El fulano, el zanguango, el petimetre, con una edad aún lejana a la senectud, pero a buena distancia de la primera juventud, se viste, se disfraza de adulto. Incluso aprende a anudarse una puñetera corbata. Se mira al espejo, incapaz de notar grandes diferencias de cuando era un crío. A los treinta y muchos, la conciencia de ser adulto le parece un mito. Sólo eres un niño que ahora tiene que afrontar putadas de mayor envergadura.
Se pone los zapatos, poco cómodos, muy apropiados. Se intenta peinar. Se echa agua en la cara, una, dos, tres veces. Coge la cartera, el móvil, el tabaco y un mechero. Se queda unos diez minutos mirando por la ventana. Crecer significa salir, irse, aguantar.
Tendrá que hablar con amabilidad, pero también con aplomo. Decir la verdad con valentía, mentir con estilo.
Tendrá que conseguir la pasta.
Ahí va.
Coge las llaves de una bandejita de la entrada. Abre la puerta del piso y respira hondo. Da dos pasos y cierra la puerta. Se oye su progresión en dirección a la calle. Suponemos que no volverá. Quizá incluso se “haga mayor”. Algunos, aun en secreto, esperamos que no.