La chica que conoció a Thomas Pynchon

M tiene fama de frío. Piensa a menudo en ello por las mañanas, procurando aliviar su habitual dolor de espalda con ciertos ejercicios, lavándose la cara, echando la meada y duchándose, sacudiéndose la noche de sueño. Se siente como de madera, rígido, quebradizo, pronto cumplirá los cuarenta. Pese a haber perdido unos kilos quitándose caprichos, M no está lo que se dice en forma.
Tarda una media hora en averiguar si ha dormido las siete horas mínimas para no sentirse como un trapo todo el día. Puede que sentirse oxidado así no se deba sólo a la calidad o cantidad del sueño.
Es una sensación de carencia en los ojos, delata una mala postura o haber dado demasiadas vueltas antes de dormirse. Ojos rojos. No como un niño somnoliento, sino como un adulto que a menudo lidia con la culpa.
Demasiado mayor para resultar gracioso por pereza o torpeza.
Hace años decidió ser siempre sincero. Siempre significa: al menos cuando es importante. Eso le ha vuelto un hombre más callado, algo apagado, aunque también más resolutivo llegado el momento.
No queda apenas nada del chaval de veinte años que creía en “un mundo mejor”. No le importa si se ha vuelto más realista o más bien indiferente de un modo autocomplaciente. El mundo no cambia, o lo hace demasiado despacio para pensar que uno ha tenido algo que ver en ello. No puedes intentar cambiar las reglas del juego, sólo te descubrirás como la mota en el espacio que eres.

M mira a su alrededor y las cosas y las caras parecen más amables. El sábado por la tarde –sentido de la vida para muchos– no cambia demasiado la rutina de M, aunque sí su estado de ánimo. No es que brille nada en su interior como cuando era crío, pero M no es especial en eso. A los quince años no se hubiera conformado con una silla cómoda, un café y un móvil del futuro. A los quince años quería crecer, ser importante, sentar de culo a los demás con su talento desmedido, su ejemplar humildad (cualidad a menudo compuesta de ego y maquinaciones), su mentalidad especial, sus textos arrebatadores, relatos, novelas cortas, enigmáticas, románticas sólo en una de las infinitas capas. Iba a ser alguien profundo, devolviéndole frescura a la palabra. Sería alguien interesante de verdad, un follador consumado (a varios niveles); un cerdo atleta cuando tocara, un erudito si la ocasión lo exigía, alguien esencialmente bueno que sabría destilar sus inquietudes retorcidas como muy pocos artistas vivos saben. Un escritor de alma, corazón y estómago, tan capaz de poetizar
como de digerir sin flatulencias los grandes temas, haciendo que el resto de escritorzuchos sonaran a narrativa de aeropuerto o tópico andante con ínfulas. Él sería la Naturalidad, la Autenticidad, esa Lucidez creadora que te arranca una lágrima o una honda respiración sin que te des cuenta.
Sería tan bueno que pondría en auténticos apuros a sus amigos; se prepararían tanto para fingir admiración lectora, que no sabrían cómo demonios reaccionar al verse realmente impresionados.

Ahora sólo intenta soltar un pedo sin que el resto de la terraza se percate.
Tiene una hernia discal (“mejor no operar”), un trabajo en absoluto relacionado con nada creativo, interesante o dignificador (con un sueldo ad hoc), y una vida plagada de recuerdos y anécdotas color gris o marrón caca que a nadie le importan un cuerno. Por supuesto no ha impresionado a las masas (o minorías) con su talento único, porque no lo tiene; y en cuanto al follisque, no se puede quejar más que el fulano corriente medio, pero está claro que ha viajado a pie largos tramos por el desierto.
Hay mujeres que le han considerado derrotista, pero él siempre dice que nunca ha pensado seriamente en el suicidio.
Un ejemplo de optimismo adulto.
Teniendo en cuenta las estadísticas de suicidio masculino, M se siente bastante dicharachero. No es el tío guay ni el padrino de nadie, no se disfraza de payaso para los críos ni hace cosplay con una novia quince años más joven y escandalosamente follable. Ni siquiera tiene actitud para fingir felicidad medianamente bien en Instagram. Pero dados los números y cómo podría haber acabado hace tiempo, se ve como un tipo bastante vital.
No es el señor práctico que llega a los noventa años ni tampoco el cómico cadáver a lo Robin Williams. Habita alguna clase de término medio.

La búsqueda del equilibrio personal es algo serio. La gente se pregunta cómo va a envejecer. Siempre se habla de amores juveniles, esa fuerza arrolladora; pero M piensa que avanzados los treinta se comienza a mascar el miedo a la soledad. Más bien pánico, la idea de la muerte que huele en la escalera hasta que los vecinos deciden llamar a alguien.
Incluso si te emparejas a toda costa y te intentas rodear de consanguíneos, te puede pasar. Imagínate si no lo haces.
La búsqueda del equilibrio es algo serio. Define Equilibrio sin recurrir al diccionario. Defínelo según tu experiencia, lo que has visto, oído, reflexionado. Define Felicidad, o Feminismo, o Justicia. O Muerte.
Define Libertad.

Otro pedo en la terraza. Café y cigarro.
Hace mucho que M le perdió el miedo a los lavabos públicos. Tiene su propio historial estomacal, episodios de infección, pero también somatización. M conoce la ansiedad, ha tenido sus ataques diagnosticados, por suerte no muy serios, o al menos eso cree. Pero está casi seguro de no haber sufrido depresión. Ahora la gente se ha puesto muy seria con estas cosas. O más bien se han aficionado a ellas. Sobre todo quienes no las sufren. Oyen “salud mental” y se activan como un japonés de quince años ante unas bragas usadas.
La instrumentalización de todo tipo de asuntos delicados y extremadamente jodidos –en pos de intereses políticos, personales, empresariales o de “influencer” cutre–, está a la orden del día.
Se amparan en la “visibilización”. Luego eres un cabrón inhumano o no según a quién votes o critiques; o si haces un chiste. Es de suponer que casi todas las personas realmente serias e inteligentes llevan años calladas.

Una cita.
M procura limpiarse bien el culo antes de volver a su silla en la terraza. Incluso empapa en agua algo de papel higiénico. Un amigo suyo se compró hace muchos años papel higiénico con aroma a vainilla. M le preguntó:
–¿Para qué quieres papel higiénico con aroma a vainilla?
Y el tipo dijo:
–Nunca sabes cuándo te van a comer el culo.
Ambos eran vírgenes.

Uno no elige qué anécdotas le marcan en la vida. M diría que casi cualquier consejo serio sólo ha conseguido aburrirle o irritarle.
Una cita no significa que te vayan a comer el culo, pero si vas a cagar ya después de haber pasado por la ducha, más te vale ser concienzudo en el ejercicio: cagando y limpiando después.
Encima no es una cita de Tinder; no es nadie que venga a jugar o probar o echar un polvo y largarse.
Aquí va a hacer falta contexto. ¿Cómo le contaría M a alguien desconocido lo suyo con Y?

M empezó a hablar con Y en la época de Messenger. Pasaron un par de años así. Ella era más joven, él la impresionaba con sus limitados conocimientos literarios, como si leer libros te convirtiera automáticamente en alguien a tener en cuenta. Si la gente que nunca lee supiera de las dinámicas reales entre lectores y cómo se relacionan realmente con los libros –una simbiosis mucho más parecida a la masturbación que a la cultura o el conocimiento–, se lanzarían a leer ipso facto.
No digamos si supieran lo que se cuece dentro de la gente que escribe. La palabra masturbación no alcanza ni de lejos.
M, lector y escritor nunca profesional, sabe sin embargo muy bien de los egos que se mueven en esa orgía de la narrativa poco narrativa, y todo ese vocabulario inusual que te hace parecer quizá exactamente lo que eres.

Ella era aún universitaria, él ya estaba buscando concienzudamente su hernia en almacenes y cadenas de montaje. Sus padres no entendían nada: tanto leer libros y eso no se traducía en absolutamente nada práctico.
Hablar en digital era placentero para M. Era uno de sus chutes para el ego. Ella tenía novio, por supuesto.
M se dio cuenta de que estaba por Y en serio cuando Y se fue de erasmus a Londres. Nunca se habían visto aún en persona.
Ella fue notando poco a poco (o muy rápidamente) el cuelgue de M. Le puso los cuernos a su novio al décimo día de husmear en Londres. Con un portugués.
M se masturbaba imaginando a Y follando a lo bestia con el portugués. Le dolía como ninguna otra cosa le había dolido en la vida, y a la vez hacía que se corriera como un caballo.
Ella le hacía confidencias, pero no demasiado convencida de que debiera hacerlas. M lanzaba indirectas tan sutiles como un accidente aéreo o una película “inclusiva”.

El tiempo hizo su trabajo. Lo que parecía tan intenso, se fue aplacando. El amor se va volviendo romo: después desaparece o se estabiliza, pero casi nunca vuelve a ser tan intenso como al principio.
No es que no haya excepciones.
Otra anécdota que marcó a M fue cuando su profesor de Ética (antes Religión) en tercero de ESO se incorporó al trabajo antes de lo aconsejable después de la muerte de su mujer. Nada que te esperes: un cáncer llegó y arrasó con la vida. El tío llevaba treinta años más bien aburrido junto a la misma señora. Una rutina de las que te hacen soñar con hacer puenting o liarte con alguna reciente mayor de edad. Quieres hacer cosas legales de las que cada vez ofenden a más gente.
Quieres volverte loco y volver a comer carne.
Quizá incluso fumarte un cigarrillo.
O podrías dirigirte a un grupo mixto sólo diciendo: Hola, chicos.
O acercarte a una muchacha en un bar y preguntarle si estudia o trabaja.
Tentativas de violación típicas del hombre blanco.
O vas y le compras una muñeca a tu sobrina. O un vestido rosa. Y le guiñas el ojo a tu cuñada, tan metida ya en el activismo que quiere eliminar el género.
El tío estaba aburrido de narices. Casado, fiel, atento, soportando larguísimas sesiones de telebasura, películas que odiaba, encuentros con gente que detestaba. Sólo agradecía no haber tenido hijos con esa mujer.
Hasta que ella enfermó.
Pasó a quererla otra vez como cuando tenía veinte años; y ahora querría haber tenido un hijo o dos, algo que tuviera que ver con ella. Algo más que putas fotos y videos en Instagram.
El tío se derrumbó ante los alumnos, literalmente. Hablando del cáncer y su mujer, acabó sentado en el suelo, llorando, sollozando, moqueando. Con motivo. Ahora raramente es así. Pero aquel hombre tenía razones de sobras. Tenía casi sesenta años.
Poco después fue despedido por follar con una alumna de diecisiete años en el gimnasio del centro.
M no volvió a saber de él.

Obviamente esa primera etapa de amor intenso que sintió M, nunca conllevó sexo con Y.
Imagínate estar colgado por alguien, años, recibir sus atenciones, que haya una química quizá complicada pero también clara, y que eso nunca se materialice en un polvo. Ni uno solo.
Es como si la siguiente entrega de Los mercenarios fuera todo diálogos. Stallone intentando hacerse el gracioso con Dolph Lundgren.

Llegaron tiempos de poca comunicación. Novios por parte de ella, millares de pajas por parte de él. Y alguna novia, sí, algún rollo, pero a M le resultaba muy raro física y sentimentalmente no haber consumado con la chica que más le había gustado (y gustaba) en realidad.
Era muy consciente de que la había idealizado, pero también de que esas cosas sólo funcionan así, o no funcionan. Si no ¿de qué coño te lías o quieres liarte en exclusiva con alguien? No lo intelectualizas; formas tu pequeña novela de fantasía en tu cabeza. Ya puedes ir de sobrio o desabrido “realista”; si no haces ese ejercicio de mitificación irracional inconsciente, nunca nadie te parecerá “especial”. El príncipe azul no existe, pero (atención, exclusiva): la princesa prometida, tampoco.
Cuando te lías en serio con alguien, sin embargo, no piensas en facturas o madrugones, piensas en clave de zapatito de cristal; quizá incluso en una paja con los pies. Piensas en el tonteo y el zorreo, en estar atontando y atontada, ambos viviendo a base de carantoñas y sexo prohibitivo (parece ser) para el año de Nuestro Señor 2022.

El erasmus acabó; al portugués, dos ingleses y un alemán nadie les iba a quitar lo bailao. Del primer novio de Y nada más se supo. También había bailado lo suyo. Y eso era sólo lo que M sabía. Tampoco le hacía falta más.
Tuvo una novia durante casi un año que, si no lo sabía todo, como si lo supiera. A M sólo le había faltado gritar el nombre de Y mientras follaban. A M nunca se le ha dado bien fingir, y siempre lo ha visto más como un defecto que como una muestra de transparencia o bondad natural. Ser bueno nunca le ha parecido en el fondo que tenga especial mérito: las personas buenas hacen sencillamente lo que el cuerpo les manda; la mayoría de veces no les cuesta ningún esfuerzo. Ser bueno sólo tiene mérito si has sido un buen hijo de puta antes.
M fue tan bueno que acabó contándoselo todo a esa novia de transición. Cuando alguien te gusta, el resto son como mucho secundarios, la mayoría figurantes. Cortó con ella en una cafetería. Al final ella dijo:
–Vale que cortes conmigo, pero no me metas un rollo –y se fue.
M le habría contado cómo era el coño de Y de haberlo visto. Había sido una relación completamente artificial, aun con todo el sexo y los fluidos. ¿Qué dirían los “virtuosos”? Los mismos supuestamente preocupados por la salud mental, llevan años que no cagan con lo que llaman: “relaciones tóxicas”. Básicamente casi todo lo que no sea follar previa verbalización de consentimiento sobre un arco iris, puede ser “tóxico” de un modo u otro para ellos. No conciben el conflicto o que las personas se “utilicen” unas a otras. Como si eso no fuera la norma con escasas excepciones. Las personas prueban suerte, sencillamente. Los hombres utilizan a las mujeres, las mujeres a los hombres, los hombres a los hombres y las mujeres a las mujeres.
Dichos “virtuosos” no pueden soportarlo (o eso dicen). ¿A qué se puede agarrar alguien con una inclinación clara al fanatismo cuando las religiones están muriendo?
–Los fanáticos están huérfanos, y creo que la política no les llena como progenitora adoptiva –dice M.
Hace rato que ella ha llegado; ha pedido café.
M e Y nunca han consumado aún, pero tampoco han dejado de hablar al cabo de los años. Ahora ambos están libres, y el tiempo parece haber pasado más rápido de lo calculado. Se ven un par de veces a la semana. Viven un poco lejos el uno del otro, y ninguno tiene permiso de conducir; son cada vez más asiduos al tren.
Veinte años de titubeos, distanciamientos y estrechamientos. Como Cuando Harry encontró a Sally pero con mucha menos gracia.
Y ha tenido los tíos que ha querido, M las tías que ha podido. Ahora, aunque aún no lo han verbalizado, ambos saben que quieren tener algo con alguien a quien no estén utilizando en el fondo.
Parece evidente lo que tiene que pasar. Si M hincara ahora mismo la rodilla y se declarara anillo en mano, Y tendría que fingir pasmo y sorpresa.
Saben que han tenido su propio noviazgo o no noviazgo; en cualquier caso, algo mucho más profundo que cualquier cosa que hayan tenido con otras personas, más parecidas a sims para ellos. Todas esas terribles “relaciones tóxicas”, gente que folla y se utiliza entre sí sin rendir cuentas a ningún oráculo moral.
Dios a muerto, ¿ahora qué hacemos?
–Los fanáticos te encantan –dice Y.
–La verdad es que sí. Lo malo es que nunca me los creo mucho.
–Ted Bundy se volvió religioso en la cárcel.
–Sí, prefería al Ted Bundy asesino y violador.
–Yo también.
Ahora los chistes macabros son como los polvos prematrimoniales de antes. M sabe que Y no se ha vuelto gilipollas en ese sentido. Es bastante más lista que él, difícilmente podía haber caído fulminada por la luz de ninguna de las doctrinas actuales.
A ella, de hecho, le resulta algo ridículo que a él le indignen tanto las bravatas morales o supuestamente feministas de cuatro veinteañeros y dos políticos.
–¡No me indignan!
–Sé qué te divierten, pero también te indignan. ¿No ves que el noventa por ciento de la gente suda de ese rollo?
–Lo sé.
–La “batalla cultural” es un entretenimiento de pijos mentales, M. La gente es más seria que eso, más lista que eso. Por eso la mayoría se calla.
–Quizá deberían hablar más.
–Para qué. Los gimnasios mentales ideológicos están siempre casi vacíos. Tienen menos éxito aún que los de verdad. Sal a la calle y pregunta a la gente sobre los identitarismos; la mayoría no sabrán de qué les hablas.
–Estoy de acuerdo, pero esos cuatro gatos pijos se están infiltrando en la política y la educación.
–Te concedo eso, pero piensa en la rutina de las personas, M. Nadie está para gilipolleces. Puedo equivocarme, pero todo ese asunto acabará cayendo por su propio peso. Podría haber cuajado décadas atrás, pero ahora te hueles rápido a los fanáticos, sean de la cuerda que sean, y simplemente no les das juego.
–O sea que yo les doy juego.
–Tú muy poco, pero no entiendo por qué te irrita que una idiota diga que los hombres maltratados no existen pero sí una cultura de la violación.
–…
–Ninguna mujer cuerda vive con esos miedos, M. Y ningún tío se percibe exento del sufrimiento o el maltrato. Eso es lo importante para mí; la mayoría de gente sólo hace lo que puede, no está politizada. Sólo votan a quien menos asco les da cuando llegan las elecciones. Si es que votan.
–Bueno, pero…
–Lo que te digo, M, es que por mal que me pese a mí, dadas las alternativas, la izquierda se va a hundir en los próximos años.
–No veo cómo. Según tú a casi a nadie le interesa la “batalla cultural”.
–Y lo mantengo; pero ahora vives en este mundo difícil de leer, querido, en el que causas menos populares de lo que se piensa (a menudo por anacrónicas), van a cargarse las causas políticas afines.
–¿Y cuáles son las causas políticas?
–Un montón de pasta y propiedades para una panda de pijos que prometieron que no estaban en política por pasta y propiedades.

M sabe cuánto frío puede aguantar en una terraza. Si algo conoce son sus límites. Por debajo de los diez grados, aunque no sea una calle especialmente abierta ni dada a las corrientes, empieza a temblar con riesgo de que el móvil o la taza se le caigan en el regazo. Es el caso.
Y no parece percatarse, quizá porque va mejor abrigada o simplemente aguanta mejor que él, lo que no le extrañaría. Y es más viajada y experimentada en todo. Probablemente haya dormido a la intemperie más de una vez; y follado.
–Intento darme de baja de mi compañía telefónica –dice.
–¿Ah sí?
–Me están cobrando muy por encima de la tarifa que contraté. Esos cabrones. Mi madre dice que “son como los gitanos, y ya sabemos cómo son los gitanos”.
M empieza a reír, y no está seguro de poder para pronto.
–A mi madre le encantan los símiles racistas. Y los chistes. La verdad es que a mí también.
–Perdona, pero ¿tú no eres medio gitana?
–Sí, por cierto, por eso me encantan. Mi abuelo hacía lo que ahora llamarían: “chistes de autoodio”.
Al salir a colación el asunto gitano, M se fija mejor en las facciones de Y. Y luce en general como una de esas sevillanas de larga melena que son como una fuerza de la naturaleza, todo curvas, una feminidad desatada y animal. Gitanas o no, suelen ser españolas, y M se queda embobado cuando se cruza con mujeres así. Ni siquiera de crío le atrajeron las rubias, las chicas blanquitas y altas formato muñeca.
–Me miras mucho tú.
–Sí. Siempre lo hago.
–¿Se te ha subido el café a la cabeza?
–Creo que es por el frío.
–¿Tienes frío?

Puede que no conozcas el universo Pynchon: Thomas Pynchon es un escritor de más de ochenta años que desde joven decidió mantenerse al margen de los medios. Pese a haber sonado incluso para el nobel, apenas circulan un par de fotos suyas. Eso ha contribuido a que su leyenda aumente y se mantenga en la cima. Su producción esencial consta de nueve libros traducidos a todo lo traducible; los nueve han alcanzado el éxito de forma inexplicable, siendo alta literatura a niveles histéricos; obras además increíblemente crípticas y aparentemente imposibles de abordar para el lector centrado en los bestsellers, la autoayuda o –ahora– la política pop identitaria.
–El problema –dice Y–, es que mucha gente asocia el placer a las respuestas. Como si el placer de la lectura fuera el mismo que el de acabar un puzle.
–Quieren que se reúna al reparto y el detective cuente quién es el culpable.
–Nadie “entiende” a Pynchon, pero ellos no quieren sentirse estúpidos, y creen que si disfrutas leyendo a Pynchon es o bien porque finges o porque eres inteligente muy por encima de la media.
El piso de Y es acogedor. Es la primera vez que M lo ve, aunque ha visto otros cuchitriles suyos antes, muy puntualmente, siempre más tenso de lo que quisiera. Están sentados en butacas distintas; sendas copas de vino.
–Yo conocí a Thomas Pynchon– dice Y, y da un sorbo con toda tranquilidad.

Corren muchas leyendas sobre encuentros con Pynchon. Es la única persona con la que se emplea la palabra: avistamiento.
Un periodista (y fan) dijo una vez que estaba seguro de haber dado con la dirección exacta del escritor, en Long Island, Nueva York. Despojado de cámaras o micros, llamó a una puerta y le abrió un hombre que bien podía ser Pynchon, o nada más que un anciano viudo de pareja y amigos y con ganas de compañía. El caso que es que el anciano le invitó a pasar. Estaba solo, y estuvieron jugando un buen rato al bridge.
El fan, atribulado, comenzó a hacer preguntas más bien indirectas a este señor sobre los libros de Thomas Pynchon. El tío las contestaba con aplomo, con datos, de forma concreta.
Pasado un buen rato, el anciano le miró y dijo:
–Tú crees que soy Thomas Pynchon, ¿verdad?

–¿Cómo? ¿Q… ?
–Que yo conocí a Thomas Pynchon. Hace cinco años.
–Y ¿quieres que asienta como si nada y ya está?
–Bueno, no. Pero tampoco es para tanto. Es un ser humano, ya está; aunque se conserva bien para su edad.
–¿C…? ¿Es una broma? No conocía esta faceta retorcida de ti.
–M, no empieces a flipar. No te lo he contado antes porque sabía que ibas a empezar a flipar. Si quieres hay papel de aluminio para tu cabeza en la cocina.
–Entenderás que lo que me estás contando necesita TONELADAS de contexto, ¿NO?
–Pues la verdad es que no, M. Simplemente dio la casualidad de que conocí a alguien cercano a su familia. Ya sabes que estuve casi un año en Nueva York, ¿no?
–…
–Como ya he dicho, es una persona, no un extraterrestre ni un vampiro. Es un señor mayor. Un genio, puede, pero un ser humano, M.
–No quiero parecer histérico, pero es que estoy histérico…
–Lo sé.
Y sonríe saboreando el momento. Por un instante, M cree que se aclarará todo como la broma que lógicamente es. Pero no es así. Y bromear así no es ni de lejos el estilo de Y.
Sí en cambo hablar de su encuentro con un escritor legendario (y referente para ambos) como si se tratara de la comunión de su sobrino.
–Vale. Voy a hacer como que conociste a Pynchon. CÓMO.
–Bueno. Conocí a un chico, pero me voy a saltar esa parte, si no te importa. El padre de ese chico conocía un editor. Resultó que ese editor era algo así como el amo de medio planeta a nivel editorial.
–¿Un tío de Random House?
–Un tío de Random House.
–No lo puedo creer.
–Y el caso, es que este tío a veces montaba… reuniones en un ático, fiestas pijas… Lo que sea. El caso es que llego y hay una cesta en la entrada donde debes dejar tu móvil o cualquier gadget similar.
–NO LO PUEDO CREER.
–Tranquilo, además lo importante ya está contado…
–Por favor, adelante.
–Pues es una reunión de muy poca gente, mucho champán y música clásica. Aunque a veces ponían también a los Rolling…
M niega con la cabeza, aturdido; asiente negando, la escucha atenta del pasmado.
–Y ya está, tuve acceso a ese pequeño encuentro.
–¿Hablaste con él, en inglés?
–Sí.
–JODER.

Thomas, esta chica es Y, se ha licenciado recientemente, Letras; creo que es un lectora de las buenas.
–Oh. Encantado, Y.
Se dan la mano y les dejan solos.
–Encantada, señor.
–Llámame Thomas, por favor. Y tutéame.
–Como quieras, Thomas.
–Disculpa, ¿cómo te llamabas?
–Y.
–¿Y?
–Sí. No le facilita las cosas a nadie.
–¿Llamarte Y?
–Sí. Soy como… un escollo narrativo.
–Oh –sonríe Thomas–, lo entiendo.
–Pero es un nombre que me gusta.
–Claro. A mí también me gusta. Yo escribí una novela que se llamaba ‘V.’; creo que es algo parecido.
–Sí, aunque agradecería haber tenido ese punto de apoyo. Y. es mejor que Y, o sea…
–Sí, te entiendo. O sea que ¿Y?
–Exactamente: Y.
–Interesante.
–Oiga… Perdona. Thomas, la verdad es que he leído tus libros, y…

–¿Y…?
–Nada. Alguien nos interrumpió. Se lo llevaron. Era amable, al final se despidió de mí: “Adiós, Y sin punto. Que te vaya muy bien”. Algo así.
–No me lo puedo creer.
–Yo tampoco.

–Sí. La verdad es que creo que es usted Thomas Pynchon.
El anciano se lo quedó mirando; quizá reconociendo a este hombre como periodista, como fisgón. No necesariamente como fan. Aunque no era una mirada hostil, sí podía resultar inquietante.
Se levantó de su butaca.
Se desplazó con parsimonia hacia otra estancia.
Desapareció en lo que parecía ser la cocina.
Este fan, este fisgón, se quedó solo en la sala de estar, esperando. No oía ningún ruido.
Cuando ahora lo piensa, según su anécdota o relato elaborado, cree que ese tío era realmente Pynchon. Y que le dejó solo para que su mente hiciera el resto. Comenzó a sentir cada vez mayor inquietud. Por momentos le divertía la espera, la situación; pero a veces sentía desazón, peligro.
–Finalmente, se levantaría, y, sin hacer ruido, saldría de la casa de aquel anciano, sea verdad o no lo que cuenta, cosa que a estas alturas bien poco importa.
–Quizá excepto a los lectores de bestsellers, autoayuda o política pop identitaria.
–Te puedo contar más historias sobre Pynchon, si quieres.
M tiene fama de frío. Piensa a menudo en ello por las mañanas. El resto del tiempo piensa sobre todo en Y, que sería una constante como la letra V en en ‘V.’. Con Y nunca es frío; no sabría cómo.
Esa noche tampoco follan. No lo harán hasta el amanecer.
Sí duermen en la misma cama. Y se abraza inesperadamente a M. Murmura mientras se duerme:
Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.

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