80 ILEGIBLES (53 de 80) – La novia de T.

La novia de T. siempre veía motas o imperfecciones por todas partes. No se trataba de que fuera muy ordenada; más bien era incapaz de respetar el desorden íntimo de los demás, aunque fuera una elección consciente. A veces, incluso parecía ver cosas fuera de lugar donde no las había. Generaba conversaciones de besugos casi cada vez que coincidíamos con ella, porque T. no era capaz de decirle que a menudo se agobiaba con auténticas chorradas, con gilipolleces mínimas que no deberían generar charla o dilema alguno.
Una gota de agua cae al suelo. Un hilito en el jersey. Un personaje que aparca justo en frente del lugar al que va en una peli. Un pelo discutiblemente despeinado, un objeto algo movido. El único detalle del que no se daba cuenta esta tía, es que el mundo ha sido, es y será siempre imperfecto, y que esa quizá sea la razón crucial de su belleza.
Nunca lo llamamos TOC, aunque muchas veces la llamamos gilipollas. No frente a ella, claro.
Su actitud volvería loco a nuestro colega, pero no enseguida; todos tardamos un poco en percatarnos de ese infierno de las supuestas imperfecciones, siempre recalcadas como si fueran la mordedura de un perro en la cabeza de un bebé.

T. fue el que más tardó en verlo, obviamente. Rondaba los treinta y quería que ella fuera la definitiva. T. no quería seguir follando por ahí, quería formar una familia. Cuando conoció a Doña Detalles, debió ver algo excitante y a la vez maternal en ella. Si no la conocías, no carecía de atractivo. Tenía una sonrisa bonita y un culo bien formado, podías imaginar siestas perfectas con ella. A priori, también parecía inteligente, y seria cuando tenía que serlo. De algún modo, lucía como una persona en su cabales; no una chica, sino una mujer. Era lo que T. andaba buscando: realismo. Alguien con quien crecer y a quien querer; sin necesidad de sentir el tosco enamoramiento que te deja con el raciocinio deshaciéndose en un cubo de ácido.
T. quería convertirse en un adulto.

Pasaron tres años.
T. y Doña Detalles se empezaron a plantear irse a vivir juntos. T. comenzó a ofrecer largos y extraños silencios cuando estábamos todos. Podías contarle el modo en que habías asesinado a cinco niños cortándoles la cabeza con una sierra eléctrica, y entonces te miraba y decía:
–Claro. Bien hecho.
Si le preguntabas qué tal iba todo (mudarse, Doña Detalles, perspectivas…), se ponía a actuar. Jamás lo había hecho, y no se le daba muy bien. Lo que hacía no era tanto ponernos al día o decirnos cómo se sentía, como intentar convencernos. Sabía lo que nosotros pensábamos sobre lo de convivir con…
Eso.
Abría mucho los ojos y nos hablaba de la logística.
–Tardaremos bastante en instalarnos –decía siempre, el resto pensábamos que esperanzado. Llevaban tres años juntos; no les dábamos tres telediarios.

Pasaron dos meses.
Sólo era cuestión de tiempo. Cada vez menos tiempo. (O eso esperábamos). Pero nunca sabías cómo iba a suceder. El resto, mucho después, nos preguntamos cómo tardó tanto en acabarse. Teorizamos que T. se aferró a una premisa lógica: No hay nadie perfecto. Y eso era verdad, excepto que tenías que poder soportar esas imperfecciones, o esas imperfecciones quizá te afectarían menos si se parecían a las tuyas.
T. se aferró a su plan. Se quería aferrar a su plan. Había dejado caer su deseo de ser padre. De hecho el piso a medio amueblar se había escogido teniendo en cuenta ese futuro en concreto.
Daba toda la sensación de que estaban preparando un nido para pájaros muertos. Creo que incluso Doña Detalles se lo olía.
Pero le daba igual.
Eso daba mucho miedo. Parecía que Doña Detalles quería eso. Nuestro colega se había ido convirtiendo poco a poco en lo que siempre se ha dado a llamar: un calzonazos. T. arreglaba lo que estaba roto y también lo que no. Decía que sí a todo, y estaba matando su carácter por el proceso de eliminar arrugas, motas o manchas, o defectos sin importancia o inexistentes.
T. quizá no fue consciente de ello durante mucho tiempo, pero se estaba inflando como un globo, uno de color rojo sangre, y un globo tiene una capacidad concreta, no se suele inflar indefinidamente.

El día del fin se produjo en el coche de T. Él conducía y ella iba de copiloto. Detrás íbamos dos colegas. Veníamos del cine. Doña Detalles comentaba lo absurdo que era que a Naomi Watts no se le rompiera el cuello cuando King Kong la zarandeaba. El resto habíamos aprendido a no entrar en ese juego hacía mucho. Excepto T. ; porque T. era su pareja, y en teoría te debería importar cualquier cosa que diga tu pareja; o al menos no debería notarse que no te importa.
T. dijo que era una historia de amor entre un mono gigante y una rubia, que toda la estética de la peli descansaba en eso. No en las leyes de Newton.
Doña Detalles, sin embargo, continuó recalcando detalles “inverosímiles” de la película, pese a que decía que le había gustado.
Pero fue con su asiento con lo que el globo explotó.
Comenzó a decir que su asiento hacía un ruido.
–¿Qué ruido? –decía T.
Nosotros tampoco lo oíamos. Ella se mecía hacia delante y hacia atrás.
–¿No lo oís?… Tienes que arreglar esto, T., hace mucho que lo oigo.
–Yo no oigo ningún ruido –decía T. Comenzó a repetirlo de un modo extraño.
–En serio, yo no oigo ningún ruido.
–Este asiento chirría, T., hace mucho. No cuesta nada arreglarlo.
La conversación no derivó en discusión. Nunca lo hacía. Lo que pasaba siempre, era que T. tragaba. T. cedía y al cabo de unas horas arreglaba lo que en teoría había que arreglar. Incluso aunque ya había tenido al menos cuatro o cinco experiencias con técnicos y mecánicos que le explicaron (como si el bobo fuera él) que la avería no era tal, que el sonido o lo que pasaba era producto del propio funcionamiento del aparato.
La conversación esta vez tampoco derivó en discusión. Lo que pasó fue que T. detuvo el coche en el arcén en medio de la autovía. Salió de él, y se puso a caminar hacia casa. Concretamente hacia su piso de soltero. Cinco kilómetros. Nosotros salimos del coche; le acompañamos, no tardamos en entender lo que pasaba. Doña Detalles también salió del coche, pero no dio un solo paso. Fingió claramente que no sabía leer la situación.
Después de un par de gritos, se puso al volante y arrancó. Pasó a nuestro lado como una exhalación.
Sonreímos, sobre todo T. Nadie gritaba ni se abrazaba, pero era un momento de celebración.

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