Esto pasó cuando los perros aún cagaban mierda blanca. La mierda siempre es importante, producirla, deshacerse de ella, entenderla. Lo que no hace demasiada gente, es comérsela.
En el barrio había una chica que se llamaba Marta. Era la única niña en nuestro grupo, adolescencia reciente.
De niño finges que haces cosas. Es algo que ahora los adultos parecen haber dejado de entender. Si juegas a disparar, eso no es la base de la pirámide de un asesino en serie, o de un violador. Lo que único que pasa, es que juegas a disparar.
Jugábamos incluso a follar. Si querías irritar a tu colega, le cogías por la cintura y le culeabas un par de veces. Él te pegaba un manotazo, te mandaba a la mierda y todo quedaba en su sitio. Nada de lo que hacíamos o decíamos entre nosotros, tenía que ver con la violencia, la homofobia, el racismo o el machismo. Simplemente, hacer o decir gilipolleces era divertido, porque sabíamos que eran gilipolleces. Incluso los adultos lo sabían, aunque nos regañaran si, por ejemplo, nos oían decir tacos.
Era una dinámica completamente inocente. No se traducía en acciones o ideología. Los gilipollas existían, obviamente, pero se les daba poca cancha. Mucha menos que ahora.
Marta no se llevaba con las niñas. No le gustaban sus juegos retóricos ni saltar a la goma. No le interesaba hablar de “novios” o Michael J. Fox. Se venía con nosotros, y era una más diciendo y haciendo chorradas, disfrutando del hecho de la intimidad infantil. Las otras niñas nos ponían nerviosos, pero ella no. Creo que era porque no nos parecía lo suficientemente guapa. A nadie se le ocurría decirlo, desde luego, pero la belleza femenina nos ponía en guardia. No es que eso fuese una fase. Es simplemente algo que pasa. La realidad acostumbra a ser muy seca, muy poco dada a adaptarse a un sistema moral. Por eso la gente que se viste siempre con La Verdad, puede sonar tan falsa: la verdad no está para llevarte en brazos, arroparte y contarte un cuento. Es la verdad igual que un árbol es un árbol.
Es la disputa eterna entre las ideologías y la ciencia.
Entonces no nos preguntábamos por qué Marta encajaba tan bien, simplemente era otra verdad evidente.
Marta sabía hacernos reír, y a veces era la más bruta de todos. Quizá eso la hiciese sentirse querida entre niños, como si tuviese que hacer una demostración de sus habilidades de vez en cuando. Era como si tuviese miedo de que la echáramos de repente del grupo. Nada más lejos de nuestra intención. Nos gustaba tenerla, nos diferenciaba de otros chicos. Nos aportaba un pátina de misterio.
Y, sobre todo, era nuestra amiga.
Si alguien de otro grupo se metía con ella o la amenazaba, le dejábamos claro que no teníamos problema en freírle a hostias. No sé si lo hubiésemos hecho de verdad, pero sí lo decíamos de verdad. Éramos conscientes de que Marta no era tonta, pero también de que tenía menos fuerza. Nuestra forma de leer el mundo era sencilla, pero acertábamos bastante, y lo hacíamos sin ego, sin malicia. No competíamos, sólo queríamos que nos dejaran en paz.
Un día salimos a comer cosas. Así era como lo llamábamos. Vamos a comer cosas. Nos íbamos a una zona de monte bajo. Cada uno tenía que comer algo en su turno. Obviamente no podías llevar comida encima. Si la encontrabas, en el suelo, en la basura, entre matorrales, era otro asunto… Era sencillo: come algo. Ganaba el último que seguía comiendo. Si en tu turno pasabas, quedabas eliminado.
Conocí el sabor de muchas hojas y plantas, y también de algunos comestibles en avanzado estado de deterioro. Alguna vez estuve a punto de vomitar.
Sólo había una regla especial. El único modo de reventar la partida, de ganar sin largos paseos y búsquedas, era comerse una mierda.
Podía ser de perro o de gato, un zurullo en cualquier caso. Nada de cagadas de pájaro.
Sólo: un trozo de mierda.
Masticar y tragar. Abrir la boca y enseñar.
Habíamos visto a Leo Bassi en la tele, en Lo + plus.
Nunca supimos si lo que se comía Leo Bassi era un mierda de verdad, pero en cualquier caso sabíamos que aquello era inofensivo. Es decir, asqueroso, sí, pero muy divertido para quien sólo miraba.
Nunca pensamos que ninguno de nosotros fuese a atreverse jamás. Pero no contábamos con la aportación adulta. Los padres, con razón o sin ella, podían ponerte de un humor de perros. A veces había un rabia infantil que tenía que salir por algún lado.
Los padres de Marta esperaban cierto tipo de decoro de ella. No les gustaba que fuera por ahí con niños. Era como si hubiera hecho migas con los monos huidos de un zoo. Querían que se divirtiera de un modo estático, a la vista, sin salir del parque que se podía controlar desde la ventana. Las niñas no solían vagabundear, parecían tener una veta más adulta. No es que eso fuese mejor en sí, pero era mejor para los padres. La mayoría de los padres estaban a gusto con la idea de la fragilidad femenina. No sólo en lo físico, sino también en lo mental, como si el hermanito siempre fuera más despierto que la hermanita. Una cosa era que el niño hiciera el ganso, pero ¿la niña? La niña hacía mejor con quedarse quietecita, a la vista y protegida. Al feminismo de segunda ola le daban arcadas con eso; el de tercera, sinceramente, no sé qué coño pensaría.
Marta estaba harta de sus padres como sólo podía estarlo una niña preadolescente. Un sábado se presentó en el parque con un vestido nada propio de ella. Una prenda floreada y llamativa. Sus padres la habían obligado a ponérsela. Creo que pensaron que eso limitaría sus movimientos, que de alguna manera evitaría manchar la prenda y le acabaría tomando cariño. Quizá creían que, con detalles así, a medio plazo se acabaría acercando a las otras niñas.
Marta dijo:
–¿Jugamos a comer cosas?
Estaba visiblemente mosqueada. No dijimos ni pío sobre su evidente cambio de aspecto. Nos limitamos a seguir la corriente. Era sábado por la mañana, era lo mejor de la semana, una auténtica sensación de libertad. La libertad no era tal, sólo era una ilusión, un paréntesis, pero un sueño tan dulce había que aprovecharlo mientras uno “dormía”.
Marta nos llevó camino al monte bajo. Pero iba todo el tiempo mirando al suelo. El sentido de la actividad, en realidad tenía más que ver con el movimiento, pero en el mundo infantil no existía tal cosa como «pasear». Necesitabas una excusa, un juego.
Marta se detuvo. Ni siquiera caminábamos sobre tierra, aún estábamos por la calle.
En el suelo había dos zurullos pequeños de perro. Eran blancos. Marta se agachó y cogió uno de ellos, el más grande. Lo tenía entre el pulgar y el índice de la mano derecha.
Nos miró, abrió mucho los ojos. “¿Entendéis?”. Asentimos con la cabeza, aunque sólo comprendíamos parcialmente.
Se metió el zurullo en la boca, y masticó. Hizo un gran esfuerzo por tragar, no quería saborearlo. Tenía los ojos llorosos.
Enseguida continuó caminando. Antes de hablarnos de sus padres, comió hojas de distintas clases. El amargor debía tapar el sabor a mierda.