Le cogió el gusto a lanzar puñetazos contra una de las paredes de la cabaña. Siempre la misma pared de una habitación vacía, puede que repleta de fantasmas. La cabaña abandonada. La pared de yeso cada vez más marcada, los nudillos en carne viva. Se sentía realizado después de un par de minutos de ese practicar al saco de boxeo sin saco de boxeo. Por las noches se envolvía las manos en unos trapos que había encontrado, despojos de tela cada vez más negros, probablemente infectándose las heridas. Pero al día siguiente volvía a abrirlas. El novedoso dolor, cada mañana. Nunca había sentido así el dolor. “De primera mano”, pensaba él. Buscado. Dolor con sentido. Consentido. Nunca era inercia, siempre necesitaba recuperarlo, volver a sentirlo. No era rutinario ni habiéndose convertido en rutina. Parecía hacerlo cada vez mejor. Cada vez estaba más seguro de que no se provocaría más que aparatosas lesiones superficiales. Sólo una leve letanía de preocupación. Era una sensación nueva.
Salía a caminar casi todo el día. En la casa estaba descalzo; sólo unos tejanos, sin calzoncillos. Para salir, unas Rebook que habían estado demasiado tiempo castigadas sin salir. Unas Rebook del pasado.
Primavera y verano del 97, entre Sonora y Periferia. No tenía vehículo de ninguna clase, y había kilómetros y kilómetros de bosque a la redonda. Puede que no tantos, los suficientes para poder no encontrarse a nadie, para poder sentirse mejor, realizado no como profesional, sólo como pedazo de carne.
Tenía más ropa pero no la usaba, comía cada vez menos. Se acababan las provisiones que había traído, aun extremadamente racionadas. Perdía peso y ganaba masa muscular. Cada vez más duro y fibrado. “Más duro de mollera”, pensaba. Pero estaba perdiendo el sentido del humor. O más bien expulsando la ironía enquistada de dos décadas del nuevo siglo. Puede que también el cinismo. Solo no tienes mucho contra lo que escupir o bromear. Lo más parecido a una broma era el pasado. Respiraba con alivio de no haber construido nada parecido a una familia.
Pasado un tiempo le dio algo de tregua a sus puños, pero pegaba patadas a los troncos. Se descalzaba para ello. El empeine sangrando. Al principio dolía mucho, pero a partir de cierto momento el dolor parecía menguar, casi desaparecer.
Podía correr por el bosque, aun dolorido, hasta dos horas seguidas, sin concentrarse en el trote o la respiración, todo puro impulso. Jamás antes había hecho semejante cosa. Ganaba fuerza y resistencia, tenía casi cuarenta años. No se sentía como si hubiera vuelto a nacer. Se sentía nacer, por primera vez dueño de su cuerpo. Y sobre todo de su mente, aunque cada vez recordara menos qué le había llevado al aislamiento. “Duro de mollera”. “Mi mala cabeza”. Cosas que decían sus padres. No podía pensar en eso, era lo que antes le debilitaba.
Estaba cruzando límites que creía imposibles para él. La familia estaba muerta, era hijo único sin hijos. Accidente de tráfico. A papá le gustaban los coches, las carreras, la adrenalina a la que tienes acceso aun con un barrigón y la cerveza como hobby. A mamá no parecía gustarle nada, no parecía haber elegido nada en su vida; sólo tenía cosas que perder, y muy pocas. Ella era la copiloto, en todos los sentidos. Papá quiso adelantar a un trailer de dieciocho ruedas. A veces calculas mal.
Pero nadie se fue al bosque por eso. Hacía muchos años de eso.
Se masturbaba a menudo, pero sólo se lavaba una vez a la semana. Había un riachuelo no muy lejos. El agua siempre parecía estar helada. Estaba bien así.
Estaba solo, pero sus sueños siempre estaban repletos de gente. Todas clase de conocidos y amigos, y sus padres, resucitados, aunque a veces con la carne colgando, como recién llegados de la colisión. No sabía si era un mecanismo de compensación mental. No le importaba. Su sistema nervioso parecía haberse curado de la ansiedad que le atacaba desde que hizo la puñetera selectividad. Había tenido repetidos ataques casi desde que era un crío. Le aterrorizaba sufrir un infarto. Le sobresaltaba cualquier cosa. No funcionaba nada, daba igual con quién hablara, qué tomara o cuánto se machacara en el gimnasio. Su culo seguía siendo de mantequilla, el miedo seguía en su mirada, detrás.
Ahora todo eso se había acabado.
Comenzó a improvisar trampas. No sabía muy bien lo que quería cazar. En general no sabía muy bien qué habría de ser de él. Era otra de las cosas que le alejaba de la ansiedad. No se trataba de ninguna clase de romanticismo relacionado con la naturaleza. El significado, aun difuso, radicaba en lo que había dejado atrás. Incluido él mismo. Por fin, aun de una forma improvisada, había dejado de esforzarse por ser una Persona. Sabía que nunca se parecería a un lobo o un caballo, pero no estaba mal quedarse a medio camino. No se detenía a pensar en ello, no lo racionalizaba. No era precisamente Dersu Uzala, pero tampoco se creería mejor que lo que le rodeaba.
Alguien a salvo de tener que ser un modelo de conducta.
Descubrió que había conejos por la zona. En sus largas caminatas o cuando corría, se pasaba casi de forma instintiva por todas las trampas que había colocado (básicamente agujeros). Aprendió a sacarle las tripas al conejo y quedarse con lo esencial. Aprendió a cortar leña y hacer fuego para la chimenea de la cabaña. Encontró un rejilla en un trastero sobre la que poner la carne. Ese trastero era la única estancia habitada por objetos. Las puertas no se podían cerrar bien, las ventanas estaban selladas, y aparte de un camastro, no había muebles que aprovechar. Sí había insectos y arañas. No pasó mucho tiempo hasta que dejó de importarle estar rodeado de eso.
Tenía algo de ropa.
Tenía una navaja y un hacha pequeña.
Muy poca comida de ciudad.
No le gustaba tener que apuñalar a los conejos; con el tiempo no sentía nada al hacerlo; y más tarde era como si fueran de yeso o de madera.
La lista de ilegalidades se debía estar acumulando, pero la civilización no había logrado nada con él. Había sido una pareja terrible. Lo que la gente joven denominaba: una relación tóxica. Aunque a decir verdad, todo lo que no fuera estar corriéndose ambos a la vez con un atardecer de fondo, les parecía una relación tóxica.
Pero la civilización estaba acabando con él. Puede que él fuera muy débil y limitado o ella muy cruel, pero una vez dejabas eso atrás, poco importaba la duda.
Dejó de atizar a las paredes y los troncos. Pero no dejó de correr y ejercitarse. Descubrió que podía hacer cientos de flexiones de brazos y sentadillas antes de empezar a notar calambres. Las heridas superficiales comenzaron a cerrar de verdad. Las otras ya no importaban un carajo. Quizá era porque estaba demasiado ocupado por la supervivencia, pero ya no se trataba del ocio o el trabajo. Eran simplemente las inercias del pedazo de carne en que se había convertido.
Una tarde subió hasta lo más alto de una colina. Le extrañó ver muy al fondo un atisbo de la civilización. Sonrió sin pensar por qué. La sensación pasó por su estómago y subió por la traquea hasta su boca, como un vómito de felicidad sosegada y puramente orgánica, naciente en los huesos y los tendones. No era porque nadie le quisiera o porque hubiera comprado nada. No era superioridad moral, no se sentía como un veterano de guerra ni tenía planes de escribir como Jack London. Cuantas menos cosas era y sentía, más sentido tenía todo aquello.
Comía algunos vegetales. Algunos los reconocía y otros no, aunque estaba olvidando el nombre de las cosas. Sólo intentaba no envenenarse, mientras comenzaba a tener serias dudas de si tenía treinta y siete o treinta y ocho años. Hacía sólo unos meses que no jugaba a la consola o veía Netflix, pero parecía que hubiesen pasado décadas.
Era inevitable tener fogonazos del pasado. Del colegio, del trabajo, del sexo, de la comodidad de diseño. La clave estaba en que ya no diferenciaba mucho unas cosas de otras. Todo formaba parte del mismo mundo; uno en el que ya no estaba.
Volvió a aficionarse al agua, curiosamente cuando empezaba a dejar de hacer calor. Se pasaba cada día por el riachuelo. No es que se lavara siempre de forma minuciosa, pero le gustaba notar la corriente y la sensación en su cabeza y su espalda. El agua apenas cubría aun estirándose boca arriba. Provocaba un efecto masaje.
A veces, si encontraba la postura adecuada, se masturbaba mirando al cielo. La masturbación se había vuelto mejor alejada del porno y la sobreinformación guarra. Había redescubierto la imaginación. Casi estaba cerca de volver a intentar ser una Persona si se imaginaba follando con una excursionista. Jamás había fantaseado con una violación que deriva en deseo femenino, pero ahora a veces pensaba en ello. Una menor, no menos de dieciséis o diecisiete años. Una niña, pero no una cría plana que apenas sabe lo que es un pene. Por suerte ya no corría el riesgo de poder expresarse en público.
Puede que no pudiera ser nunca un caballo, pero sí quizá empezar a correrse como uno. Estaba haciendo serios progresos en ese campo.
Ya no era fácil saber si era bueno o malo según ciertos y recientísimos parámetros éticos y morales. En cualquier caso, no tenía ninguna intención de volver a por más. No quería saber nada más de la gente. Les conocía, conocía las ventajas y las numerosas desventajas. De la gente y de la tecnología. Se supone que el ser humano es un animal social. Y un poco gilipollas. Digamos que todo es discutible. Pero cuando estás solo no tienes que dar explicaciones. Atisbas un punto a quinientos metros, y no tienes que justificarte para ir hasta allí andando. Puedes hacer cosas sólo porque te late. La mayoría son inocuas, no haces daño a nadie. Gilipolleces que en la civilización provocaban discusiones, aquí se manifestaban con perfecta e inofensiva naturalidad.
No tenía espejos, de modo que no podía verse de cuerpo entero. Pero las venas se le marcaban en los brazos y tenía el vientre plano y duro. Siempre había tenido piernas fuertes, y ahora parecía que tuviese la polla más grande. Era por la perdida de peso y volumen. Puede que unos veinte kilos, sin exagerar. Podía andar y esprintar esos quinientos metros, de hecho ya corría unas cuatro horas cada día. Con obstáculos, rampas e incómodas bajadas. Alguna que otra vez tropezaba y caía aparatosamente. Había descubierto que a veces era mejor no tensarse en las caídas, te hacías menos daño. Perdías el miedo a caer y ganabas en habilidad. Eran pequeñas filosofías. Quizá algunas desacertadas, pero como mínimo siempre suyas.
A veces pasaba hambre, pero mucha menos de lo que cabría esperar. No se sentía enfermo y era consciente de haber tenido mucha suerte de no lesionarse. Su actitud se fue puliendo; cada vez menos impulsivo, pero cada vez más convencido de que podía hacer que aquello se alargara. Al menos hasta que alguien usara los ojos con perspicacia y tomara nota. Todo se acaba, pero, mientras tanto, las pijadas e hipocresías que puedes ahorrarte son incontables.
Después de comer algo de carne o vegetales, se sentía con humor para revolver las cosas en el trastero. Acabó encontrando un cepo semioxidado. Tardó un buen rato en averiguar cómo funcionaba. El trastero estaba saturado, no era extraño que no hubiera visto ese aparejo antes.
No había latas de conserva o ropa o mantas, casi nada útil. Todo estaba viejo, oxidado o podrido por la humedad. También encontró una muñeca. Daba miedo, como todas las muñecas viejas. Te seguía con la mirada, directa desde los años ochenta. Sin saber muy bien por qué, se la llevó con el cepo, y pensó un nombre para ella.
Salió a caminar y buscó acomodo para el aparejo. No sabía qué poner como cebo; lo abrió, lo cubrió con algo de maleza y lo dejó tal cual.
–No me entiendes.
–No. Tú no te entiendes.
–No niego que esto haya sido menos improvisado de lo que pretendo. Pero antes pensaba cada noche que me iba morir, o que me podía morir. El corazón me iba a toda hostia. Sudaba en la cama, y fuera había dos grados bajo cero, joder.
–Nadie ha negado eso, Julián.
–No me llamo Julián.
–Pero eres un Julián. No eres original. Hay millones como tú. Pero lo que hacen otros es conocer a alguien y hacer algo con…
–Creo que no estamos en la misma onda, Lara.
–No hay ninguna onda, mira a tu alrededor. Este salón… ¿esto era el salón?
–He aprendido muchas cosas, lo creas o no.
–Sí, sobre la mendicidad.
–Pues sí, es posible, seguro que eso tiene un valor.
–La gente siempre en busca de revelaciones que les permitan sufrir menos. Pero sabes que eso no funciona.
–Eres demasiado pequeña para hablar así.
–Joder. Tenemos la misma edad, puede que yo sea mayor que tú.
–¿Y tú qué? ¿Que tal por Toys R’ Us? Yo soy un SER HUMANO.
–Como si eso fuera la gran cosa. ¿Qué vas a hacer con eso, te la vas a pelar mirándome? ¿Quieres que vayamos juntos al río?
–Eres muy graciosa.
–No. Lo entiendo, las niñas crecen muy rápido. A mí eso nunca me interesó.
–Nadie quiere crecer…
–Oh… ¿Vas a llorar?
–No. No voy a llorar.
–Lo que yo pensaba era que no te gustaba la gente.
–¿Hay alguien a quien le guste mucho la gente?
–Ya. No es que me hayas sacado del trastero para tener a tu propio Wilson.
–Esa es una de las cosas que he logrado dejar atrás, para que lo sepas.
–¿Las películas de Tom Hanks?
–¡¡El cinismo!! Esa puta manía que lo corroe todo, joder.
–Yo no he venido aquí solita. Tú sabrás de qué va esto.
Al día siguiente hace un agujero cerca de la cabaña. Uno más grande lo normal. Hacha y manos. No es una trampa. Empieza a sacar cosas del trastero, las mete en el agujero. Busca algo de madera y hierba seca. Lo de hacer fuego a veces se eterniza. No sabe por qué, pero tiene el convencimiento de que quemar “lo que sobra” le va a ayudar. Nadie dijo que fuera a estar exento de alguna pequeña crisis. Pero de todas formas ha dormido de puta madre. Eso es buena señal, y lleva siendo así desde hace meses. Su vida en la cabaña. Lo último que quema es a Lara. Se pregunta si lo que quería quemar no era simplemente a esa muñeca. No entiende del todo el significado de lo que hace, se limita a intentar recobrar el dulce piloto automático. La mente en blanco del superviviente. Cero neuras. Caminar, correr, comer, dormir. Una paja matinal, puede que dos.
El proceso de cavar y quemar le llevó casi todo el día.
Lara, ennegreciendo con el fuego, dijo:
–¿No quieres que te deje mis braguitas? … No te enfades, joder, es una puta broma. Nos vemos en la cara B.
La siguiente noche volvió a dormir como un bebé. Pese a todo, sabía que algo estaba cambiando. Al despertar, tardó una hora en levantarse del camastro. Miraba hacia el techo herrumbroso. Ninguna voz en su cabeza. Nadie mirando. Nadie juzgando. Si estuviera con alguien, fuera quien fuera, le hubiera estado dando la tabarra para que se levantara, para que hiciese algo que no le apeteciera. Porque de eso va la vida, ¿no?
Ese día corrió cinco horas, aun algo hambriento. A mediodía se sentó en el porche a descansar. Era un paisaje hermoso, casi prohibitivo. La clase de cosas que está bien visto ver en vacaciones, no un martes cualquiera. Para eso se tienen posters, libros, canciones y películas. Para aguantar. Pero no a todo el mundo le basta con ese apoyo.
Apenas llevaba cinco minutos sentado, se dio cuenta de que había dejado el tabaco. Había dejado el tabaco sin darse cuenta. Aunque no exactamente; eso explicaba ciertas fases de sensación de carencia, sobre todo al principio. Los puñetazos en la pared, las patadas, el ejercicio compulsivo. Todo cuadraba. O al menos una parte.
Justo antes de profundizar en todo eso, escuchó un grito. Un grito desgarrador.
Se le encendió una bombilla.
Eso no era un animal. Tampoco era una mujer.
Eso era un Julián. Uno que se había hecho íntimo del cepo.
Vale.
Caminó con parsimonia hasta la zona del cepo. Curiosamente, se volvía a sentir como antes. El brillante piloto automático, esa relajación inédita, el hombre de la montaña, el jefe de la cabaña, el pajillero del río. El durmiente del camastro. El exduro de mollera, que ahora era duro por todo el cuerpo. Ni un gramo de grasa, ni un ápice de ansiedad. Un cuchillo, un hacha y las manos. Hecho sólo de decisión.
Cuando llegó hasta el accidente, se topó con un tío de unos treinta años. El tío sólo hacía que gritar pidiendo ayuda, incluso cuando ya sabía que no estaba solo. Lloraba, incluso llamó a su madre. Puede que fuera un Julián, pero joder, hay Julianes y Julianes… Este olía fenomenal, pronunciaba todas las eses incluso con el pie izquierdo completamente desgarrado, tendones y huesos a la vista. En un momento dado se desmayó, y enseguida volvió en sí y continuó gritando. Era como uno de esos videos de gente en montañas rusas.
Nuestro Julián se acuclilló ante él. Asentía pensativo, observando toda la escena. El tío rubio y con ropa deportiva recién comprada. Era raro que estuviera solo. Parecía la clase de fulano que empapa las bragas de las universitarias. Preparado, con buena presencia, deportista. Puede que incluso progresista no solo de boquilla, pero ya dudando de algunas de sus ideas. Las manos impolutas y suaves, de no haber tocado nada rugoso o pesado en su vida.
Qué se le va a hacer.
Sólo recibía miradas de asentimiento, una vaga escrutación. Qué haremos con ese pie. Otra vez un gilipollas de esta catadura se mete en medio. No basta con irse a la puta montaña. Allí están tarde o temprano para cuidarla o para quemarla, o para follar en ella. Ni siete mesecitos de tranquilidad.
–¿Cómo te llamas?
–¡¡Me duele el pie, por favor, ayuda!!
–Digo que cómo te llamas.
–¡Julián! ¡¡Julián!!
–Me tomas el pelo…
El tío seguía gritando, jodiéndose la garganta. Julián, vas a quedarte cojo. O aún peor. ¿Qué hacer con él? Había muchas opciones, y una de ellas era: Nada.
¿La soledad le había vuelto cruel? Podía hacer como cualquiera hoy en día e imaginarse a Julián (un tío blanco) violando a una chica que sólo quería ser feliz, trabajadora y bondadosa. Sí, no era tan mala idea. Un Julián…. Se dio la vuelta y, aún pensativo, volvió con parsimonia a la cabaña.
Carta desde el fuego:
¿Qué hiciste al final, pervertido? ¿Ayudaste al chico rubio que vocalizaba tan bien? ¿Era un buen pedazo de carne como tú? Podrías habértelo comido o follado.
Aquí no se está tan mal. Por si quieres saberlo, no vas a un sitio específico según qué hayas hecho en vida.
Quiero que sepas que te he perdonado, pero me sentó un poco mal que me lanzaras a una puñetera hoguera cuando estábamos empezando a ser amigos. No te deseo ningún mal, creo que incluso te ayudé a tomar a alguna decisión, incluso antes de ir a esa cabaña. Hagas los que hagas, vas a tener una historia de la hostia para contarles a los nietos de tus amigos. Y no quiero que se te suban los humos, pero ¡estabas cañón, Julián! Si ahora andas por ahí entre rascacielos en Periferia, deberías aprovechar y echar un polvo. Seguro que alguna amazona de Tinder querría cabalgar contigo.
No le tengas miedo a las oficinas, los ordenadores, las ventas y los albaranes. Igual sientes que has perdido. Pero ¿no has pensado que no había nada que ganar?, ¿que sólo se trataba de jugar?
¿O aún sigues en ese bosque?
¡Chico malo!