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Morder

No siempre saludo a los vecinos. Soy bastante despistado. Según cómo, es probable que me quede mirándote el culo. Tengo escasas habilidades sociales. Se confunde habitualmente mi timidez con soberbia. No me encuentro cómodo en reuniones de más de tres personas (contándome a mí). Cargo conmigo más o menos igual que cargo con un desconocido. Desayuno poco o nada y a veces me cebo por las noches. Por supuesto no soy vegano. Siempre me he considerado de izquierdas, y cada vez percibo más boba la ideología; no solo la mía. Mis padres tienen un pie en la tumba, el futuro no se presenta prometedor, y mi trabajo (cuando lo hay), es sobre todo un asco: me ha jodido la espalda y ha minado casi toda mi energía, mi romanticismo, mi capacidad para ver el vaso medio lleno. Obviamente no soy un buen partido, pese a que muy puntualmente se me haya podido considerar interesante.
Si estás conmigo, si me llegas a conocer con cierta profundidad, es muy probable que te empieces a sentir mucho mejor contigo. Vivo entre pisos minúsculos o compartidos y la casa de mis padres. Soy la evidente oveja negra de la familia. Tengo casi cuarenta años. El tipo raro. Me irrita profundamente la gente que se toma el cine o los libros siempre como un mero entretenimiento, lo cual probablemente me haga también elitista o petulante. Tengo vagas fantasías con el asesinato, pese a que me repugnan los violadores tanto como cierta clase de feministas. Creo firmemente que el feminismo, tan de moda a estas alturas, no es algo ya de lo que hablar, sino algo que practicar sin más, a no ser que el mismo viva no por su propio sentido sino por confrontación o política de la más baja estofa. Me irritan por igual los hombres y las mujeres que me irritan.
Es probable que, en sinceridad, si una especie extraterrestre nos visitara con intención de iniciar conversaciones, la personalidad más representativa para dialogar no sería un diplomático ejemplar, ni tampoco nadie que personificara el mal según la idea que tiene del mal el ser humano.
Puede que yo sea un buen término medio. Nada ejemplar pero tampoco el mayor hijo de puta. Pero claramente no me presentaría voluntario. A veces me da miedo incluso la hora de ir a dormir.

Jueves y cafés. Sentado a una mesa excesivamente poblada (¿seis personas?, ¿ocho?, prefiero no contar), está presente quien yo sé. La mayor ingenuidad contemporánea para mí es la de pretender matar el romanticismo y controlar el sexo. Como si el romanticismo fuera algo que uno puede moldear o contabilizar; o como si el sexo pudiera estar sujeto a una etiqueta. La monogamia es una risa. Te lo dice un monógamo que no contempla ni de lejos la idea de la relación abierta. Pero la monogamia es una risa. Es contra natura, sin más. La monogamia se alimenta de la pereza, una sensación de pereza tan insondable como la muerte. La gente se hace mayor y comienza a tener miedo de verdad. Estamos cagados. De alguna forma, se recupera el miedo de la adolescencia, sólo que el mismo ha mutado: ahora es distinto y está plenamente justificado. Seguramente la monogamia, cuando funciona, es por razones cínicas envueltas en mentiras. Adultos que se han perfeccionado en el arte de metértela doblada. Ideas que parten de una añeja ingeniería social –quizá también judeocristianismo– que habla sobre la estabilidad y la madurez.
Las conversaciones cruzadas se entrecruzan. Una de las chicas de la mesa, sobre todo amiga de unos amigos, alguien a quien he podido ver unas veinte veces a lo largo de los últimos diez años, me atrae como la mierda a las moscas. Se diría que es algo animal. Es curioso cuando los humanos intentamos hacer analogías utilizando a los animales. Como si nosotros fuéramos lo que parece ser que pretendemos últimamente: seres de luz incorpóreos, estrictamente mediáticos, hechos sólo de principios y proyecciones. Pero Greta Thunberg no existe. Greta Thunberg es una idea, un concepto, inoperancia adulta. La Verdad funciona por sí sola; el emisor es otro asunto.

Es sorprendente (o no tanto), la cantidad de veces que te encuentras en la misma frase las palabras Sexo y Violencia. Hay algo turbio en ello. O puede que sólo natural. El sexo suele molestar tanto a las religiones como a las ideologías tendentes a cierto extremismo. Molesta teóricamente de distintas formas, pero siempre acaba molestando. Religiosos y ateos de palabra y símbolo, cogidos de la mano, caminando hacia un atardecer precioso que ellos –Dios mediante o no– creen haber creado. O al menos eso parece. Con la violencia, por otro lado, suelen ser bastante permisivos, incluso puede que la ejerzan; aunque el discurso oficial siempre será en contra, claro está.
A veces somos básicos. Yo por ejemplo lo que de verdad haría ahora, es meter la cara en el culo de esa chica. Y puede que me quedara ahí una hora o dos. No me importaría la suciedad potencial, y entretanto tendría una erección de caballo y líquido preseminal coronando el prepucio, o quizá colgando de él. ¿Suena más sexual o más violento?
¿Hace falta decir que tiene novio? Y está presente. Se conocieron algo así como en esa época en que comienzas a ir al baño solo. Nunca puedes saber si una relación así es sólida en extremo o por el contrario aguanta por los pelos. Es decir, ambos rondan los treinta y tantos. La ruptura no sorprendería a nadie más allá del cotilleo. Pasa todos los días.
¿Rompería yo esa pareja? Generalmente me da igual lo que hagan las parejas. Y jamás cambiará de un modo importante mi concepto de nadie por ponerle los cuernos a su pareja. Puede que de entrada me choque o hasta entristezca, pero para mí lo sorprendente, como ya dije, es la monogamia.
Mis intenciones con la chica sentada a tres personas de distancia, son sobre todo lúbricas. Me cae bien y parece buena persona, cariñosa, amable; pero más allá de eso, se produce algún tipo de tsunami químico en mí cuando la veo: algo que me dice: Chupa, Muerde, Bebe. Empuja. Quizá no suene civilizado, o quizá suene violento, pero me entran no pocas ganas de ser su lavabo.
Al novio apenas le conozco, aún menos que a ella. No parece un mal tío, de aspecto anodino, quizá algo presuntuoso, y en el fondo aún incrédulo de poder ser pareja de semejante mujer. Todo esto, por supuesto, no es tanto la realidad como lo que a mí me gusta ver. El novio de alguien que te gusta es patético por defecto. Se suele achacar este tipo de conclusión irracional a las mujeres, pero creo que los tíos lo hacemos igual. La confrontación y todo el rollo del fruto prohibido…, si Eva no se hubiese comido la manzana, es probable que Adán hubiese acabado recalificando todo el terreno. No había salida. Quizá esa es la diferencia básica entre hombres y mujeres. Sólo distintas formas de joder el Paraíso.

La pareja dice que se va; tienen algo, una cena. Se levantan y se recomponen como la cebolla en que se convierte mucha gente en invierno. Casi siempre un exceso de pieles, de ropa y complementos que tienen más que ver con la estética que con el frío (en Periferia casi nunca hace realmente frío). La conclusión habitual es: que le den por culo a la comodidad. Antes lo hacían más las mujeres; ahora los hombres se están apuntando al carro. La civilización moderna atiende a los pormenores prácticos sobre todo cuando se ve con el agua al cuello. Cierto grado de incomodidad parece un lujo que quieres que los demás sepan que te puedes permitir.
Una vez, por cierto, estuve de casualidad en el piso de la pareja en cuestión (con unas diez personas más). Era uno de esos pisos nuevos, más espaciosos por las decisiones que por los metros cuadrados. Todo rectilíneo y escaso y plano; podría haber sido igual una peluquería, una tienda de ropa o una peli de Kubrick. Me desasosiegan los pisos modernos. Echo de menos cuando todo era mucho más recargado y hogareño, las alfombras, las estufas, los recuerdos horteras encima de la tele. Ni siquiera tuve ocasión de hurgar en el cajón de las bragas.
La pareja tiene que darle dos besos o un apretón de manos a todos a los presentes. Siempre se me hacen pesados esos protocolos, pero son inevitables con esas personas a las que sólo ves un par o tres de veces al año.
Y para qué nos vamos a engañar, en este caso quiero. Aunque sólo sean dos besos en la mejilla. Es el único momento en el que puedo dar a entender ciertas cosas. Con ella nunca es un protocolo, es un contacto que busco, y que creo que ella entiende; aunque no sabría decir cómo lo encaja.
Si tuviera que apostar, diría que no le disgusta. Raramente sé leer las miradas, el lenguaje no verbal en general. Quizá un par de chicas hayan asumido (o descubierto) lo inútil que soy en ese aspecto. No solo soy despistado, a veces lo soy tanto que parece que me lo hago. Eso es jodido. No tener habilidades sociales te complica las cosas cuando alguien aún no sabe reconocer y aceptar tu ineptitud.
Procuro que los dos besos sean de verdad. Nada de mejilla con mejilla, nada de lo que haría en cualquier otro caso. Procuro dejar claro que la cosa va con archivo adjunto.

El resto nos quedamos, aunque sólo un poco más. Me quedo más tranquilo. Cuando alguien me gusta y está presente, siempre hay un resquicio de estrés, incluso aunque sepa que no hay posibilidades de acercamiento. Nada más allá de un par de diálogos superficiales.

Tardamos poco en levantarnos, abrigarnos, pagar y salir a la calle. El resto se van en busca de sus coches, yo me voy andando. Tengo permiso de conducir, pero no coche. Soy una de esas personas. Ni siquiera tendría permiso de conducir, pero me rendí a la presión. Voy pensando en eso mientras recorro los veinte minutos habituales hasta casa (en Periferia todo está a unos veinte minutos a pie), cuando veo de lejos a La pareja. Él ha entrado a comprar algo a un chino. Uno de esos locales estrechos pero muy alargados, indefinidos, en los que yo no entraría a pillar nada aunque todo fuera gratis.
Ella está fuera, fumando. Me ve venir, seguramente con apuro. La única forma de estar cómodo con otras personas (para mí), es que te sean sobre todo indiferentes. No quieres que les pase nada malo, quieres que las cosas les vayan bien (a no ser que seas un cotilla de mierda), pero no necesitas saber de ellos, con quién andan, qué sitios frecuentan, a quién se follan, dónde viven, etc.
Sin embargo, cuando la otra persona no te es indiferente de ese modo, te vas a ver obligado a actuar cuando esté delante. Lo jodido, en esencia, es que si por ejemplo le preguntas cómo está, la pregunta no será una mera forma de romper el hielo o evitar incómodos silencios. La pregunta será en serio. Será en serio y tendrás que fingir que no. Que sólo quieres parecer educado o simpático. No quieres meterle la cara en el culo. O la polla.
No fantaseas.
Sólo sois amigos.
Nada de sexo o violencia.
Nos saludamos no poco incómodos. Paradójicamente, parece que la incomodidad se diluye al mirarnos a los ojos mientras hablamos, de nada, de que todo bien, de que hace buena noche. La conversación sin contenido (ni verdades ni mentiras) cebada de contenido. Como en esas pelis en las que, según los más ignorantes (los más imbéciles, los idiotas del lugar, los graciosos de la comida de Navidad) de la sala, “no pasa nada”. Hasta tal punto está pasando, que ella echa un vistazo dentro del chino para ver si hay moros en la costa. Después, como si nuestra propia naturaleza nos llevara, más que una decisión consciente, nos cobijamos en un portal junto al chino.
Los dientes entrechocan al primer intento. Luego acomodamos –todo lo que la gula nos deja– los labios y la lengua. Me coge la cabeza con ambas manos; yo le sobo el culo, ella me muerde los labios. El sexo y la violencia pugnan por prevalecer. Meto las manos en su pantalón, primero sobre las bragas, luego bajo ellas. Restriego el dedo medio de la mano derecha, en parte por la vagina, pero sobre todo por el ano.
A los treinta segundos (creo), el mismo instinto que nos juntó, nos separa. Ella vuelve a mirar dentro de la tienda.
Se me ocurre que no debe ser ni de lejos la primera vez que tiene algo con otro tío. También llego enseguida a la conclusión de que es totalmente lógico, coherente con la carne de que estamos hechos.

Dos días después, aún tembloroso cuando recuerdo, voy bajo tierra para coger el metro. Es muy tarde, vengo de un lugar aburrido (música aburrida, gente aburrida), hace un frío poco habitual. Voy tapado con un gorro y una bufanda.
Me siento en el gélido banco de granito alargado. Sólo hay otra persona. Me percato de que es ese tipo, El novio. Todo apostura y monogamia. Me cuesta imaginarle ligando con otras (u otros). Dudo incluso que se atreva; sigue recuperándose de la suerte que tiene en la vida. Puede que su novia le ponga los cuernos, y no solo con meros morreos con cualquier fulano en un portal. Es posible también que él lo sepa. Y es probable que le dé igual. Sería inteligente por su parte, ganaría puntos. Ese tipo de coherencia, de aceptación más allá de la corriente cultural, no está al alcance de muchos.
Quizá la mayoría de personas acaricien cuando lo que quieren es morder.
Estoy casi justo tras él. Pienso en las cámaras de seguridad. Me gustaría de verdad ser el siguiente cornudo titular. Podría empujarle a la vía en el momento adecuado, adecuadamente tapada mi cara. Hasta el último instante, dudo sobre si hacerlo o no.

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