Esto no puede tener interrupciones de ningún tipo, porque lo recuerdo como un bloque compacto a lo Kerouac, y así se servirá. Un sábado no hace tanto tengo una discusión absurda con mis padres de la que no recuerdo el motivo. Luego camino rápido por la calle, crispado y con ganas de gritar, con vagos pensamientos suicidas y también vagamente cachondo por la visión veraniega de piernas y hombros femeninos al aire por todos lados. Decido dirigirme hacia las afueras, y cuando ya atravieso un polígono industrial inactivo, sigo con ganas de gritar. No sé bien si no me atrevo o se me ha olvidado cómo hacerlo. Años de contención supuestamente responsables o adultos me han entumecido ciertos músculos. La última pelea física fue a los doce años, durante un partido de fútbol de barrio: me enredé a patadas y puñetazos con un pelirrojo al que le dejé la nariz sangrando y en dos mitades. Recuerdo la sensación de alivio y victoria tras la violencia. Más allá de juicios éticos o morales, aquello hizo que me sintiera bien. Teorizo que fue sencillamente un rasgo de humanidad no contenida. Mientras bordeo la vía del tren recordando a aquel gilipollas al que volvería a atizar, empiezo a pensar que de verdad se me ha olvidado cómo gritar. Me da la sensación de que soltaría un aullido ronco y poco satisfactorio. Recuerdo también la última vez que lloré al modo de lágrimas de fuego e hipidos: fue quizá a los quince años, tras una bronca de mi padre sobre el futuro. Luego el futuro ya ha llegado, y sólo sé caminar furioso y treintañero: nada de llorar ni gritar, no puedo físicamente hacerlo. Creo que el adulto medio sustituye la violencia y los berrinches infantiles y adolescentes por el sexo. Tiene sentido si lo piensas, pero la mayoría de gente lo hace sin pensarlo. No veo gran diferencia entre la pulsión que te hace lanzar un puñetazo y la que te obliga a culear más fuerte follando. El camino hacia la violencia puede ser distinto la mayoría de veces del que lleva al sexo, y si me apuras el sexo y la violencia podrían ser como mucho primos. Pero creo que ambos son anfitriones de la misma fiesta. Sexoboy y Violagirl. Te reciben con una sonrisa de chupito y te indican dónde está la barra libre. Y pese a que le está vedada la entrada a los violadores y las locas del coño, puedes respirar cierto tufo a hipocresía en el ambiente. Hablamos al fin y al cabo de seres humanos. Una vez alguien muy borracha me dijo que es muy probable que muchos tíos no sepan follar porque nunca se han peleado. No saben luchar, de modo que no saben empujar. Te tratan como si fueras de cristal, decía, haciéndote preguntas todo el puñetero tiempo, antes de tocar una teta, antes de acercar la nariz al coño…, como si no estuvieras ya espatarrada ni hubieras asentido mirando guarro unas veinte veces. Les has metido la lengua en la boca diez minutos sobándoles el paquete, y aún no saben qué coño quieres. Esos son los tíos más jodidamente altivos e irrespetuosos, decía, porque ni siquiera saben reconocerse como animales. Lo cierto es que el sexo, y esto lo digo yo, tiene que ver con mostrarse vulnerable. Humano y no como una especie de ser ideológico sin venas en la polla. Ahora podría comenzar a caminar por en medio de la vía, a treinta y cinco grados, y esperar a que el próximo tren comience a darle a la bocina de tren antes de apartarme. Si es que logro apartarme a tiempo. Necesito follar, o bien gritar, o machacar a un pelirrojo. Todo eso ha funcionado bien antes, por poco que lo haya practicado. Si no recuerdo mal, estoy un buen rato pensando en lo de la vía. Nunca me he planteado seriamente el suicidio, pero siempre me ha parecido una idea sumamente interesante. Esa clase de fuga definitiva, seguramente casi siempre torpe, producto de determinada inexperiencia terminal, como cuando un adolescente cree que toda la vida será como en el instituto. Pero es innegable que el suicido es el corte de mangas definitivo, y su radiación resultante quizá no sea como la de Chernobyl, pero seguramente joderá unas cuantas vidas en un amplio radio. Caminar a mediodía a finales de julio te deja un marcado moreno de paleta. Estando lo suficientemente tenso y cachondo te da igual casi todo. Estás aturdido, alguna fuerza te impulsa a seguir hacia delante. Llego a una zona residencial y los perros me notan y ladran desde los aburguesados patios. Tranquilos, pienso, somos hermanos. Oigo chapotear a críos en sus piscinas privadas, oigo voces de mujeres, murmullos de hombres, y puedo sentir la pose de chicas adolescentes tumbadas y cogiendo color, pensando en uno o dos chiquitos a los que estaría bien tirarse, y que sin duda accederán. Basta con chasquear los dedos. Las “chicas malas” chasquean los dedos, los “chicos malos” se van de putas. No es tan sencillo y a la vez es sencillo de narices. Contradictorio, cosas de Marte y Venus. Me hago con una rama bastante pesada, gruesa como mi pene en erección y larga como mi brazo. Perfecta para machacar pelirrojos. No puedo dejar de retrotraerme a ciertos momentos del pasado, a veces importantes, a veces minúsculos. La memoria es una bendita maldición. Como una buena sesión sado, duele pero también proporciona placer. Como recordar a los muertos. La muerte nos rodea de verdad, a unos mil niveles distintos. Incluso las cosas que sabes que te sobrevivirán, tienen fecha de caducidad. No me vale eso de que la materia sólo se transforma. Puedes convertir un consolador de metal en un cuchillo de cocina. Algo ha muerto ahí. Mientras voy dando pataditas a uno de los raíles de la vía, pienso que me deben quedar unos cuarenta años de vida. Con suerte. No suena tan mal; el sol brilla y me empieza a relajar el sonido de los críos, las emanaciones adolescentes de las chicas que toman el sol, hasta los comentarios prudentes de madres y padres. El mundo sigue girando, y no me ha tocado hacer vida en el cuerno de África. El cabreo con mis padres ya casi se ha diluido del todo. Lo que quiero es encontrar un banco a la sombra y fumar un cigarrillo antes de volver a mi piso. Siempre llevo encima. Eso es sagrado. En realidad siempre acabo en el mismo banco. En medio de esas casas, gente de pasta, ya no tan cerca de la vía. Mientras fumo siempre pasan grupos de mujeres de unos cincuenta años, a veces trotando, a veces caminando, ropa diseñada para sudar. Algunas me conocen de vista, incluso saludan. Creo que piensan que soy de la zona. No saben que camino casi hora y media desde mi barrio del montón para llegar hasta aquí. Quizá creen que soy alguna especie de soltero de oro, que uso mi bonita casa aquí para follar con una horquilla de mujeres desde los diecisiete a hasta los sesenta; y puede que con algún tío de vez en cuando, aunque sólo sea en medio de la calentura de un trío. Un culo es un culo. Pero seguramente no piensan nada de todo eso. Mi ropa y mi aspecto no deben invitar a intuir un salón elegante y una desconocida con una copa de vino esperando a que me decida. No luzco un cuerpo de gimnasio ni un ademán tranquilo o sosegadamente seductor. No me estoy follando a las primorosas adolescentes del barrio. Y no por falta de ganas. Tampoco a las mujeres de verdad, ni a las corredoras de cincuenta aún en plena forma y probablemente las más dotadas para ordeñarte como te gusta. Soy el chico del barrio. Follo cuando puedo porque ya no me peleo. Pero me siento orgulloso de haberme peleado unas cuantas veces de crío, aunque suene estúpido; creo que haber pasado por eso tiene algo de edificante. No porque aprendas a no volver a hacerlo, sino porque has experimentado ese contacto humano que se les va a negar a las siguientes generaciones. Sabes cómo se siente un puñetazo en la cara y una patada en los huevos. Ese chico soy. Conoces zonas limítrofes que los nuevos chicos y chicas de “ideas firmes” y entorno desinfectado siempre desconocerán. Es otro tipo de ignorancia, y aunque la ignorancia a veces traiga la felicidad, la mayoría de veces sólo ayuda a que pases por la vida sin dejar huella en nada, ya sea la cara de un pelirrojo o el culo del amor de tu vida. Yo no he sido precisamente forjado en el amor, por cierto; mis padres siempre me han querido, pero nunca han sido cariñosos más allá de mi vida de bebé. Creo que llegué algo tarde. Mi hermano mayor me saca diez años, y creo que yo sólo aparecí para aplacar el aburrimiento o la rutina (o algo peor). Más de una vez he leído que los hijos son el entretenimiento de los pobres. Me gustaría saber hasta qué punto eso es falso. Pienso en ello cuando dos mujeres de cincuenta y largos se sientan en mi mismo banco, saludando de forma calculada, como pidiendo permiso. Por supuesto, adelante. Me quedo sentado un rato más mientras ellas charlan, y luego me levanto murmurando una despedida amable. Creo que se quedan cotilleando. Son las cuatro de la tarde. Son horas no recomendadas por el calor, pero a veces tengo algo de masoca con eso. Hoy no es un buen ejemplo, porque ha sido una espantada, pero no es raro verme metiendo la mano bajo las bragas de Insolación. Comienzo a deambular entre casas suntuosas. Hasta ahora sólo he caminado mientras le daba cuerda a mi recalentada cabeza, pero ahora llega la acción, quizá lo único de este relato que se podría guionizar para una película. Una para adultos. Y que conste que lo que viene no es NI DE COÑA representativo. Es una experiencia única en mi vida, habitual en la de otros, normal en la ficción, e intrascendente para el Universo. Como casi siempre, cuando pasa algo es porque alguien interviene. Oigo una voz cuando ya estoy dispuesto a volver a la civilización (esto es: calles anodinas y pisos funcionales). No es bueno deleitarse tanto con la vida del dinero. Y la voz está pronunciando mi nombre. No me giro, hay muchos fulanos con mi nombre, también burgueses, que lo colocan entre el innumerable resto de nombres y apellidos del escudo familiar. Pero la voz insiste, y me doy la vuelta sin pensar. Una chica con shorts y la parte superior del biquini. La clave es su cara. Una luna llena morena de boca pequeña pero labios turgentes, y ojos en los que entrar a hacer surf. De la misma línea de producción de Mila Kunis o Joey King. En resumen, una liga superior a la mía. Yo probablemente salí de una mala decisión. Me acerco a ella, sonríe tanto y parece tan dispuesta a charlar que soy incapaz de poner una excusa. Recuerdo que es la prima de alguien, pero no recuerdo de quién. Le saco unos diez años. Recuerdo un par de noches de hace dos. El cumpleaños de alguien. Ella siempre se mostraba simpática, como el tipo de chica demasiado joven al que simplemente no aspiras, porque todo es demasiado bueno para que puedas estar a su altura. O como si tuviera que haber gato encerrado. Tan extrovertida pero sensible, guapa, inteligente, aparentemente accesible, dispuesta, con sentido del humor. Sólida. Como si fuese una idealización de alguien más creíble: Muy guapa pero un poco gilipollas, o muy inteligente pero carente de magnetismo animal. Pero ella parecía tenerlo todo, y nada parecía artificial. Con chicas así, que te sacan tanta ventaja, siempre creo que merecen a alguien más práctico y centrado, quizá alguien con abdominales marcados y una carrera aburrida pero solvente. Alguien que sin ser un gran amante o muy ingenioso, sepa al menos mantener a raya la vida, ser fiel sobre el papel y llegar a la vejez con ella no sin haber dejado atrás un buen rastro de ADN. Alguien previsible pero respetable. No Bob Dylan, pero quizá Bryan Adams. Un cunnilingus algo torpe, pero entregado. Alguien menos explosivo pero más guapo. Y además luego con las pollas nunca se sabe. El tipo más lerdo podría servirte un cubata de carne. Me dijo que estaba con una amiga en el jardín. Me dijo que la conocía. Del día del cumpleaños, y también de otra ocasión en la que salimos unas quince personas, y acabamos en un tugurio de los que ya piso como mucho una vez al año. Me invita a entrar en la casa y llegar hasta el jardín. Me da una cerveza sin yo pedirla ni ella ofrecerla. Recuerdo a la otra chica cuando la veo. Se está bañando, biquini rosa. Me saluda como si nos hubiéramos visto ya la tarde anterior. Y entonces me doy cuenta de que ambas van un poco borrachas. Después de que tienen un plan. Y luego de que han decidido que pueden encajarme a mí en dicho plan. Me enseñan una lista a bolígrafo de “Cosas que hay que hacer en verano”, entre las que se leen objetivos como Pasar una noche juntas en Periferia, o Hacernos amigas de alguien guay en Sonora. Hay diez y todas están marcadas menos una: Chupársela las dos a la vez a un tío.