era su pareja, y en teoría te debería importar cualquier cosa que diga tu pareja; o al menos no debería notarse que no te importa.
T. dijo que era una historia de amor entre un mono gigante y una rubia, que toda la estética de la peli descansaba en eso. No en las leyes de Newton.
Doña Detalles, sin embargo, continuó recalcando detalles “inverosímiles” de la película, pese a que decía que le había gustado.
Pero fue con su asiento con lo que el globo explotó.
Comenzó a decir que su asiento hacía un ruido.
–¿Qué ruido? –decía T.
Nosotros tampoco lo oíamos. Ella se mecía hacia delante y hacia atrás.
–¿No lo oís?… Tienes que arreglar esto, T., hace mucho que lo oigo.
–Yo no oigo ningún ruido –decía T. Comenzó a repetirlo de un modo extraño.
–En serio, yo no oigo ningún ruido.
–Este asiento chirría, T., hace mucho. No cuesta nada arreglarlo.
La conversación no derivó en discusión. Nunca lo hacía. Lo que pasaba siempre, era que T. tragaba. T. cedía y al cabo de unas horas arreglaba lo que en teoría había que arreglar. Incluso aunque ya había tenido al menos cuatro o cinco experiencias con técnicos y mecánicos que le explicaron (como si el bobo fuera él) que la avería no era tal, que el sonido o lo que pasaba era producto del propio funcionamiento del aparato.
La conversación esta vez tampoco derivó en discusión. Lo que pasó fue que T. detuvo el coche en el arcén en medio de la autovía. Salió de él, y se puso a caminar hacia casa. Concretamente hacia su piso de soltero. Cinco kilómetros. Nosotros salimos del coche; le acompañamos, no tardamos en entender lo que pasaba. Doña Detalles también salió del coche, pero no dio un solo paso. Fingió claramente que no sabía leer la situación.
Después de un par de gritos, se puso al volante y arrancó. Pasó a nuestro lado como una exhalación.
Sonreímos, sobre todo T. Nadie gritaba ni se abrazaba, pero era un momento de celebración.

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