Desde el ostracismo, cambia el ángulo, las cosas se ven de otro modo. De alguna forma, ves la trastienda. Unas de las ventajas de no estar en el ajo, de no ser de los que siempre participa, de los que organizan o están todo el tiempo a dos pasos de saltar de un avión, es que puedes localizar la costuras.
Ni siquiera lo planeas. Sólo observas, relajadamente (a ser posible), la apostura teórica de los demás. Así, hay personas que te pueden acabar cayendo muy bien, porque no atisbas nada demasiado artificial en ellas; y otras te pueden resultar odiosas, o simplemente muy patéticas, porque intuyes ahí dos o tres décadas de miedo y oportunismo disfrazados de seguridad adulta. Hay gente que tiene miedo, y gente que sólo tiene miedo al qué dirán; estos segundos son los extrovertidos. El miedo de los introvertidos, diría que va y viene; puede ser lacerante, pero la mayoría de veces es manejable: no te condiciona toda la puñetera vida.
Aprendes sobre esto sin querer, sin planearlo, en cada comida o cena fuera de casa. Si eres un buen introvertido, no serán muchas, pero serán las suficientes.
Recuerdo las primeras lecciones, a los veintitantos, cuando ya se había asentado entre mis contemporáneos ese teatro de la seguridad. Esa vaga idea de la independencia personal, que en el fondo sólo significaba tener algo de dinero, sacar la tarjeta de crédito en el momento adecuado. A mí eso nunca me pareció sofisticado. Las novias de los demás tampoco torturaban mi soltería, raramente me caían bien, me parecían sobre todo mercancía sexual para el colega de turno. Estaban follando a gusto, eso era muy probable, y me alegraba por ellos; pero no les envidiaba en absoluto la vida en pareja. Ellos parecían estar siempre susurrando: “¿nos vamos?”, y ellas parecían siempre cansadas.
Es distinto, sin embargo, observar a desconocidos. Parece más puro, como si la neblina de la amistad entorpeciera el análisis. Cuando no conoces a los demás, cuando les observas en un intercambio social, en fin, yo suelo ver sobre todo un esfuerzo brutal en ellos. No puedo creer que vean esos momentos como una forma de relajarse en su tiempo libre. Es como si continuaran trabajando, pero ahora en su imagen, aquello que proyectan, no en lo que quieren ser (demasiado profundo, demasiado Narnia), sino en lo que quieren parecer.
¿Y qué quiere parecer un extrovertido siempre? El extrovertido tiene un montón de deberes: deberes a perpetuidad. Si algo le chifla al extrovertido, es parecer ocupado. Sabe (o cree) que eso ofrece una imagen enormemente responsable de sí mismo. Instagram no es una casualidad, Instagram no ha inventado nada, sólo lo ha recogido.
Pero la clave no está en parecer agobiado. La clave está en que, aun con todas esas cosas que hacer, aun con todos esos temas pendientes, esa agenda que nunca tiene huecos. Aun con todo eso, el extrovertido lo que quiere parecer, por encima de todo, es feliz.
Los más lúcidos no lo dirán, pero los más autoconvencidos lo verbalizarán sin problema.
El mensaje que subyace siempre es: Si no lo tienes es porque no quieres.
Sea lo que sea que te gustaría tener o que quieres, el hecho de no tenerlo es sólo una cuestión de actitud.
El extrovertido, aunque se pase la vida dando lecciones, ya sea forma directa o indirecta, tiene parte de razón. Pero obviamente sólo una parte, porque, para decirlo finamente, su doctrina filosófica acaba dejando mucho que desear.
Se comienza a notar, creo, cuando dejan de ser jóvenes del todo.
Son microinstantes, que, si estás fuera, sentado a la misma mesa pero fuera, se pueden percibir.
Miradas cebadas de significado, microgestos de circunstancias. El extrovertido lo quiere todo, y lo quiere ahora; pero cuando ya lo tiene, descubre que tiene que ocuparse de ello. Tiene la tira que perder. Habrá quien diga que esa es la mejor vida posible, pero una filosofía simple te podría traer una felicidad simple; algo que quizá te parecía ideal a los veinticinco, pero que a los cuarenta te puede hacer pensar: ¿Tan bueno era encajar?