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Me encanta tu libro

Hay una escritora joven de verbo claro y fluido a la que a M. le gustaría tirarse. Evidentemente no se trata sólo de la cuestión sexual; hay también una vaga fantasía de convivencia y envejecimiento juntos en un porche bebiendo limonada al atardecer. Pero por el momento lo que de verdad querría M. es follar duro y de forma políticamente incorrecta con la escritora.
No sabe muy bien cómo es. Sabe que es inteligente, guapa, que tiene un par de libros publicados y que sabe venderse sin resultar vulgar o fuente de vergüenza ajena. Se adapta a las circunstancias y, aunque M. no ha leído aún ninguno de sus libros, por las portadas y las sinopsis todo tiene pinta de ser de lo más correcto y neutro, con ese tipo de sabiduría genérica sin riesgo que luce bien pero queda muy lejos de un análisis profundo o certero de las cosas, ya que éste requeriría de algunas ideas incómodas y menos lecciones vitales mullidas y vagas.
M. tiene prejuicios como todo el mundo.
Sin embargo, un día compra el último libro de la escritora. Un tocho de tapa dura a un precio con el que llenarías una maleta en cualquier librería de segunda mano. M. se arrepiente de haberlo comprado ya antes de salir de la tienda. ¿Por qué lo ha comprado? ¿No hubiera sido más honesto y ajustado hacerse otra paja con sus fotos en la red?
El libro está muy bien editado y escrito. Es bonito y huele bien. Es más o menos absorbente, y es completamente inofensivo. Un trabajo calculado y sustentado en el último cebo de ventas: la “novedad” de las historias no contadas sobre mujeres. Escribe una mujer y protagoniza una mujer. Increíble, inédito, algo completamente nuevo y refrescante. Al menos esa es la idea.
M. devora el libro más para acabarlo cuanto antes que porque le entusiasme. Vale, piensa, ahora al menos puedo presentarme como fan llegado el momento. Al fin y al cabo es la clase de libro que, aunque morirá con sus ventas, es digno y uno puede defenderlo sin que se le caiga la cara de vergüenza. Incluso puede fingir que le entusiasma y le parece de lo más valiente y original. Basta con evitar sacar a colación que Jane Austen ya hizo lo mismo pero de forma exquisita y magistral en el siglo XVIII. En general es mejor evitar todo tipo de referencias. Hay que centrarse en la nueva escritora genial que no lo es. Pasa con casi cada escritor con el que una editorial se juega los cuartos. Tiene que parecer la nueva sensación; alguien que ha llegado para romper por fin el himen del mojigato mercado editorial actual.
Por fin alguien joven que aporta verdadero Rock & Roll, literatura y activismo. Uau. No como esos vejestorios que uno ya no puede recordar si han muerto.
El mercado dicta lo que es sana incorrección política (corrección política en el fondo) y lo que sólo es reaccionarismo.

M. a veces comenta muy respetuosamente las publicaciones de la escritora en Instagram. Obviamente sin ningún tipo de reacción por su parte. Hay algo que las redes sociales reflejan con una precisión escalofriante. Hay CLASES en todo. Con su grado de popularidad, la escritora muy difícilmente interactuará con nadie que no conozca. Hay un motivo forzoso por el que esto pasa, y es que para ella sería materialmente imposible contestar a todo lo que le llega. Pero hay algo más en el fondo; un eco del ego, la rutina de esa persona que ya no es la tuya, y dice: Ya No Estás A Mi Altura. No solo tiene el éxito, también tiene la excusa perfecta para el ego.
Nos pasaría a todos de un modo u otro. Hemos crecido con determinada idea del éxito, e incluso las charlas que intentan relativizar todo eso sólo parecen lograr mitificar aún más esa idea.
Imagínate a una escritora de 26 años con dos libros publicados y unas cifras de ventas tales que los medios nacionales la llaman para entrevistas. No solo ha logrado el éxito; además no ha tenido tiempo material para conocer el fracaso: El fracaso de verdad, cuando ya has tirado la toalla y te has levantado unas cuatro o cinco veces a lo largo de décadas. Cuando de verdad empiezas a hacerte mayor y la vida no te está recompensando con nada.

M. podría odiar a la escritora. Podría soltar otro gran discurso misógino sobre las chicas guapas y jóvenes que lo tienen más fácil para prosperar en ciertos ámbitos, porque tienen recursos, el poder en bruto de la sexualidad, y a veces también a los papis.
Papis con cierto y no poco poder. A veces incluso papis editores con amigos editores, siempre rodeados de gente con influencia que con un chasquear de dedos pueden hacer que la niña publique. ¡Fijaos qué mona es!, ¡pero si no tiene faltas de ortografía!
Sería fácil cabrearse con eso, porque de hecho eso pasa. Pero lo cierto es que M. haría exactamente lo mismo si fuera ella. Si él fuera un burguesito con contactos (aun sin el factor del poder sexual), los aprovecharía. Vaya si los aprovecharía. No necesariamente para publicar un libro, pero vaya si los aprovecharía, joder.
M. ya no tiene veinte años. Sabe de sobras que si tienes esa clase de oportunidades, tienes que lanzarte de cabeza a ese coño, y chupar como si fuera Helena de Troya. No hay que dudar jamás en darse el gran banquete del enchufe.
Dejemos ya de ser los grandísimos hipócritas que somos.

M. se acerca un día a una firma de libros. Es muy consciente de que ya es como un personaje de Netflix en una peli muy floja pero muy bien valorada (“necesaria”) sobre el acoso. Para cierta gente ya estaría cruzando alguna línea roja. Se había hecho mil pajas dedicadas, se había comprado el libro, se lo había leído, y ahora estaba dispuesto a hablar mierda sobre literatura con ella, cuando lo que le interesaba sobre todo era chupar el sudor de entre sus tetas. El inicio del terrible proceso de la masculinidad tóxica. O quizá sólo un fulano salido e inofensivo a la par que muy pillado por la escritora. Depende de lo intenso y comprometido que quieras sonar.
Lo cierto es que la idea de ver en persona a la muchacha le causa tanta impresión como cuando topaba en clase con las niñas que le gustaban en tercero de EGB. Está casi temblando a su treinta y muchos, mientras pasea por la feria del libro de Periferia.
Es como si pasara por allí sin objetivo alguno, o quizá en camino de comprar algún libro por compromiso, una novedad exquisitamente editada publicada por alguna amistad cuyas cuitas tomando café tienen más interés que sus novelas.

Puede percibirlo en el aire. Ahora vayas donde vayas, si el ambiente es lo suficientemente “intelectual”, puedes oler el “compromiso”, el conato de activismo. Todo eso que luego casi nunca se materializa.

Nuestro héroe picha-ansiosa se comienza a fijar en los encuentros en las casetas. La reunión de autores y autoras (no conoce a casi nadie) entre abrazos y besos y enhorabuenas. Lo cierto es que ha de costar un cojón publicar decentemente un libro. Casi tanto como escribir uno que sea bueno. Están presentes todas las grandes editoriales, los logos realmente conocidos; la prueba es que M. acaba viendo a un par de youtubers firmando. Chavales de veinte años sonriendo a niñas menores que traen el nuevo artefacto mediático bajo el brazo. Observa casualmente cómo una de ellas le ofrece el colorido libro con un papel dentro a uno de ellos. Se acerca y acaba viendo que es un número de teléfono. El youtuber sonríe pícaramente y se lo guarda; la niña debe tener unos dieciséis (tetas grandes, bonitas, ilegales y ajenas a la gravedad), el chaval unos veinte.
M. piensa: Bien por vosotros. Al fin y al cabo es evidente que todo esto no va de libros. ¿Acaso él ha ido por eso?
Es probable que el youtuber y la menor exuberante sean más honestos que la mayoría de los que campan por aquí, piensa M. Ellos sacarán un polvo consentidísimo y al margen de la ley. Los que no saquen nada acabarán en casa escribiendo sobre ello; quizá sobre youtubers mayores de edad que abusan de inocentes fans haciendo uso de su abominable poder. Es maravillosa la distancia que suele haber entre lo que se dice y lo que pasa de verdad. La Realidad fliparía si pudiera leer algunos artículos.

Tras una media hora de paseo, M. da con la caseta de la escritora. Es una de las casetas principales: la muchacha no ha publicado con ninguna editorial pequeña y bienintencionada que intenta no quebrar. Está con una de las grandes. Con la más grande a nivel nacional y una de las tres más importantes a nivel internacional. Es probable que sus padres anden por la zona. M. observa atentamente desde la cola. Lleva su ejemplar de Catedral de tinta. Novela histórica en la que una joven científica se sobrepone a todas las dificultades que plantea una novela histórica. Encaja en el clima editorial actual de un modo casi obsceno, sin necesidad de lubricante alguno.
La escritora tiene una sonrisa para todos. O más bien para todas. La mayoría en la cola son mujeres que rondan los cuarenta, y también algunas parejas hetero más jóvenes con las que cuesta imaginar que no son ellas las interesadas en la firma.
Luego están los escasos fulanos solos.
Varios son bastante jóvenes, de hecho seguramente M. es el tío más viejo esperando para que le firmen el tocho. Le ha encantado la obra y le hace ilusión que la joven autora le dedique unas palabras, quizá incluso algunas en voz alta. Todo la mar de inocente. M. piensa por un momento en la Lolita y el youtuber. Podría escribir su número en un papelito y… No sabe bien cómo, pero quizá acabara detenido. O aún peor, completamente ninguneado al ver la escritora sus intenciones y devolverle con mirada de rechazo neutro el libro con el papelito dentro.
¿Lo contaría después asqueada? ¿Se sentiría halagada en secreto? ¿Lo contaría después asqueada sintiéndose halagada en secreto?
En cierta manera tirarle los tejos explicaría qué hace un fulano de casi cuarenta y aparentemente hetero ahí haciendo cola. No es que el libro no sea apto para fulanos hetero de esa edad, pero puede que sí sea un tanto raro verlos en ese contexto.

La cola avanza leeeenta. Las cosas se ralentizan cuanto más amable es el autor de turno. M. sólo ha hecho cola para dos firmas más en su vida. Una para Frank Miller (sombrero, mirada huidiza), y otra para Amelie Nothomb (maravillosa, única, para casarse y morir antes que ella a los ochenta). Pero basta con observar desde fuera para ver que los autores expeditivos agilizan el proceso.
A menudo hay que ser un poco seco para que las cosas marchen.
La única ventaja de haber elegido la cola lenta en el super, es que tienes tiempo de sobras para observar. La escritora incluye su propia cuadrilla. M. supone que algún representante y gente de la editorial. De vez en cuando algún señor trajeado se acerca y susurra algo aparentemente profesional en el delicado cuello de la chica. M. no descarta estar proyectando, pero se imagina a esos tíos, a los que llevan el cotarro y guían a la moza en estas tareas no necesariamente agradecidas, pensando:
Me la follaría tanto…
Puede que incluso hayan llegado a comentarlo entre risas cómplices de machos cabríos.
Además existe el morbo añadido de que con toda probabilidad conocen a los padres de la estrella.
Hace tres o cuatro nevadas de la climáticamente aburrida Periferia, la muchacha aún abría regalos de navidad colocada de felicidad infantil. M. piensa en ello recordando a una chica que a menudo le enseñaba fotos suyas de cría. La tía creía que eso le ponía antes de follar. M. aún no se ha pronunciado al respecto para consigo mismo.
O eso se dice.

La mayoría de veces lo retorcido se queda en el ámbito teórico. En la mente. A medida que M. se acerca a la escritora, se pregunta qué le va a decir. Tendrá que mentir. El libro está bien, pero no es el tipo de literatura que más le interesa. Ella es encantadora, de eso está seguro; y ahora se da cuenta de que ni siquiera se ha preguntado si tendrá novio. Es lo más probable, algún tío cinco o seis años mayor que ella. Puede que un intelectual de la propia editorial. Los puede ver sobre una mullida alfombra frente a una chimenea, con vino y quesos. Romanticismo de fotografía; mucha gente lo adora, tanto los pijos como los nuevos pijos irónicos. Quizá no se les dé tan bien ser felices como proyectar una imagen de felicidad. Escritoras follando (“haciendo el amor”) con atractivos editores mientras la luna llena brilla fuera de la cabaña.
La gente hace cola para que personas así les firmen libros.
Dependes de personas así para lograr la única versión del éxito que, en sinceridad, todo el mundo reconoce como tal.

A tres firmas de distancia, M. ya puede ver con detalle a la escritora.
Es como si hubiese acabado de nacer. Un cervatillo que ha salido de la madre y, luego de trastabillar unos segundos, se ha puesto en pie y ha venido a firmar libros.
La cara limpia (apenas maquillaje) y la piel suave, manos primorosas y mirada oceánica. Un mar sin contaminación en un planeta lejano. Una blusa blanca y unos tejanos blancos ajustados. Algún tipo de colgante de aspecto rústico, seguramente con valor sentimental. Un reloj diminuto en la muñeca izquierda y dos pulseritas metálicas en la derecha. Se le marca una vena en cuello de tanto hablar y reír y vivir el sueño. Si M. fuese un vampiro estaría llenándose la camisa de babas.
Cuando ya sólo tiene una persona delante, se pone nervioso como si estuviese en el puñetero dentista. El último obstáculo es una tía bastante mayor que no deja de largar, y la escritora no va a echarla, obviamente. Como mucho lo hará algún fulano de su camarilla. Charlan sobre las localizaciones del libro. M. recuerda que hay una ruta turística para lectores, y que la conduce la propia escritora. Puedes visitar los mismos lugares en que la protagonista de la historia ha vivido sus emocionantes y significativas aventuras. Incluso la plaza en la que conoce a su interés romántico, al que enseguida abandona, principalmente porque es un hombre.
La mujer está a punto de llorar mientras cuenta todo el libro. Finalmente un gorila editorial le dice que por favor, que hay más gente esperando. La escritora le da dos besos y un abrazo, y le agradece y agradece, dándole cuerda sin poder evitarlo a la señora.
Cuando por fin le dan paso a M., es como si se estuviera colando en un culebrón. Más desubicado aún de lo pensaba que estaría.
La escritora, de un modo mecánico inicialmente, sonríe y alarga el brazo para coger el libro. M. se paraliza. Ella no da síntoma alguno de cambiar su actitud, aunque esta vez se trate de un lector solitario y bastante mayor, y no una mujer o una pareja de chica ilusionada y novio acompañante. Cuando habla, M. sólo puede oír su voz, dulce pero firme, en medio de todo el jaleo ferial:
–¿QUIERES QUE TE LO FIRME?
El resto se ha silenciado.
No sabe cómo sucede, pero logra iniciar y acabar una conversación respetablemente adulta con la escritora. No necesita mentirle o exagerar, y ella no se siente incómoda ni percibe nada excesivamente extraño en la presencia de M. Sólo dos minutos de intercambio, y el libro queda firmado.
Luego M. pasea y llega a una conclusión. Ella ha creído que él es gay. No es de extrañar que tenga bastantes lectores entre la comunidad gay. Seguramente contempla esa posibilidad cada vez que llega un tío solo con un libro suyo en una presentación o una feria de este tipo.
Ha pensado que M. es un gay sin pluma. De eso se trata, piensa M. De todos modos, ¿qué te pensabas que iba a pasar?, se dice. Ha estado bien, has podido hablar con la chica, el libro está bien y todo lo que ha sucedido se ha quedado en el marco de lo legal.
M. piensa a menudo en una potencial pulsión delictiva personal, algo que podría aflorar en cualquier momento. Generalmente se tranquiliza cuando concluye que TODO el mundo tiene eso dentro.
Pasea durante una media hora más, y entonces se sobresalta cuando un gorila editorial le da un toquecito en el hombro.
–Disculpe.
No entiende nada de lo que le dice. Habla de la escritora, de que la escritora ha terminado su turno de firma matinal, y que ahora va a comer a cierto restaurante.
–Le gustaría que usted la acompañara, de ser posible.
–¿Cómo?
El cerebro de M. se pone a mil y comienza a echar humo. ¿Que la escritora…? ¿Que quiere…? Pero es evidente que ella ha de tener… Cómo es posible que…
Incapaz de terminar pensamiento alguno, se deja guiar como un muñeco por el miembro de la camarilla. Le acompañan hasta el local donde la escritora está sentada. Justo cuando él también toma asiento, ella levanta un dedo para que les atiendan.
Nunca sabes lo que puede pasar, piensa M. así que has de perseverar. ¿Dónde ha oído semejante mierda de frase? Te mueves y las cosas suceden, ¿no? Si eres un buen chico, quizá la chica se interese. ¿Pero no era al revés? Ella le sonríe por primera vez como sonríe a las personas de su entorno inmediato.
Y como sucede cuando las cosas van bien de verdad. Como pasa cuando casi vives avergonzado de ser tan feliz, el tiempo comienza correr a toda leche. Se dirige hacia la vejez, el porche, el atardecer y la limonada. Con la mujer de tu vida. Pero antes, un trillón de polvos, en casas y hoteles, cenas románticas, vinos y quesos, mamadas lentas y furiosas, cunnilingus cada vez más habilidosos, folleteos incluso al aire libre, en lavabos públicos, una vez en la sala solitaria de un museo. Ella nunca deja de ponerle, ella le rompe el corazón cuando se tiene que ir, ella le folla vivo cuando vuelve, ella abraza los años sin perder un ápice de energía sexual, un magnetismo brutal que…
–PERDONA. ¿QUIERES QUE TE LO FIRME?
–Sí.
–VALE.

–Me encanta tu libro.

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Animalito

Dentro de esta casa sólo hay gente sana. El filtro es sencillo: mientras no le pegues nada a nadie y seas de ducha diaria y mayor de edad, aquí tendrás una oportunidad. Casi siempre hay alguien dispuesto a sacarte el jugo. Si no lo hay (raro), puedes presentarte cualquier otro día, se trata de probar suerte; por desgracia este oasis sigue formando parte del mundo real.
¿Oyes cómo gimen? Casi todas estas personas tienen otra vida ahí fuera. Aquí se viene a la vida paralela; fuera están las esposas y los maridos, la parejitas modélicas, las “buenas formas”, las conversaciones calculadas y la compra semanal. Seguro que ya sabes de qué te hablo, cariño: tienes cara de no conocer otra cosa.
La chabola es de mi marido muerto; lo digo para sacarte de dudas económicas e inmobiliarias. No tuvimos hijos, y eso ha sido una bendición en cierta medida: nada de explicaciones, para empezar.
Mi marido y yo nos dedicábamos a follar duro, entre nosotros y con quien se dejara. No es que pudiéramos aislarnos totalmente del mundo, pero él ya nació asquerosamente rico; su cuenta corriente estaba aún más llena que su bragueta. Y créeme, el cabronazo gastaba una de esas pollas que nunca llega a señalarte recta como un dedo; el cuerpo no se puede permitir enviar tanta sangre a un solo punto. Dura, larga, gorda y eficaz hasta el dolor, pasando por todos los grados de placer, pero no muy bonita, ya me entiendes. Consumes porno, ¿no? Una polla de ese tamaño podría empalarte; pero creo que antes se partiría. Hay que andarse con ojo. En cualquier caso siempre es mejor que una setita de cinco centímetros; no es que tenga nada en contra de los micropenes, sé de sobras que también tienen su público; simplemente no son para mí.
Supongo que habría sido más práctica una polla gordita de veintiuno o veintidós centímentos. Qué sé yo; ¿cuánto os mide la polla ahora a los buenos chicos?

Se abre la puerta y una chica de grandes y naturales tetas le practica una cubana a un chaval; éste cierra los ojos como si le doliera. Está sentado al borde de la cama; ella está arrodillada. El capullo morado empieza a escupir gruesos chorros de lefa. La misma empieza a chorrear sobre las tetas de la muchacha, a gotear viscosamente desde su barbilla. El chico abre los ojos; dice: “Joder…”. La chica sonríe confiada y pega un lametón al respetable miembro, que aún gotea, tiembla como aturdido.

A muchos les gusta que les miren. No te sorprendas si se corren justo cuando abramos las puertas y echemos un vistazo. Aquí es al revés que afuera: cierta falta de intimidad suma puntos a la experiencia. Se visitan unos a otros; a veces se forma una pequeña orgía, aunque de entrada follan en parejas y en habitaciones separadas. Esta casa tiene habitaciones para aburrir. Ya los veo a todos como si fueran mis alumnos y esto fuera el instituto.
Yo también practico aún, si te lo estabas preguntando, pero a mi edad una se sacia antes, y no lo necesita otra vez enseguida. Vaya, al menos ese es mi caso. Me gusta mucho mirar, verles las caras mientras lo hacen. He visto a montones de chicos abrir los ojos como platos durante una primera mamada que su novia jamás les haría; y a chicas correrse a chorro (o simplemente correrse) con cara de sorpresa por primera vez. También a no pocas parejas homosexuales, aunque no tantas como yo calculaba. Como sea, aquí hay una mezcla de edades y condiciones que nos confirma el animal que también somos en realidad a la postre.
No creas que me burlo de la monogamia o el matrimonio. Sólo digo que no se le puede negar al cien por cien de los seres humanos los impulsos naturales, ante la carne, ante la novedad de un cuerpo nuevo, de otro encuentro prometedor.

Se abre la puerta y se ve a un tío de unos cincuenta tacos con la cara metida en el culo de una veinteañera. Cabecea follando el ano con la lengua; ella se toca mientras gira la cabeza para mirarle a los ojos (llenos de ansia, casi furia) al tío, que lame y penetra como si llevara años deseándolo.

A veces es así. Hay quienes controlan quién entra en la casa; y a veces da la casualidad de que es algún pive o alguna chavala que llevan meses queriendo degustar. Una vez un tío me dijo que acababa de follar con una chica con la que llevaba años masturbándose; Facebook, Instagram… Esas cosa pasan. Aunque aquí todos follan con ansia, como si quisieran batir algún récord de fuerza o resistencia, a veces observas una entrega que tiene que ver con algo más.

Se abre la puerta y, antes de tener visibilidad completa, ya se puede oír el chapoteo de dos coños chocando, frotándose, besos de coño con coño.

Me hace ilusión cuando son lesbianas. Es como si me preocupara especialmente caerles bien a ellas; como si lo suyo siempre fuera un folleteo reivindicativo. Soy algo contradictoria en eso. No creas que necesito que nadie me santifique a estas alturas, pero quiero que cualquier persona sana se sienta libre de venir aquí. Mientras no se descontrole el aforo…

Se abre la puerta y hay una chica en cuclillas sobre la cara de un chico, ambos desnudos y en el suelo, sin hacer contacto. Parecen de la misma tierna edad. Ella es rubia, blanca de piel, curvas generosas, pezones rosados de gran areola, bonita cara, la prima mayor de Cupido. El coño depilado, más rosado a medida que profundizas. Se lo abre con dos dedos. El chaval, delgaducho y ansioso, se la sacude (polla gorda, casi desproporcionada), y abre la boca. La chica ríe y empieza a salir el pis. Parte de él es tragado, la otra parte empapa la cara y el pecho del muchacho. Cuando parece que el chorro ha cesado, se reinicia con más fuerza. Es entonces cuando el muchacho eyacula, salpicando el suelo, el culo y parte de la espalda de la chica.

Eso les gusta a los tíos, a muchos más de los que crees (tranquilo, no te voy a preguntar). Puede que les guste más que a las tías. Aunque en general lo de cruzar la línea, lo de la suciedad, la humillación o la vejación, gusta a tíos y tías casi por igual. Muchas chicas exigen malas formas, una demostración de fuerza y control es lo que hace que se corran, no la violación, pero sí la idea de la violación. A los chicos les gusta que una tía se haga la hija de puta, que les abofeteen, les aprieten los huevos, les dejen el culo rojo o los pezones ardiendo con cera; sólo cuando hay cierto equilibrio entre el placer y el dolor, se sueltan como una manguera de jardín.
Son los extremos, incluida la coprofagia; puede que sea el treinta por ciento de lo que se ve aquí. Hay gente que viene a buscar eso, aunque suene a tópico: Lo que no tienen en casa.

Se abre la puerta y una treintañera se quita despacio su disfraz de animadora ante un veinteañero que – sentado en la cama– se palpa el paquete. Luego la mujer procede con una felación no exenta de arcadas; pronto entre sus tetas y en el suelo se llena todo de babas. Justo antes de que el chaval se corra, cambian y follan a lo perrito, mientras ella no deja de decir “Soy tu puta”. A lo que él reacciona “Eres mi puta”. A lo que ella insiste “Soy tu puta”. Lo que evoluciona en “Me encanta ponerle los cuernos a mi novio”; a lo que él murmura “Tu novio no sabe follar”; y ella dice alto y claro: “Mi novio es un puto maricón”. A lo que él responde corriéndose dentro, temblando, una risa tonta, un hilo de baba colgando de su labio inferior.

No te preocupes, aquí se usan diversos métodos anticonceptivos; pero yo no me suelo meter en eso. Son adultos, no hay que olvidar la responsabilidad personal. La casa es mía, y está abierta para ellos, pero no iré cada vez chaqueta por chaqueta buscando olores o pelos largos sospechosos antes de que se vayan.
¿Te ha impresionado el lenguaje? Eres tan joven… Las personas largan toda clase de barbaridades mientras follan. Pero quizá sea oportuno que te deje claro que eso no refleja sus ideas políticas, ni deja al descubierto lo intolerantes que son. Parece mentira que haya que aclarar esto… Cuando se folla hablando, se tiende a lo incorrecto, incluso a lo salvaje, porque es lo que hace que la gente se excite muchas veces. Si lo que dicen alguna vez coincide con lo que piensan, es pura casualidad. Son frases hechas, por así decirlo, provocaciones: el objetivo es mantener la polla dura y el orificio mojado, cariño. Y si para eso quieres ser la puta o el dominador o viceversa. Si para eso quieres interpretar el papel de hija del esclavista que se está tirando a los esclavos, dime: ¿qué coño hay de malo en ello?
La mierda sucede; ¿no podemos canalizarla, convertirla en otra cosa? ¿No podemos jugar a los villanos si eso multiplica por diez el placer follando?
Seguro que hay gente comprometida y fina incluso en la cama, que no saben despolitizarse ni fornicando, pero no tienen ningún derecho a imponer sus métodos o rutinas a los demás.
Joder, ni de coña.

Se abre la puerta.
Un mulato se corre a lo perrito dentro del culo de una mujer madura. Luego ella le empuja en la cama y se coloca de cuclillas sobre su cara. Expulsa la corrida en la boca de él mientras se estimula con dos dedos a fondo el coño. La cara del fulano acaba llena de semen y fluidos femeninos. La polla vuelve a estar dura, y ella pide más.

¿Te sorprende que la casa huela bien? Eres un chico limpio ¿no? Y asumo que eres hetero; te he estado observando. Algunas de las tías que vienen por aquí querrían cambiarte la personalidad a base de saliva y caderas. Otras te odiarían; pensarían que eres sólo otro superhéroe moral, siempre medido y equilibrado, siempre juzgando en silencio. El mito de la normalidad personificado. Otro amante de la mediocridad (como media, no me malinterpretes). Quizá creas que te juzgo, pero a mí todo eso ya me importa bien poquito, cariño. Yo respeto a todo el mundo, y apenas me molesta el “disidente”, porque desaparece pronto, y con la cola entre las piernas.
Mucha gente es previsible, al menos en principio, porque rehuyen tentaciones. Ni siquiera digo que eso sea algo malo; sólo que para mí hubiese resultado demasiado aburrido e hipócrita, todo el rollo de la culpabilidad, el judeocristianismo… aún hay millones de ateos autoproclamados que son pura religión andante. Son moral renuente de la polla o el coño (o ambos) que tienen entre las piernas. Están todo el tiempo controlando ese fuego, como si sólo fueran correctas moralmente las ascuas de una humilde barbacoa. Así hasta que se hacen a eso, y con el tiempo logran no matar al animal, pero sí dejarlo en coma.

Úrsula es mi compañera sentimental. Supongo que tú lo dirías así. Te la presentaré. Yo soy la típica bisexual, ese tipo de persona que hace que les estalle la cabeza tanto a los homófobos como a los teóricos liberales. Bueno, liberales… ¿qué coño es un liberal ahora?
En cualquier caso, hay gente a la que sigue preocupándole muchísimo la vida sexual de los demás. Es algo que nunca he entendido, como si fuera una deformación monstruosa del cotilleo. No recuerdo haber sentido demasiada curiosidad jamás por las elecciones sexuales ajenas. Desde luego nunca tanta como para indagar o hacer preguntas. Si me hablan de ello, bien, si no, pues también. ¿Qué cojones voy a hacer yo con esa información?
Úrsula. Este es el chico que te decía.
¿El que venía a investigar?
Bueno, sí, qué se yo.
Hola, chico.
No te preocupes, no muerde. Sólo es mi novia.
Yo no soy tu nada, cariño, como mucho tu esclava sexual, a ratos.
Siempre quieres romperme el corazón, pero que sepas que ya te tengo calada, sé que no eres más que un conejito necesitado. Te derrumbarías si mañana me largara con algún Julián en el que se hubiera reencarnado la polla de mi marido.
Calla.
Calla tú. Y tú, entra, no te cortes.

Se cierra la puerta.
Comienza un debate casi inédito en la mente masculina presente: un debate de final inmediato. Se desmorona la negación. Algo era cierto: él siempre había evitado las tentaciones. No había mencionado a su novia, nadie le había preguntado. Más que novia, era su plan para el futuro, una boda más que probable. Hacía dos años que vivían juntos, lo compartían todo, tenían discusiones bobas, blandas y demasiado largas ante las cartas de los restaurantes; discusiones sobre lo que iban a pedir para comer. Ese tipo de relación. Cuando llegaba el momento de los postres, sólo él pedía, y ella se acababa comiendo la mitad. Ese tipo de Cielo o Infierno. Cierta clase de monogamia teóricamente ideal, fuente de conversaciones desesperadamente banales y chistes deprimentes. Una vida ideal para algunos; una huida hacia delante para otros. Aún no tenían hijos, claro, pero habían hablado de ello. Ella quería tenerlos, él no quería quedarse solo. No siempre funcionaba así en el Universo hetero, pero no se puede decir que esa dinámica escaseara. Ahora él pensaba sólo de forma lateral: quizá si fueran una pareja estéril, la lucha por lograr un crío de otro modo les hubiese unido más, puede que incuso él lo hubiese deseado de verdad. O quizá si alguna desgracia vital potencial les hubiese azotado (un cáncer ya superado –pero latente–, por ejemplo, de él o de ella, no importa), ahora habría un vínculo más poderoso.
Pero en el presente la anfitriona se había largado, y se había quedado solo con Úrsula, una mujer de veinte años menos (tenía unos cincuenta), y de ademán depredador. Él, que siempre se había imaginado tentado por alguna chica realmente joven, no contaba con esta imagen del engaño. Una mujer mucho mayor que su novia, MUCHO mejor en el sexo oral, y que no iba a follar si no era a pelo.
Él sabía que podía pararlo cuando quisiera.
Era víctima de una venganza moral.
Daba igual que fuera un chico o una chica.
Se trataba de ponerte a prueba por una vez.
Sacarte de la rutina blindada.
En efecto la mamada ya había comenzado. Ahora ya tenía algo realmente jodido que confesar. Periodista reciente, un chico intachable, imposible imaginar una infidelidad. Pero estaba sucediendo. Así es como sucede, piensa ahora. Simplemente sucede. La única protección ante ello era mantenerse alejado de ello. Sólo mirar culos por la calle. Sólo un poco de porno puntual, borrar historiales, una sana vida conyugal. Pero esto…
Todo lo que ella –esta mujer madura– hace, es mejor. Mejor en general. No solo un sexo mejor. También una vida mejor. Y aunque él sabe que sólo es una sensación pasajera, ya ha probado la manzana. Ya es uno de esos cabrones que ponen los cuernos. ¿Pero son unos cabrones?
Mientras la tía ya le cabalga, haciendo movimientos que le acercan y alejan adrede de la corrida final, sólo puede pensar en su novia. Esto acrecenta el placer, y a la vez se dice una y otra vez: lo confesaré, le diré lo que ha pasado (lo que he hecho), y le pediré que me perdone. Me tiene que perdonar. Por favor. Por favor…
La mujer, a sabiendas, tomando el control, se desmonta, y se mete el capullo en la boca, justo para recibir toda la descarga.
Mira a los ojos. Y traga.

Una vez ha logrado vestirse, mientras camina hacia la salida, casi llorando y abrumado por su recién descubierta carnalidad, oye la voz de la anfitriona:
–Que te vaya bien, animalito.

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Psicópatas

Cosas que me gustan menos que los psicópatas: Las familias. Las mascotas. Los planes. Los encuentros. Los protocolos. La agenda. La televisión. Los sensibleros. Los idealistas. Los ideologizados. Los sectarios. Los obsesos de la limpieza. “Madurar”. El mundo del motor. La competitividad en general. Los locos del deporte. El deporte en sí. La puta “comida sana”. La comida moderna escasa y cara. Las lecciones de vida. Los horarios estables. Los esnobs (los putos esnobs). Los antidroga. Los atrincherados. Los aburguesados. Los ricos pagados de sí mismos. Los pobres pagados de sí mismos. Los moralistas. Los tribales. Los amantes de las etiquetas. Las “fuerzas del bien”. Los jodidos tuiteros. Los conservadores autodeclarados. Los modernos autodeclarados. Los mojigatos. Los…

Porque a ver.

¿A quién no le gustan los psicópatas más que todo eso? ¿A quién no le interesan más? Los psicópatas, en el ámbito cultural, son como los cerdos: se aprovecha todo. Y además, qué coño, ellos hacen lo que los demás nos quedamos con las ganas de hacer no pocas veces. Bien es lógico que eso provoque cierta clase de admiración no reconocida. Pero como decía, los psicópatas son sobre todo carne de fenómeno cultural: libros, películas, documentales, retrospectivas. Joder, en algunos círculos hasta se los homenajea. Dime tu psicópata favorito y te diré quién eres.
Dejemos a un lado a Manson o a cualquier político. Están muy sobados, y es más interesante profundizar con el psicópata que no delega. Manchémonos las manos.
Podría ofrecer una larga lista de maravillosos hijos de puta, muchos tíos y algunas tías que decidieron cruzar la línea y nos regalaron toneladas de morbo y sesiones de cine golosísimas para Halloween. Pero sólo voy a mencionar un par de nombres en este editorial. Un ejemplo del psicópata cliché y otro del asesino absolutamente brutal, original y colega total, refrescante para el verano y una cálida manta para el invierno.

El psicópata cliché por excelencia es sin duda Ted Bundy.
Que nadie se enfade, sé que esto puede ser polémico. Todos amamos a Ted, de eso no cabe duda. Es un cabronazo que ha sabido cebar el morbo como pocos telediarios, vecinas, madres o hermanitas de otros. Eso nadie lo discute; y es posible que en su momento se le considerara un asesino original y rompedor. Pero repasemos por encima y con ojos de ahora (los únicos que tenemos) las bondades de Ted.
Theodore Robert Bundy. Nacido en 1946 (Burlington, Vermont), murió frito cuarenta y dos años después debido a sus travesuras. Ted fue un chico joven y atractivo que caía bien a todo el mundo, se ligaba a las muchachas de la zona y luego las torturaba y asesinaba.
¿Tengo que añadir algo más, o ya se intuye por dónde voy?
¿Un psicopata atractivo que caía bien a todo el mundo? ¿Se puede ser más jodidamente cliché? Todos los psicópatas caen bien a todo el mundo, Ted, pero después, cuando ya hemos descubierto la pedrada asesina que tenían. ¿Y matar sólo mujeres? ¿En serio, Ted? Que conste que nadie está en contra de que un psicópata mate mujeres. Joder, incluso en 2020, año de mierda donde los haya, cualquier universitario/a que se adhiera a todo movimiento de justicia social que se tope, por muy “feminista” que sea, se zampará un documental de un asesino de mujeres de diez episodios en Netflix si es lo suficientemente morboso. Está bien, Ted, no querías complicarte, y tu pedrada es tan respetable como cualquier otra. Pero como comprenderás, tampoco ayuda que luego en la cárcel pasaras de inflar tus estadísticas de muertes (oficial: 36) a lloriquear y echarle la culpa de todo al porno. No se puede pasar de ser un psicópata de vecinas medio respetable a una feminista de tercera ola, Ted; un mínimo de coherencia estética para con tus actos.

El psicópata absolutamente brutal, original y colega total, es Ed Gein.
La oscuridad y la tragedia envuelven al bueno de Ed. Edward Theodore Gein (1906-1984, Condado de La Crosse, Wisconsin, apodado El carnicero de Plainfield) tuvo una crianza familiar farragosa, lo reconozco. Su padre era un tarado alcohólico incapaz de cariño, y su madre una loca del coño religiosa que despreciaba a los hombres y consideraba a las mujeres la fuente principal de pecado. Para más señas, papá y mamá impedían al pequeño Ed tener relación con nadie fuera del núcleo familiar.
Algunos podríais decir que esto también es un cliché del psicópata (un pasado enculado hasta sangrar), pero podríamos contar por millones las personas con padres agilipollados que no acabaron tomando el rumbo de Ed.
De hecho, ¿cuántos más han tomado el rumbo de Ed? Probablemente un puñado de locos, pero seguramente casi todos después.
La cosa comenzó cuando Ed fue sospechoso de la desaparición de Bernice Worden, vendedora en una ferretería allá por 1957. La poli pegó una patada a la puerta del Ed ya adulto de padres muertos, y encontró a la mujer colgada de los tobillos, decapitada y con las tripas colgando (¡Ed, cabronazo!). Ante la sugerente imagen, los guripas decidieron hurgar un poco más en la poco perfumada y aseada casa del fulano. Encontraron diez calaveras juntitas que el bueno de Ed usaba como ceniceros y recipientes de todo tipo; también había asientos y pantallas de lámpara hechas con piel humana (Ed, joder, ¡te queremos!); luego muchas más calaveras todas con su uso y creatividad implícita. Los demás órganos de Bernice estaban en el congelador. Más joyas: Un cinturón hecho de pezones humanos, nueve vulvas guardaditas en una caja de zapatos, y decenas de otros objetos que Gein había fabricado con partes de cadáveres. La mayoría se fotografiaron y se quemaron (¡putos guripas!).
Ed no sólo reconoció haber matado, también declaró que abría tumbas de cadáveres recientes, se los llevaba en su camioneta Ford, y ya en casita curtía sus pieles para poder llevar a cabo su auténtica vocación de decorador.
Quizá no lo dijo así, pero ¿a quién coño le importa?

Que sepáis que encontraréis mucho más sobre estos dos mitos en este número.

Sabed ya desde el número uno de Psicópatas, que aquí nunca, y digo nunca, descartamos la leyenda. Somo devoradores de historias, contadores, relatistas, escritores, fanáticos de la vida, y por tanto locos de la violencia, el sexo y la muerte.
Nos moveremos habitualmente por los extremos, indagaremos en el suceso, pero también en el mito. Observaremos a las estrellas del rock que todos sabemos que son los psicópatas, y serviremos fresca y deliciosa la única literatura histórica posible: la que nos ofrecen los relatos que por lógica acaban tan a menudo en la ficción.
Esta revista no encaja en los tiempos que corren, y por eso precisamente la creemos necesaria. Los más despiertos nunca verán una apología irrespetuosa para con el quinto mandamiento. Sencillamente, escribiremos lo que sólo se suele pensar o hablar entre amigos, sobre las atrocidades. Todo eso que nos fascina y atrae, aunque la mayoría (por suerte) jamás caeremos en ello.

¿O sí?

Bienvenidos a Psicópatas. La revista que ha parido –cesárea y numerosas complicaciones mediante–, el enfermo año 2020.

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Noche de chicas

No pienso contestar a sus preguntas una a una, así que tendrá usted que tragarse todo el tocho, señorita P. Puede que todo quede contestado, pero si falta algo, tenga en cuenta que no será por descuido, y que estas líneas son las únicas que obtendrá de mí para su revista digital tope guay y activista.
He notado por cómo escribes que te crees la sal de la tierra. Debes creer que yo también creo que mi mierda no huele, o que deberían exponer mis compresas usadas. Pero déjame no tutearte. No se entera usted de la misa la mitad, señorita P. No le voy a contar la historia de tres chicas injustamente oprimidas, sino la de tres niñas chungas salidas de un entorno burgués de izquierdas, presas del aburrimiento y la paranoia.
Así que olvídese de ningún tipo de ímpetu “feminista” actual, y también del adorado Charles Manson y la pizpireta Susan Atkins. Cada historia tiene su propia esencia entrópica, señorita P.

Yo nací y crecí entre puñeteros algodones. Creo que eso influyó para formar un carácter blando y picajoso. Ahora tengo mucho tiempo para pensar, y no siempre es agradable. Las chicas de mi entorno inmediato entonces, eran clavadas a mí. Niñas ideológicamente de cristal que actuaban ajenas a la responsabilidad personal, cuyos padres no les pegaban una hostia porque ya no eran los 80. A decir verdad, los chicos que yo conocía (heteros o gays) eran igualitos, pero usted quiere una historia de chicas, y yo le daré una historia real de chicas.
Éramos Fanny D., la todopoderosa Matilda y yo.
Dieciocho recién cumplidos y la cabeza llena de pájaros parlanchines. Pájaros identitarios y políticos. Medios como el suyo, señorita P., nos hablaban TODO el tiempo de nuestra terrible condición de mujeres. Antes que cualquier otra cosa, éramos mujeres. El entorno se estaba volviendo irrespirable; pero estaba casi todo en nuestra cabeza, señoritinga P.
La realidad a veces nos veía como mujeres antes que como personas, pero los medios como el suyo, siempre nos veían como mujeres antes que como cualquier otra cosa.
Ahora casi tengo envidia de las niñas de los noventa; con ellas al menos se utilizaban reclamos inofensivos, fotos de niños fibrados que cantaban pop blando.
Que conste que no le echo la culpa a los medios de lo que ha pasado; sólo la pongo en contexto. No voy a usar su retórica efectista. No generalizaré todo el tiempo ni demonizaré colectivos. Tampoco al colectivo de varones. Lo siento, señorita P.
Pero ha de entender que su “periodismo” adaptado a los tiempos, su cantilena sobre el “queda mucho trabajo por hacer”, su pasión desmedida por las mujeres asesinadas, y su discurso sobre hombres malvados y poderosos y mujeres inteligentes pero maniatadas por el “Patriarcado”… en fin, no se puede decir que todo eso ayudara, doña escritora.
Usted podría haber sido una guionista de terror decente, ¿por qué metió sus zarpas en las Ciencias Sociales?

Matilda, Fanny D. y yo, mujeres o no, no conocíamos ningún tipo de sufrimiento destacable. Teníamos cuerpos suaves y mentes ingenuas, volubles, predispuestas y con un hambre voraz. Era como si nuestra juventud necesitara de alguna crisis relevante. ¿Cómo se forma el carácter de alguien joven si no puede quejarse de algo?
En poco tiempo descubrimos que ya no hacía falta sufrir de forma personal para poder quejarse. Bastaba con que alguien de tu misma condición sufriera. Es más, bastaba con que se dijera que alguien de tu misma condición sufría. Ni siquiera hacía falta una noticia; bastaba con un viral. La posibilidad era suficiente para que se desatara la ira.
Nuestros problemas se reducían a “madrugones”, uñas rotas, y rabietas con los papis, pero los identitarismos nos dieron la oportunidad de parecer auténticas víctimas.
No se inquiete, señorita P., ya sé que el machismo existe, sé que las mujeres sufren más de determinados males por el hecho de ser mujeres. Pero los hombres, señorita P., también sufren mucho más en determinados ámbitos por el hecho de ser hombres. Sé que conoce las cifras y las estadísticas, es todo eso que siempre deja fuera de su discurso, no la aburriré con datos que están a una búsqueda de Google.
Y si lo que la impulsa en su cruzada es que las mujeres han sufrido más históricamente que los hombres, sepa que ya no encontrará a una aliada en mí para ese sonsonete. No porque no pueda estar de acuerdo en cierta medida, sino porque las mujeres del presente y el futuro no tienen por qué llevar ese lastre para toda la eternidad. ¿No será usted una de esas personas progresistas que odia el progreso, verdad? Ambas sabemos que la lucha social mueve MUCHO dinero e intereses, pero si no reconocemos los avances, cómo coño vamos a avanzar, señorita P.? Si una chica, blanca o racializada, dice que a ella le va bien (cosa fácil de encontrar), ¿cuándo usted y sus compañerxs de discurso podrán alegrarse?

Sepa usted que la mayoría de lo que hay en estas líneas, son pensamientos articulados a posteriori. Una de las pocas ventajas de estar en la cárcel, es que la reflexión, si la hay, es genuina. Ya casi no puedes estar peor de lo que estás, de modo que no hace sentido autoengañarse. Es como si de repente fueras tremendamente hábil para ver lo que ha pasado. De golpe todos los matices que habías obviado se presentan ante ti bailando el can-can.
Mi relación con Fanny D. y Matilda se volvió estrecha hasta ese punto en que cualquier injerencia podría haberla desgarrado. Es como intentar el sexo anal. ¿Alguna vez lo ha intentando, señorita P.? ¿Alguna polla patriarcal ha intentado abrirse paso (con su permiso, por supuesto) por ahí? No me engañe, sé que es usted hetero, aunque le joda.
Así que ahí estábamos, tres chicas jóvenes y blancas en el primer mundo. (Recuerdo que mi padre decía que era imposible que me hubiese ido mejor en el sorteo. Chica blanca primermundista. Le odiaba por decir eso. Ahora no sé si llegaría a darle la razón, pero en cualquier caso cerraría la boca.)
Digo que cualquier bachecito podría habernos separado, porque ahora veo así la amistad femenina: profunda y frágil. A diferencia de la masculina: superficial pero sólida. ¿Ha visto cómo generalizo? Quizá haya perdido a una buena escritora para su folletín. Piénselo.
Las tres amigas daban para una serie de blancas novelas juveniles. Hasta que se politizaron al más puro estilo de las universidades norteamericanas del siglo XXI.
A partir de ese momento, señorita P., el desarrollo ya de por sí conflictivo de nuestra etapa adolescente, se convirtió en un puto caos de odio e ideas simplistas. Creímos haber visto la luz, y sólo nos habíamos vuelto gilipollas. Como toda persona que cree haber descubierto los motivos concretos del Mal en el mundo real (a menudo sólo uno o dos), nos metimos poco a poco en un jardín mental del que ya no supimos salir. Recuerdo un día en que mis padres vinieron a verme al trullo, todo ese rollo de hablar por teléfono a través de un cristal. Se pusieron a discutir delante de mí. Ni en la puta cárcel me he librado de eso. Pero ese día mi madre dijo algo que se me grabó a fuego. Lo mío había sido en gran medida mala suerte. De haber pasado un tiempo, de no haber asistido a esa “noche de chicas”, mis ideas habrían cambiado, o simplemente se habrían diluido, y ahora sólo sería una tía más trabajando o buscando trabajo, y quejándose del bobo de su novio.

Lo de “noche de chicas”, como casi todo, es sólo sobre el papel. Era sábado. No sé qué día de la semana se han producido más atrocidades en la Historia, pero quizá el sábado nos sorprendería con sus números. Se asume que las cosas malas se hacen cuando la gente está jodida, desesperada o descontrolada por la ira. Pero no pensamos en lo que se hace desde la euforia, o incluso desde unas teóricas ansias de cambiar el mundo. Eso suele ser una fuente de maldad y salvajismo sobre la que hoy día probablemente aún no haya la suficiente literatura.
Cambiar el mundo, señorita. Quiero dejar clara una cosa. El motivo principal por el que he decidido escribirle este rollo, es porque normalmente la historia la escriben los vencedores. Y pese a que moi sólo votó una vez y a la izquierda (y aunque lo volveré a hacer), no me podrá negar que la izquierda cultural ha monopolizado el Relato.
Es algo completamente enfermizo, señorita P., y usted forma parte del ejército que ha estado minando la pluralidad, la diversidad intelectual.
Qué menos que una tía que está en la cárcel y con mi pasado, no pueda dar su punto de vista. El punto de vista de una perdedora, para variar. Pero una perdedora con lecturas a mansalva, señorita P. Lecturas variadas.
Seguro que ha oído eso de que una mujer que lee o escribe es peligrosa. Ese tipo de cosas que dichas por un tío suenan machistas y dichas por una tía son puro “feminismo” hegemónico. Lo irónico es que yo era peligrosa justo antes de empezar a leer, cuando sólo escuchaba el Relato.
Cuando empiezas a leer (variado, insisto), y esto es curioso, te alejas inevitablemente de cualquier extremo. Asumes tu tamaño. ¿Cuán grande crees que eres, señorita P.? ¿Crees que el ser humano se las arreglará cuando la religión haya muerto definitivamente? ¿Sabes hasta qué punto es difícil arrancarle la polla y los huevos a un tío?

Permíteme que vuelva a no tratarte de tú.

Me doy cuenta de que no he hablado nada de Fanny D. y Matilda, así que antes de concluir con la descripción real de lo que pasó en esa “noche de chicas”, quiero que las conozca un poco. Para ello, en lugar de seguir rajando yo, me han dejado copiar un par de textos escritos por ellas. Teníamos dieciséis o diecisiete años, nos escribíamos todo el tiempo. Creo que se hará una idea de cómo eran. Y que conste que yo no era distinta.
Son mensajes; este es de Matilda. Matilda Portabella.

Yo siempre me lo he imaginado fácil. Siempre me lo he imaginado con un cuchillo jamonero. Alguien sujeta el miembro y sus colgajos, y luego se trata simplemente de cortar y tirar, cortar y tirar.
Tía, estoy tope cocida y no puedo dormir. Mi padre me ha metido la puta bronca del siglo por el olor a porros.
Ayer no quise follar con el tío pelirrojo cachas del Penélope porque tenía la regla. Ya sabes que yo no soy “maniática” con eso, pero paso de follar con un pavo por primera vez con la regla. Si el capullo quiere follar más adelante, que se lo curre otra vez.
Mi madre me ha dicho que vengas a la playa el domingo. Quieren que vaya con ellos a Sonora. Es un puto marrón, pero me gustaría que vinieras. Fanny D. se ha rajado, dice que tiene no sé qué rollo, van a ver a la abuela a la residencia en Periferia.
Estoy leyendo el libro que me dejaste. Un poco tostón pero mola.
Es broma, pero estoy pensando en agenciarme un hacha y convertirme en la asesina de penes. ¿Te imaginas? Un pene muerto cada dos meses. La asesina de penes ataca de nuevo. Escondan sus penes hetero, la asesina de penes lesbiana ha creado la paella con trocitos de pene.
Ojalá fuera lesbiana.
20 a la playa, no me dejes sola con mis padres, no lo podría soportar.
Adiós, puta.

Y este es de Fanny D. Escobar:

¿Asumo que me estás dando calabazas? ¿Por qué no quieres venir? Ayer ese pavo me habló de ti en Periferia. Ya se acaba el curso, joder. Te mira las fotos del insta. Creo que quiere beberse tu pis o algo así. Siempre pone cara de pervertido cuando te nombro. A mí no me gusta, o sea que por mí podéis quedar cuando queráis a cagar en vasos y comeros la mierda mutuamente con cucharillas.

Acabé el libro que me dejaste, por cierto. Está bien. Yo prefiero el que te dije de la americana.

Si vienes a Periferia el último día del curso, prometo comerte el culo como si fueras Joseph Gordon-Levitt. Tienes que venir, tía, te quieren conocer, han leído tu blog. No sé qué más quieres, es peña guay y tienes un polvo asegurado.
Me tengo que ir, mi padre ahora siempre está preocupadísimo por que cenemos siempre juntos. Le ha dado algún tipo de soponcio heteroemocional.
Un día voy a matar a martillazos a ese capullo mientras duerme.
Adiós y cómeme el coño.

Fanny D.

La noche de chicas tenía que ser la típica fiesta de pijamas. Tres tías en una habitación tirando de distancia irónica. O al menos ese era nuestro plan inicial, porque nosotras estábamos por encima de cosas como una “fiesta de pijamas”. Pensábamos que la fiesta de pijamas no es más que otra típica fantasía masculina. De modo que si la hacíamos, tenía que ser dejando claro que nosotras no hacíamos esas cosas nunca. Como cuando te follas a un desconocido y le dices que el sexo casual no es lo tuyo, que no sabes lo que te ha pasado. Éramos unas putas idiotas, señorita P., aunque creo que a usted le hubiésemos caído fenomenal.
De hecho lo que viene igual le gusta, estoy segura de que es usted una retorcida de narices.
Conocimos a un fulano justo antes de irnos a la habitación de la todopoderosa Matilda. Sus padres se habían largado a follar por ahí el fin de semana.
Era un chaval un par de años mayor, los brazos llenos de tatuajes. Nosotras éramos mayores de edad recientes. Carne fresca para el pipiolo, pero ambas sabemos, señorita P., que un chico de veinte años es fácilmente más torpe y atontado que muchas chicas de dieciocho. Nosotras manejamos el poder sexual, ese poder en bruto que, por cierto, usted y sus amigas nos quieren arrebatar (¿por qué, señorita P.?). Ya sé que usted piensa en la maldición de la objetivización, pero ¿jamás ha tenido en cuenta lo manejables que se vuelven casi todos los tíos cuando tienen que reunir toda su energía para no mirarte el escote? Fíjese en muchas parejas hetero y verá que ellas casi siempre son más guapas y más listas. Deje que las chicas aprovechen todo lo que tienen, señorita P.
¿Cómo cree que nos llevamos al fulano a la “noche de chicas”, gracias a nuestra verborrea? ¿Cuántas parejas consolidadas cree que se citaron al principio por una “conexión intelectual”? Algo que me sorprende de su revista, señorita, es que parece haber olvidado que todos somos animales.

¿Qué vulgar, verdad?

¿Quiere saber lo que pasó cuando ya teníamos al chico en la habitación de la todopoderosa Matilda?
Si publica este texto y sus lectoras han logrado llegar hasta aquí, posiblemente esto les haga mojar las inconformistas bragas.
La primera parte no tiene tanto de especial. Nosotras, las entonces “activistas” contra el porno, le hicimos una peli porno al chaval. En vivo y en directo. Sólo ver las caras que ponía ya merecía la pena. Tres chicas de dieciocho jugando con su seta inflada de carne. El niñato estaba todo el tiempo intentando no salpicar como una manguera de jardín. Antes de plantearnos lo del condón ya había dejado perdida la habitación de Matilda. Una mamada triple no la aguanta casi ningún tío durante mucho tiempo, ni siquiera con el supuesto apoyo de todo el Patriarcado detrás. El chiquito estaba indefenso. En la gloria, pero totalmente aturdido.
Ni siquiera se dio cuenta de que Matilda se había ausentado en cierto momento. Ni nosotras sabíamos dónde había ido. Apenas dejamos descansar al veinteañero premiado con la lotería del sexo legal por los pelos. Le mareamos la polla hasta que se volvió a poner dura. No fue en absoluto complicado. El chico miraba hacia el techo como si estuviese colocado.
No es que no hubiésemos hablado antes de lo que estaba por pasar, pero yo nunca imaginé que se volviera realidad. Creo que a estas alturas ya puede usted fiarse de mi sinceridad; supongo que este texto ya es prohibitivo para la mayoría de los medios de este país por un centenar de razones.
El caso es que Matilda entró en la habitación con el cuchillo jamonero. Yo recordaba alguna mención al mismo. El chaval seguía mirando al techo mientras Fanny D. llevaba a cabo un sonido de succión sobre su capullo. Yo me aparté, ni tan siquiera tuve tiempo de replantear en voz alta la situación. Matilda empujó a Fanny y agarró todo el paquete por la base con la mano izquierda. La polla estaba morada de tan dura, y los testículos estaban medio encogidos, como pasa a menudo con las erecciones al 100% de su capacidad.
Al primer tajo, saltó un chorro al estilo Kill Bill. Tenga en cuenta que la zona estaba a toda presión en lo que a sangre se refiere. Creo que el chico tardó un poco en darse cuenta. Para cuando apartó la vista del techo y volvió la mirada hacia su polla, Matilda ya estaba tironeando mientra seguía mutilando con el cuchillo flauta y platillos.
¿Quiere que le ofrezca algo aún más polémico? Yo en ese momento me reía. Aquello parecía la culminación lógica de una etapa. Ver cómo aquel niñato, que representaba todo lo que ya odiábamos (era un tío) se ahogaba en su propio dolor (literalmente proyectaba sonidos acuosos desde su garganta), en aquel momento me parecía sencillamente tronchante. Mi risa se convirtió en carcajada cuando Matilda logró arrancar todo el paquete de carne, y el muchacho comenzó a vomitarse en la cara. Ni siquiera tenía fuerzas para ladear la cabeza.
Me sorprendió cómo Fanny D. se volvió resolutiva y, sin perder tiempo, tapó con un cojín la zona sangrante (básicamente una cascada), y le dijo al chaval que hiciese presión antes de llamar a urgencias.
Bueno, la cosa más o menos funcionó.

Ahora soy consciente de la gravedad de todo el asunto. Y oiga, deje de marear a sus lectoras y contados lectores. Aquel niño era inofensivo (es, por suerte). Y aquel niño no es los hombres, ni nosotras somos las mujeres. Ahora la verdad es que me alegro de que el chaval siga vivo, pese a que haya sido imposible un reimplante. No sé si es verdad que se ha intentado suicidar. La verdad es que no me siento una responsable directa de lo que pasó. Un cosa es hablar de mutilaciones, y otra muy distinta hacer lo que hizo Matilda.
Echo de menos a mis amigas, a pesar de todo, pero yo al menos saldré pronto de aquí. No me da mucho miedo la vuelta al mundo real. Y tampoco me importa que sepan quién soy y con quién me juntaba. ¿Sabe por qué, señorita P.? Soy una mujer, y soy una mujer que sabe cómo lucir un escote, llevar una falda corta y andar con tacones. No echaré alquitrán en las carreteras, ni me subiré a un andamio, ni bajaré a la mina. Tengo ese poder en bruto, señorita P., así es como a veces salimos adelante.

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El placer del laberinto

Creo que hay esencialmente dos clases de consumidores de libros. Los que compran para leer y los que los compran sin más, en fechas señaladas. Los primeros leen, y los segundos regalan libros nuevos que se quedan en una estantería cogiendo polvo. Obviamente hay excepciones, pero lo cierto es que si quieres asegurar el tiro, para conocer lectores tienes que frecuentar librerías de segunda mano. Si por el contrario lo que te va es la dinámica más capitalista o de pose, tienes que ir a librerías al uso, abarrotadas de novedades, y en las que el resto del catálogo apenas varia. Algo a favor de los libros nuevos es su embriagador olor. Un lector empedernido sólo comprará libros nuevos puntualmente para poder esnifar de sus páginas como un yonqui. Un lector empedernido, con las consabidas excepciones, no tendrá una gran vida social. El no lector, en cambio, el consumidor cuya actividad no es leer sino gastarse más de veinte euros en un solo libro, lo más probable es que conozca a bastante gente y se mueva por ambientes variados. El lector profundizará en sus propias emociones o puntos de vista; el no lector procurará que nada le apele demasiado, repudia los cambios de ánimo y procura que nada le afecte. El lector se regodea en el placer del laberinto, el no lector procura parecerse a un vegetal en lo concerniente a la materia gris.
Lo reseñable es que la felicidad (aunque sea un tipo de bienestar muy somero y estanco), no está garantizada para ninguno de los dos.

Yo elegí leer porque me gusta, y para parecerme lo menos posible a un vegetal. Si la vida trata de seguir hacia delante sí o sí, prefería profundizar en eso. Y aunque leer obviamente no es la única manera de hacerlo, sí es una de las más eficaces. Hay mucha gente que procura estar en movimiento constante, pero a menudo lo hacen para no tener que detenerse a pensar. Con un libro en las manos, estático, la vida te puede volver del revés, agitarte hasta que se te caiga la cartera, el móvil, las llaves y hasta el tabaco si eres un irresponsable para con tu salud (o particularmente consciente de tu condición de mortal).
La dificultad que el no lector –regale libros o no– percibe en los libros, es que no son un placer inmediato. Para empezar no funcionan con el lenguaje visual. O sí, pero tienes que hacer un esfuerzo consciente para traducir en imágenes. Para que un libro te proporcione placer, tienes que centrarte únicamente en el libro, y teniendo en cuenta la necesidad histérica actual de estímulos rápidos y cambiantes (no solo de la gente joven), parece un milagro que aún exista el negocio editorial.
Da igual que le digas a un no lector que los estímulos rápidos y cambiantes casi siempre son superficiales y apenas placenteros. Te darán a entender que ellos los esfuerzos, grandes o pequeños, los hacen trabajando, y que el resto del tiempo prefieren vegetar entre colores vivos, lugares o caras. Defenderán eso y te llamarán esnob si insistes. Para mí en cambio resulta ya un placer malicioso aplaudir a alguien por no leer. Claro que sí, es tu libertad, basta de imposiciones absurdas. Ahí te pudras con el resto de acelgas.

En el barrio, cuando era crío, lo más cercano a la lectura era la búsqueda en grupo de revistas porno abandonadas. Cuando encontrabas una, ni siquiera podías abrirla. Imaginabas a no pocos maridos rectos de la zona que se compraban Hustler o Penthouse para un sola paja. Se corrían en las páginas centrales y tiraban la revista por ahí. Monte bajo: cristales, jeringuillas, porno. No podían arriesgarse a que alguien las encontrase en una papelera cercana, y mucho menos intentarían esconderla en casa y que la descubriesen sus hijos o su mujer. A finales de los 80 el porno estaba tan mal visto al menos como ahora. Eso siempre vuelve. Casi todos los “puritanos” se ramifican a partir de la misma cepa de hipocresía. Suelen ser o bien no lectores o bien lectores sectarios de un solo tipo de doctrina o mantra. Provengan de la Religión o la Ideología, siempre son clavados.

La gente que dice querer mejorar el mundo o mantenerlo a salvo, esa gente que lo verbaliza, que lo grita constantemente, a menudo es poco amiga de los libros. Sean de izquierdas o de derechas (o lo que sea que pregonen), si son lo suficientemente militantes o sectarios, no les hace ni puta gracia la diversidad intelectual.

A medida que iba creciendo, iba creciendo mi interés por los libros y el cine. Al principio se trataba sólo de la narrativa. Para mucha gente se trata de eso ya para siempre: el relato. No conciben el medio literario o cinematográfico para nada más. O al menos no les interesa en absoluto para nada más. Si no se sienten como mínimo igual de listos o inquietos que el creador, se incomodan, se crispan o simplemente se aburren. Si no saben explicar por qué una película o un libro les ha transmitido algo, esa pequeña perdida de control les desvincula. Si no encuentran la salida del laberinto, o aún mejor, si el laberinto no tiene salida porque ni tan quiera era tal, una gran parte del público se baja del tren. Quieren que les expliquen algo que “se entienda”, no que se sienta; porque si no lo entiendes, ¿cómo lo vas a sentir? Los libros y el cine, para ellos deberían parar cuando ya no son un cubo de Rubik. No puedes trascender la mecánica; el engranaje es el límite.

Para mí, por suerte (gracias a Dios), NO fue así. La primera vez que atisbé ese potencial más allá de la narrativa, fue viendo Mulholland Drive, de David Lynch.
Un amigo la había alquilado. Llevaba tres semanas en su poder. No quería volver al videoclub. Ya había visto tres veces la peli, y un día me dijo que fuera a su casa a verla, que iba a flipar. Sus padres se habían largado el fin de semana, así que el sábado por la noche fui, y mi colega tuvo una excusa para verla por cuarta vez.
Ver cine con gente, a menudo es un problema para mí. La mayoría de personas tienden a la gracieta o el comentario vacío cuando están acompañados; es como si no quisieran mostrarse vulnerables, o simplemente se negaran a abrirse del todo a lo que propone la peli. Creo que su problema es que a veces las películas se parecen demasiado a los libros. No quieren sentirse indefensos ante según qué emociones o ambigüedades.
Pero yo, cuando veo una película, de verdad quiero ver la película; no necesito sentirme protagonista durante esas dos o tres horas. No me interesa si tal actor se parece a no sé qué puto futbolista, o si ha habido (quizá sí o quizá no) un fallo de raccord, o si los efectos especiales son teóricamente peores de lo que deberían; y, sobre todo, no soporto ese resorte que hace saltar a algunos que les imposibilita callarse la boca cuando ven un clásico con los efectos y trucajes de su época.
Me he quedado MUCHAS veces con las ganas de cantarles las cuarenta a algunos.
¿Sois incapaces de dejaros a un lado aunque sólo sea dos malditas horas?
¿Existe alguna posibilidad de que el público cinematográfico actual no sea el peor y más gilipollas de la historia?
¿Será por el afán no lector?
¿Le pegaré algún día un puñetazo a alguien por una película?
¿Será posible que después de pegarle el puñetazo, no me sienta profundamente aliviado durante al menos cinco minutos?

Pero en aquella ocasión, cuando mi colega y yo nos sentamos a ver aquella peli, teníamos veinte años. Estábamos en una etapa de absorber con ansia libros y películas y discos. Sí, éramos jóvenes, y evidentemente mucha gente de nuestra edad competía en el campeonato mundial de la imbecilidad. Pero nosotros, más o menos listos que nuestros contemporáneos, éramos capaces de aparcar el cinismo cuando nos sentábamos a ver una peli. Éramos capaces de tomarnos en serio por un rato algo que no fuésemos nosotros mismos y nuestra mierda de chistes.
Miraba hacia la pantalla fascinado la mayor parte del tiempo. Mi colega a veces puntualizaba algo, pero no me molestaba, porque siempre venía a cuento, siempre tenía que ver con la peli. Y no era ni de lejos una peli cualquiera.
Podía observar cómo ciertos datos o imágenes de la primera mitad de la peli dialogaban con otros de la segunda mitad. Podía intuir cierta narrativa soterrada. Pero, en general, cuando la peli acabó, no me había enterado de nada. Estaba extasiado, con los ojos empañados en lágrimas y el cerebro a mil por hora.
Mi idea limitada sobre lo que yo entendía por una película, había volado por los aires.
Con el tiempo podías cuadrar parte de su mecánica; la volvías a ver, la estudiabas por defecto. Pero lo importante seguía siendo esa emoción pura. Eso que en gran parte ya te llegaba en el primer visionado, aunque no estuvieses absorbiendo la parte narrativa.
Era magia de verdad. No un hortera haciendo desaparecer un coche, sino magia de verdad, algo auténticamente creativo. Amor entretejido en la obra de arte. Era algo profundo y de un valor incalculable.
Eso que puedes sentir pero es muy difícil de explicar.

Así que no leas si no quieres. No veas películas. No escuches música ni visites museos o exposiciones. Mantente al margen de cualquier forma de arte o reflexión. Haz regalos a tus iguales. Reúnete con ellos y, como decía Palahniuk, reíros hasta que se os caiga la puta cabeza. No te explores ni explores nada. Mantente simple, tranquilo y relajado. Ve en línea recta desde tu nacimiento a tu muerte. No te hagas preguntas y acumula placeres minúsculos y veloces. Puede que incluso eches unos cuantos polvos.

Pero no me toques los cojones.

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Química en ruta

Atravesar el desierto de Sonora ha dado lugar a no pocas siestas involuntarias al volante. La gente se queja del embotamiento que te puede provocar una mala siesta, pero los camioneros despiertan a veces de golpe con su transformer de dieciocho ruedas atropellando cactus. Tu sillón y el charquito de saliva en casa son un lujo.
Así de larga y monótona es la ruta.
A. no es camionero. A estas alturas apenas se considera una persona. Mucho menos en agosto. No tiene nada en contra del calor, pero el calor se la tiene jurada. Sólo tiene su utilitario, y el aire acondicionado funciona sólo a veces. Quizá si se dirigiera a algún lugar en concreto se sentiría menos mohíno o aturdido. Intenta mantenerse atento y con la mente en blanco. Ni de coña; su vida se le pasa siempre por delante en diapositivas, como si llevara veinte años a punto de morir. Y tiene cuarenta. Es como si vivieras los primeros veinte años acumulando cosas que recordar, y el resto de la vida estuviese hecho de distintas formas de nostalgia. Viente años productivos y quizá sesenta mirando atrás. Puede que por eso mucha gente tenga hijos, medita: con hijos es jodidamente difícil pensar en nada que no sean ellos, es como la forma definitiva de arrinconar la juventud. Los hijos son ruidosos y tocahuevos, y la naturaleza te fuerza a quererlos como un violador fuerza a Violeta en los lavabos de la discoteca. Es más violento de lo que parece, el amor, su química. Eso hace que muchas personas respiren de alivio cuando sus parejas admiten no tener intención alguna de gestionar mocosos.
Suele ser impopular verbalizar el gusto de NO hacer algo.
Esa es la intención de A. con su periplo por el desierto: No hacer nada. O al menos no forzar nada. Dejar que las cosas le pasen. Ser pasivo. Poner el culo de un modo distinto al habitual. Merodear sin prisa bajo la lluvia o entre las llamas. Consumirse si hay que consumirse, o avanzar si no queda más remedio. Habrá que reponer la gasolina y parar a comer algo de vez en cuando. Pero no es lo que se dice un plan que te pueda deparar muchas aventuras.
La antipelícula comercial.
Paris, Texas pero en coche y sin Nastassja Kinski.

El pasado reciente consta de un trabajo tan del montón como el coche y las expectativas. El presente es lo que se ha dado en llamar vacaciones. Libertad que caduca mucho antes que un yogur. El pasado reciente también consta de una ex, con su respectivo presente pajillero. Los motivos de la ruptura son difusos. Ocho meses después de empezar a salir, y después no haber logrado correrse nunca a la vez follando, sí se pusieron a la vez los cuernos. La misma noche. A. con una chica que tuvo a bien follar con él, y su ex con un tío de cuerpo duro y mollera con máster que A. piensa la embaucó con palabras digitales.
La siguiente vez que se vieron, ambos tenían intenciones de cortar. Aun así, la ruptura no acabó entre risas de circunstancias por la adúltera coincidencia. Hubo gritos y recriminaciones en una cafetería. A. acabó empapado en descafeinado y su ex se largó dando grandes e indignadas zancadas.
Nadie tuvo la culpa. La tradición tuvo la culpa.
A. teoriza que su reciente noviazgo sólo fue un intento fútil por ambas partes de lo que llaman sentar la cabeza. Es jodido afrontar semejante empresa cuando ni siquiera crees en ella. Él ni siquiera sabe muy bien qué significa sentar la cabeza. Y ella tampoco entendía ese cuento. Piensa que aunque su ex tenía tantas ganas de cortar como él, cuando finalmente se materializó la ruptura ella se encabronó más porque se la consideraría una indigna solterona en su familia, y a él nada más que un tipo ya no tan joven que aún tendría un par de oportunidades serias de establecerse con alguna muchacha que le encauzara hacia el Bien. Casa, pareja y quizá un perro o un par de gatos de los que hablar maravillas aunque sólo caguen y te miren mal. Puede que incluso un churumbel deseado solo a medias, si la nueva novia quiere parir y A. está lo suficientemente agotado para negarse.
En eso sí echa de menos a su ex, que deseaba tanto un bebé como una hernia discal.
La putada de formar una familia, la putada de no formarla.
El morro del utilitario se traga la carretera con una relajante indiferencia. A. se siente menos aturdido que un par de horas antes.

Una vía de servicio de carácter familiar. Repostar y papear. El edificio tiene un salón tamaño comedor de cárcel. A. está rodeado de familias camino a sus vacaciones. Esa gente que sí tiene un lugar de destino. Todos con la cabeza sentada, como demuestran los lloriqueos y carreras entre mesas de críos y crías aún residentes sólo en burbujas. Da igual dónde esté un menor, su casa son sus padres. A. devora una ensaladilla sorprendentemente sabrosa y fresca. Coca-Cola para tragar y plátano para cerrar. Suelta un par de necesarios eructos y pide la cuenta.
Mientras espera, una pareja comienza a discutir a voz en grito. Al parecer no tienen hijos, o al menos no están presentes. Se llaman de todo, algunos padres les tapan los oídos a sus pequeños dictadores encocados y chillones. De repente se puede masticar el silencio alrededor de la pareja protagonista. La camarera le trae la cuenta a A. y le cobra, pero se queda a ver el espectáculo. Al parecer el fulano es un putero al que no se le levanta con su mujer. A. escucha atentamente las recriminaciones. Ella es una arpía que se pegó a él por su pasta. Él en realidad está arruinado, se ha cargado una empresa próspera que heredó de su viejo. Ella lleva poniéndole los cuernos desde dos días antes de la boda, se folló a un stripper cubano con un pepino armenio entre las piernas. (Uau. A. busca “pepino armenio” en Google). Ella es una puta, una zorra que no ha parado de follar por ahí, incluso se ha prostituido. Él es un mentiroso, un miserable, un hijo de puta, porque su madre sí que era una puta de verdad. Ella va pegándole venéreas por ahí a todo el mundo, lo saben en toda Periferia. A él le gusta comer mierda, la coprofagia, mierda de rubia tonta, como si no lo supiera todo Dios ya. Sólo ha sido pis. No, era mierda. Pis. Mierda. Pis; no es lo mismo la mierda que la lluvia dorada, hay mucha diferencia. Él es un mentiroso, que lo sepa todo el mundo, un mentiroso y un putero comemierda. Ella es una guarra, nunca ha sido fiel, es una guarra desde antes de la boda, y hasta se apunta a clubs de swingers para recibir bukkakes. Cerdo mentiroso. Puta guarra. Te voy a matar. Te voy a matar yo.
Para cuando se da cuenta, A. es el único cliente presente, a unas tres mesas de distancia de los enamorados. Sólo se levanta y se va cuando le lanzan una mirada de “¿qué te pasa a ti, joder?”.
Ya fuera y camino del coche, puede imaginar el más que probable final de la historia. Quizá mañana o quizá en un mes, se pelearán en casa, llegarán a las manos, y el fulano, que pesa el doble que ella, le reventará la cabeza o la tirará por el balcón. La mayoría de medios y quizá algunos políticos contabilizarán otro “asesinato machista”. La naturaleza, tal y como juntó a dos gilipollas integrales, los habrá separado por la vía de lo más parecido al sexo que conoce: la violencia.

No está mal ser observador. Cuando no estás lo suficientemente ocupado en ti mismo, las cosas toman forma alrededor. Puedes distinguir como nunca su fealdad o belleza, pero sobre todo detectas la Verdad en ellas. Esa verdad que raramente tiene que ver con los discursos paralelos que teóricamente la describen. Pero sólo son palabrería interesada, posturas encontradas, orgullos atrofiados, egos con obesidad mórbida. Primero te cuentan cómo son las cosas, pero luego –si de verdad te interesa– ves en parte cómo son de verdad.
La tarde es larga como sólo lo es en verano. Caliente, amarilla, naranja y roja. El desierto susurra y cruje con sus alimañas. Se puede percibir incluso desde dentro del coche. De vez en cuando A. se aparta un poco para que pase el Optimus Prime de turno con su dueño al volante. A veces son coches familiares con críos en el asiento de atrás. A. se pregunta qué pensarán de él, solo en el coche en semejante ruta. Lo más probable es que nada.
Los planes de no hacer nada casi siempre se tuercen. Quizá es el aburrimiento, puede que la curiosidad. A. preferiría pensar que se trata de la curiosidad, esa forma de mirar el mundo que cada vez parece menos habitual. Quizá porque has de sentirte lo suficientemente pequeño en el Universo para tenerla. Y quién coño quiere sentirse pequeño. Las personas saben que la Tierra no es el centro, pero sólo lo viven como un tecnicismo. El orgullo –ecologista o no– del ser humano será lo que acabe con él. Cómo da igual, ya encontrará la manera.
A. ve algo bastante cerca en medio del castigado alquitrán. De repente un coche familiar le adelanta por el carril izquierdo. Le acaba tapando la visibilidad de lo que parecía un animal cruzando. El coche, ya delante, se frena de golpe chirriando a unos diez metros. A. aminora hasta detenerse, puede ver uno de esos transportines para mascotas en la bandeja de atrás del vehículo. Asoma la cabecita de un gato blanco. El coche vuelve a arrancar enseguida, se va cagando leches.
A. arranca un minuto después y maniobra para ver lo que hay en suelo. Un perro negro destripado, atropellado por la familia dueña del gatito. El perro seguramente haya sido abandonado por otra familia. Los amantes de los animales cobran bastante protagonismo en verano.

Los colores de la tarde comienzan a volverse interesantes. Pese a ello, A. vuelve a salir por una vía de servicio. Tiene que reconocerse a sí mismo que quizá no sea el conductor romántico tipo ruta 66 que pensaba. Necesita tomar algo y ver gente, estudiar el exotismo de esos antros de carretera, la mayoría reconvertidos en coloridos comedores tipo self-service para familias.
Pide un café largo con hielo. Al primer sobro, se pregunta si no sufrirá cagalera más tarde. El menú del día no ha sido tan inteligente.
Piensa en el perro muerto. En realidad aún no había muerto del todo, pero no sabía qué hacer con él. Le habría pegado un tiro de ser esto una película, pero no llevaba armas de ningún tipo. No se veía tampoco con estómago para partirle el cuello. El chucho le miraba, forzosamente silencioso, y también parecía poder verse las tripas fuera. A. no se considera uno de esos amantes de los animales. Quiso tener un perro de crío, quizá como el 90% de los críos, pero ya de mayor nunca ha compartido ese ansia por cambiar de perro o gato cada diez años, o lo que sea que vivan. Sencillamente no quiere meterse en ese jardín, y además le aburre enormemente el entusiasmo por los animales que muestran algunas personas, cuando no lo percibe directamente sospechoso. Hay algo retorcido en la relación del ser humano con los animales, sobre todo cuando estos acaban reconvertidos en mascotas caseras. Es fácil criticar a los toreros, pero A. ha pensado más de una vez en las oscuras carencias emocionales de ciertas personas con perros y gatos. Esa especie de necesidad yonqui de amor ciego y desinteresado. Como cuando hablan de lo mucho mejores que son los perros que las personas. Claro, puedes ser una persona mezquina e insoportable, y tu perro te seguirá queriendo si le tratas medianamente bien. Los perros son la hostia, piensa A., pero lo que te pasa con las personas no tiene nada que ver con ellos.
El comedor de carretera vuelve a estar lleno de críos. Están emocionados y excitados, para amargura de los padres. A. les entiende, a él de crío le encantaban los viajes largos en coche. Ahora cree que en parte era por el espacio. Iba como un pequeño Rey tirano en el asiento de atrás, exigiendo bocadillos y paradas para mear. No tenía que hacer nada, sólo ser un puto crío: eso era lo único que se esperaba de él.
Una niña de unos tres años se le queda mirando, de pie, a unos tres metros. A. mira alrededor como intentando localizar a los padres. Le pasa a menudo con crías de esa edad. Miran y miran. Entonces la cría da pasitos cortos hacia la mesa en que están sus padres. Llama la atención de su madre y le señala. A. se centra en su café. Ese nivel de atención decrece alarmantemente cuando se trata de niñas de treinta años. La verdad es que como pederasta sería imbatible.

Más tarde A. pilla una habitación en un motel que parece bastante limpio. Se siente a gusto en la cama, aunque esta le hace pensar más en una anciana que en polvos salvajes con veinteañeras. Una anciana benevolente, en cualquier caso.
Tiene intención de dormir unas seis horas y seguir la ruta.
La madre le sonrió cuando se percató de la situación; quizá supo qué le llamaba la atención de A. a su cría. Él rió con cierto reparo. Siempre le da la sensación de que alguien va a pensar que un par de veces a la semana sale a la caza de niñas bebé.
No ha pensado pocas veces en los motivos por los que no es un asesino o un violador. Cree que tiene todo lo necesario para pasar más de la mitad de su vida en la cárcel. Aunque él no se ha dejado llevar nunca por ciertos impulsos, los entiende perfectamente. Porque los ha sentido. Quizá el ejemplo para llegar a todo el mundo con esto, son las rabietas al volante. Esos dos segundos en que machacarías a puñetazos a alguien por haberte hecho una pirula en la carretera, no usando bien las luces o aminorando demasiado rápido yendo tú detrás. Y hay ejemplos peores. Pero esos segundos de deseo de hacer el Mal, se presentan en muchas otras circunstancias. No sabemos qué grosor tiene la línea que separa a la persona cuerda del psicópata. Si mataras a alguien por un impulso pero sin querer, ¿te hundirías y pensarías en el suicidio, o pensarías “qué coño”, y dado que ya has cruzado la línea roja, seguirías explorando en esa dirección? ¿Y qué pasa si fuerzas sexualmente a alguien? ¿Puede ser que una buena persona –drogada o fuera de sí– pierda el control un día? ¿Y si su reputación muere ese mismo día, no es posible que esa persona decida seguir haciendo caso a ese instinto terrible? Pasa igual con la gente que pega a los críos o les hace cosas incluso peores. Somos humanos, piensa A., no somos gran cosa, podemos perder el control mucho más fácilmente de lo que creemos, y la ética, la moral y la justicia no tienen en cuenta eso, porque no pueden. Pero claramente no estamos a la altura, somos animales, y la autoconciencia humana es tan fascinante como terriblemente rara y peligrosa.
A. mira su móvil justo antes de dormirse. Lo ha puesto a cargar. Son las once de la noche.

Por la mañana se siente mejor. No ha pasado muy buena noche, a pesar de sentirse bastante descansado. Ahora conduce y procura desperezarse. Ya casi no recuerda las tres o cuatro pesadillas que ha tenido. Todas tenían que ver de algún modo con hacerse viejo, con la perdida de oportunidades. Con no haber “sentado cabeza”. Por más que no creas en esa inercia tradicional como opción única, es muy difícil que no te carcoma. Aunque tengas de todo, algo te fuerza a sentir que te falta algo. Para empezar estás solo, y la soledad es prácticamente un pecado capital. De hecho, A. piensa que es tan JODIDO estar siempre solo como estar siempre con alguien; no digamos si además es siempre la misma persona. Lo ideal sería poder pasar seis meses solo y seis acompañado. Creo que el cuerpo y la mente lo agradecerían y mucho. Además estar solo no significa que no veas a nadie; pero tener a alguien “impuesto” a veces ha sido una especie de historia de terror personal para A. Tener que justificarlo absolutamente todo, dar explicaciones siempre. Lo cierto es que la mente tiene un aguante casi inxeplicable. A. no sabe qué es lo que provoca un derrame cerebral, pero ha conocido a personas la mar de pacíficas y educadas que podrían, si no provocarte un derrame, sí uno de esos impulsos violentos que constantemente contenemos.
Hay gente tan teóricamente correcta, que por momentos te gustaría empujarles al barro de alguna forma. Tan sensibles, tan cuidadosos, tan de ahora. Irritantemente de ahora. Llegas a entender los discursos conservadores que hablan de nuevas generaciones débiles e ignorantes.
Más tarde, A. comienza a ver prostitutas cada dos o tres kilómetros en el arcén. No se le ocurre qué otra cosa pueden ser. Están solas y sentadas en sillas de playa bajo un parasol.
Se pregunta a cuántos kilómetros estará ya de casa. Mucha gente hace ciertas cosas sólo por estar lejos de casa. Consideran que no cuenta si estás lejos. A. cree que que nunca estás lejos si vas con alguien que te conoce. Es un error común entre fiesteros y puteros. Sólo puedes estar lejos de casa si te vas SOLO lejos de casa.
No se conoce de ningún secreto que se haya podido guardar en grupo.

En determinado momento para el coche. Revisa su cartera para comprobar el efectivo. Siempre ha oído que las prostitutas corrientes cobran 50 por un completo. Pero puede que eso ya no sea así. Quizá también hay un límite de tiempo. De hecho seguro que lo hay. Lleva 120 en efectivo. Probablemente nunca ha llevado tanto.
Arranca el coche y piensa en ello.
Decide que si lo hace tiene que ser con alguien de su edad o mayor. No piensa follar con una puta aterrorizada de veinte años.
Da la vuelta para echar un vistazo a las mujeres que ya ha visto de pasada. Le da miedo que algún poli le pille en el proceso; no sabe qué pasaría. Aunque no ha visto un solo coche de policía en toda la ruta.
Se decide por una de las chicas y detiene el coche cerca de su parasol.
–Disculpa.
–Dime, cariño.
–Estoy… ¿Me puedes decir tu edad?
–Veintitrés, cariño.
Obviamente no tiene veintitrés. Quizá treinta y tres. Ni siquiera sabe por qué ha preguntado.
–Ya…
–¿Quieres llevarme…?
A. cree que empieza a entender el argot putero.
La mujer pliega el parasol y su silla. Cabe todo bastante bien en el coche. En apenas un minuto la tiene sentada en el asiento del copiloto. Shorts y biquini. Obviamente no es su primera vez. A. duda que le queden muchas primeras veces por experimentar. Lo cierto es que huele bien y tiene una cara agradable. Tiene curvas generosas y una piel tan blanca que hacía imprescindible el parasol.
–Te digo dónde tienes que parar ¿vale? –dice la mujer.
–Vale. Claro.
–¿Cómo te llamas?
A. se lo dice.
–Nunca había oído ese nombre.
–Es un poco raro.
–Yo me llamo Marta.
Marta, piensa A., una elección curiosa para un nombre inventado. Cero exotismo. Pero es una buena estrategia. Hacer que el intercambio por venir no encaje por completo en un cliché.
A. se empieza a emparanoiar. ¿Seguro que estoy con una puta? ¿Qué va a ser si no, una agente comercial? ¿Alguien que capta extras para una peli? Déjate de gilipolleces, la gente habla claro, excepto si se trata de follar, haya o no una puta de por medio.
A pocos kilómetros, Marta le indica un aparcamiento de un motel. A. se pregunta cómo van a entrar, ¿como si fueran clientes al uso?
Simplemente entran. Marta saluda al chico de recepción. Rutina.
La habitación está invadida por el sol.
–Para mí de día es más agradable –dice ella.
A. lo piensa un momento.
–Para mí también.
Cuando uno se imagina con una puta, se ve en un antro mal iluminado y de madrugada. Imagina poca higiene, una situación tremendamente tensa o hasta violenta. Pero A. no se siente así.
Sin venir de ningún sitio, Marta dice:
–Estoy contenta.
–Oh.
–Ya mismo acabo en la academia. Estoy en la academia de peluquería. Es un poco caro, pero…
–Claro, claro –murmura A.
–La semana que viene dejo la ruta.
–Claro. Bueno. Me alegro por ti.
–Me da un poco de pena dejar a las compañeras, pero…
Mientras la chica habla, A. se da cuenta de algo.
No es un arrebato moral, pero sencillamente no está cachondo. Ya no.
–Oye –interrumpe a la chica.
–Sí.
–Perdona, pero si no hacemos nada…
–¿No quieres hacer nada?
–Es que…
–Si no quieres hacer nada –sonríe ella–, pues no hacemos nada. Yo no te voy a obligar.
–Ya. Pero te he hecho perder el tiempo. Oye, creo que… ¿te parece si vamos a comer a algún sitio? Te pagaré tu tiempo. Bueno, no es que esté forrado…
A. se siente ridículo, como si ella pensara que él se acaba de dar cuenta de que está mal irse de putas. Juzgándola así por defecto. Como si hubiera visto escenas así en películas y ahora él quisiera reproducirlas en la realidad.
–Oye, no es por nada, es que antes sí tenía ganas de hacerlo, pero ahora no me encuentro muy bien.
Así, usa la carta de la salud. Como si notaras un poco de fiebre, o el estómago pesado.
–¿No te encuentras bien?
–Sí, pero creo que noto un poco pesado el… Quizá otro día…
–Bueno, otro día seguramente yo no estaré –dice Marta, como avisando. Oferta limitada, chico.
–Ya. Es verdad.
–Oye. Da igual. Si quieres vamos a comer. ¿Me invitas a comer? Me invitas a comer y en paces. Creo que hoy me iré a casa pronto.

Acaban en un terraza cubierta por un toldo, en el mismo motel. A. se siente bien. Decide no hablar del tema, sobre prostitución o planes propios de futuro. Sólo escucha a esa mujer. Algunos tíos la saludan, ella los conoce a todos. Marta le pregunta a A. que adónde va.
–Bueno. Estoy de vacaciones y…
–No vas a ningún sitio.
Lo dice completamente segura.
–La verdad es que que no.
–Si no vas a ningún sitio, te recomiendo que avances 50 kilómetros. Allí hay un antro que mola. Se llama: El Cowboy, lo lleva un friki de las pelis del oeste. Para no ir a ningún sitio es mejor que esto. Y que conste que no me quejo, aquí me tratan bien.
Entonces le dice a A. que va al lavabo. Al cabo de un rato, A. pregunta por Marta. Le dicen que se ha marchado, que ha pagado la cuenta.

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